—Más o menos —la voz de Edouard temblaba ante aquellas repentinas y alarmantes novedades.
—Los crucifijos sirven para los que tienen fe, pero, por si acaso, toma —le alargó uno de aquellos colgantes—. Son talismanes que ahuyentan el Mal. Ojalá no te haga falta usarlo, pero si te cruzas con el vampiro, detectará tus poderes mentales y puede atacarte. Póntelo al cuello.
—Gra... gracias, Daphne.
—Una cosa más —añadió la bruja—. El medallón está hecho de una extraña aleación tibia, que reacciona ante la presencia del Mal enfriándose. Si ves que eso ocurre, escapa y refúgiate en un lugar iluminado y cerrado. Ni se te ocurra enfrentarte al monstruo: te destrozaría.
La Vieja Daphne actuaba con una fortaleza interior insospechada. Llevaba décadas preparándose para una situación comoo aquella, formándose en múltiples disciplinas como las artes oscuras y mágicas, la cartomancia o la videncia. Siempre supo que terminaría ocurriendo, desde niña, a pesar de ignorar el paradero de la Puerta Oscura y el momento en que se abriría, comunicando a muertos y vivos.
Pues bien; el momento ya había llegado. La Puerta Oscura se había abierto y un adolescente —privilegiado o víctima— había cruzado al otro lado, iniciando un proceso irreversible.
—Vamos a dejar de vernos durante una temporada —confirmó Daphne a su joven pupilo, envuelta en sus meditaciones—. Y tienes que obedecerme.
—Pero...
Ella, una vez más, no dejó que el chico terminase su queja.
—No hay tiempo; el hecho de que ahora estés aquí ya es arriesgado. Aunque tienes unas facultades excepcionales —reconoció con cariño—, es demasiado pronto para ti. Tarde o temprano, el vampiro me encontrará, porque soy la única bruja en París con poder suficiente para hacerle frente, y no quiero que te ocurra nada. Su poder es grande, no puedo garantizar tu seguridad. Te avisaré cuando pase el peligro. Te lo prometo, Edouard.
El joven médium bajó la cabeza, aunque en el fondo estaba agradecido. Aquello le venía muy grande, y el miedo había empezado a recorrer su cuerpo en forma de escalofrío.
—Tienes que irte ya —insistió la vidente.
Daphne daba por finalizado aquel último encuentro. El chico, sin saber qué añadir, qué decir, recogió sus cosas y se dirigió a la puerta del local.
—Adiós, Daphne —se despidió—. Esperaré tu llamada. Que tengas suerte en tu... desafío.
La bruja asintió.
—Gracias. El factor azar, del que uno nunca tiene que depender, es sin embargo una extremidad más del Destino que no hay que subestimar.
Cuando se quedó sola, la vidente se levantó de su silla y avanzó unos pasos hasta situarse frente a una vieja librería repleta de tomos muy antiguos: magia, brujería, estudios satánicos, religiones, ritos, espiritismo, tarot..., todo estaba allí, habría sido el sueño de cualquier hechicero. Generaciones de conocimientos luminosos y también oscuros. Repasó con sus dedos huesudos los lomos de los volúmenes hasta localizar el que buscaba, un grueso tratado encuadernado en pergamino. Lo llevó hasta la mesa y allí lo hojeó hasta que se detuvo en una página.
—Este libro único fue escrito en el siglo xiv por un Viajero —se dijo Daphne en voz alta—, que quiso inmortalizar el mito de la Puerta Oscura antes de morir. Se redactó en latín. Cuánta gente ha muerto a lo largo de la historia al intentar obtenerlo. ..
Ella miraba con reverencia aquellas líneas de tinta desvanecida por los siglos.
—Aquí está:
Ne oportet te respicere, viator ad transendum por-tam.
Umbra tua quae ad originem passuum tuis progredit non est.
«No mires atrás, Viajero, al cruzar la Puerta. No es tu sombra la que avanza hacia el origen de tus pasos.»
En aquella época se utilizaba un lenguaje muy simbólico, aquella sentencia constituía una simple metáfora de una conocida leyenda: cuando se abre la Puerta Oscura y un vivo la atraviesa, como reflejo de ese acto un muerto hace lo mismo, pero en sentido contrario, en la dirección opuesta. De ahí lo de la sombra que avanza hacia el lugar de donde procede el Viajero.
—Por tanto, un ser muerto ha entrado en este mundo —concluyó la pitonisa con gesto ausente—. Como entonces. El Viajero y yo sabemos que es un vampiro.
Su preocupación ahora era, al igual que en una partida de ajedrez a muerte, adelantarse a los próximos movimientos de esa criatura. ¿Qué pasaría por su mente perversa?
Daphne se asomó a la ventana. El atardecer comenzaba a intuirse en el cielo de París. La noche estaba a punto de caer. Después, empezó a prepararse para salir de la casa a investigar, pero tuvo que detenerse al recibir el impacto de una visión abrumadora: una bella chica gritaba mientras se precipitaba por un pozo oscuro de profundidad infinita. Caía, caía, alejándose del resplandor procedente de la superficie, hasta que su voz se apagaba, aniquilada por el eco de sus chillidos.
Daphne despertó de aquella repentina ensoñación, y se percató de que tenía entre las manos una carpeta escolar que Pascal había dejado olvidada en su casa. Ese había sido el detonante que acababa de provocar la visión paranormal, que había activado de forma accidental su capacidad como vidente. De entre sus labios, en un bronco susurro, salió un nombre: Michelle.
La bruja supo que se trataba de la chica sobre la que Pascal había preguntado en su primera consulta, y sintió en sus entrañas el peso de la amenaza. Algo le había ocurrido a ella. Algo muy malo.
* * *
Ya había anochecido. Aquel martes cuatro de noviembre estaba terminando. Edouard se percató de lo pronto que oscurecía cuando se aproximaba el invierno, la señal más fiel de que el buen tiempo ha sucumbido al frío. El chico caminaba subiendo la cuesta que conduce a la iglesia del Sagrado Corazón, pues vivía por la zona de Montmartre, antiguo epicentro de la bohemia parisina. Aún había turistas en las escalinatas y junto al funicular, que dejó de ver en cuanto se perdió por el entramado de callejuelas de aquella zona.
Aunque tampoco prestaba atención a su alrededor. En su mente bullía toda la información que su mentora, la Vieja Daphne, había compartido con él. No había una hechicera igual en todo París. Él se sentía orgulloso de haber sido aceptado bajo su protección, como un aprendiz de un exclusivo gremio medieval. Por eso no le había molestado demasiado que lo apartara de aquel asunto de la Puerta Oscura. Debía obedecerla, ella sabía más que nadie.
La Puerta Oscura. A Edouard le asustaba la perspectiva de compartir aquella ciudad con una bestia del Averno; ningún lugar era lo suficientemente grande para semejante circunstancia. ¿Seguro que eso estaba ocurriendo? Casi sin darse cuenta, aceleraba el paso cada vez que llegaba a alguna zona poco transitada, y buscaba los haces de luz de las farolas como si fuesen metas en un juego de pistas.
Sus reflexiones se cortaron de cuajo, barridas de su mente por la aparición imperiosa de una imagen que lo colapso todo dentro de él: una luna ensangrentada.
Edouard se detuvo con tal fuerza que casi perdió el equilibrio. Su faceta vulgar de «joven francés» se retraía dando paso al médium que llevaba dentro. Cerró los ojos ante aquel aviso de sus facultades especiales, e inició un lento giro sobre sí mismo sin abrirlos; lo que buscaba no se distingue con las pupilas.
Percibía una amenaza, sí. Pero el peligro se ocultaba bien, no lograba ubicarlo más allá de su indiscutible proximidad. Algo lo acechaba. Edouard tragó saliva. Todavía se encontraba a unos trescientos metros de su casa. ¿Conseguiría llegar hasta ella?
Su amuleto se había enfriado de forma considerable, pero él no lo sentía, pues, por culpa de sus propios movimientos, el colgante había quedado atrapado entre la camiseta y el jersey, perdiendo el contacto con la piel. Fallos de aprendiz.
Recordó la recomendación de Daphne: acudir a un lugar iluminado y cerrado. Edouard abrió los ojos y estudió el panorama que tenía delante, con objeto de decidir cuál podía ser la ruta más aconsejable para evitar un encontronazo con el peligro. Maldijo en silencio, percatándose de que por allí cerca no había ni siquiera un bar donde cobijarse. No podía llegar, por tanto, a ningún lugar cuyo interior lo protegiera de la peligrosa intemperie. Tomó la determinación de seguir por una calle que conducía a una avenida principal; allí sería más fácil localizar algún sitio protegido. Sin embargo, a medio camino distinguió a un hombre ataviado con un abrigo oscuro, resguardándose del frío en el soportal de un comercio cerrado. Aquella sorpresa le hizo detenerse, indeciso.
Imaginó que su adversario no querría testigos, una idea que lo instaba a seguir, pero, al mismo tiempo, aquella silueta tan próxima podía constituir el foco del peligro.
Edouard giró por fin sobre sus talones y empezó a alejarse del desconocido. Avanzaba a paso rápido, lanzando fugaces ojeadas en todas las direcciones. Amparándose en sus propias intuiciones, había preferido no arriesgar.
Ya se encontraba a unos cinco metros del comienzo de aquella calle, cuando su capacidad extrasensorial lo advirtió del acierto de su última decisión. Se detuvo de nuevo y dirigió su mirada hacia el tipo que lo había obligado a cambiar de ruta, casi invisible por culpa de los relieves del portal en el que se guarecía. Aquella silueta estaba muerta. Lo supo. A pesar de sus leves movimientos, a pesar de mantenerse en pie. No había vida en aquel cuerpo.
Era la fiera del Más Allá. Tenía que serlo.
Edouard empezó a acelerar, espantado. El desconocido se volvió hacia él esbozando una sonrisa muy blanca, adornada con dos colmillos.
El joven médium no necesitó más para echar a correr. A su espalda, el individuo del abrigo lo seguía con una mirada helada. Edouard cambió de acera, de calle. Pero el vampiro había elegido bien el lugar de la trampa: una zona sin establecimientos comerciales y que a aquella hora se mostraba vacía, deshabitada.
Las fuerzas de Edouard renacían con el miedo. Pero, cada vez que se volvía para comprobar si había perdido a su perseguidor, lo descubría cerca: tras un árbol, junto a una fuente, entre varios coches aparcados. Ya sin resuello, se detuvo al lado de un viejo pasaje comercial de aspecto decadente, con numerosos locales vacíos. ¡A aquellas horas no lograba encontrar ninguno abierto e iluminado!
Entonces atacó el vampiro.
Apareció de la nada, Edouard no habría podido concretar de dónde. Y lo hizo a una velocidad de felino, situándose ante él en décimas de segundo. El chico no supo reaccionar, ni siquiera con su mente, pues de aquel ser emanaba un poder psíquico inmenso, arrollador, que anuló por completo sus últimas posibilidades de defensa. La Vieja Daphne tenía razón al advertirle que se mantuviera alejado.
El monstruo, camuflado bajo aquella apariencia humana, extendió un brazo y le atenazó el cuello para cerrar después su mano con la fuerza de un cepo. Edouard, ante el rostro inexpresivo de su cazador, comenzó a enrojecer por la presión de aquellos dedos herméticos. Casi no podía respirar.
El monstruo alzó el brazo con el que lo asfixiaba, levantando en el aire a Edouard más de medio metro, como si pesara solo unos gramos. El chico pataleó como un títere, aterrado, sin poder gritar. Fue conducido al interior del pasaje, a una zona más en penumbra. Aquella criatura actuaba como un auténtico depredador.
* * *
Al final se había hecho bastante tarde. Dominique, dado que no podía subir las escaleras que conducían hasta el desván de aquella casa, esperaba en la calle, algo escondido para evitar un encuentro inoportuno con Jules. Satisfecho de su propia ocurrencia, apenas podía ocultar su impaciencia. ¿Cómo se las arreglaría su amigo para justificar su inminente fracaso?
Al menos, Pascal había logrado entrar en la casa, aprovechando la salida de un desconocido. Ahora solo hacía falta que funcionase lo que Dominique le acababa de enseñar para forzar cerraduras.
El chico aguardaba sentado en su silla de ruedas, alucinado de que hubieran llegado hasta allí. ¿De verdad Pascal pretendía demostrarle la veracidad de sus fantasías?
De todos modos, en aquel instante lo que más le preocupaba no era tanto desmantelar la paranoia de Pascal, algo muy fácil, sino el estado mental de su amigo. ¿A qué venía todo eso? Jamás había actuado de aquella manera. ¿Estaba Pascal enfermo de verdad? Hacía rato que aquel asunto había dejado de tener gracia.
El acceso al portal se abrió. Dominique, atento, estiró el cuello desde su escondite, ansioso por ver si se trataba de Pascal. Era él. No había tardado mucho. Intentando adelantarse a los acontecimientos, Dominique estudió el gesto del joven español mientras se acercaba. Sin embargo, Pascal mostraba un ademán tan neutro que fue imposible determinar nada. Cuánto misterio.
—Hola, Pascal.
—Hola.
Ambos se miraron a los ojos, calibrando sus respectivas convicciones. Aquella escena parecía el duelo de dos vaqueros en el lejano Oeste: pistoleros que hacían bailar sus dedos junto a cartucheras armadas, durante segundos de sobrecogedor silencio, antes de lanzarse a alcanzar los revólveres y disparar.
—¿Cómo ha ido la «misión»? —Dominique no podía postergar más su victoria, estaba harto de aquella historia ridícula, irracional. Pretendía recuperar a su amigo.
—Bueno. Ya estoy aquí.
Voz indiferente para una contestación ambigua. Dominique frunció el ceño ante la intrigante respuesta. Vaya forma absurda de ganar tiempo, se dijo. No estaba dispuesto a darle tregua:
—¿Sabes o no lo que escribí a mi abuela cuando murió?
—No.
Dominique sonrió, complacido.
—¿Y eso? —preguntó—. ¿No se supone que puedes hablar con los muertos y todo eso?
Ahora fue Pascal quien lució una sarcástica sonrisa.
—Es una cuestión de educación. No se deben abrir las cartas que no son para uno.
A Dominique se le congeló el gesto en la cara, no entendía aquellas palabras.
—¿Qué quieres decir?
Pascal metió su mano derecha en el bolsillo del pantalón. Cuando la sacó, tenía entre los dedos un sobre manchado y amarillento que entregó a su amigo. Dominique recogió aquello, todavía sin comprender muy bien lo que ocurría.
—¿Qué es esto?
—Dale la vuelta —indicó Pascal, enigmático.
Dominique obedeció. Su calma confusa terminó de forma drástica en el momento en que sus ojos leyeron aquellas letras de trazado infantil que, con intensidad degradada por los años, adornaban aquel lado del sobre: «Para la abuelita».