—¿A qué estás jugando? —le recriminó una voz rechinante.
Un rostro familiar lo miraba a pocos centímetros. Pascal lo reconoció, asombrado:
—¡Es usted! ¡La Vieja Daphne!
—¡Y tú eres Pascal, el Viajero! Todo eso ya lo sé. ¿Se puede saber dónde te habías metido? ¿Crees que puedes seguir con tu vida anterior, como si tal cosa, después de atravesar la Puerta Oscura? ¿Cómo no has venido a verme en cuanto ocurrió?
El joven español, en medio de su estupor, se preguntó de dónde sacaba aquella mujer tan mayor semejante fuerza y cómo conocía su nueva condición.
—Yo... —contestó, todavía reponiéndose—, la verdad es que no sabía que me estaba buscando...
La vidente giró la cabeza, observando los alrededores con desconfianza.
—Vamos, la noche es peligrosa, sobre todo para ti. Y tutéame, aunque pueda ser tu bisabuela.
Los dos se aproximaron al borde de la acera, y poco después volaban en un taxi rumbo a Le Marais, la zona donde vivía la bruja. Durante el trayecto, ninguno de ellos abrió la boca; el carácter confidencial de lo que ambos se traían entre manos era tan abrumador que los sumía en un mutismo receloso.
Una vez en el antro donde la Vieja Daphne ejercía de pitonisa, Pascal pudo comprobar que desde su primera visita se habían producido bastantes cambios: ventanas cerradas y bloqueadas, multitud de crucifijos y otros amuletos desconocidos colocados en todos los rincones, velas encendidas... Aquella casa parecía un cuartel general esotérico preparado para soportar un asedio prolongado. Y es que la bruja, todavía sin saber a ciencia cierta qué peligros podían acechar, había preferido pecar de cautelosa.
Los dos se sentaron en unos mugrientos sofás, aunque la mujer se levantó en seguida para servirse un generoso vaso de coñac. A Pascal le trajo una coca-cola.
—Pascal, sé que has cruzado la Puerta Oscura... —empezó Daphne, algo más relajada.
El chico asintió en silencio mientras comenzaba a contarle aquel increíble hallazgo, en casa de Jules Marceaux, que lo había convertido en el Viajero. No escatimó detalles, ante la atenta mirada de la bruja, que absorbía toda la información para comprender mejor la situación a la que se enfrentaban.
—Tengo visiones sobre ti —anunció Daphne cuando el chico terminó—. Hace días que detecté lo que había ocurrido, aunque al principio no supe interpretarlo, no lo vinculé a mi propia profecía sobre ti. Qué ciega he estado. ¿Por qué no acudiste a mí en cuanto realizaste el Viaje iniciático?
Pascal se encogió de hombros.
—Quise hacerlo, pero no supe encontrarte. Además, todavía no me acababa de creer todo esto, me cuesta tomar decisiones... Es todo tan... inmenso, tan brutal. Me supera.
La Vieja Daphne puso el grito en el cielo:
—¡Madre mía! Pero ¿qué más necesitas? Atravesar la Puerta es un punto sin retorno. Aunque quisieras, no puedes renunciar a tu nueva condición. Y es una condición peligrosa, Pascal. Muy peligrosa. Porque todo tiene un precio.
El chico tuvo un arranque de nerviosismo que lo impulsó a buscar cualquier vía que le permitiera recuperar la seguridad:
—¿Y si no vuelvo a visitar el Mundo de los Muertos y...?
La bruja lo cortó.
—No te equivoques. También aquí, entre los vivos, hay riesgos para un Viajero.
Pascal recordó muchas cosas, incluido el rostro en el espejo del cuarto de baño de su abuela, algo que removió algunos remordimientos.
—Sí, sí, ya lo sé —afirmó—. Una criatura muerta ha cruzado la Puerta y ahora está en París. Se trata de un demonio vampírico. Asesinó a Delaveau, ¿verdad?
La vidente movió la cabeza hacia los lados, preocupada.
—¡Un demonio, y ya ha matado! —repitió con un asombro horrorizado—. Desconocía la naturaleza del ente que ha traído la Puerta Oscura, aunque en cierto modo he podido percibirlo —ella se quedó en silencio unos instantes, pensativa—. Pero todo encaja: siempre que un vivo atraviesa la Puerta Oscura, una criatura del Otro Mundo accede al nuestro, es así como la Puerta restablece el equilibrio. Y en esta ocasión dices que se trata de un vampiro de esencia demoníaca, un ser muy peligroso... Por eso ha atacado ya, para nutrirse.
—Me lo dijeron en el Mundo de los Muertos. Ha matado a un profesor de mi instituto —Pascal, en medio de su miedo, se quiso animar con sus propias palabras—. Pero si voy con cuidado...
—No lo entiendes —la pitonisa estaba más alarmada que antes—. Ese profesor ha sido una simple víctima que utilizó para alimentarse, pues los vampiros necesitan consumir sangre en el mundo de los vivos para no pudrirse. Pero, en realidad, el monstruo te está buscando a ti.
Aquellas palabras cayeron sobre Pascal con un peso demoledor, cortando su respiración.
—Pero... qué... qué estás diciendo... —titubeó sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
—Como Viajero, eres el único que puede devolverlo a las tinieblas de donde nunca debió salir —continuó Daphne con semblante solemne—. Por eso querrá acabar contigo. Aunque aún no sabe quién eres, lo que supone una ventaja para ti.
—¡Dios...! —Pascal no sabía qué decir, por primera vez se daba cuenta del tremendo peligro que había corrido caminando de noche por las calles de París como una persona más—. Pero él me vio. Cuando crucé la Puerta Oscura.
La vidente puso un gesto contrariado:
—Pues entonces te podrá reconocer. Tu imagen se le habrá quedado grabada a fuego. De todos modos, París es grande. Primero te tiene que localizar.
Aquello no animó a Pascal, su optimismo se había desvanecido.
—Me encontrará, Daphne.
La bruja estuvo de acuerdo.
—Como Viajero, despides una energía demasiado potente como para pasar desapercibido. Pero no te preocupes, no se lo pondremos fácil; te prepararé para un futuro encuentro con él. Ponte este medallón al cuello.
La vidente extrajo de uno de los bolsillos de su túnica una pieza de metal plateado, sujeta a una fina cadena, en la que se veía la imagen grabada del sol. Pascal obedeció, dócil, colocándoselo alrededor del cuello.
—Es un amuleto contra el Mal. Te avisará de ataques inminentes: cuando algo maligno se acerca al medallón, la temperatura de su metal se enfría. Llévalo siempre en contacto con la piel y muéstralo si algo te ataca. Yo llevo otro igual colgado sobre el pecho.
—Así lo haré —dijo Pascal con un hilo de voz—. Gracias, Daphne.
—No lo pierdas, solo tengo uno más, que debo entregar a otra persona. Toda la vida he conservado este trío de talismanes, pero ha llegado el momento de utilizarlos. Para eso fueron creados hace siglos por un famoso alquimista medieval, que por desgracia acabó perdiendo la cabeza obsesionado por encontrar la piedra filosofal. El Mal, disfrazado de ambición, devoró su espíritu.
Pascal asentía, nervioso.
—Por cierto —añadió el chico con cierto reparo—, cuando nos conocimos dijiste que Michelle también estaría relacionada con mi viaje. Ella no sabe nada... Estoy muy solo en esto, la necesito.
La bruja se encogió de hombros.
—Supongo que todavía nos esperan muchos acontecimientos. Esto acaba de empezar, el tiempo responderá a tu pregunta. De momento, lo importante eres tú —ella reanudó sus explicaciones—. Debes tener en cuenta que los vampiros solo pueden moverse por la noche, ya que la luz del sol les hace daño. Así que por el día podemos estar tranquilos. Eso sí, en cuanto se ponga el sol tienes que esconderte en un lugar cerrado y no salir bajo ningún concepto.
La cara de Pascal era todo un poema.
—Yo... yo es que soy un tío muy normal —empezó—, tirando a vulgar, ¿sabes?
La Vieja Daphne soltó una carcajada mezcla de nerviosismo y de adrenalina en ebullición.
—Ya no, Pascal. Ya no.
* * *
Una siniestra salmodia fue llegando a los oídos de Michelle antes de que despertara. Contaminaba su sueño intranquilo con una cadencia repetitiva y amenazante, que seguía el ritmo del grave retumbar de un tambor cercano. La chica, volviendo en sí entre mareos, intentó reconocerse en aquel cuerpo maltratado que permanecía atado sobre un antiguo carro. Habían cubierto su cuerpo desnudo con una especie de túnica blanca que alguien le había colocado mientras permanecía inconsciente. Sobre ella solo atisbo un manto de oscuridad tan espesa que parecía condensarse a cada paso con la intención de aplastarla.
Su nariz, asomada por encima de la mordaza que le tapaba la boca, percibió en el aire un olor viejo, gastado. La pesadez de un ambiente pretérito que nadie respiraba hacía siglos. Michelle se preguntó cómo era posible sentir la necesidad de ventilación estando al aire libre. Detuvo sus observaciones. ¿Lo estaba? ¿Estaba al aire libre? La silueta sin contornos de unos riscos a ambos lados del camino le dio una respuesta afirmativa.
Sin duda se encontraba en el exterior. Pero intuyó que jamás había estado allí. Y acertaba.
Tomó al fin conciencia de sí misma, aunque la cabeza seguía dándole vueltas. El avance del rudimentario carro no ayudaba, pues su desplazamiento por los frecuentes baches del sendero hacía bailar su cabeza.
La desorientación de Michelle era absoluta. No tenía ganas ni fuerzas para hablar. Alzó los ojos para mirar alrededor, procurando ubicarse bajo aquella negrura, pero lo único que consiguió fue experimentar unas arcadas que apenas logró reprimir. Una vez recuperada, comprobó atónita que se encontraba en medio de una silenciosa comitiva de unos diez individuos, cubiertos con hábitos negros de abultadas mangas y capuchas puntiagudas. Algunos empujaban el carro con lentitud solemne, y otros portaban virulentas antorchas con las que iluminaban el camino, que reaccionaba a aquella luz revolviéndose en sombras.
Los tétricos individuos parecían antiguos frailes de alguna orden misteriosa, quizá satánica. Aquel adjetivo había asomado a los labios de Michelle aderezando su boca con el sabor agrio de un miedo irracional, que poco a poco se iba imponiendo al asombro inicial. Ella misma, con su vestimenta blanca, ofrecía todo el aspecto de una virgen preparada para el sacrificio.
Michelle se planteó si estaba siendo víctima de alguna secta, aunque el recuerdo de su secuestrador la obligó a introducir en sus hipótesis un perverso elemento sobrenatural. Y, por un momento, vencida por el desánimo ante el constante empeoramiento de su situación, deseó que todo acabara de una vez, aunque fuese mal. No podía más, no se sentía preparada para afrontar semejantes circunstancias.
Estaba harta del dolor, de la soledad, del miedo. Y harta de no entender nada, de ignorar dónde se encontraba, quiénes eran esos hombres y por qué le hacían aquello.
Se echó a llorar mientras pensaba en lo injusto de su situación, descubriendo así que la realidad supera a la ficción.
El tambor continuaba marcando el paso solemnemente, y la vibración del mazo contra la piel tensa del instrumento —que ella no localizó— se multiplicaba en aquel ambiente muerto, prolongándose en notas deformes. Todos aquellos desconocidos, de rostro invisible, desfilando ocultos bajo sus telas negras, entonaban con voces rotas un himno que rasgaba la atmósfera como una cuchillada de tristeza, odio y hambre.
Michelle contempló las sombras de los riscos que se precipitaban sobre ellos, matices de negrura dentro de la penumbra. La siniestra caravana recorría el interior angosto de un desfiladero de inmensa altura, y el eco de sus cánticos envolvía al grupo en forma de lamentos agónicos cuyo origen se perdía en el tiempo.
Nada alteraba el paso marcado por los golpes. Más adelante se derramaba un paisaje desértico, cubierto de sombras y árboles secos, sin más horizonte que la noche.
Una de las ruedas del carro que trasladaba a la chica chocó con una roca, provocando un violento salto del vehículo que hizo a Michelle gemir de dolor. Pero nadie reaccionó, a nadie parecía importarle lo que sufriera la prisionera.
«Cautiva de una secta sobrenatural», se repitió ella, atormentándose. Porque su secuestrador no podía ser humano. Lo que le había visto hacer...
Michelle se dejó caer sobre el carro, exhausta por el esfuerzo de mantenerse incorporada, a pesar del bamboleo, para estudiar el panorama. Se quedó mirando la claustrofóbica negrura sobre ella, sin pestañear. Nunca París, sus amigos y su familia le habían parecido tan remotos. Aunque no podía calcular cuánto tiempo había transcurrido desde su secuestro, tuvo la extraña intuición de no pertenecer ya a su mundo. Se sintió extraída, arrancada de su vida como no imaginó que jamás pudiera sentirse nadie vivo.
Los ojos nublados de Michelle no daban crédito a lo que veían, pero se daba cuenta de que no estaba soñando. Se veía atrapada en una pesadilla demasiado real.
El tambor insistía en su ritmo fúnebre. La comitiva caminaba arrastrando el carro a lo largo del desfiladero, en el fondo de aquel barranco de inmensa profundidad. Miles de metros más arriba, Michelle alcanzó a distinguir un estrecho puente, una pasarela de cuerdas y tablas que salvaba el precipicio uniendo los dos riscos entre los que la caravana avanzaba. Ella se preguntó qué habría allí arriba, en aquella zona abierta tan fuera de su alcance. Quizá solo noche. Se preguntó quién atravesaría aquel precario paso sobre el abismo. Y quién podría salvarla. Nuevas lágrimas inundaron sus ojos, de pura impotencia.
En el juego de grises que permitía adivinar las formas en aquel mundo ausente de luz, Michelle descubrió más allá del puente un enorme macizo cuya silueta recordaba a una colmena. Teniendo en cuenta la distancia a la que se encontraba, aquella mole de piedra tenía que ser gigantesca.
Su asombro se vio interrumpido. Uno de aquellos monjes oscuros que empujaban el carro se había vuelto hacia ella, y la chica había podido distinguir lo que ocultaba la capucha. Aquella figura encorvada bajo el hábito negro no tenía rostro.
Lo que Michelle había creído ver era una calavera.
AQUEL martes hacía una mañana luminosa, lo que contrastaba con el paisaje de tumbas. Marguerite Betancourt miraba absorta el panteón rectangular de piedra ennegrecida, sin saber muy bien qué había ido a hacer allí, al cementerio de Pére Lachaise, el más grande de París. Bautizado así en honor al religioso confesor de Luis XIV, el jesuita Francois de La Chaise, aquel enorme recinto funerario albergaba tumbas tan famosas como las de Oscar Wilde, Jim Morrison o Chopin.
Gracias a la documentación proporcionada por el Ayuntamiento de París, habían logrado localizar pronto el panteón de los Gautier. Y allí estaba Marguerite, acompañada de su amigo forense, observando el panorama con gesto escéptico.