Para Tomás fue un gran acontecimiento el día en que recibió unas botas, que eran exactas a como las había deseado. Hechas a mano por un zapatero de Pogiry, le quedaban algo grandes (habían contado con que crecería), pero eran muy cómodas. La caña, blanda y suave, podía, si era necesario, ajustarse con una tira sobre el empeine para que el pie no bailara dentro. Otra tira de cuero, que pasaba por unas presillas, la recogía debajo de la rodilla.
Finalmente llegó la primavera, distinta a todas las de más primaveras de la vida de Tomás. No solamente por que aquel año las nieves se fundieron con inusitada prontitud, y el sol calentó con excepcional fuerza, sino por que, por primera vez, no esperó pasivamente a que las hojas se abrieran, a que aparecieran en el césped las amarillas llavecillas de San Pedro y a que se oyera de noche entre los arbustos el canto de los ruiseñores. Salió al encuentro de la primavera, cuando apenas la tierra desnuda había empezado a humear bajo una clara luz sin nubes; en el camino hacia Borkuny, cantaba y silbaba, jugando con su bastón. El bosque detrás de Borkuny, en el que se hundió a primera hora de la tarde, le despertaba el deseo de salir fuera de su propia piel para convertirse en todo aquello que existía a su alrededor; algo desde adentro le impelía con fuerza, hasta producirle dolor. Tenía ganas de gritar de admiración. Pero, en vez de gritar, avanzaba en profundo silencio, procurando que ninguna ramita crujiera bajo sus pies, y permanecía totalmente inmóvil al oír el menor ruido o chasquido. Sólo de esta manera se puede penetrar en el mundo de los pájaros; éstos no temen la figura del hombre, sino sus movimientos. Junto a él, se paseaban los zorzales charlos, que sabía distinguir de los zorzales reales (en éstos, las plumas de la cabeza son de un gris azulado, no pardo grisáceas), y, al pasar junto a un abeto muy alto, descubrió que ya habían anidado en él los picogordos. En cambio, habría pasado por alto los nidos de los arrendajos de no ser por sus inquietos graznidos. Sí, allí estaban, pero se escondían tan bien que, desde abajo, nadie lo habría dicho. En el joven abeto, las ramas crecían casi a ras de suelo y, al principio, no le costó encaramarse, pero como más subía, más le costaba, porque las ramas se hacían siempre más espesas, las puntas de las agujas le pinchaban la cara hasta que, por fin, sudado y cubierto de arañazos, sacó la cabeza por arriba, junto al nido. Se balanceaba agarrado al tronco que, a esa altura, era muy delgado, y los pájaros le atacaban desesperadamente desde arriba con la intención evidente de asestarle un picotazo; en el último momento, les venció el temor, se dieron media vuelta y se alejaron para volver a atacar de nuevo. Encontró cuatro huevecillos color azul pálido, punteados de rojo, pero no los tocó. ¿Por qué los huevos de la mayoría de los pájaros del bosque son punteados? Nadie había sabido aclarárselo. Era así. Pero ¿por qué? Bajó del árbol satisfecho por haber alcanzado su objetivo.
Volvió embriagado por todo lo que había visto, pero ante todo por aquella primavera en el bosque, cuya belleza no consistía en nada particular, sino en un coro de esperanza compuesto por millones de voces. Sobre las copas afiladas de los árboles, negros sobre el fondo del cielo de poniente, dejaban oír sus melodías los zorzales (¡el
turdus musicus
, no el
turduspilaris
o el
turdus viscivorus
! Sólo los tontos confunden estas especies). En lo alto, se oía el balido de las agachadizas comunes, que parecían corderitos correteando a lo lejos, más allá de aquella seda rosa y verde. Antonina, al oír aquellos sonidos, sostenía, naturalmente, que se trataba de la bruja Ragana, a caballo en un demonio convertido en macho cabrío volador, al que torturaba con las espuelas. Pero Tomás sabía que aquel balido no era sino el particular silbido de las plumas de la cola.
Tomás ofreció a Barbarka un ramo de mezereón color rosa, cuyas flores olían como jacintos, y ella las aceptó complacida. Al anochecer, el señor Romualdo examinó, a la luz de la lámpara, el interior del cañón de su fusil. Dijo algo que dejó a Tomás sin habla y pálido de emoción. Sea por piedad, sea porque sabía que Tomás, al igual que los espíritus de los bosques, era capaz de guardar silencio, la cuestión es que le preguntó: «¿Querrás venir?».
El sentido de responsabilidad enturbia la felicidad. Se considera rara habilidad saber acercarse a un urogallo mientras canta. Un solo paso en falso, y el cazador queda derrotado. Romualdo, a pesar de ello, quería que Tomás le acompañara y le permitía acercarse con él al urogallo. El honor de Tomás estaba en juego, y no podía defraudarle.
Conocía las costumbres de ese pájaro, pero jamás lo había visto; no los había en las proximidades de Borkuny, sólo en lo más hondo del bosque, lejos de los humanos. Era el pájaro-símbolo de la selva. Sólo dos o tres pasos pueden darse al final de cada uno de sus cantos, cuando enmudece y se vuelve indiferente a todo cuanto ocurre a su alrededor, en la oscuridad, pues canta sólo al amanecer y en la época que va de los deshielos a la aparición de las primeras hojas.
La exaltación que se apoderaba de Tomás cada vez que aprendía algo nuevo sobre los urogallos y, en general, sobre todo lo que tenía relación con la naturaleza planteaba una duda: lo que le excitaba ¿era la imagen de un pájaro, grande como un pavo, con el cuello tendido hacia delante y la cola en forma de abanico, o más bien el imaginarse a sí mismo, acechándolo en la semioscuridad? ¿No sería también el que, al hundirse en el espesor del bosque, mudo y cauteloso, o al escuchar el concierto de los perros, se extrañara de sentirse, él, en persona, partícipe de aquella magnífica aventura, como un cazador de verdad? No sólo miraba los detalles a su alrededor, sino que se veía a sí mismo observando esos detalles: es decir, se extasiaba ante el papel que estaba representando. Por ejemplo, el gesto curvo de su pie al acercarse a la presa: con ese gesto expresaba la conciencia, quizás un poco exagerada, de su propia habilidad. De hecho, los mayores no tienen razón si creen que no se divierten de la misma manera. Y si no, que confiesen que su curiosidad por saber cómo se siente uno en su papel de amante es a veces más importante que el mismo objeto de su amor. Desean (¿no es así?) saborear la situación que han creado y adquirir con ello un mérito del que sentirse orgullosos. De ahí que sus gestos y sus palabras, por fuerza, deban ser un poco falsos, porque los representan ante sí mismos, controlándose, con el fin de acercarse lo más posible al ideal que han tomado por modelo. Exigen que sus sentimientos hacia las personas más queridas correspondan a su particular concepto del amor y, si no encuentran el tipo de sentimientos que necesitan, los fabrican artificialmente y tratan de convencerse a sí mismos, hábilmente, de que son auténticos. Se han especializado en el papel de actores, que consiste en ser alguien y, al mismo tiempo, con la otra mitad de sí mismos, comprobar que ese alguien, en realidad, no lo es del todo; aquí es por donde hay que salir en defensa de Tomás.
El fanatismo con el que clasificaba a las personas en dignas e indignas, según si las veía capaces o no de pasión, era una muestra de las exaltadas exigencias de su corazón. Tras reconocer que los pájaros representaban la más pura belleza, juró serles fiel, y se mostraba tenaz en el ejercicio de esa vocación. En sus movimientos, excesivamente precisos, se expresaba su voluntad; en sus mandíbulas fuerte mente apretadas podía leerse: «Quiero ser lo que me he propuesto ser».
Salieron al día siguiente por la tarde en el carro de Romualdo, enganchado a un solo caballo. Un camino arenoso, con profundas rodadas, atravesaba el bosque y serpenteaba luego por entre amplios espacios cubiertos de brezos, salpicados aquí y allá por algún pino resalvo, o corros de jóvenes pinos transparentes, rotos muchos de ellos, como si fueran hierbas, por las nieves y los vientos invernales. Los brezales no despertaron el interés de To más por su aspecto árido, tan distinto a la vegetación que crecía junto al Issa y en los alrededores de Borkuny. Más tarde, llegaron a un bosque mixto, donde Romualdo se encaminó por uno de los atajos que servían para transportar madera. Allí, la tierra era seca y no había peligro de embarrancar. En la sombra, los cascos de los caballos golpeaban a veces la superficie de la nieve helada. Por fin, llegaron a una carretera con hondas cunetas a ambos la dos y, media hora después, divisaron un amplio calvero en el que humeaban las chimeneas de una aldea. «Esto es Jaugiele" —dijo Romualdo—. "Aquí todos son cazado res furtivos.»
Sobre el fondo del bosque negro, unos bosquecillos sin hojas, y las malezas parecían azules a la luz del atardecer y, sobre ellos, se posaban franjas de niebla, formando capas. Entre unas ramas de aliso encontraron un puente y un camino que conducía hasta la casa forestal. Sobre el nido del tejado, las cigüeñas, que seguramente acababan de llegar de su largo viaje, se agitaban en un barullo de picos y alas. El perro ladraba, tensando la cadena, y Romualdo bajó ante la puerta con una sensación de alivio, estirando los brazos para desentumecerse. Una mujer alta, con una falda verde, apareció en la puerta y explicó que el marido no estaba, que había ido de caza y que pasaría la noche en el bosque. Les invitó a entrar, pero les advirtió de que no podrían demorarse si querían encontrarle antes de que cayera la noche. De modo que sólo bebieron un poco de leche en el zaguán, en una jarra de barro. Siguiendo la dirección que ella les había indicado —primero a la derecha, después del pino, que tenía una colmena, a la izquierda, luego, pasando junto a la ciénaga, otra vez a la derecha—, llegaron por fin a una pista cubierta de blancas astillas de madera y de una capa de ramas cortadas. Era ya noche cerrada. Aquí y allá, brillaban los troncos descortezados. A lo lejos, divisaron un fuego.
Un tejadillo inclinado, hecho con troncos de pino cortados por la mitad, se apoyaba en dos estacas; el re flejo de las llamas le daba un color cobre oscuro. Sentados sobre unas pellizas, había dos hombres; en seguida vio Tomás los cañones de dos rifles apoyados en una pendiente. El guarda forestal y el otro aseguraban que la temporada de los cantos de los urogallos estaba en su plenitud, a no ser que la lluvia lo estropeara todo, pero no parecía probable: la puesta de sol presagiaba buen tiempo. «Este», preguntó el guarda, señalando con la cabeza a Tomás, «¿también quiere cazar urogallos?», y se alisó los bigotes que ocultaban una sonrisita ofensiva. Movió la cabeza y lo observó con atención, y aquella mirada turbó a Tomás.
Haces de chispas estallaban, ascendían en espiral y se desvanecían en la blanda oscuridad. Acostado en un lecho de ramitas de abedules, Tomás se cubrió con su pelliza, mientras un murmullo recorría las invisibles copas de los pinos y, a lo lejos, chillaba una lechuza. Los hombres, alargando las sílabas, hablaban de la boda de alguien, de un proceso, de que alguien había traspasado con el arado los límites de la propiedad de su vecino. De vez en cuando, uno de ellos se levantaba y volvía de las sombras arrastrando un tronco seco que arrojaba al fuego. Arrullado por el susurro de la conversación, Tomás, tumbado de lado, dormitaba, y, en ese duermevela, le llegaban las voces y el crepitar del fuego.
Sintió un estirón en el brazo y se levantó de un brinco. El fuego estaba ya casi apagado, en medio de un gran círculo de ceniza. En lo alto, brillaban las estrellas, más pálidas a un lado del cielo. Temblaba de frío y excitación.
Caminaban en la más completa oscuridad. Silencio absoluto. A veces, se oía tan sólo el golpe de una bota contra una raíz, o el roce de un fusil con alguna rama. Eran tres, pues el amigo del guarda forestal probaba suerte a otra parte. El sendero se estrechaba siempre más y, en vez del olor a pinocha, les llegaba el olor a cenagal. Los charcos centelleaban con los grises destellos que pre ceden al alba. Avanzaban hundiéndose unas veces en el agua, agarrándose otras a los penachos de los alisos. Luego, pasaron sosteniéndose en equilibrio sobre unos troncos resbaladizos puestos allí como pasarelas, entre fantasmagóricas matas de juncos secos.
No era ni un terraplén, ni una hondonada. A la izquierda, una zanja de la que brotaba en el silencio el croar de una rana. Más allá de la zanja, apenas si se entreveían los pinos enanos de la ciénaga. A la derecha, se destacaba la oscura mole del bosque que crecía en las tierras pantanosas. Tomás distinguía en él los troncos más claros, hoyos profundos, y una maraña de mimbres, saxífragas y raíces retorcidas de árboles derribados. Frente a ellos, el cielo empezaba a teñirse de rosa, y, tras detener en él un instante la mirada, todo lo demás parecía aún más oscuro.
De vez en cuando, se detenían a escuchar. De pronto, Romualdo le apretó el brazo: «¡Ahí está!», dijo en un susurro. Pero Tomás tardó un poco en distinguir aquel sonido. No era más que un suspiro atenuado por la distancia, una señal misteriosa, diferente a cualquier otro sonido en el mundo. Como si alguien martillara (no, más bien como si se descorchara una botella, pero tampoco). Dieron un apretón de manos al forestal, quien al instante, desapareció.
—De momento, podemos seguir acercándonos así, pero con prudencia. Está lejos y no nos oye —murmuró Romualdo—. Luego, ve con cuidado.
Con el fusil en una mano y manteniendo el equilibrio con la otra, se hundió entre las malezas. Tomás le seguía, con toda su atención concentrada en tratar de no hacer el más mínimo ruido. Pero ¿cómo evitarlo? El pie, antes de posarse en tierra, topaba con capas de palos secos que se rompían, estrepitosamente. Con las botas, procuraba abrir un hueco entre ellos antes de dar un paso, o bien trataba de pisar el musgo. Sí, el urogallo necesita vivir en la espesura de un verdadero bosque, para que ésta le proteja. Barricadas de troncos, colocados unos encima de otros, les cerraban el paso, y Romualdo vacilaba preguntándose si era mejor pasarles por encima o por debajo. El sonido se oía ahora más claramente. Sonaba como un tec-ap, tec-ap siempre más rápido, y como emitido con cierto esfuerzo.
Semejante escena perdura en la memoria para siempre. Ante todo, la grandiosidad de los álamos blancos que parecían aún mayores a la luz gris perla de aquella hora en que ya no es de noche, pero tampoco de día y en que, entre los troncos, cierta claridad presagia ya el amanecer. Las raíces, cual dedos gigantescos, se introducían en la húmeda penumbra, y un conjunto de troncos se erguían hacia arriba, hacia la luz. Romualdo, que parecía apenas una hormiga junto a ellos, se abría camino alzan do el fusil. ¡Y aquel sonido! Tomás comprendió por qué aquel tipo de caza era tan fascinante. La naturaleza no podía encontrar otro canto que expresara mejor el espíritu salvaje de la primavera. No es una melodía, ni un grácil trino: es tan sólo un repiqueteo de tambor, cuyo ritmo se va acelerando. La sangre pulsa en las sienes, hasta que el canto del urogallo y el tambor que resuena en el pecho se funden en uno solo. Es una voz que no recuerda la de ningún otro pájaro, un sonido imposible de describir.