El viajero (13 page)

Read El viajero Online

Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
11.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Dime... dime qué quieres de mí —susurró el chico, camuflando su propia incertidumbre en una falsa determinación.

Llegaba, por tanto, su primer desafío como Viajero, de una forma absolutamente prematura. El miedo al fracaso aleteó sobre Pascal con la avidez de un ave carroñera. ¿Cómo estar a la altura de algo que aún no entendía y que superaba de un modo casi grotesco sus modestas expectativas vitales?

La mujer dirigió sus pupilas esperanzadas hacia él, y su pálida figura quedó en suspenso sobre la oscuridad mientras hablaba a trompicones:

—El papel... debes recuperar el papel...

El frenesí volvió a adueñarse de aquel fantasma, que se lanzó de nuevo hacia Pascal para convencerlo, para advertirle. Ella tiró de sus brazos, y en esta ocasión el chico terminó por perder el equilibrio. Pascal soltó un grito al precipitarse por el cristal del espejo, dando vueltas en espiral mientras recorría una distancia imposible de calcular. Acabó tumbado sobre una superficie porosa, irregular y de tacto tibio. No se había hecho daño.

Buscó a la mujer. Alzando la vista, distinguió a mucha altura el brillo de una minúscula luz. Sorprendido, dedujo que se trataba del espejo por el que había caído. ¿Tanto espacio había recorrido? ¿Cómo podía estar ahora tan lejos?

Pero no había duda. El resplandor que llegaba hasta él provenía de la iluminación del baño de su abuela, al otro lado de aquel umbral de vidrio.

De hecho, estaba muy cerca del piso donde continuaba durmiendo su abuela, y al mismo tiempo infinitamente lejos. Una paradoja que el Viajero, reciente descubridor de dos mundos que en ocasiones se solapaban, empezaba a asumir.

Entonces lo invadió una curiosa sensación que Pascal logró concretar: era como si se estuviese moviendo en el interior oscuro de los huecos de las paredes de aquella casa que tan bien conocía, muy próximo a las presencias vivas que la habitaban pero a las que resultaba imposible alcanzar, rozar siquiera.

Se sentía, en definitiva, como un fantasma doméstico. ¡Aunque seguía estando vivo!

El espectro femenino, cuya excesiva insistencia había provocado la caída de Pascal a aquel espacio vacío, acababa de aparecer de nuevo en aquella etérea dimensión.

El chico, inquieto, deseaba abandonar cuanto antes esa tierra de nadie encerrada tras el cristal enmarcado. Echaba disimuladas ojeadas al distante resplandor del espejo, decenas de metros más arriba.

—¿Qué quieres de mí? —insistió, esforzándose en mostrar el comportamiento digno que él imaginaba que debía exhibir un Viajero—. ¡No te entiendo!

El eco de sus palabras se repitió en la lejanía, como si se encontrasen en una inmensa caverna subterránea.

La mujer se enjugó las lágrimas, sin abandonar un gesto inquieto en el que empezaba a asomar la gratitud.

—Yo... —empezó a hablar, bajando los ojos— no fallecí de forma natural. Me quité la vida hace ahora seis años. Me ahorqué en mi propio dormitorio, incapaz de superar mi desdicha: haber engendrado a un auténtico monstruo, nuestro único hijo Daniel. Era la maldad personificada, y nos odiaba. No te haces idea de lo que supone para una madre saberse odiada por su propio hijo...

Una suicida. Pascal se empezó a sentir incómodo dentro de aquella realidad al margen de su mundo.

—Mi abuela decía que el suicidio es una solución cobarde que solo toman los valientes —afirmó ella, dolorida por aquel pasado al que seguía vinculada—. Siempre es una equivocación, lo he aprendido tarde. Pero incluso las almas que han cometido ese terrible error abandonan la vida para acudir al Otro Lado —explicó con la mirada perdida—, es lo natural. ¡Pero yo no pude! —ella gemía—. Lo que provocó mi muerte es un lastre demasiado pesado. Muerta, soy esclava de mi propia vida. Y es un sufrimiento atroz. Tú puedes liberarme, Viajero. Para que pueda descansar en paz.

Pascal se sintió intimidado por la dramática historia que acababa de escuchar y porque, al fin y al cabo, todavía estaba intentando asumir la naturaleza de su nuevo rango.

—¿Estás segura de eso? —se atrevió a preguntar—. Y yo, ¿qué tendría que hacer?

Aquel fantasma, que seguía flotando en la oscuridad junto a él, no tardó en responder:

—Mi decisión de matarme acarreó una consecuencia que yo no había previsto: acusaron a mi marido de asesinato.

Pascal se quedó boquiabierto:

—Pero ¿cómo...?

—¡Yo dejé una carta de despedida! —se defendió la mujer sollozando—. Elegí un sobre rojo y lo puse bien a la vista. Amaba a mi marido, jamás le habría provocado algo así. Pero mi hijo, Daniel, a quien habíamos amenazado con desheredar si no cambiaba, llegó antes a casa. Cuando vio lo que había sucedido, escondió la carta y lo preparó todo para implicarlo. ¿Te das cuenta de qué hijo teníamos? La jugada le salió bien: se quedó con la fortuna familiar... y mi marido sigue en prisión.

Pascal no logró articular palabra ante aquel drama que le llegaba a las manos.

—Hasta ahora he sido incapaz de abandonar a mi marido en esas circunstancias —continuaba el espectro—. Pero ya no puedo más. ¡Tienes que encontrar la carta que escribí y hacerla llegar a la policía! Solo así liberarán a un inocente y yo podré marchar. ¡Te lo ruego, ayúdame!

—Yo... —Pascal se veía superado por aquella historia y por aquel rostro suplicante—. No estoy seguro de poder ayudarte. Además, ni siquiera sé por dónde empezar... ¿Y si vuestro hijo ha destruido la carta?

—No lo ha hecho. La tiene escondida en su casa. Hay personas que pueden vivir con el recuerdo del daño que hicieron, sin remordimientos —afirmó con tristeza la mujer.

Pascal descubría así que algunos tipos crueles se guardan pruebas que los incriminan en delitos terribles, arriesgándose a ser descubiertos, solo por el morboso placer de disfrutar de un trofeo de su fechoría. Ahí estaba la verdadera maldad.

El eco de unos gruñidos repugnantes, babosos, atravesó la cavidad anónima en la que continuaban hablando. El espíritu hizo un gesto mudo de terror al oírlo y volvió a agarrarse a Pascal, que ahora entendía por qué la mujer volvía de vez en cuando la cabeza: no estaban solos en aquel agujero fantasmal.

—Te han oído —dedujo, enigmática.

Los sonidos amenazadores volvieron a oírse. Procedían de algunos de los grandes poros que salpicaban el suelo invisible de aquel lugar, solo iluminado por el resplandor que se escapaba del espejo de su abuela, mucho más arriba.

En seguida vio a los artífices de aquellos bramidos guturales, al principio simples bultos informes que se movían en la oscuridad, y comprendió el miedo de la mujer. Parecían seres concebidos en una pesadilla.

El temor de Pascal se mezcló con el asco: pertenecían a unos gusanos gigantescos, de más de tres metros de longitud y medio de altura, cuyos cuerpos obesos se veían envueltos en una sustancia viscosa, purulenta, que dejaba rastros pegajosos conforme avanzaban.

Gusanos pertenecientes a la clase necrófaga, devoradores de cadáveres. La sórdida fauna de las tumbas, los clásicos convidados al banquete
post mortem
que contituyen los cuerpos enterrados. Aunque aquellos seres parecían haber mutado para adquirir un tamaño enorme, antinatural.

Las criaturas se movían nerviosas, como olfateando. Ya habían detectado a Pascal, por eso habían aparecido. Mostraban unos ojos atrofiados en sus cabezas abultadas, que a cambio disponían de bocas enormes armadas con multitud de dientes irregulares sobre los que bailaba, inquieta, una lengua hinchada cubierta de pústulas. Su aliento pestilente contaminó todo el espacio.

Eran tres los gusanos que pausadamente se apelotonaban retorciendo sus cuerpos flácidos en dirección a Pascal. Se desplazaban con lentitud, moviendo su diminuto abdomen. Daba la sensación de que, más que moverse, se desparramaban. Pero avanzaban, pues cada vez estaban más cerca.

Pascal contempló sus manos vacías, los alrededores oscuros. En aquellas circunstancias no podía enfrentarse a aquellas criaturas, de hecho no tenía ninguna intención de hacerlo. Pero su propia repugnancia le había paralizado las piernas, y ahora permanecía en pose de enfrentamiento directo con los gusanos, que continuaban acortando distancias sin que él reaccionara.

—¡Tienes que irte! —suplicó la fantasma interpretando la actitud de Pascal como un acto de valentía, error que el chico no se molestó en aclarar—. A mí apenas pueden hacerme nada, soy un espíritu. Pero tú estás vivo, a ti te pueden devorar como hacen con la carne muerta.

Él la miró, luchando por vencer su propio pánico.

Un nuevo gruñido de las bestias provocó el final de aquella conversación, además de consumir el escaso valor que permitía a Pascal disimular sus ganas de largarse de allí cuanto antes.

—¡A la mierda! —soltó dando rienda suelta a su angustia—. ¡Me largo de aquí! ¿Cómo puedo salir?

La mujer extendió un brazo señalando un punto perdido en la negrura bajo la luz distante del umbral del espejo.

—Deprisa —terminó ella—. O ya no podrás, y entonces yo seré la culpable de mi propia condena.

Se acabó aquello de cuidar las apariencias. El chico se dio la vuelta con rapidez y echó a correr. Tropezaba con frecuencia. En seguida notó que la pendiente de aquella superficie porosa empezaba a empinarse, hasta que su carrera acabó convirtiéndose en una auténtica escalada hacia el espejo, que seguía brillando con la promesa del acceso a la seguridad de su propio mundo. Gracias a los agujeros y las rugosidades, Pascal encontraba con facilidad buenos asideros, aunque el sudor de sus manos le provocaba resbalones peligrosos.

Muy pronto, los gusanos llegaron hasta el comienzo de la cuesta y, una vez en ella, demostraron que hacia arriba desplazaban mucho mejor sus cuerpos de consistencia pastosa. Ganaban terreno a su víctima, mientras seguían dejando tras ellos un reguero de líquido verdoso humeante.

El fantasma había desaparecido en la oscuridad aprovechando su capacidad de flotar, algo que Pascal, dada su condición de vivo, no poseía.

El joven español se detuvo, agotado. Necesitaba recuperar el aliento. Aprovechó para volverse a estudiar los movimientos de los monstruos, y comprobó asustado que estaban a escasos metros de él. Mucho más cerca que el cristal del espejo, que seguía animándole en su fuga con su luz en medio de las tinieblas. Tenía que conseguirlo.

El recuerdo del espíritu femenino, incapaz de descansar en paz hasta que su marido fuese liberado de su injusta prisión, le dio fuerzas. Si no lograba escapar de allí, la mujer tendría que esperar cien años a que la Puerta Oscura se abriese de nuevo y el siguiente Viajero escuchase sus ruegos, quizá un Viajero más preparado, más fuerte, más acorde con la trascendencia sagrada de aquel privilegio. Pero, para entonces, el marido de aquella mujer habría muerto, cumpliendo así toda su condena, mientras el hijo, responsable de la trampa, habría disfrutado de una injusta buena vida.

Al imaginarlo, Pascal no sintió tristeza, sino rabia. Apenas había cosas que soportase peor que la injusticia, y en eso coincidía con su amigo Dominique, bajo cuya calculada frivolidad se ocultaban valores muy sólidos. «Tengo pocas cosas claras», solía decir Dominique, «pero las que tengo no hay quien las cambie».

Imaginar a un pobre hombre pudriéndose en la cárcel, mientras el culpable vivía con todo lujo, le revolvió el estómago a Pascal. Por eso tenía que llegar hasta el espejo. Ahora tenía una misión a la altura de su recién estrenado linaje: recuperar la carta de la suicida. Otra cuestión era que se atreviese a llevarla a cabo, lo que no tenía tan claro.

La energía con la que una de las manos de Pascal atenazó un relieve de aquella superficie, contra la que se iba restregando en la subida, le demostró que había encontrado el motor que le hacía falta dentro de su figura vulgar: un idealismo convencido. Creía en el triunfo del bien. No tenía otra cosa que ofrecer. ¿Sería suficiente?

Su ascensión se reanudó a buen ritmo, aunque los broncos sonidos de los gusanos le indicaron que estaban prácticamente encima de él. Y era cierto.

La primera de las criaturas estiró su cuerpo purulento, y sus mandíbulas abiertas pasaron cerca de las zapatillas de Pascal. Hasta el cuello del chico llegó el calor húmedo de la lengua del animal buscándolo con avidez.

Pascal no llegaría al espejo antes de que el primer gusano le atrapara; ya lo oía relamiéndose en medio del hedor. Asqueado, el chico notaba el sonido de las pompas infectas reventando contra la superficie que él acababa de superar en su escalada frenética. Sobre el rastro baboso del monstruo, se deslizaban después los abdómenes grotescos de las otras dos inmensas larvas carnívoras.

Abrumado por la ansiedad, el joven español dedujo que esas criaturas, acostumbradas a oscuridades eternas, tendrían los ojos atrofiados. Como los topos. ¡Qué tonto había sido haciendo tanto ruido en su carrera! Los gusanos se guiaban por el oído; de ahí aquellos cabeceos hambrientos que no lograban atraparlo. En realidad no lo veían.

En su cabeza se gestó una maniobra muy arriesgada, pero no tenía nada que perder; y es que, tal como iban las cosas, no llegaría hasta el salvador umbral del espejo que conducía a su realidad.

Mientras avanzaba, introducía las manos en los poros del terreno, tanteando y recogiendo piedras hasta que, por fin, descubrió una del tamaño de su puño, justo lo que necesitaba. Dos movimientos más tarde —no habría muchos más antes de que sintiera el primer mordisco en alguna pantorrilla—, reunió el valor suficiente para llevar a cabo su plan.

En un último esfuerzo, Pascal aceleró un poco su ritmo para separarse más del gusano, y entonces se quedó completamente parado, mientras lanzaba la piedra grande varios metros a su izquierda. La enorme cabezota de la larva, que ya se dirigía hacia él, cambió el rumbo al percibir aquel nuevo sonido, separándose de la línea que lo conducía sin margen de error a su víctima. Pascal, aguantando la respiración, graduando sus movimientos con exquisita delicadeza, lanzó otro de los guijarros que había cogido. Procuraba alejar a aquellas criaturas un poco más para lograr el espacio suficiente que le permitiera una última carrera hasta el espejo.

El primer gusano pareció desorientado ante el nuevo rastro y titubeaba haciendo oscilar sus fauces chorreantes. Si no caía en la trampa, Pascal podía considerarse pasto de aquellos monstruos. Consciente de ello, cerraba los ojos prolongando su parálisis voluntaria hasta sentir calambres. El más leve gesto sería letal.

Other books

Prince Amos by Gary Paulsen
The Shadowboxer by Behn, Noel;
Sentient by D. R. Rosier
The Handfasting by St. John, Becca
Forest Spirit by David Laing
Love Me Like No Other by A. C. Arthur
Driven to Ink by Olson, Karen E.
Waiting for Lila by Billie Green