El vencedor está solo (39 page)

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Authors: Paulo Coelho

BOOK: El vencedor está solo
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El extranjero se calla.

El comisario llama a un ayudante, le pide que se dirija al grupo de periodistas y les diga que en diez minutos tendrán las conclusiones que están esperando. El forense informa de que es posible trazar el origen del cianuro, ya que deja una «firma», pero que eso llevaría más de diez minutos, puede que una semana.

—Había restos de alcohol en el organismo. La piel estaba roja, la muerte fue casi inmediata. No hay duda en cuanto al tipo de veneno utilizado. Si hubiera sido algún ácido, encontraríamos quemaduras alrededor de la nariz y de la boca; en el caso de la belladona, las pupilas estarían dilatadas si...

—Doctor, sabemos que ha ido usted a la universidad, que está facultado para darnos la causa de la muerte, y no dudamos de su competencia. Así pues, debemos deducir que fue cianuro.

El doctor asiente con la cabeza y se muerde los labios, controlando su irritación.

—¿Y en cuanto al otro hombre que está en el hospital? El director de cine...

—En ese caso, utilizamos oxígeno puro, 600 miligramos de Kelocyanor por vía intravenosa cada quince minutos, y si no da resultado, podemos añadir tiosulfato sódico diluido al 25 por ciento...

El silencio en la sala es casi palpable.

—Disculpen. La respuesta es: se salvará.

El comisario hace algunas anotaciones en una hoja de papel amarillo. Sabe que ya no tiene más tiempo. Les da las gracias a todos, le dice al extranjero que no salga con ellos, para evitar más especulaciones. Va al baño, se ajusta la corbata y le dice a Savoy que haga lo mismo.

—Morris dice que el asesino no utilizará veneno la próxima vez. Por lo que he podido saber desde que saliste, sigue una pauta, aunque sea inconscientemente. ¿Sabes cuál?

Savoy había pensado en eso mientras volvía de Montecarlo. Sí, había una firma en la que ni siquiera el gran inspector de Scotland Yard había reparado:

Víctima en el banco de la calle: el criminal está cerca.

Víctima en el almuerzo: el criminal está lejos.

Víctima en el muelle: el criminal está cerca.

Víctima en el hotel: el criminal está lejos.

Por consiguiente, el próximo crimen sería cometido con la víctima al lado del asesino. Mejor dicho: ése debía de ser su plan, porque lo detendrían en la próxima media hora. Todo eso, gracias a sus contactos en la comisaría, que le pasaron la información sin darle demasiada importancia al caso. Y Savoy, a su vez, respondió que era irrelevante. No lo era, por supuesto; estaba ante el eslabón perdido, la pista segura, lo único que faltaba.

Su corazón está disparado: ha soñado con eso toda su vida y esa reunión parece no acabar nunca.

—¿Me estás escuchando?

—Sí, señor comisario.

—Pues ten en cuenta lo siguiente: las personas de ahí fuera no esperan una declaración oficial, técnica, con respuestas precisas a sus preguntas. En realidad harán lo posible para que respondamos aquello que quieren oír: no podemos caer en esa trampa. No han venido aquí para escucharnos, sino para vernos, y para que su público también nos pueda ver.

Mira a Savoy con aire de superioridad, como si fuese la persona con más experiencia de todo el planeta. Al parecer, demostrar su cultura no era un privilegio exclusivo de Morris y del forense; todos tenían una manera indirecta de decir «conozco mi trabajo».

«Sé visual. Mejor dicho: el cuerpo y la cara dicen más que las palabras. Mantén la mirada firme, la cabeza erguida, los hombros bajos y ligeramente inclinados hacia atrás; los hombros altos denotan tensión, y todos se percatarán de que no tenemos la menor idea de lo que está pasando.»

—Sí, señor comisario.

Salen hasta la entrada del Instituí de Médecine Légale. Se encienden las luces, se acercan los micrófonos, la gente empieza a empujarse. Después de algunos minutos, el desorden parece organizarse. El comisario saca el papel del bolsillo.

—El famoso actor de cine ha sido asesinado con cianuro, un veneno mortal que puede ser administrado de diversas formas, pero en este caso el procedimiento utilizado fue el gas. El director de cine se salvará; en su caso, fue un accidente entrar en una habitación cerrada en la que todavía había restos de ese producto en el aire. Los guardias de seguridad vieron, a través de los monitores, a un hombre andando por el pasillo, entró en una de las habitaciones, y cinco minutos después salía corriendo y caía en el pasillo del hotel.

Omitió que la habitación en cuestión no era visible para la cámara. La omisión no es una mentira.

—Los guardias de seguridad actuaron con rapidez, llamando inmediatamente a un médico. Cuando éste se acercó, percibió el olor a almendras, que para entonces ya estaba demasiado diluido como para causar daño. Avisaron a la policía, que llegó al lugar menos de cinco minutos después, aisló la zona, llamó a la ambulancia, llegaron los médicos con máscaras de oxígeno y pudieron socorrerlo.

Savoy se queda realmente impresionado con la desenvoltura del comisario. ¿Estarán obligados, para ocupar ese tipo de puesto, a hacer un curso de relaciones públicas?

—El veneno iba dentro de un sobre, con una caligrafía que todavía no hemos podido determinar si es de hombre o de mujer. Dentro había un papel.

Omitió que la tecnología utilizada para cerrar el sobre era la más sofisticada; había una probabilidad entre un millón de que alguno de los periodistas presentes supiera algo sobre el tema, aunque más tarde ese tipo de pregunta fuera inevitable. Omitió que otro hombre del sector había sido envenenado esa tarde; al parecer, todos pensaban que el famoso distribuidor había muerto de un ataque al corazón, aunque nadie, absolutamente nadie hubiera mentido al respecto. Es bueno saber que a veces la prensa —por vagancia o por dejadez— llega a sus propias conclusiones sin molestar a la policía.

—¿Qué decía el papel? —fue la primera pregunta.

El comisario les explica que no puede revelar esa información, o correrá el riesgo de interferir en las investigaciones. Savoy empieza a comprender hacia adonde está conduciendo la entrevista, y se sorprende cada vez más; realmente, ese hombre merece el puesto que ocupa.

—¿Puede haber sido un crimen pasional? —fue la primera pregunta.

—Se barajan todas las posibilidades. Discúlpennos, señores, pero debemos volver al trabajo.

Entra en el coche de policía, pone la sirena y sale a toda velocidad. Savoy se dirige a su vehículo, orgulloso del comisario. ¡Qué maravilla! Ya podía imaginar los titulares de los telediarios que se iban a emitir en breve: «Se cree que ha sido víctima de un crimen pasional.»

Nada más podría sustituir el interés que eso despierta. La Celebridad era tan importante que los otros crímenes pasaron desapercibidos. ¿A quién le importa una pobre chica, posiblemente drogada, encontrada en un banco público? ¿Qué relevancia tiene un distribuidor de pelo color caoba que puede haber sufrido un ataque cardíaco durante un almuerzo? ¿Qué decir sobre un crimen —también pasional— en el que están involucradas dos personas totalmente desconocidas, que nunca han estado bajo los focos, en un muelle alejado de todo el movimiento de la ciudad? Eso sucede todos los días, habían dicho en el telediario de las ocho, y seguirían especulando sobre el tema si no fuese...

...¡por la Celebridad mundial! ¡Un sobre! ¡Un papel dentro con algo escrito!

Pone la sirena y toma la dirección opuesta a la comisaría. Para no levantar sospechas, usa la radio del coche. Entra en la frecuencia del comisario.

—¡Enhorabuena!

El comisario también se siente orgulloso de sí mismo. Han ganado algunas horas, tal vez algunos días, pero ambos saben que hay un asesino en serie suelto, con armas sofisticadas, de sexo masculino, pelo grisáceo, bien vestido, de unos cuarenta años. Con experiencia en el arte de matar. Que puede estar satisfecho con los crímenes que ya ha cometido, o que puede atacar de nuevo en cualquier momento.

—Envía agentes a todas las fiestas —ordena el comisario—. Buscad a hombres solos que coincidan con esa descripción.

Que los vigilen. Pedid refuerzos, quiero policías de paisano, discretos, vestidos según el ambiente; vaqueros o traje de gala. En todas las fiestas, repito. Aunque tengamos que movilizar a los guardias de tráfico.

Savoy hace inmediatamente lo que le piden. Mientras, recibe un mensaje en su teléfono móvil: la Europol necesita más tiempo para determinar los laboratorios solicitados. Tres días hábiles como mínimo.

—Por favor, envíenme eso por escrito. No quiero ser el responsable de lo que pueda seguir ocurriendo aquí.

Se ríe para sí. Les pide que también le envíen una copia al agente extranjero, ya que para él no tiene la menor importancia. Se dirige a toda velocidad al hotel Martínez, deja el coche en la entrada, molestando a los de los demás. El portero se queja, pero él le lanza las llaves para que lo aparque, le enseña la placa de policía y entra corriendo.

Sube hasta el salón privado del primer piso, donde un policía está al lado de la gerente de turno y de un camarero.

—¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí? —pregunta la gerente.

Él la ignora y se dirige al camarero:

—¿Estás seguro de que la mujer asesinada, que salió en el telediario, es la misma que estaba sentada aquí esta tarde?

—Casi seguro, señor. En la foto parece más joven, lleva el pelo teñido, pero estoy acostumbrado a quedarme con la cara de mis clientes, por si acaso alguno decide marcharse sin pagar.

—¿Estás seguro de que estaba con el huésped que reservó la mesa?

—Absolutamente. Un hombre de unos cuarenta años, buen aspecto y pelo gris.

Savoy tiene la impresión de que el corazón se le va a salir por la boca. Se dirige a la gerente y el policía:

—Vayamos a su habitación.

—¿Tiene usted una orden de registro? —pregunta la gerente.

Sus nervios no aguantan más:

—¡NO LA TENGO! ¡Yo no me ocupo del papeleo! ¿Sabe cuál es el problema de nuestro país, señora? ¡Todo el mundo es muy obediente! ¡Es más, no es un problema exclusivamente nuestro, sino del mundo entero! ¿Obedecería usted si le mandasen un hijo a la guerra? ¿Obedecería su hijo? ¡Pues eso! ¡Y ya que es usted tan obediente, acompáñeme, por favor, o la detengo por complicidad!

La mujer parece asustarse. Junto con el policía, se acerca al ascensor, que en ese momento baja, parando en cada piso, sin entender que una vida humana depende de la rapidez con la que puedan reaccionar.

Deciden usar la escalera; la gerente se queja, lleva tacones altos, pero él le dice que se quite los zapatos y que lo siga. Suben la escalera de mármol, pasan por las elegantes salas de espera, con las manos agarradas al pasamanos de bronce. La gente que espera el ascensor se pregunta quién será esa mujer sin zapatos y qué hace un policía uniformado en el hotel, corriendo de esa manera. ¿Habrá pasado algo grave? Y, si es así, ¿por qué no usan el ascensor, que es más rápido? Se dicen: «Esto se está convirtiendo en un festival de quinta categoría, los hoteles ya no seleccionan a sus huéspedes, y la policía invade el local como si fuera un burdel.» En cuanto puedan irán a quejarse a la gerente.

No saben que es la mujer sin zapatos, que sube corriendo la escalera.

Por fin llegan a la puerta de la suite donde se hospeda el asesino. Para entonces, un miembro del «departamento de vigilancia de pasillos» ha enviado a alguien para ver lo que sucede. Reconoce a la gerente y le pregunta si puede ayudar.

Savoy le pide que hable más bajo, y sí, puede ayudar. ¿Lleva un arma? El guardia de seguridad dice que no.

—Aun así, quédese por aquí.

Hablan en susurros. Le piden a la gerente que llame a la puerta, mientras los tres —Savoy, el policía y el guardia de seguridad— se quedan pegados a la pared de al lado. Savoy desenfunda su arma. El policía hace lo mismo. La gerente llama varias veces, sin obtener respuesta.

—Seguro que ha salido.

Savoy le pide que use la llave maestra. Ella le explica que no estaba preparada para eso y, aunque lo estuviera, sólo abriría esa puerta con la autorización del director general.

Por primera vez, habla con delicadeza:

—No importa. Ahora quiero bajar y quedarme en la sala, junto al equipo de seguridad que vigila el local. Tarde o temprano volverá y me gustaría ser el primero en interrogarlo.

—Tenemos una fotocopia de su pasaporte y el número de su tarjeta de crédito abajo. ¿Por qué les interesa tanto ese hombre?

—Eso tampoco importa.

21.02 horas

A media hora en coche de Cannes, en otro país que habla la misma lengua, usa la misma moneda, no tiene control en la frontera, pero sigue un sistema político totalmente diferente del de Francia —el poder lo ocupa siempre un príncipe, como en los viejos tiempos—, un hombre está sentado delante de un ordenador. Hace quince minutos recibió un correo electrónico que decía que un famoso actor había sido asesinado.

Morris mira la foto de la víctima; no tiene la menor idea de quién es, hace tiempo que no va al cine, pero debe de ser alguien importante porque un portal de noticias está dando la información.

Aunque ya estaba retirado, asuntos como ése eran su gran juego de ajedrez, en el que raramente se dejaba derrotar por el adversario. No era su carrera la que estaba en juego, sino su autoestima.

Existen algunas reglas que siempre le gustó obedecer mientras trabajaba en Scotland Yard: empezar pensando en todas las posibilidades equivocadas, y a partir de ahí, todo es posible, porque no está condicionado para acertar. En las reuniones que mantenía con los aburridos comités de evaluación de trabajo, le gustaba provocar a los asistentes: «Todo cuanto saben proviene de la experiencia acumulada a lo largo de años de trabajo. Pero esas soluciones antiguas sólo sirven para problemas igualmente pasados. ¡Si quieren ser creativos, dejen un poco de lado que tienen experiencia!»

Los licenciados fingían que tomaban notas, los jóvenes lo miraban con sorpresa, y la reunión seguía como si ninguna de esas palabras hubiera sido pronunciada. Pero él sabía que la indirecta estaba echada, y al cabo de poco tiempo —sin darle el crédito merecido, claro— sus superiores exigían más ideas nuevas.

Imprime los informes que la policía de Cannes le ha enviado; detesta usar papel, porque no quiere que lo acusen de ser un asesino en serie de bosques, pero, a veces, era necesario.

Se dispone a estudiar el modus operandi, es decir, la manera utilizada para cometer los crímenes. Hora del día (tanto por la mañana, como por la tarde o la noche), el arma (las manos, veneno, el estilete), el tipo de víctima (dos de ellas con contacto físico directo, otras dos sin ningún contacto en absoluto), reacción de las víctimas contra el agresor (inexistente en todos los casos).

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