El viajero (103 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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—Ignoro qué es la mishna, maestro Shi —gruño el príncipe —, pero transmitiré vuestro juicio a mi real padre. —Luego se volvió hacia mí —. Voy a llevaros a su presencia. Me había enviado a buscaros cuando oí el trueno que acompaño vuestro… éxito. Me alegro de no tener que llevaros en una cuchara. Seguidme.

—Marco —dijo el gran kan sin preámbulos —. Debo enviar un mensajero al orlok Bayan de Yunnan para informarle de los últimos acontecimientos de palacio, y creo que te has ganado el honor de ser este mensajero. Están escribiendo ya la carta con el mensaje. En ella le informo sobre el ministro Bao y le sugiero algunas de las medidas que Bayan puede tomar ahora, una vez que los vi han quedado privados de su secreto aliado entre nosotros. Entrega la carta a Bayan, luego ponte a su servicio hasta que la guerra haya finalizado y así tendrás el honor de informarme de que Yunnan ha caído por fin en nuestras manos.

—¿Me estáis enviando a la guerra, excelencia? —pregunté no sabiendo si tenía muchas ganas de ir —. No he tenido ninguna experiencia militar.

—En ese caso debes tenerla. Cada hombre necesita haber vivido por lo menos una guerra durante su vida, de lo contrario ¿cómo puede decir que ha saboreado todas las experiencias que la vida ofrece?

—No estaba pensando en la vida, excelencia, sino más bien en la muerte. —Y me eché a reír pero sin mucha convicción. . —Todo hombre muere —dijo Kubilai, algo fríamente —. Y por lo menos algunas muertes son menos ignominiosas que otras. ¿Preferirías morir como un escribano, encogiéndote y marchitándote dentro del osuario de una vejez tranquila?

—No tengo miedo, excelencia. Pero ¿y si la guerra dura mucho tiempo? ¿O si no se gana nunca?

Él contestó con mayor frialdad todavía:

—Es mejor combatir por una causa perdida que confesar luego a tus nietos que no has

combatido nunca. Vaj!

El príncipe Chingkim tomó la palabra:

—Debo aseguraros, mi real padre, que este Marco Polo no esquivará nunca ningún enfrentamiento imaginable. Sin embargo en este momento está algo afectado por una calamidad reciente.

Luego contó a Kubilai la devastación accidental, subrayando la palabra accidental, de mi servidumbre.

—Ah, o sea que te has quedado sin criadas y sin los servicios de las mujeres —dijo el gran kan con simpatía —. Bueno, el viaje hacia Yunnan será tan rápido que no necesitarás criadas, y por las noches estarás tan cansado que sólo tendrás ganas de dormir. Cuando llegues allí participarás como es lógico en el pillaje y las violaciones. Toma esclavas que te sirvan, toma mujeres a tu servicio. Compórtate como un hombre de sangre mongol.

—Sí, excelencia —dije sumisamente.

Se recostó hacia atrás y suspiró como echando a faltar los buenos tiempos pasados, y murmuró recordando:

—Se cuenta que mi estimado abuelo Chinghiz nació sujetando en su diminuto puño un coágulo de sangre, y que el chamán le predijo entonces una carrera sanguinaria. Luego cumplió esa profecía. Y todavía recuerdo que a nosotros, sus nietos, nos contaba:

«Chicos, no puede haber mayor placer para un hombre que matar a sus enemigos, y luego cubierto de sangre y oliendo a ella violar a sus castas esposas y a sus hijas vírgenes. No hay sensación más deliciosa que largar tu jingye dentro de una mujer o de una niña que llora, se debate, te odia y te maldice.» Así habló Chinghiz Kan, el inmortal de los mongoles.

—Lo tendré presente, excelencia.

Se inclinó de nuevo hacia adelante y dijo:

—Como es lógico tendrás que resolver algunas cosas antes de partir. Pero hazlo lo más rápidamente posible. Ya he enviado jinetes de avanzadilla para preparar el camino. Si durante el trayecto puedes prepararme en borrador mapas de esta ruta, como tú y tus tíos hicisteis en la Ruta de la Seda, te lo agradeceré y la recompensa que recibirás será

valiosa. Si además en tus viajes atrapas al fugitivo ministro Bao, te doy permiso para que lo mates y el premio será también de consideración. Ahora vete y prepárate para el viaje. Cuando estés a punto tendrás a tu disposición caballos rápidos y una escolta de confianza.

«Bueno —pensé mientras iba a mis habitaciones —, esto por lo menos me pondrá fuera del alcance de mis adversarios de la corte: el valí Achmad, doña Zhao, el acariciador Ping, y el susurrador, quienquiera que sea. Mejor morir al aire libre en el campo de batalla que en manos de alguien acechando en una habitación.»

El arquitecto de la corte estaba en mi estancia, tomando medidas, mascullando palabras y dando bruscas órdenes a un equipo de obreros que empezaban a sustituir las paredes y el techo pulverizados. Por suerte yo guardaba la mayoría de mis posesiones personales y objetos de valor en mi dormitorio, que no había sido afectado. Narices estaba allí, quemando incienso para limpiar el aire. Le ordené que me preparara ropa de viaje e hiciera un equipaje ligero con los demás objetos necesarios. Luego recogí todas las notas diarias que había escrito y acumulado desde mi partida de Venecia y las llevé a las habitaciones de mi padre.

Me miró algo sorprendido cuando deposité el montón sobre una mesa que había a un lado, porque era un conjunto poco impresionante de papeles garabateados, arrugados y enmohecidos de todos los tamaños.

—Te agradeceré, padre, que los envíes a tío Marco cuando mandes algún cargamento de

bienes por las postas de caballos de la Ruta de la Seda y que le digas que los envíe a Venecia para que los guarde marégna Fiordelisa. Las notas pueden interesar a algún futuro cosmógrafo si puede descifrarlas y ordenarlas. Tenía la intención de hacerlo yo mismo, algún día, pero me envían a una misión de la que quizá no vuelva.

—¿Sí? ¿Qué misión?

Se lo conté con dramático pesimismo, pero quedé asombrado cuando él dijo:

—Te envidio, porque haces algo que yo no hice nunca. Deberías agradecer la oportunidad que Kubilai te ofrece. Da novelo tuto xe belo. No hay muchos blancos que hayan visto a los mongoles haciendo la guerra y que vivan para recordarlo.

—Sólo deseo que así sea —dije —. Pero la supervivencia no es mi única consideración. Hay otras cosas que preferiría hacer. Y estoy seguro de que podría estar haciendo cosas más provechosas.

—Vamos, Marco. Cuando el hambre aprieta no hay pan malo.

—¿Estás sugiriendo, padre, que debería gustarme perder el tiempo en una guerra?

Él me respondió reprobadoramente:

—Es cierto que te educaste para el comercio, y que procedes de una familia de mercaderes. Pero no tienes que mirarlo todo con ojos de mercader y preguntarte siempre: «¿Para qué sirve esto? ¿Qué vale aquello?» Deja esta mugrienta filosofía para los comerciantes que no han salido nunca de sus tiendas. Tú te has aventurado hasta el extremo más lejano del mundo. Sería una lástima que volvieras a casa cargado sólo de beneficios, sin por lo menos un poco de poesía.

—Esto me recuerda que ayer hice un negocio. ¿Puedes dejarme una criada para un recado?

La envié para que recogiera de los aposentos de los esclavos a la mujer turca llamada Mar-Yanah, antes propiedad de la dama Zhao Guan.

—¿Mar-Yanah? —repitió mi padre, mientras la criada se iba —. ¿Y turca…?

—Sí, el nombre te suena —dije —. Hemos hablado de ella anteriormente. Y le conté toda la historia, de la cual él sólo había oído, hacía mucho tiempo, un episodio inicial.

—¡Qué red maravillosamente intrincada! —exclamó —. ¡Y al final se ha desenredado!

Dios no paga siempre sus deudas únicamente los domingos.

Luego, como me había sucedido a mí, sus ojos se dilataron cuando la encantadora mujer entró sonriendo en mi habitación, y yo la presenté.

—La ama Zhao no parecía muy contenta —me dijo tímidamente —, pero me ha comunicado que ahora soy propiedad vuestra amo Marco.

—Sólo por unos momentos —repliqué, sacándome de la bolsa el papel con el título de propiedad y entregándoselo —. Ahora sois de nuevo señora vuestra, tal como debía ser, y no os oiré llamar amo a nadie más.

Con una temblorosa mano recogió el papel y con la otra apartó unas lágrimas de sus largas pestañas, en silencio, como si no encontrara palabras adecuadas.

—Ahora —continué diciendo —estoy seguro de que la princesa Mar-Yanah de Capadocia podría escoger al hombre que quisiera de esta corte o de cualquier otra. Pero si vuestra alteza tiene todavía puesto el corazón en Nari… en Ali Babar, os espera en mis habitaciones al fondo de la sala.

Ella empezó a arrodillarse para hacerme koutou, pero la cogí de las manos, la levanté, la dirigí hacia la puerta y le dije:

—Id a él —y ella se fue.

Mi padre la siguió aprobadoramente con la mirada y luego me preguntó:

—¿No quieres llevarte a Narices contigo a Yunnan?

—No. Él ha esperado veinte años o más a esta mujer. Lo mejor es que se casen lo antes

posible. ¿Te ocuparás de eso, padre?

—Sí. Y como regalo de bodas entregaré a Narices su propio certificado de propiedad. Quiero decir a Ali Babar. Supongo que debemos acostumbrarnos a tratarlo con mayor respeto, porque va a ser un hombre libre y consorte de una princesa.

—Antes de que sea totalmente libre, quiero ir a mi habitación y comprobar si mi equipaje está a punto. O sea que me despido ahora, padre, por si no puedo veros ni a ti ni a tío Mafio antes de irme.

—Hasta la vista Marco, y permite que rectifique lo que he dicho antes. Estaba equivocado. Quizá no seas nunca un buen comerciante. Acabas de regalar una esclava valiosa sin recibir nada a cambio.

—Pero padre, ¡la conseguí gratis!

—¿Qué mejor sistema para sacar un beneficio neto? Sin embargo no lo has querido así. Ni siquiera le diste la libertad con fanfarria, discursos y nobles gesticulaciones, dejando que besara y babeara tus manos, mientras un público numeroso aplaudía tu liberalidad y un escriba del palacio tomaba notas para la posteridad.

Yo no entendí el sentido de sus palabras y le contesté algo exasperado:

—Voy a citar uno de tus adagios, padre: en un momento enciendes antorchas y al momento siguiente estás contando cabos de velas.

—Es muy poco comercial regalar cosas y es pésimo negocio hacerlo sin que nadie te alabe. Es evidente que desconoces el valor de las cosas, excepto quizá el valor de uno o dos seres humanos. Desespero de que llegues a ser mercader. Pero tengo esperanzas de que seas poeta. Buen viaje, Marco, hijo mío, y vuelve sano y salvo. Volví a ver otra vez a Mar-Yanah. En la mañana siguiente ella y Narices —ahora Ali —acudieron a desearme «salaam aleikum» antes de mi partida y a darme de nuevo las gracias por haber ayudado a reunirlos. Se levantaron temprano, para verme antes de mi partida, y era evidente que habían dejado un lecho compartido porque han despeinados y con ojos soñolientos. Pero también sonreían con alegría y cuando intentaron describir para mí su extática reunión, se vieron absurdamente incapaces de articular nada.

—Era casi como si… —empezó a decir él.

—No, era como si… —dijo ella.

—Sí; en realidad era como si… —dijo él —, todos los veinte años desde que nos conocimos por última vez… era como si estos años, bueno…

—Vamos, vamos —dije riendo ante aquellas inconexas frases —. No solíais ser ninguno de los dos cuentistas tan ineptos en el pasado.

Mar-Yanah también se echó a reír y finalmente dijo lo que pensaba decir:

—Los veinte años de separación podían no haber existido.

—¡Todavía me cree guapo! —exclamó Narices —. Y ella es más bella que nunca.

—Estamos tan alocados como dos adolescentes en su primer amor —dijo ella.

—Esto me hace feliz —les dije. Los dos tenían quizá cuarenta y cinco años y yo no podía apartar de mi cabeza la idea de que el enamoramiento entre personas de edad tal que podrían ser mis padres era un asunto raro y ridículo, sin embargo añadí —: Os deseo la felicidad eterna, jóvenes amantes.

Fui entonces a presentarme al gran kan para recoger la carta del orlok Bayan. Vi que ya tenía visitantes: el artificiero de la corte, a quien yo había visto el mismo día anterior, el astrónomo de la corte y el orfebre de la corte, a quienes no había visto desde hacía bastante tiempo. Los tres parecían tener los ojos curiosamente inyectados en sangre, pero estos mismos ojos rojos brillaban con algo que podía ser entusiasmo.

—Estos caballeros de la corte quieren que lleves también a Yunnan algo suyo —dijo Kubilai.

—He pasado en vela toda la noche, Marco —dijo el artificiero Shi —. Después de que vos

inventasteis un sistema para hacer transportable el polvo de fuego todos estamos ansiosos porque se utilice en el combate. He pasado la noche humedeciendo grandes cantidades de polvo, secándolo en tortas y pulverizándolas para sacar bolitas.

—Et voilá, yo he fabricado nuevos recipientes para contenerlas —-dijo el orfebre Boucher, mostrándome una brillante bola de latón, del tamaño de su cabeza —. El maestro Shi nos contó que destruisteis medio palacio con una sola vasija de gres.

—No fue medio palacio —protesté —. Sólo fue…

—¿Químporte? —dijo con impaciencia —. Si una vasija provista de una simple tapa pudo hacer esto, hemos calculado que confinando el polvo a mayor presión la potencia debería triplicarse. Decidirnos utilizar el latón.

—Y yo mediante comparaciones con los orbes planetarios —dijo el astrónomo Yamal-ud-Din —, calculé que lo mejor sería un recipiente globular. Puede lanzarse a mano o con una catapulta del modo más preciso y a la mayor distancia, e incluso puede echarse rodando en medio del enemigo, y su forma, insallah!, dispersará del modo más efectivo sus fuerzas destructoras en todas las direcciones.

—O sea que yo fabriqué bolas de este tipo, seccionadas en dos hemisferios —dijo el maestro Boucher —. El maestro Shi las llenó con bolitas de huoyao y luego yo las soldé. Sólo su fuerza interna puede ahora romperlas y abrirlas. Pero cuando lo haga, les diables sont déchatnés!

—Vos y el orlok Bayan —dijo el maestro Shi —seréis los primeros en utilizar de modo práctico el huoyao en el campo de batalla. Hemos fabricado una docena de bolas. Lleváoslas y que Bayan las utilice como crea conveniente, pues deberían de funcionar sin ningún fallo.

—Eso parece —dije —. Pero ¿cómo han de encenderlas los guerreros?

—¿Veis esta cuerda que asoma como una mecha? La introdujimos antes de soldar entre sí las mitades. En realidad es un algodón enrollado alrededor de un núcleo del mismo huoyao. Basta una chispa, por ejemplo una varita encendida de incienso, para que después de contar hasta diez la chispa alcance la carga del interior.

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