Pero Surkont conoció las torturas del alma, el estigma de la traición, y sopesaba sus actos sin jamás alcanzar la certeza de haber obrado como era debido. De un la do, su deber hacia el rey, hacia la
res publicae
y hacia el príncipe, quien admitía sus diferencias teológicas. Del otro, su repulsión hacia los papistas y su aversión hacia los invasores, a los que, no obstante, tenía que desear éxitos y no derrotas. Considerado hereje por los católicos, fue también un renegado apenas tolerado por los protestantes. Realmente, no le quedaba sino repetir: «Soy como un perro sarnoso ante la faz del Señor, mi Dios».
Se ha sabido, por casualidad, que el último descendiente de Jerónimo, el lugarteniente Johann von Sur kont, estudiante de teología, cayó en el año 1915, en los Vosgos. Si yace en la ladera oriental, allí donde las apretadas hileras de cruces, que, de lejos, parecen viñedos, descienden hacia el valle del Rhin, hoy todavía los vientos secos que soplan desde su Lituania familiar deben peinar la hierba sobre su tumba.
En Ginie, la apicultura era la ocupación de Helena Juchniewicz, tía de Tomás. Siguiendo una antigua costumbre, aunque era de la familia, recibía parte de la miel y de la cera por cuidar de las colmenas. Cuando venía a casa, empezaba por sacar todos los utensilios de un armario especial y se vestía. Se abrochaba las mangas junto al puño con un imperdible y se ponía una máscara en la cabeza: una especie de cesta de muselina verde. Pocas veces la picaban las abejas, y no siempre usaba guantes. Tomás era el encargado de recoger brasas en la cocina para el fumigador de hojalata con mango de madera: se echaba serrín sobre las brasas y había que moverlo mucho rato para que se encendiera. Con su máscara, con el cuchillo y el cubo en una mano y el fumigador humeante en la otra, parecía… uno trataba de encontrar a qué se parecía, pero era difícil. De todas maneras, Tomás la miraba embobado cuando la veía caminar por la avenida, llena de entusiasmo, en dirección al colmenar. Al volver, cogía leche cuajada de una vasija con la que empapaba un trapito que aplicaba sobre los puntos en los que la habían picado las abejas. Cuando llegaba el momento de sacar la miel, To más daba vueltas a la centrifugadora: un recipiente grande de metal que giraba sobre un palo; entonces, fluía la miel de los enmarcados paneles.
La nariz de tía Helena, grande, de forma piramidal, sobresalía de entre sus prominentes mejillas, unas manzanas semejantes a las de la abuela Misia, a quien se parecía, sólo que era más corpulenta y de ojos azules. Una sonrisa azucarada y una expresión de santidad que le era muy útil, pues con ella revestía de inocencia sus pasiones. Entre éstas destacaba la tacañería, que no radicaba precisa mente en el ahorro, sino en algo que llevaba muy dentro de sí y que la inducía a actuar de ésta u otra manera, bajo la apariencia de que lo hacía por un motivo diferente. Si tenía que ir a resolver algún asunto en el pueblo, nunca iba en el carruaje, decía: Hace un día tan hermoso que iré paseando y se hacía a pie aquellas diez verstas, aun que enseguida se quitaba los zapatos, porque es más sano andar descalza . La verdadera razón era que hubiera tenido que dar al cochero algún dinero para tomarse un trago, y los zapatos, indudablemente, se gastan. Al repartir la miel o la harina, procuraba que a los demás les tocara la mejor parte y se emocionaba angélicamente ante su propia bondad, sólo que en aquella mejor parte siempre se escondía alguna tara importante. Decían que, en su casa, para la comida de la servidumbre, les ofrecía embutidos sólo cuando ya estaban agusanados, pero ella seguro que se alegraba de su buen corazón, y de pensar en lo bien que cuidaba a su gente, pues ellos, ¿verdad?, también han de comer carne, además de patatas y gachas.
De la abuela Misia heredó una resistencia y una fortaleza a toda prueba; nunca estaba enferma (y si lo hubiese estado, hubiera proclamado a los cuatro vientos que los médicos no saben nada, para evitar que, Dios no lo quisiera, alguien llamara a uno). Veinte verstas en un par de horas eran para ella como un paseo; habría podido andar hasta cien, con aquel ligero paso suyo de campesina. Y, naturalmente, se bañaba en el río hasta noviembre. To más nunca vio en su casa ni un solo libro, ni siquiera el misal, como si hubiera jurado no tocar la letra impresa, pero hubo un tiempo en el que estudió algo, porque incluso sabía un poco de francés.
Su marido, Luk Juchniewicz, montaba, siempre que venía a casa, una especie de teatro en el que era imposible no tomar parte, de tan contagioso como era. Ya desde el carro empezaba a gritar, saludando con los brazos en alto; saltaba en tierra, corría, y los faldones de su guardapolvo o de su casaca revoloteaban tras él y, así, preparado para repartir abrazos, chillaba con voz de falsete: «¡Mamaíta! ¡Ay, ay! ¡Qué contento estoy de veros! ¡Por fin! ¡Ay, ay! ¡Cuánto tiempo sin vernos!… Y muá, muá y mm mm…» Pero lo mejor de todo era su cara: redonda, con un flequillo oscuro en la frente, se arrugaba por efecto de la cordialidad y la ternura; ninguna otra cara sería capaz de arrugarse de aquella manera. El bonazo de Luczek , correspondía la abuela Misia, medio ahogada y babeada, pero, a sus espaldas, sólo suspiraba con indulgencia: «Este Luczek, es un bonazo». En cambio, para la abuela Dilbin, Luk era un claro ejemplo de que el antiguo proverbio tenía en parte razón: a orillas del Issa sólo nacen locos o necios.
Aquel verano, cuando Tomás hacía su herbario (mendigó unas cartulinas a Pakienas), no acercarse a las abejas hubiera estado en desacuerdo con su honor de investigador de la naturaleza. Insistió, hasta que la tía se avino a llevarlo consigo al colmenar. Se vistió de manera que ninguna abeja pudiera introducirse en los pantalones largos que le prestó el abuelo, recogidos en los tobillos, en una vieja máscara de tela metálica oxidada y en unos guantes de goma. Las abejas, a las que se valora por su sabiduría y sobre las que fluye toda la poesía con sabor a miel, son totalmente distintas cuando se abre una colme na a cuando se las oye zumbar entre las ramas de un tilo. El fuerte olor, la fiebre, el hervidero enloquecido, la dureza de la ley… Sin duda, Ginie había preparado mal a Tomás para la vida en sociedad si le asustó tanto aquello, no sabía qué, innominado y sin piedad. Aquellos insectos se lanzaban para picar, le cubrían los guantes, con el cuerpo convulsivamente arqueado, vibraban y, silbando, se agarraban a la goma con las patitas: en realidad, todo aquello para, poco después, cometer el acto mortal y acabar agonizando en la hierba, entre impotentes convulsiones. La tía de Tomás trabajaba con tranquilidad, de vez en cuando se las quitaba de encima con un gesto negligente. Le advertía: «¡No hagas movimientos bruscos!» , pero a Tomás, más que el dolor, le impresionaba el infierno de la colmena, que le imponía su propio ritmo; no pudo soportarlo y echó a correr, las abejas seguían (en su zumbido, cuando persiguen, se oye el crimen), mientras Tomás chillaba y movía los brazos en todas direcciones; en una palabra, todo su deseo de realizar un acto útil terminaba en deshonra.
Las plantas le caían mejor porque son tranquilas. Algunas, según se las va conociendo mejor gracias al voluminoso
Herbario económico-técnico
, despiertan el deseo de procurarse un crisol y unos morteros, y hacerse una far macia, pues sus cualidades curativas son extremadamente atractivas. Casi se distinguen los distintos colores de las hierbas cocidas, que luego hay que pasar y colar, de los extractos que se obtienen al cubrirlas con alcohol, y de las mermeladas de raíces a las que se acostumbra a considerar inútiles. La imaginación crea una penumbra aromática, como ocurre en la despensa de la casa de Ginie. Pero To más prefirió entregarse por el momento al trabajo menos práctico de coleccionar especies.
Sentía predilección por las orquídeas silvestres. Hay en ellas la magia oculta de los seres que viven en el calor y la humedad, y traen a los países nórdicos la nostalgia del trópico. Su tallo, la verde carnosidad de su cuerpo, y, muy cerca de él, ocultando el candelabro de múltiples brazos, las flores que huelen suavemente a sustancia rancia y salvaje y obligan a olerlas con detenimiento hasta que el olor se vuelve concreto, como para facilitarnos la tarea de darle un nombre, cosa que jamás se consigue. Aparece en los prados junto al Issa en el mes de junio, cuando, entre el limpio brillo de la hierba, suben todavía los vapores del agua estancada en los huecos, llenos de cieno y restos de juncos. No es fácil hallar la orquídea punteada —pequeña columna de color lila claro, con pequeñas manchas de color morado oscuro— en el instante de la plenitud de su floración, porque muy pronto aparece sobre sus pétalos, aquí y allá, la herrumbre de la marchitez. Tomás se arrodillaba y, con el cortaplumas, hurgaba en la tierra negra (los cortaplumas, que desgraciadamente se perdían de vez en cuando, marcaban distintos momentos en su vida: después de uno con mango de madera, tenía ahora uno plano, de metal). Levantaba la tierra con cuida do para sacar el bulbo entero que se ramificaba como en unos dedos carnosos. De este bulbo emerge la orquídea para una corta cita con el sol y para seguir luego, allí abajo, hasta el año siguiente. Oprimida entre los cartones, la orquídea se volvía de un color marrón amarillento, y el bulbo quedaba aplastado adquiriendo extrañas formas.
Hay otra orquídea silvestre que es toda ligereza y claridad y, en los atardeceres de verano, luce con la blancura del narciso. Cuando la niebla nocturna que sube del río se extiende sobre un prado con orquídeas, éste parece lleno de pequeños fantasmas. Desgraciadamente, cuando se secan, pierden todo su encanto; sólo queda un esbelto dibujo de color marrón. Lo mismo ocurre con el aro. Llegó a la conclusión de que las plantas, que crecen en lugares secos, se conservan muy bien, casi no cambian, pero él se sentía atraído por la frondosa vegetación de los lugares húmedos. Incluso los insectos que se mueven en las arenas ardientes entre enmarañados tallos fibrosos, tienen un as pecto poco atractivo, van protegidos y sus movimientos son rápidos. ¡Qué distintos a los de la jungla sombría! El exceso de luz disminuye la existencia.
Entre las dunas, Tomás recogía verbascos, demasiado largos para caber en un herbario, que él doblaba en zigzag. Y naturalmente buscaba con especial interés aquellas flores que, según el libro, eran más raras. Precisamente por su rareza, apreciaba en particular el calderón (
Trollius
) que crecía entre los robles junto al cementerio; era una especie de ranúnculo grande, parecido a una rosa amarilla.
Ayudaba al abuelo a cuidar los arriates que se extendían a lo largo de la pared, a ambos lados de la terraza. Escardaba, trasplantaba y traía agua del estanque. Se bajaba a la pasarela por unos peldaños hechos de tepes sostenidos con tacos de madera. Había que pasar primero por la portezuela (nadie sabe por qué estaba allí) de la pequeña empalizada, invisible bajo el lúpulo y la centinodia. Sumergía la regadera en una capa de lentejas acuáticas, y las ranas verdes, que al verle habían saltado al agua asustadas, se quedaban inmóviles junto a los palos que flotaban en el centro. Luego, volvía con la regadera llena, jadeando un poco porque estaba lejos, y contemplaba al abuelo mientras regaba, pensando en cuánto le duraría el agua. Al atardecer, olían fuertemente las menudas estrellitas de color gris azulado de la matiola, que bordeaban los dos parterres. El abuelo cultivaba sobre todo alhelí—sus flores adquieren las profundas tonalidades del terciopelo— y
asters
, que florecen hasta bien entrado el otoño, cuando comienza a cubrirlos la escarcha.
La reseda parece insignificante y no es especialmente bonita, pero Tomás la colocaba entre sus preferencias, porque, al igual que la orquídea silvestre, despierta el deseo de adentrarse en su olor y es lástima que sea tan pequeña: una reseda del tamaño de una col sería una maravilla aromática.
Como la abuela Misia consideraba que la enfermedad forma parte de aquellos males que no pueden sucederle a una persona normal, nadie aprovechaba las cualidades curativas del mundo vegetal. Aunque a la antigua despensa se la seguía llamando la botica , nadie guardaba medicinas en sus cajoncitos, excepto unas flores de árnica, para aliviar los golpes, y frambuesas secas, que el abuelo tomaba en infusión para sudar cuando estaba resfriado. Tomás, quien a menudo comparecía lleno de golpes y rasguños, sabía que el mejor remedio eran las hojas de la abuela; aplicaba una de ellas sobre la herida y lo cubría todo con un trozo de tela. Si no se curaba, Antonina ensalivaba un trocito de pan y lo amasaba con telarañas: esto siempre daba buen resultado. La abuela Dilbin introdujo el uso del yo do, pero a Tomás no le gustaba porque escocía.
Las aficiones botánicas de Tomás no duraron más allá de una temporada. El herbario, concebido para convertirse en una obra monumental sobre la flora, adquiría siempre menos ejemplares nuevos, y las cartulinas suplementarias resultaron inútiles. Su atención había empezado a desviarse hacia los pájaros y los animales, hasta que se olvidó de todo lo demás. El cambio se produjo gracias a tía Helena, aunque es difícil precisar si su papel habría de reducirse al cumplimiento de los destinos del sobrino. Además, quien importa ahora no es tía Helana, sino el señor Romualdo.
Romualdo Bukowski, en camisa y calzoncillos, terminó por la tarde de segar el trébol, dejó la guadaña junto a la cuneta y fue a bajar al riachuelo. Descansó unos minutos, se desnudó y, con el agua hasta la rodilla, se lavó a conciencia; al inclinarse, le colgaba, bamboleando, el cordoncito negro con la medalla. Se enjabonó con satis facción la barriga hundida y los muslos: aún no se sentía viejo. Volvió a ponerse la ropa sobre el cuerpo mojado y se dirigió hacia su casa, a través del huerto, con la guadaña al hombro. Barbarka, que traía una vasija llena de leche cuajada de la fresquera, le propinó un codazo debajo de las costillas: en público, no se permitían estas familiaridades. El le correspondió con una sonora palmada en el trasero, a lo que ella se puso a chillar diciendo que le haría tirar la leche.
Los perros ladraban en el corral, y, como se sentía de buen humor, Romualdo fue a buscar el cuerno de caza que colgaba de la pared, debajo de la escopeta y las fustas, cuya empuñadura terminaba en una pezuña de cierva. Volvió a la terraza con el cuerno y sopló: los perros comenzaron a gemir y llorar, reclamando libertad y cacerías. Luego, ya en su alcoba de solterón, abrió un cofre y se afeitó ante un espejito (tenía la barba dura y oscura) y se peinó el bigote. Su rostro enjuto estaba quemado por el sol, y unos hilitos blancos asomaban en el negro bigote, pero eso no le importaba.