El Valle del Issa (21 page)

Read El Valle del Issa Online

Authors: Czeslaw Milosz

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: El Valle del Issa
3.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Luego, pasó mucho rato esperando otra vez en el vestí bulo apoyado contra la pared, mientras cantidades de per­sonas entraban y salían, sacudiéndose la nieve de las botas. El griterío iba en aumento, y el aire parecía más espeso con tantas voces y tanta gesticulación, delante de sus narices. De pronto, desde dentro, se oyó una llamada, y toda la multitud, Baltazar incluido, volvió a entrar en tromba en la habitación donde estaba el escribiente; se abrió otra puerta y, entre apretujones, se encontró en otra habitación oscura, cuyo extremo opuesto, al fondo, estaba casi todo ocupado por una mesa negra. En medio de tanto ruido, rumor de pasos y exaltación, se oyó una orden: «¡Silencio!», y todas las voces repitieron: «¡Silencio! ¡Silencio!».

Por una puerta lateral, entró el rabino; detrás de él, el secretario barbudo. El rabino era menudito, con cara de jovencita: como la cara de Santa Catalina en un cuadro de la iglesia de Ginie. Junto a las mejillas, sus cabellos rubios y esponjosos formaban ricitos. Iba vestido de oscuro, su blanca camisa estaba abrochada debajo de la barbilla con un botón brillante; en la cabeza, llevaba un solideo de seda. Entró con aire azorado, los ojos bajos, pero, cuando su ayudante hizo una señal a Baltazar para que se acercara y el rabino levantó los párpados, le observó durante un tiempo con una mirada penetrante, echando un poco la cabeza hacia atrás y alisándose con la mano las solapas de su levita. Ante él, Baltazar se sentía como un gigante indefenso.

Sin dejar de mirarle de aquel modo, pronunció unas palabras en su lengua. La estancia se llenó de susurros; los que se apretujaban detrás de Baltazar se balancearon, y de nuevo se oyó: «¡Silencio! ¡Silencio!». El secretario tradujo al lituano:

—Él dice: «Ningún-hombre-es-bueno».

Y el rabino volvió a hablar al otro lado de la mesa, y el barbudo tradujo:

—Él dice: «El-mal-que-has-hecho-hombre-no-es-más-que-tu-propio-destino ».

Baltazar sentía que le empujaban por detrás, en el silencio lleno de siseos y expectación, oía al barbudo:

—Él dice: «No-maldigas-hombre-tu-propio-destino-porque-quien-cree-que-tiene-el-destino-de-otro-y-no-el-propio-morirá-y-será-castigado-no-pienses-hombre-cómo-podría-ser-tu-vida-porque-si-fuera-distinta-no-sería-la-tuya». Ha dicho.

Baltazar comprendió que esto era todo. Otro hombre se hallaba ahora frente al rabino y éste le hablaba. Abriéndose paso con dificultad entre la multitud, salió de la casa, furioso. ¿De manera que para aquello había hecho veinte verstas con aquel frío glacial? ¡Malditos judíos! ¡Y maldita su propia estupidez! Sin embargo, una vez pasado el pueblo, mientras su bota, que pendía más allá del travesaño inferior de los trineos, abría un surco en la blancura, su cólera desapareció. En su lugar, surgió una gran congoja. ¿Qué esperaba en realidad? ¿Un sermón de una hora, o unas pocas palabras? Daba lo mismo. Y esto no era lo peor, lo peor era aquella especie de vacío total, que hace que uno tenga ganas de aullar: ni trompetas de ángeles, ni lenguas de fuego, ni espadas que se bifurcan por su extremo como el aguijón de una serpiente. Sí, avanzaba por la carretera: a su espalda, casas; ante él, leños grises y el bosque; sobre él, nubes. Y él, ¿qué? ¿Tan sólo que había nacido, que moriría y que debería aprender a soportar su suerte? Lo mismo, siempre lo mismo, tanto si era un cura como si era un rabino. Pero nadie llegaba al meollo de la cuestión. ¡Qué felicidad si, ahora, de pronto, apareciera a la orilla del cielo la cabeza enorme de un gigante que hiciera una hondísima inspiración, y todo, Baltazar incluido, fuera tragado por sus fauces! Pero nada semejante ocurriría. ¿A qué viene irritarse contra el judío? Era un hombre como todos los demás, lleno de vana palabrería, ¿pero acaso habría alguien que supiera decir algo distinto? Aunque te sientas enloquecer de dolor, vendrán y te soltarán otro discurso. Han sabido inventar máquinas, pero, con excepción de aquel «nació y murió», no saben de hecho nada de nada.

Un poco más, y hasta llegaría a creer que algo positivo había sacado de su visita a Szylely. Las primeras palabras del rabino le habían infundido un poco de esperanza. ¿Quién sabe si todo el mundo sufre y siente re mordimientos, sin confesarlo? Si todos se reunieran y se contaran unos a otros todos sus pecados, ¿no se sentirían mejor? Pero, ¿quién se atrevería a hacerlo? ¿Cómo? ¿Es que nadie es bueno? Seguramente acudiría también alguien con pecados leves. Pero no tener pecados, ¿es suficiente? Hmm, aquí se dio cuenta de que el judío era muy astuto y que aún tenía para rato de darle vueltas a la cuestión.

Se quitó los guantes y lió un cigarrillo. El caballo trotaba a buen paso y los cascabeles de la collera resonaban en el vacío. De unas varas de mimbre, saltó una liebre que se alejó brincando a lo largo del arroyo helado. Oscurecía, en el bosque era ya casi de noche, pero aún le dio tiempo para ver unas señales entalladas en los pinos. Estaban a punto de ser talados. Baltazar había leído en el periódico que el Gobierno había vendido mucha madera a Inglaterra. Aquel pino, por ejemplo, no llevaba entalla dura. ¿Por qué? Porque estaba torcido. El tronco que, al principio creció recto, se inclinó de pronto horizontalmente, y de ese brazo se disparó hacia arriba un palo recto como una vela. Quizás el rabino se refiriera a esa clase de destino. El pino no tiene posibilidad de volver a empezar. Tiene que empezar a partir de lo que ya existe, aun que esté torcido. Lo demás puede ser recto. Y el hombre, ¿puede volver a empezar de nuevo desde el principio? Tampoco.

Arreó al caballo, descontento. El hombre no es un árbol; el árbol sabe lo que necesita: luz. Pero al hombre le parece que crece recto y, en cambio, crece torcido. En es to estriba la dificultad. Mi vida es así y así. Y he de ir hacia aquí y hacia allá para cambiarla. Sin embargo, sigo recto, como un tiro, sin detenerme, para, de pronto, darme cuen­ta, demasiado tarde ya, que, en vez de ir para arriba, he ido para abajo. Y aquí termina su sabiduría judía.

Firmemente decidido a no detenerse en el camino, tiró de las riendas cuando vio, a la luz de las ventanas de una taberna, el brillo de unos grumos de nieve. Atados a un lado del edificio, los caballos sacudían los morrales con avena fijados al hocico y, a cada movimiento, hacían tintinear los cascabeles de los arneses. Era su propio destino, no el de otro. Sea. Apoyó una mano sobre el pomo de la puerta. ¿Entraría? Entró.

39

Si aceptamos la teoría de que los fracs y las medias de los demonios son el testimonio de sus simpatías por el siglo dieciocho, la reforma agraria, que consiste en quitar la tierra a unos para darla a otros, tendría que situarse fuera del campo de su conocimiento. Al diablo que custodiaba a Baltazar (como una corneja que da vueltas alrededor de una liebre herida) debió parecerle una obligación muy penosa tener que estudiar esta cuestión. También aquí, aunque sólo sea por un afán de exactitud, nos ocuparemos de ella unos instantes.

Las tierras de Surkont quedaron divididas de la siguiente manera, atendiendo a sus características:

Tierras de labor..... 108,5 hectáreas

Pastos junto al Issa, terrenos sin utilidad, etc..... 7,9 hectáreas

Pastos en litigio junto al pueblo de Pogiry..... 30,0 hectáreas

Bosque, prados y tierras roturadas por Baltazar para su propio uso..... 42,0 hectáreas

Total: 188,4 hectáreas

Según la reforma recién decretada, todo lo que superara las ochenta hectáreas sería parcelada entre los campesinos sin tierras, y el propietario recibiría una compensación tan baja que, en la práctica, no contaría siquiera. Surkont, o quizás su hija, preocupada por sus bienes, encontró la siguiente solución: si una finca agrícola ha sido dividida entre varios miembros de la familia, que han construido en ella edificios y la explotan personalmente, cada uno de ellos puede poseer hasta ochenta hectáreas. Surkont decidió, pues, desprenderse de las treinta hectáreas de pastos en litigio para cerrarle el pico al Gobierno, y el resto, es decir 158,4 hectáreas, dividirlas entre él y su hija Helena. Sí, pero ¿y la fecha? El reglamento decía claramente que las particiones efectuadas después de una fecha determinada no serían válidas. Para que cerraran los ojos ante una pequeña irregularidad e inscribieran en los libros, como por error, una fecha anterior, había que contar con la buena voluntad de los funcionarios, que suelen ser muy sensibles a las deferencias de que son objeto. Esto es lo que el abuelo trataba de obtener.

El otro problema era el bosque. Según la ley, todos los bosques pasan a manos del Estado. Así pues, inscribió los suyos como prados. El resto dependería de hacia dónde quisieran mirar los tasadores: ¿mirarían hacia abajo, o levantarían los ojos hacia esa extraña hierba cuyo tallo no podría abarcar un hombre con los brazos estirados? De hecho, del viejo robledal quedaba ya bien poco: lo que más abundaba eran bosquecillos umbrosos de jóvenes ojaranzos, unos pocos abetos y bastantes árboles maderables en terreno pantanoso. Pero toda esa zona colindaba con el bosque estatal, que se extendía a lo largo de decenas de kilómetros, y esto aumentaba el riesgo.

Dos fincas: la suya y la de Helena. Pero, ¿dónde situar esa segunda finca? Inesperadamente, Baltazar iba a ser muy útil. Cuando Surkont permitía a Baltazar que hiciera lo que le viniera en gana, no le guiaba ningún cálculo premeditado. No era cálculo, sino predilección por aquel chico (basta mirarle para ver que este hombre de treinta o cuarenta años seguirá siempre siendo un chico). Y ahora la casa del bosque y sus dependencias les serían muy útiles: en los documentos, dirían que Helena administraba sus propias tierras.

Estos eran, a grandes rasgos, la situación y los planes para hacerle frente. La mejor clase de cerveza y el más aromático aguardiente, fabricado con nueve distintas especies de hierbas silvestres, aparecían en la mesa cuando Helena Juchniewicz iba a pasar un rato a su casa, pero Baltazar la observaba atentamente, enseñando como siempre los dientes en una sonrisa bondadosa. ¿Acaso no la conocía bien? Discretamente, como por casualidad, He lena metía ahora la nariz en los establos o en el granero. Es triste tener que tratar con una persona así.

Según algunos, el demonio no es más que una especie de alucinación, producto de los sufrimientos del alma. Si lo prefieren, el mundo debe parecerles aún más difícil de entender, porque ningún otro ser viviente, con excepción del hombre, padece alucinaciones. Supongamos que la diminuta criatura que se paseaba dando saltitos, junto a las manchas de bebida derramada que Baltazar se entretenía extendiendo con el dedo por la mesa, debieran su existencia a la borrachera. Pero esto no prueba nada. Había días en que Baltazar volvía a sentirse alegre, silbaba mientras seguía su arado; y, de pronto, aquel sobresalto interior que siempre anunciaba la llegada del terror. En cuanto daba unos pasos fuera del círculo que le había sido asignado, una fuerza extraña volvía a empujarlo hacia dentro. Eso es: extraña, porque no sentía su sufrimiento como formando parte de sí mismo. Seguro que, allí, en lo más hondo de su ser, seguía habiendo pura alegría. El ataque venía de fuera. El terror provenía del hecho de que la sutileza y la penetración del razonamiento que era capaz de desarrollar cuando estaba desesperado no provenían de su fuero interior, y era esa clarividencia sobrehumana la que lo aniquilaba. El sentimiento del propio ridículo también formaba parte de ese estado de ánimo, y quienquiera que lo persiguiera se aprovechaba de ello.

—Sí, Baltazar —se decía—. Una sola vida. Millones de personas se ocupan de millones de asuntos, pero tú, Surkont, Helena Juchniewicz, la tierra, aquel accidente con la carabina, todo es poca cosa. ¿Por qué a ti precisamente te tenía que ocurrir? Como una estrella, habrías podido caer aquí, o allá. Pero fue aquí, y nunca nacerás por segunda vez.

—El rabino estaba en lo cierto.

—¿En lo cierto? Sin embargo, te muerdes los puños al pensar que la Juchniewicz podría echarte, y te muerdes los puños de rabia contra ti mismo, por mordértelos. Aparentemente, te conformas con tu suerte, pero no consientes. El rabino, no lo niego, acertó, porque es un hombre de experiencia. Pero esto no es difícil de adivinar. El Baltazar mancillado lamenta que todo esto haya caído en suerte al Baltazar puro, que no existe. ¡Magnífico ese Baltazar puro! Sólo que no existe.

Los dedos se agarraban a la mesa. Ojalá pudiera pegar, destrozar, convertirse en fuego o piedra.

—No, hombre, volcarás la mesa, y luego ¿qué? Yo sé que lo que quieres en realidad no es esto, sino preguntar algo. Pregunta, te sentirás aliviado. Te echas esto en el gaznate, pero dejas de pensar sólo por un instante, mientras te quema la garganta. ¿Quieres saber?

Baltazar iba desmoronándose, con los brazos abiertos, sobre las tablas de la mesa, a merced de aquella comadre ja débil, pero feroz.

—Cuando uno hace algo, ¿acaso es porque no habría podido actuar de otra manera? Eso es lo que te atormenta, ¿verdad? Si soy lo que ahora soy, es porque en ésa u otra circunstancia actué de ésa u otra manera. Pero ¿por qué actué de aquel modo? ¿No será porque, desde un principio, soy como soy? ¿Es por eso?

Bajo la mirada, que venía hacia él desde el espacio, y que iba adoptando distintos rostros a su alrededor, aun que fuera en sí inmutable, Baltazar asentía con la cabeza.

—¿Te duele que la simiente sea mala y que de la simiente de una ortiga no crezca una espiga de trigo?

—Claro que sí.

—Te daré un ejemplo. Fíjate en una encina. La miras y ¿qué ves? ¿Debería crecer allí donde está?

—Sí, debería.

—Pero un jabalí habría podido hozar la tierra y comerse la bellota. Si miraras otra vez aquel mismo lugar, ¿pensarías que allí debería crecer una encina?

Baltazar se retorcía entre los dedos un mechón de pelo.

—No lo pensarías. ¿Por qué? Porque todo lo que ha ocurrido parece como si hubiera tenido que ocurrir sin que pudiera ser de otra manera. El hombre es así. Tú mismo, más tarde, te convencerás de que no habrías sido capaz de ir a la ciudad a contarle a las personas indicadas que Surkont declaró los bosques como prados y que in tentó hacer trampa.

—Yo no pienso acusarle de nada.

—El Baltazar bueno ama a Surkont. No, lo que tú tienes es miedo de que tu queja no sirva para nada, por que él paga a los funcionarios y se enterará de todo, y entonces ya no te defenderá frente a su hija. Y también tienes miedo de ganar. Podrían anexionarte al bosque estatal y, aunque a lo mejor te nombraran guarda forestal, te preguntarían también para qué necesitas tú tantas tierras. No mientas. Y no te salvarás maldiciendo tu destino.

Other books

King of the Castle by Victoria Holt
Trophy Wives by Jan Colley
The Texan's Reward by Jodi Thomas
The Visitor by K. A. Applegate
Kiss the Ring by Meesha Mink
Nurse Lovette by Paisley Smith
Many Roads Home by Ann Somerville
Anchorboy by Jay Onrait
Frog Music by Emma Donoghue