El Valle del Issa (27 page)

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Authors: Czeslaw Milosz

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: El Valle del Issa
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El lago estaba velado por una niebla que se extendía en franjas por la superficie. Desde un sendero inclinado, vieron barcas medio recostadas sobre la grava: junto a ellas, la niebla ascendía en forma de vapor y dejaba entrever la lisa superficie del lago, sin una sola arruga; los listados interiores de las canoas, incrustadas en aquella densidad, parecían inmóviles para siempre. Cuando las alcanzaron, podían ya vislumbrar, aquí y allá, pequeños espacios del lago que iban adquiriendo la tonalidad del cielo.

48

Las obligaciones y las diversiones no están repartidas por igual. Adornado de magníficas plumas, el pato macho prefiere la soledad al aburrimiento de empollar los huevos y cuidar de los pequeños. Durante los mejores meses del año (mayo, junio y julio), la hembra se acurruca en el nido y, más tarde, arrastra tras de sí una cadena de pequeños seres cloqueantes, cuya velocidad queda frenada por el último eslabón de la cadena, que mueve con dificultad las patitas. La primera actividad seria que aprenden los polluelos es la de esconderse, en caso de alarma, bajo las hojas flotantes, dejando fuera tan sólo la punta del pico. Más adelante, aprenden a volar, que no consiste única mente en mover las alas: lo más importante es saber des pegar del agua. Tardan tiempo en aprenderlo y levantan un polvillo de gotas mientras avanzan en el aire, pero aún no del todo. El principio de la época de caza les sorprende generalmente en esta fase.

Las canoas olían a brea. Tomás se acurrucó en la proa, tras él se sentó Romualdo con el perro y, a continuación, el batelero, que pasaba rítmicamente el remo de una mano a otra. Avanzaban suavemente en el espacio virgen, pequeñas olas golpeaban contra el borde; la otra canoa y las cabezas de los hombres se recortaban sobre la niebla y los rayos, como si estuvieran suspendidas en el vacío. Se dirigían directamente a la orilla opuesta. Ya podían distinguir los macizos de juncos cuando el batelero se levantó, dejó el remo, cogió la pértiga y la apoyó en el fondo, inclinándose a cada nuevo impulso.

Una ciudad flotante, una aglomeración de puntos oscuros entre el humo de las aguas y una bandada de ánades. La canoa cogió nuevo impulso, cortándoles la huida hacia los juncos; los patos formaron un cordón siguiendo a la madre, pero en seguida perdieron el orden intercambiando gritos que tal vez querían decir: «¿Qué hacemos ahora?». Riendo, Romualdo le avisó: «¡Cuidado, vas a caerte!». Tomás se afianzó en la proa, preparado para disparar. Alzaron el vuelo cuando ya estaban cerca. Fue como una tempestad de aleteos y surtidores de agua: ¡pum!, disparó Tomás; ¡pum, pum!, Romualdo. La superficie vibró bajo la metralla, y quedaron unos círculos, tres líneas inmóviles y la cuarta dando vueltas sobre sí misma.

Quien nunca haya recogido un pato matado por su propia mano, difícilmente podrá entenderlo. Conviene, además, saber distinguir: o bien nos acercamos a él a nado, después de dejar la ropa en la orilla, y entonces lo vemos crecer al nivel de los ojos, balanceado por la ola que nosotros mismos hemos levantado; o bien maniobramos de manera que lo encontremos justo al lado del borde de la canoa, y entonces alargamos el brazo para cogerlo. Tanto en un caso como en el otro, todo se realiza entre el acto de verlo de cerca y el de tocarlo. Primero, es tan sólo un objeto que flota en el agua, hacia el que nos empuja la curiosidad. Una vez que lo hemos tocado, se convierte en un pato muerto y nada más. Pero el momento en que se encuentra allí mismo, al alcance de nuestra mano, meciéndose con la redondez de su pequeño vientre moteado, nos promete una sorpresa, ya que no sabemos a qué hemos dado muerte, si a un pato-filósofo o a un pato-científico, y esperamos vagamente (sin creerlo del todo) encontrar junto a él su diario. Por lo demás, cuando se trata de pájaros acuáticos, a veces, aunque no muchas, la espera tiene su recompensa: en una pata, encontramos una anilla y, escritos en ella, unas cifras, o los signos de alguna estación científica de un país lejano.

Levantaron cuatro ánades reales y, siguiendo los juncos, exploraron las ensenadas. Tomás vio un ánade entre tallos enmarañados: disparó, el pato aleteó y cayó de lado. «¡Vaya vista!», le animó Romualdo; en aquel mismo ins­tante, todo pasó a ser un hervidero, porque una columna de jóvenes patos que ya sabían volar levantó el vuelo. Romualdo abatió dos con su escopeta de doble cañón. Cerca, resonaron los disparos de Dionisio y Víctor.

El límite entre la tierra firme y el agua se distinguía poco en aquel punto; no era una orilla propiamente di cha, sino una capa de hierbas encharcadas. Soltaron a
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. Hundiéndose a cada paso, andando o nadando, avanzaba laboriosamente, ladrando. Los patos jóvenes se dispersaban en todas direcciones, como ratas, y casi no les daba tiempo a disparar. Los juncos hollados crujían, el batelero los empujaba hacia una ensenada poco honda, que las raíces podridas llenaban con su olor. En uno de esos estanques, mientras Tomás buscaba a su alrededor un nuevo blanco, descubrió (demostrando con ello tener mucha vista) que la ligera doblez de una hoja ocultaba la cabeza de un pájaro. Lo traicionó el hecho de que, en vez de quedarse inmóvil, trató de mejorar su posición. Tomás alzó el fusil, pero cambió de idea y le perdonó la vida. ¡Lo sintió tan asustado y al mismo tiempo tan seguro de haberse escondido bien! Al no matarlo, demostraba tener mayor poder sobre él que si lo hubiera matado. Cuando decidieron salir de entre los juncos, tirando de ellos para ayudar al remero, y se encontraron de nuevo en el lago, se alegró de saber que el pájaro seguía allí y que jamás sabría nada del regalo que un hombre acababa de hacerle. A partir de entonces, los dos quedaron en cierto modo unidos para siempre.

Tomás no disparaba contra los patos que pasaban volando sobre sus cabezas: una vez lo probó, pero falló ignominiosamente. Admiraba a Romualdo, al que ni si quiera el balanceo de la barca molestaba. Le admiraba sobre todo por su habilidad con las cercetas. Estas vuelan rápidas, emitiendo un silbido en el aire, y son más peque ñas que los ánades. Romualdo no falló ni una sola vez, y ya tenía tres debajo del banco.

—¿Qué tal os ha ido? —preguntó Romualdo a sus hermanos.

Víctor tartamudeaba y Dionisio contestó en tono burlón:

—Pues, mira, con lo que tarda en cargar su fusil, los patos pueden hasta sentarse en su cabeza —esta observa­ción le estropeó a Tomás la fiesta durante un rato, pues se sintió culpable de haber privado a Víctor de su escopeta.

Un vientecillo suave erizaba la superficie del lago, que ahora, a plena luz, era de un azul intenso. En Alunta, sonaba la campana llamando a misa. Las gaviotas chillaban sobrevolando en círculo unas estacas que emergían obli­cuamente del agua. Un ratonero agitaba pesadamente las alas bajo una nubecilla, en dirección al bosque.

Los bateleros aconsejaron dar una vuelta por el río antes de volver. Éste sale del lago, por detrás del castillo, de manera que la aldea, situada junto a su extremo más estrecho, queda aprisionada entre la pequeña colina de la antigua fortaleza y el río. Allí donde empezaba el túnel de juncos, ahuyentaron unos cuantos pájaros de vuelo tumultuoso. Romualdo mató a una cerceta común, que es la especie más pequeña de patos.

Un agua lisa, protegida de los vientos y de las tormentas, un lugar como los que se encuentran en lo más hondo de África, donde Tomás construía sus poblados inaccesibles a los seres humanos. Emergían gruesas esta cas negras cubiertas de largas algas que se balanceaban con el movimiento del agua: antiguamente, había habido allí un puente. Más allá, unas cabañas junto a una franja de ácoros, pisoteados y pelados allí donde entraban las canoas. Frente a huertos de manzanos, habían puesto a secar redes colgadas de unas estacas, y, por el suelo, había unas nasas. Patos blancos y ocas chapoteaban junto a las pasarelas donde las mujeres lavaban la ropa. Una aldea, vista desde la placidez de un río, crece hasta adquirir las proporciones de una región, o de un país; descubrimos en ella cantidad de detalles que, cuando paseamos por sus calles, pasan inadvertidos, o que consideramos muy normales.

Víctor y Dionisio iban ahora en cabeza. Divisaron unos patos, pero no se atrevieron a disparar por temor a que fueran domésticos. Sin embargo, de pronto, éstos se alzaron con el desgarbado vuelo de los jóvenes, y los dos hermanos mataron a uno, disparando con sus tres cañones. Allí terminó la cacería. Dieron media vuelta y procedieron al recuento. Romualdo y Tomás tenían veintitrés, de los cuales siete correspondían a Tomás. Los otros tenían quince, y no sólo ánades, sino también un porrón común y una serreta gris con la cabeza color castaño y el pico curvado en la punta.

Ya en dirección de la colina del castillo, guiñaban los ojos, cegados por el sol. Las ruinas se acercaban, vibrando entre la neblina llena de luz. La sacerdotisa pagana, que antaño había habitado el castillo y que, de noche, se hacía tan presente, quedaba relegada para siempre al mundo de los espíritus y de las leyendas. Tomás se volvió para retener por el collar a
Zagraj
, que no paraba de moverse y apoyaba las patas en el borde de la barca. Tomás llevaba la culata de la escopeta arrimada al banco y el cañón junto al pecho: era ya todo un cazador. Pero allí, junto a la otra orilla, había quedado su pato. ¿Qué estaría haciendo ahora? Se limpiaría las plumas con el pico, movería las alas graznando y agradecería la alegría que sigue a los momentos de peligro. ¿A quién agradecería? ¿Había sido Dios quien había decidido que hoy no debía morir? De ser así, Dios le habría sugerido a Tomás que no disparara. Y, en tal caso, ¿por qué a él, a Tomás, le parecía que aquel gesto sólo había dependido de su propia voluntad?

49

En el cielo, por encima de la tierra sobre la que todo ser viviente perecerá, avanza Saulé (el Sol), con su resplandeciente vestido. Los pueblos que ven en ella rasgos masculinos suscitan el asombro. Su ancho rostro es el de la madre del mundo. Su tiempo no es nuestro tiempo. De ella tan sólo conocemos lo que es capaz de captar la mente sometida al miedo de la propia soledad. Ahí está, en la inmutabilidad de sus apariciones y desapariciones: pero Saulé posee, ella también, su propia historia. Como cuenta la vieja canción, hace mucho, mucho tiempo, cuando se produjo la primera primavera (antes, seguramente no existió más que el caos), tomó por marido a la Luna. Se levantó temprano y se encontró con que el marido había desaparecido. Anduvo solitario y fue entonces cuando se enamoró de la Aurora. Viendo esto, Perkunas, el dios de los rayos, se encolerizó y con su espada partió en dos a la Luna.

Es posible que el castigo fuera justo, porque la Aurora es hija del Sol. La ira de Perkunas, que se volvió contra ella más tarde, puede explicarse por el hecho de que quizás no rechazara con suficiente firmeza las atenciones de su padrastro. Los cantos, compuestos por aquellos que han perpetuado el recuerdo de estos hechos tan lejanos, no explican los motivos. Únicamente puede afirmarse que, cuando la Aurora celebraba su boda, Perkunas entró por la gran puerta y partió en mil pedazos un roble verde. La sangre manó del roble y salpicó su vestido y su corona virginal. La hija del Sol lloraba y preguntaba a su madre: «¿Dónde, querida madre, podré lavar mi vestido, dónde podré limpiar esta sangre?». «Vé, hija mía, vé hasta el lago en el que caen nueve ríos.» «¿Dónde he de secar mi vestido?», preguntaba la Aurora. «Oh hija mía, en el jardín donde florecen nueve rosas.» Y, por fin, la última temerosa pregunta: «¿Cuándo será la boda en la que me pondré el vestido blanco?». «Hija, el día en el que lucirán nueve soles.»

¡Sabemos tan poco acerca de las costumbres y los problemas de los seres que se mueven por encima de nosotros! El día de la boda aún no ha llegado, a pesar de que cada milenio que transcurre no dura necesariamente más que un instante. Ciertas vagas noticias nos fueron transmitidas por la muchacha que perdió una oveja. Esto ocurrió en una época en que los mortales se comunicaban más fácilmente con los dioses del cielo: «Fui a ver la Aurora», canta la niña, «y ésta me contestó: "Muy de mañana, debo atizarle el fuego al Sol" (de ello se desprende que la Aurora no se ha casado y vive en casa de su madre). Fui a ver la Estrella de la noche" —sigue hablándonos la niña de sus infructuosas gestiones— "y ésta me dijo: "Por la noche he de ir a prepararle la cama al Sol"». La Luna también le negó su ayuda: «Me han partido con una espada, mira, tengo la cara triste». (Por fin, fue el Sol el que le indicó que la ovejita se había extraviado en algún lugar muy lejano, en tierras polares, quizás al norte de Finlandia.)

¿Era el padre Monkiewicz un planeta? Lo era sin duda para la mariposa que revoloteaba en el parterre lleno de capuchinas y reseda. La calva del cura relucía al sol, ¿quién sabe qué clase de embriaguez le producía a la mariposa la visión de aquella cima lisa que se reflejaba en sus múltiples ojos? Apenas unos días de vida, pero era imposible afirmar con certeza si aquella existencia efímera no se sentía plenamente recompensada por un éxtasis de formas y colores, inaccesibles para nosotros.

El padre Monkiewicz: una superficie debajo de la cual trabajan máquinas planetarias, la circulación de la sangre y la vibración de miles de nervios. Evidente mente, para según quienes, el padre Monkiewicz no te nía más importancia que una hormiga, y se reirían si vieran sus calzoncillos y lo que, en otros tiempos, había sido una bata (en casa procuraba no gastar la sotana). Se balanceaba al andar, leyendo el breviario, pero igual podría estar moviendo una guadaña, si su madre no hubiera decidido que al menos uno de sus hijos escaparía a la suerte del campesino. Las circunstancias, más fuertes que su querer o no-querer, habían hecho de él un fiel servidor de la Iglesia. Cumplía diariamente con su obligación que consistía en exhortar a las personas a que se valoraran a sí mismas más que a una montaña, a un planeta, o al universo entero. Los recién nacidos, concebidos con placer, babeaban y aullaban cuando él les daba la sal que simboliza las amarguras que les esperan en la vida; de los productos de la Naturaleza, él creaba moradas para el Espíritu Santo y, con el agua del bautismo, les imprimía el sello del Verbo. A partir de ese instante, arrancados al orden de la inmutabilidad, tenían el derecho a descubrir la oposición que existe entre ellos y la Naturaleza. Y, más tarde, cuando esa residencia corpórea se desmoronaba, y se detenían los movimientos del cora­zón, el padre Monkiewicz (u otro que poseyera el mismo poder) los purificaba de todo pecado, trazando cruces con el óleo sobre los miembros que al polvo volverán: en aquel instante, se rompía el contrato entre la materia y el soplo.

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