El viajero (34 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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Sobrevino un horroroso silencio que podía haberse hecho incómodo, pero Yamsid añadió, casi bruscamente:

—Bueno, pero ¿acaso puedo quejarme? Podría haber seguido siendo hasta hoy un simple campesino. Sin embargo, perdí los deseos naturales de un hombre: sembrar, cultivar la tierra y tener descendencia, y quedé libre para cultivar en su lugar el intelecto. Ahora he llegado a ser el visir del shahinshah de Persia, lo cual tiene cierto mérito.

Después de cortar el tema con tanta elegancia, Yamsid llamó al tratante de esclavos y le comunicó nuestras condiciones. El tratante dejó a sus ayudantes vigilando la inspección de los dos esclavos expuestos, y se nos acercó sonriendo y frotándose las manos. Yo pensaba que mi padre querría comprarme una linda esclava, que podía ser algo más que una sirvienta, o por lo menos un joven de mi edad que podría ser un agradable compañero. Pero evidentemente no pidió al tratante lo que yo podía desear sino lo que él quería para mí.

—Un hombre maduro, bien versado en cuestión de viajes, pero que aún sea lo bastante ágil para seguir viajando. Conocedor de las costumbres de Oriente, para que pueda proteger y a la vez instruir a mi hijo. Y… —lanzó al visir una rápida mirada de compasión —que no sea eunuco. Prefiero no contribuir a perpetuar esa práctica.

—Tengo precisamente a ese hombre, messieurs —dijo el tratante, hablando en buen

francés —. Maduro pero no viejo, astuto pero no testarudo, experto pero no inflexible a las órdenes. ¿Y ahora dónde se ha metido? Estaba aquí hace un momento… Le seguimos, pasando por entre su rebaño, o rebaños, diría yo, porque en el corral había un número considerable tanto de esclavos como de pequeños caballitos persas teñidos con hinna que arrastraban sus carros de una ciudad a otra. La cuadra estaba en parte vallada y en parte cercada por aquellos carros cubiertos de lona, en donde el tratante, sus ayudantes y su mercancía viajaban de día y dormían de noche.

—Este hombre es el esclavo ideal para ustedes, messieurs —continuó el tratante mientras seguía mirando alrededor —. Ha pertenecido a numerosos amos, por lo cual ha viajado extensamente y conoce muchas tierras. Habla diversas lenguas y tiene un amplio repertorio de útiles habilidades. Pero ¿dónde está?

Seguimos circulando por entre los esclavos y esclavas que llevaban ligeras cadenas uniendo las argollas de sus tobillos, y por entre los caballos enanos que no estaban encadenados. El tratante parecía ya algo preocupado por no encontrar al esclavo que estaba intentando vender.

—Lo había separado del montón —murmuró —y encadenado a una de mis yeguas para que me la enjaezara…

De pronto le interrumpió un quejido equino, fuerte, penetrante y prolongado. Y un pequeño caballito, con la crin y la cola anaranjadas formando una onda, apareció

volando a través de la cubierta delantera de uno de los carros. Estuvo literalmente volando, por un momento, como el caballito mágico de cristal del cuento de la shahryar Zahd, pues tuvo que saltar del interior del fondo del carro, salvando el banco del conductor antes de llegar al suelo. Mientras daba este gran salto, una cadena atada a su pata trasera recorrió detrás suyo el mismo arco, y en el otro extremo de la cadena un hombre con las piernas por delante atravesó de pronto la cubierta de lona, saliendo disparado como el tapón de una botella. También el hombre voló sobre la parte delantera del carro y chocó contra el suelo con un ruido sordo. El caballito, que intentaba seguir huyendo, arrastró al hombre por el suelo, levantando una considerable nube de polvo antes de que el tratante de esclavos pudiera agarrar las bridas del aterrorizado animal y acabara con esta breve diversión.

La crin naranja del caballito estaba sedosamente peinada, pero tenía la cola naranja toda desmelenada, como también lo estaban las partes bajas del hombre encadenado, que llevaba el pai-yamah por los tobillos. Éste se sentó un momento, tan conmocionado que sólo pudo proferir algunas débiles exclamaciones en varias lenguas. Luego se arregló

precipitadamente la ropa, mientras el tratante se le acercaba, se quedaba ante él, vociferaba imprecaciones y lo levantaba a patadas del suelo. El esclavo tenía aproximadamente la edad de mi padre, pero su piojosa barba parecía tener sólo dos semanas y no lograba disimular un mentón recesivo. Tenía unos ojos de cerdo brillantes y astutos y una gran nariz carnosa que colgaba sobre unos gruesos labios. No era más alto que yo, pero sí mucho más gordo, con una panza que le colgaba como una nariz. En conjunto, parecía un pájaro-camello.

—Mi yegua recién comprada —gritaba el tratante enfurecido, en farsi, mientras seguía dando patadas al esclavo —. ¡Desgraciado bribón!

—El travieso caballito se puso a pasear, amo —gimió el bribón, protegiéndose la cabeza con los brazos —. Tuve que seguirlo.

—¿El caballo paseando? ¿Y subiendo al interior de un carro? Me quieres engañar a mí

con la misma facilidad con que engañas a los inocentes animales. ¡Maldito degenerado!

—Pero reconoced, por lo menos, mi amo —gimoteó el degenerado —, que vuestra yegua podía haberse marchado más lejos y haberse perdido, y que yo podía haberme ido con ella y escapar.

—¡Bismillah, ojalá lo hubieras hecho! ¡Eres un insulto para la noble institución de la esclavitud!

—Entonces, vendedme, mi amo —lloriqueó el insulto —. Entregadme a algún inocente comprador, y apartadme de vuestra vista.

—Estag farullah! —rezó el tratante mirando al cielo con su más enérgica voz —. Que Alá

perdone mis pecados: pensé que lo había conseguido. Estos caballeros podían haberte comprado, abominación, pero ahora te han pillado en el acto de violar a mi mejor yegua.

—Oh, niego esa acusación, mi amo —dijo la abominación atreviéndose a hablar con aire de justificada indignación —. He conocido yeguas mucho mejores. Sin saber qué decir, el tratante apretó puños y dientes y rugió:

—¡Arrgg!

Yamsid interrumpió este singular coloquio, diciendo con severidad:

—Mirza tratante, yo aseguré a los messieurs que eras un vendedor de mercancía seria, digno de confianza.

—¡Por Alá que lo soy, visir! Yo no vendería, ni siquiera regalaría, esta pústula ambulante. Ahora que conozco su verdadera naturaleza no lo vendería ni a Awwa, la esposa bruja del demonio Sai tan, lo juro. Sinceramente os pido disculpas, messieurs. E

igualmente se disculpará esta criatura. ¿Me oyes? Discúlpate por este desgraciado espectáculo. ¡Humíllate! ¡Habla, Narices!

—¿Narices? —exclamamos todos.

—Es mi nombre, buenos amos —dijo el esclavo sin amago de disculpa —. Tengo otros nombres, pero el más usado es Narices, y por un motivo.

Puso un dedo mugriento en ese borrón que tenía por nariz, empujó la punta hacia arriba y pudimos ver que en vez de dos ventanas tenía una sola y grande. En sí mismo ya era una imagen bastante repulsiva, pero lo era aún más por la profusión de pelo mocoso que salía del orificio.

—Un castigo menor que recibí en una ocasión por un delito aún menor. Pero no tengan prejuicios conmigo por esto, amables amos. Como podéis observar, tengo además una distinguida figura masculina, e incontables virtudes. Era marinero de profesión antes de caer en la esclavitud, y he viajado a todas partes, desde mi nativa Sind hasta las alejadas costas de…

—Gesú, María, Isépo —dijo tío Mafio maravillado —. La lengua de este hombre es tan ágil como su pierna de en medio.

Todos estábamos fascinados y dejamos que Narices siguiera parloteando.

—Aún estaría viajando si no fuera por mi desafortunado encuentro con los cazadores de esclavos. Estaba haciendo el amor a un saal hembra cuando los cazadores de esclavos atacaron; y, sin duda, ustedes caballeros saben con qué fuerza una cierva estrecha el zab del amante con su mihrab, y lo mantiene atrapado. Y no pude correr muy de prisa porque el animal me colgaba delante botando y dando chillidos. O sea que me atraparon, terminó mi carrera de marinero y comenzó la de esclavo. Pero lo digo con toda modestia, rápidamente me convertí en un esclavo sin igual. Habréis notado que ahora estoy hablando en sabir, vuestro idioma comercial de Occidente, y ahora, escuchad, propicios amos, estoy hablando en farsi, el idioma comercial de Oriente. También domino mi nativo sindi, el pashtun, el hindi y el punjabi. Asimismo hablo pasablemente el árabe, y puedo hacerme entender en varios dialectos del turco y…

—¿Y no callas nunca en ninguno de ellos? —preguntó mi padre. Narices continuó, sin prestar atención:

—Y tengo muchas más cualidades y habilidades de las que aún ni he empezado a hablar. Soy bueno con los caballos, como debéis de haber observado. Me crié entre ellos y…

—Acabas de decir que fuiste marinero —apuntó mi tío.

—Eso fue al hacerme mayor, perspicaz amo. También soy un experto con los camellos. Sé echar la baraja, interpretar horóscopos al estilo árabe, persa o indio. He rechazado ofrecimientos de los más selectos hammams que querían contratar mis servicios como incomparable masajista. Sé teñir los cabellos grises con hinna, o hacer desaparecer arrugas aplicando bálsamo de azogue. Con el único agujero de mi nariz sé tocar la flauta más melodiosamente que cualquier músico con la boca. También utilizando ese orificio de un modo especial…

Mi padre, mi tío y el visir exclamaron cada uno por separado y al unísono:

—Dio me varda!

—Este hombre repugnaría hasta a un gusano.

—¡Echadle, mirza tratante! ¡Es una deshonra para Bagdad! ¡Empaladlo en algún lugar para que se lo coman los buitres!

—Oigo y obedezco, visir —dijo el tratante —. ¿Después, quizá, de que os haya enseñado alguna otra mercancía?

Sé hace tarde —respondió Yamsid, en lugar de calificar debidamente al tratante y a sus ejemplares —. Nos esperan en palacio; vamos, messieurs. Siempre hay un mañana. Y mañana será un día más decente —dijo el tratante mirando vengativamente al esclavo. Y así dejamos el corral de esclavos y el bazar y emprendimos camino a través de las calles y plazas ajardinadas. Casi estábamos de regreso en palacio cuando a tío Mafio se le ocurrió comentar:

—¿Sabéis una cosa? Ese despreciable sinvergüenza de Narices en ningún momento llegó a disculparse.

3

Volvieron nuestros criados a vestirnos con nuestra mejor ropa, y nos reunimos de nuevo con el sha Zaman para la cena y otra vez resultó una comida deliciosa a excepción, otra vez, del vino de Shi-raz. Recuerdo que el plato final consistió en una combinación de Seriyes, que son una especie de cintas de pasta como nuestros fetu-cine, cocinados en crema con almendras y pistachos y diminutos pedazos de hojuelas de oro y plata, tan finos y delicados que se comían junto con los demás dulces. Mientras cenábamos el sha nos dijo que su primera hija real, la shahzrad Magas, había pedido permiso, que él había concedido, para hacerme de acompañante y guía, y mostrarme los monumentos de la ciudad y sus alrededores (por supuesto con la presencia adicional de una dama de compañía) durante el tiempo que yo estuviera en Bagdad. Mi padre me miró de soslayo, pero dio las gracias al sha por la amabilidad de la princesa y la suya. Después dijo que, como sin duda quedaba en buenas manos, no sería necesario comprar un esclavo para cuidarme. Así que a la mañana siguiente él partiría en dirección sur hacia Hormuz y mi tío hacia Basora. Los vi marchar al amanecer; cada uno se alejó a caballo en compañía de un guarda de palacio asignado por el sha para que fuera su criado y protector durante el viaje. Luego me dirigí al jardín de palacio, en donde me esperaba la shahzrad Magas para ofrecerme la primera sesión turística bajo su tutela, también esta vez discretamente acompañados y vigilados por su abuela. Saludé a Magas con gran formalidad, con el habitual salaam, y no dije nada sobre lo que ella había insinuado darme, ni ella habló de eso durante un rato.

—El alba es un buen momento para visitar la masyid de nuestro palacio —dijo. Luego me acompañó hasta el templo y me ordenó admirar su exterior, que ciertamente era muy bello. La inmensa cúpula estaba recubierta con un mosaico de azulejos azules y plateados, y coronada por una bola dorada, y todo ello brillaba a la luz del sol naciente.

La aguja del minarete era como un elaborado candelabro gigantesco, ricamente engastado, grabado e incrustado con piedras preciosas.

En aquel momento se me ocurrió una teoría que ahora voy a contar: Yo ya sabía que los hombres musulmanes están obligados a mantener a sus mujeres secuestradas, inutilizadas, mudas y envueltas en velos ante los ojos de los demás; pardah es como llaman los persas a este encierro vitalicio de sus mujeres. Yo sabía que, por decreto del profeta Mahoma y del Corán que él escribió, una mujer es simplemente uno de los bienes del hombre, como su espada, sus cabras y sus vestidos, y la mujer solamente se diferencia por ser la única de estas pertenencias con la que de vez en cuando se empareja, pero con el único fin de engendrar hijos, y que éstos sólo tienen valor si son varones como él. La mayoría de los devotos musulmanes, tanto hombres como mujeres, no deben hablar de sus relaciones sexuales, ni siquiera de su convivencia cotidiana; sin embargo, un hombre puede hablar con impúdica franqueza de sus relaciones con otros hombres.

Pero aquella mañana, mientras contemplaba la masyid de palacio, llegué a la conclusión de que las restricciones que el Islam impone a la natural expresión de la sexualidad normal no habían podido ahogar todas sus expresiones. Mirad una mezquita cualquiera y veréis que cada cúpula es una copia del pecho de la mujer, con su pezón erguido en dirección al cielo, y cada minarete una representación del órgano masculino, también alegremente erecto. Puede que me equivoque al establecer estas similitudes, pero no lo creo. El Corán ha decretado desigualdad entre hombres y mujeres. Ha convertido las relaciones naturales entre ellos en algo indecente e imposible de mencionar, y las ha deformado del modo más vergonzoso. Pero los propios templos del Islam declaran valientemente que el profeta estaba equivocado, y que Alá hizo al hombre y a la mujer para que se unieran y fueran una sola carne. La princesa y yo entramos en la cámara central de la mezquita, maravillosamente alta y amplia, y bellamente decorada aunque sólo con formas, claro, sin pinturas ni estatuas. Las paredes estaban cubiertas con dibujos en mosaico que alternaban el lapislázuli azul con el mármol blanco, y toda la cámara era un espacio de tono azul claro suave y relajante.

Del mismo modo que en los templos musulmanes no hay imágenes, tampoco hay altares, ni sacerdotes, ni músicos o coristas, ni instrumentos ceremoniales, como incensarios, pilas o candelabros. Allí no se hacen misas ni comuniones ni ritos de este tipo, y una congregación musulmana solamente observa una regla ritual: al rezar, se postran todos en dirección a la ciudad santa de La Meca, lugar de nacimiento de su profeta Mahoma. La Meca está situada hacia el sudoeste de Bagdad, por eso la pared más alejada de la mezquita daba a sudoeste y en su centro se hallaba un nicho poco profundo de tamaño algo superior al de un hombre, también cubierto con azulejos azules y blancos.

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