El valle de los leones (51 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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Jane siguió las órdenes que acababa de darle sin pensar, como un autómata. Caminó hasta el extremo del desfiladero, extendiendo el cable. Al principio lo ocultó detrás de una fila de arbustos bajos, después lo tendió sobre el lecho del arroyo. Chantal dormía en el cabestrillo, meciéndose suavemente a medida que Jane caminaba, y le dejaba los dos brazos libres.

Después de un minuto, miró hacia atrás. Ellis colocaba el TNT dentro de la fisura de una roca. Jane siempre había creído que los explosivos estallaban espontáneamente si uno los trataba con descuido; obviamente ése era un concepto equivocado.

Siguió caminando hasta que sintió el cable tenso en la mano, y entonces se volvió. Ellis escalaba la pared del desfiladero, sin duda buscando la mejor posición para poder observar a los rusos cuando se introdujeran en la trampa.

Se sentó junto al arroyo. El pequeño cuerpecito de Chantal descansaba en su regazo liberando de su peso la espalda de Jane. Las palabras de Ellis seguían resonando en su cabeza: Si hacemos esto en el momento justo, es posible que los matemos a todos. ¿Podrá dar resultado? —se preguntó—. ¿Morirán todos?

En ese caso, ¿que harían los demás rusos? La mente de Jane empezó a aclararse y consideró las posibles consecuencias. En el término de una hora o dos alguien notaría que esa patrulla hacía rato que no se comunicaba con ellos y tratarían de llamarlos por radio. Al no poder obtener respuesta, supondrían que se encontraban en un desfiladero profundo, o que se les había estropeado la radio. Después de otro par de horas sin contacto, enviarían un helicóptero en su busca, presuponiendo que el oficial al mando tendría el sentido común necesario para encender una fogata o tomar alguna otra medida para ser claramente visibles desde el aire. Cuando también eso fracasara, la gente del cuartel general empezaría a preocuparse. En algún momento tendrían que enviar otra patrulla para buscar a la perdida. Y el nuevo grupo tendría que recorrer el mismo camino que el anterior. Decididamente no completaría el trayecto durante el día, y les resultaría imposible buscarlos por la noche. Cuando por fin encontraran los cadáveres, Ellis y Jane les habrían sacado por lo menos un día y medio de ventaja, posiblemente más. Tal vez sea bastante, pensó Jane; para entonces ellos habrían pasado por tantos desvíos, valles laterales y rutas alternativas, que sería imposible seguirles el rastro. Me pregunto —pensó con cansancio—, me pregunto si esto podrá ser el final. ¡Ojalá se dieran prisa esos soldados! No soporto la espera. ¡Tengo tanto miedo!

Podía ver a Ellis con claridad: se arrastraba sobre pies y manos a lo largo de la parte superior del risco. También divisaba a la patrulla, que marchaba por el valle. Aún a esa distancia se los notaba sucios, y por sus hombros caídos y la forma en que arrastraban los pies era evidente que estaban cansados y desalentados. Todavía no la habían visto; ella se confundía con el paisaje.

Ellis se agazapó detrás de una roca y desde allí espió a los soldados que se acercaban. Era visible desde donde estaba Jane, pero se encontraba oculto de las miradas de los rusos. En cambio él veía con claridad el lugar donde acababa de colocar los explosivos.

Los soldados llegaron a la entrada del desfiladero y empezaron el descenso. Uno de ellos montaba a caballo y tenía bigote: presumiblemente se trataba de un oficial. Otro tenía puesto un gorro chitralí. Ese es Halam —pensó Jane—, el traidor. Después de lo que había hecho Jean-Pierre, la traición le parecía un crimen imperdonable. Había otros cinco más y todos tenían el pelo muy corto, cubierto por gorras de uniforme, y sus rostros eran juveniles y bien afeitados. Dos hombres y cinco muchachos, pensó ella.

Observó a Ellis. En cualquier momento le haría la señal convenida. Le empezó a doler el cuello por la tensión de mirar permanentemente hacia arriba. Los soldados todavía no la habían visto: tenía la atención fija en el terreno rocoso y desigual. Por fin Ellis se volvió hacia ella y en un ademán lento y deliberado, alzó ambas manos por encima de su cabeza.

Jane volvió a mirar a los soldados. Uno de ellos estiró el brazo y tomó la bridas del caballo para ayudarlo a caminar sobre el terreno desigual. Jane sostenía en la mano izquierda el artefacto parecido a una jeringa, y con la derecha apretaba la anilla de la que debía tirar. Un solo tirón haría detonar el TNT y desmoronaría el risco sobre sus perseguidores. Cinco muchachos —pensó—. Que entraron en el ejército porque eran pobres o tontos, o ambas cosas, o tal vez porque fueron reclutados. Obligados a vivir en un país frío y poco hospitalario, donde la gente los odia. A quienes se ordena cruzar un desierto montañoso y helado. Enterrados por un deslizamiento de tierra y de rocas, las cabezas destrozadas, los pulmones ahogados por la tierra, las columnas vertebrales rotas y los pechos hundidos, gritando, sofocándose y sangrando hasta morir en medio del terror y de dolores espantosos. Cinco cartas que serían dirigidas a orgullosos padres y ansiosas madres: lamentamos informar, muerto en acción, histórica lucha contra las fuerzas de la reacción, acto de heroísmo, medalla póstuma, profundas condolencias. ¡Profundas condolencias! El desprecio de la madre ante esas palabras, tan cuidadosamente elegidas, al recordar el momento en que dio a luz a su hijo en medio del dolor y del miedo, en que lo alimentó en las épocas fáciles y difíciles, en que le enseñó a caminar erguido, a lavarse las manos y a deletrear su nombre, en que lo envió a la escuela; al recordar cómo lo observó crecer y crecer hasta que fue casi tan alto como ella y después aún más alto, hasta que estuvo en condiciones de ganarse la vida y de casarse con una muchacha sana, fundar una familia propia y darle nietos. La angustia de la madre al darse cuenta de que todo eso, todo lo que había hecho, el dolor, el trabajo y las preocupaciones había sido en balde: ese milagro, su hombre-niño acababa de ser destruido por hombres bravucones en una guerra estúpida e inútil. La sensación de pérdida.

Jane oyó gritar a Ellis. Levantó la mirada. Estaba de pie, ya no le importaba que lo vieran, le hacía gestos con la mano y gritaba:

—¡Hazlo ahora! ¡Hazlo ya!

Con todo cuidado, ella depositó el detonador en el suelo junto al arroyo caudaloso.

Los soldados ya los habían visto a ambos. Dos de ellos empezaron a subir por el muro del desfiladero, dirigiéndose al lugar donde se encontraba Ellis. Los demás rodearon a Jane, apuntándola a ella y a su hijita con sus rifles, con aspecto de sentirse tontos y avergonzados. Ella los ignoró y observó a Ellis, que bajaba por el muro del desfiladero. Los hombres que subían dirigiéndose hacia él, se detuvieron y esperaron para ver qué iba a hacer.

Ellis llegó al terreno llano y caminó lentamente hacia Jane. Se plantó frente a ella.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué no lo hiciste?

Porque son tan jóvenes —pensó ella—; porque son jóvenes e inocentes y no quieren matarme. Porque habría sido un asesinato.

Pero sobre todo.

—Porque tienen madres —contestó.

Jean-Pierre abrió los ojos. La figura rolliza de Anatoly estaba agazapada junto al lecho de campaña. A espaldas de Anatoly, el sol brillante se filtraba por la abertura de la tienda. Jean-Pierre tuvo un momento de pánico, sin saber por qué había dormido hasta tan tarde ni qué se habría perdido; después, como en un relámpago, recordó los acontecimientos de la noche anterior.

Anatoly y él habían acampado en la entrada del paso de Kantiwar. Fueron despertados alrededor de las ocho y media de la madrugada por el capitán a cargo de la patrulla de búsqueda, quien a su vez había sido despertado por el centinela. El capitán informó que acababa de llegar vacilante al campamento un joven afgano llamado Halam. Utilizando una mezcla de pashto, inglés y ruso, Halam declaró que había sido el guía de los norteamericanos prófugos, pero que lo habían insultado hasta el punto que decidió abandonarlos. Cuando se le preguntó dónde se encontraban los norteamericanos en ese momento, se ofreció a conducir a los rusos a la choza de piedra donde en esos momentos dormía la pareja sin sospechar lo que sucedía.

Jean-Pierre insistió en que debían subir a un helicóptero y partir de inmediato. Anatoly fue más circunspecto.

—En Mongolia tenemos un dicho: Que no se te endurezca el pene hasta que la puta abra las piernas —recitó—. Halam puede estar mintiendo. Pero aún en el caso de que diga la verdad, es posible que no pueda encontrar la choza, sobre todo de noche y desde el aire. Y aunque la encuentre, pueden haberse ido.

—Entonces, ¿qué crees que debemos hacer?

—Enviar una patrulla de avanzada: un capitán, cinco soldados y un caballo, acompañados por este Halam, por supuesto. Pueden partir inmediatamente. Y nosotros descansaremos hasta que ellos hayan encontrado a los prófugos.

Su cautela resultó acertada. A las tres y media de la madrugada, la patrulla de avanzada se comunicó con ellos por radio para informar que la choza estaba desierta. Sin embargo, agregaron que había un fuego todavía encendido, así que era probable que Halam dijera la verdad.

Anatoly y Jean-Pierre dedujeron que sin duda Ellis y Jane, despertaron en plena noche y al descubrir la ausencia de Halam, decidieron huir. Anatoly ordenó a la patrulla que los siguiera, confiando en que Halam les indicaría la ruta más probable.

Llegado a ese punto, Jean-Pierre volvió a acostarse y cayó en un sueño pesado, motivo por el que no se despertó al amanecer. En ese momento miró confuso a Anatoly y preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las ocho. Y los hemos apresado.

El corazón de Jean-Pierre le dio un salto dentro del pecho, pero en seguida recordó que ya había tenido antes esa misma sensación, sólo para sentirse frustrado después.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—En cuanto te pongas los pantalones podemos ir a constatarlo.

Fue prácticamente así de rápido. justo antes de que partieran llegó un helicóptero de abastecimiento y Anatoly juzgó que era prudente perder algunos minutos mientras les llenaban los tanques, así que Jean-Pierre se vio obligado a contener un poco más la impaciencia que lo consumía.

Despegaron algunos instantes después. Jean-Pierre observó el paisaje por la puerta abierta. Mientras se elevaron por encima de las montañas se dio cuenta de que ése era el territorio más inhóspito, gris y duro que había visto en Afganistán. ¿Había Jane realmente cruzado ese paisaje lunar desierto, cruel y gélido con un bebé en brazos? Debe de odiarme muchísimo para haber sido capaz de sufrir tanto con tal de alejarse de mí —pensó Jean-Pierre—. Pero ahora se enterará de que todo fue en vano. Me pertenece para siempre.

Pero, ¿la habrían capturado? Le aterrorizaba la posibilidad de sufrir otra desilusión. ¿Cuando aterrizaran descubriría que la patrulla de avanzada había capturado a otra pareja de hippies, o a dos alpinistas fanáticos o hasta a una pareja de nómadas con un aspecto vagamente europeo?

Cuando lo sobrevolaron, Anatoly le señaló el paso de Kantiwar. —Por lo visto perdieron el caballo —agregó, gritando junto a la oreja de Jean-Pierre para que lo oyera por encima del ruido de los motores y el aullido del viento. Jean-Pierre distinguió la figura de un caballo muerto en la nieve. Se preguntó si sería Maggie. De alguna manera esperaba que fuesen los restos de esa bestia testaruda.

Volaron a lo largo del valle de Kantiwar, observando cuidadosamente el terreno, en busca de la patrulla de avanzada. Al rato vieron humo: alguien había encendido una fogata para guiarlos. Descendieron en dirección a un terreno plano junto a la entrada de un desfiladero. Jean-Pierre escrutó el lugar a medida que iban bajando: vio a tres o cuatro soldados de uniforme, pero no consiguió identificar a Jane.

El helicóptero aterrizó. Jean-Pierre tenía el corazón en la boca. Saltó a tierra, presa de una enfermiza sensación de tensión. Anatoly también descendió de un salto. El capitán los condujo al desfiladero.

Y allí estaban.

Jean-Pierre se sintió como alguien que había sido torturado y que ahora tenía al torturador en su poder. Jane estaba sentada en el suelo junto a un pequeño arroyo, con Chantal en el regazo. Ellis permanecía de pie detrás de ella. Los dos parecían extenuados, vencidos y desmoralizados. Jean-Pierre se detuvo.

—Ven acá —ordenó a Jane.

Ella se puso en pie y se le acercó. El notó que llevaba a Chantal en una especie de cabestrillo que colgaba de su cuello y que le dejaba libres ambas manos. Ellis empezó a seguirla.

—¡Tú no! —ordenó Jean-Pierre.

Y Ellis se detuvo.

Jane se quedó de pie frente a Jean-Pierre y levantó la vista para mirarlo. El levantó la mano derecha y le pegó una bofetada en la mejilla con todas sus fuerzas. Fue la bofetada más satisfactoria que había pegado en su vida. Ella giró sobre sí misma y retrocedió trastabillando, hasta el punto de que él pensó que caería; pero consiguió recuperar el equilibrio y se quedó mirándolo fijo con aire desafiante, mientras lágrimas de dolor le mojaban el rostro. Por encima del hombro de Jane, Jean-Pierre vio que de repente Ellis daba un paso adelante y que después se contenía. Jean-Pierre se sintió un poco frustrado: si Ellis hubiera intentado hacerle algo, los soldados se le hubieran abalanzado y le habrían propinado una paliza. No importaba: muy pronto recibiría su dosis de azotes.

Jean-Pierre alzó la mano para volver a pegarle a Jane. Ella hizo una mueca de dolor a la vez que cubría a Chantal protectoramente con sus brazos. Jean-Pierre cambió de idea.

—Ya habrá tiempo para eso más adelante —dijo, bajando la mano—. Tiempo más que suficiente.

Jean-Pierre giró sobre sus talones y volvió caminando al helicóptero. Jane miró a Chantal. La pequeña le devolvió la mirada, despierta pero no hambrienta. Jane la abrazó como si fuera la chiquilla quien necesitara consuelo. De alguna manera, a pesar de que la cara todavía le ardía de dolor y de humillación, se alegraba de que Jean-Pierre le hubiera pegado. Ese golpe fue como un decreto absoluto de divorcio: significaba que su matrimonio había terminado definitiva y oficialmente y que ella ya no tenía más responsabilidades con él. En cambio si él hubiera llorado, le hubiera pedido perdón, o le hubiese suplicado que no lo odiara por lo que había hecho, ella se habría sentido culpable. Pero la bofetada terminó con todo eso. Ya no le quedaba ningún sentimiento hacia él: ni una pizca de amor, ni de respeto, ni siquiera de compasión. Pensó que era una ironía que se sintiera tan completamente liberada, justamente en el momento en que él, por fin, había logrado capturarla.

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