El valle de los caballos (74 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
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Oyó un silbido lejano, agudo y penetrante, y de repente la yegua dio media vuelta cerrada y regresó a galope.

–¡Siéntate! –le gritó Ayla a Jondalar mientras se acercaban. Cuando la yegua fue reduciendo el paso al acercarse a la mujer, Jondalar obedeció, irguiéndose: Whinney se detuvo junto a la roca.

Temblaba un poco al bajar del caballo, pero los ojos le relucían de excitación. Ayla acarició los flancos sudorosos de la yegua y la siguió más despacio cuando Whinney se fue al trote hacia la playa al pie de la cueva.

–¿Sabes que el potro se ha mantenido a su lado todo el tiempo? ¡Qué caballo de carreras!

Por la manera de decirlo, Ayla intuyó que la palabra encerraba algo más de lo que significaba.

–¿Cómo?, ¿«caballo de carreras»?

–En las Reuniones de Verano hay concursos de todo tipo, pero los más excitantes son las carreras, en las que compiten los que corren –explicó–. A éstos se les llama corredores, y la palabra sirve para designar a cualquiera que se esfuerza por ganar o intenta alcanzar alguna meta. Es una palabra de aprobación y de ánimo..., de halago.

–El potro es un corredor; le gusta correr.

Siguieron avanzando en silencio, un silencio cada vez más pesado.

–¿Por qué gritaste que me sentara? –preguntó finalmente Jondalar, tratando de romperlo–. Creí que me habías dicho que no sabías cómo le indicabas a Whinney lo que querías. Se detuvo en cuanto me enderecé.

–Nunca lo había pensado anteriormente, pero al verte llegar, pensé de repente: «Siéntate». No supe decírtelo al principio, pero cuando tenías que detenerte, me di cuenta.

–Entonces le das señales al caballo. Cierto tipo de señales. Me pregunto si el potro podría aprender señales –dijo en tono meditativo.

Llegaron a la muralla que se extendía hacia el agua y la rodearon para encontrarse con el espectáculo de Whinney revolcándose en el lodo del río para refrescarse, gruñendo de placer. Y junto a ella estaba el potro con las patas al aire. Jondalar, sonriendo, se detuvo para mirarlos, pero Ayla siguió adelante, cabizbaja. La alcanzó cuando empezaba a subir el sendero.

–Ayla... –la joven se volvió, y entonces no supo qué decirle–. Yo..., yo, bueno..., quiero darte las gracias.

Seguía siendo una palabra que le costaba entender. No había nada similar en el Clan. Los miembros de cada pequeño clan dependían tanto unos de otros para la supervivencia, que la asistencia mutua era un modo de vida. No se daban las gracias como tampoco un bebé agradecería los cuidados de su madre ni una madre lo esperaría. Los favores o dádivas especiales imponían la obligación de devolverlos de la misma manera, y no siempre se recibían con agrado.

Lo que más se aproximaba en el Clan a dar las gracias era una forma de agradecimiento de alguien de posición inferior hacia alguien de rango más elevado, generalmente de la mujer hacia el hombre, por una concesión. Le pareció que Jondalar estaba tratando de decirle que le agradecía haberle permitido cabalgar a Whinney.

–Jondalar, Whinney te permitió montar sobre su lomo. ¿Por qué me das las gracias a mí?

–Me ayudaste a montarla, Ayla. Y, además, tengo muchas otras cosas que agradecerte. ¡Has hecho tanto por mí, me has cuidado!

–¿Dará el potro las gracias a Whinney porque lo cuida? Tú estabas herido, yo te cuidé. ¿Por qué... «gracias»?

–Pero me salvaste la vida.

–Soy una mujer que cura, Jondalar –trató de pensar cómo podría explicar que cuando alguien le salvaba la vida a otra persona, una parte del espíritu de vida le correspondía y, por lo tanto, la obligación de proteger a esa persona a cambio; el resultado era que ambos se volvían más parientes que si fueran hermanos. Pero ella era curandera, y parte del espíritu de cada uno del Clan le había sido entregado con el trozo de bióxido de manganeso negro que llevaba en su amuleto. Nadie estaba obligado a darle más–. No es necesario decir gracias –afirmó.

–Ya sé que no es necesario. Sé que eres una Mujer que Cura, pero para mí es importante que sepas cómo me siento. La gente se da las gracias por haber recibido ayuda. Es cortesía, una costumbre.

Subían por el sendero en fila india. Ella no le contestó, pero ese comentario le hizo recordar cuando Creb le explicaba que es descortés mirar, más allá de las piedras que limitaban los hogares, al hogar de otro hombre. Le costó más aprender las costumbres del Clan que su lenguaje. Jondalar estaba diciendo que entre su gente era normal expresar gratitud, era una cortesía, pero eso la confundió más aún.

¿Por qué iba a querer expresar agradecimiento cuando acababa de avergonzarla? Si un hombre del Clan le hubiese demostrado tanto desprecio, ella dejaría de existir para él. También sus costumbres iban a ser difíciles de aprender, pero eso no reducía la humillación que experimentaba.

Él trató de superar la barrera que se había levantado entre ambos, y la detuvo antes de que entrara en la cueva.

–Ayla, lamento haberte ofendido sin pretenderlo.

–¿Ofendido? No entiendo esa palabra.

–Creo que te he hecho enojar, que te sientes mal.

–No enojar, pero sí me has hecho sentirme mal.

Que lo admitiera le sobresaltó.

–Lo siento –dijo.

–Lo siento. Eso es cortesía, ¿verdad?, ¿costumbre? Jondalar, ¿de qué sirven palabras como lo siento? Eso no cambia nada, no me hace sentir mejor.

Él se pasó la mano por el cabello. Tenía razón. Lo que hubiera hecho –y creía saber qué era– no se arreglaba con sentirlo. Tampoco servía de nada que hubiera rehuido la cuestión, sin enfrentarla directamente, por miedo a que eso le causara mayor embarazo.

Ayla entró en la cueva, se quitó el canasto y atizó el fuego para preparar la cena. Él la siguió, puso su canasto al lado del de ella y llevó una estera junto al fuego para sentarse y observarla.

Ella estaba empleando algunas de las herramientas que él le había dado después de cortar la carne del ciervo; le agradaban, pero para ciertas tareas todavía prefería utilizar el cuchillo de mano al que estaba acostumbrada. Él consideraba que Ayla manejaba el tosco cuchillo, hecho con un trozo de pedernal y mucho más pesado que los que él hacía, con tanta habilidad como cualquiera de las personas que él conocía manejaba los cuchillos más pequeños, finos y con mango. Su mente de elaborador de herramientas de pedernal estaba juzgando, calibrando, comparando los méritos de cada tipo. «No es tanto que uno sea más fácil de usar que el otro», pensó. «Cualquier cuchillo afilado cortará, pero qué cantidad de pedernal habría que gastar para hacer herramientas para todos. Sólo transportar la piedra sería un problema.»

Ayla se ponía nerviosa al tenerle allí sentado, observándola tan de cerca. Finalmente se levantó en busca de algo de manzanilla para hacer una infusión, con la esperanza de que él dejara de contemplarla y calmarse. Su actitud sirvió para que Jondalar comprendiera lo absurdo de empeñarse en eludir el problema. Hizo acopio de fortaleza y decidió afrontar la cuestión sin ambages.

–Tienes razón, Ayla. Decir que lo siento no significa gran cosa, pero no sé qué otra cosa decir. No sé lo que he podido hacer para ofenderte. Por favor, dímelo: ¿por qué te sientes mal?

«Debe de estar diciendo otra vez palabras que no son verdad», pensó Ayla. «¿Cómo no va a saberlo?» Pero parecía confuso. Bajó la mirada, deseando que no hubiera preguntado. Ya era bastante malo tener que sufrir semejante humillación para, encima, tener que comentarla. Pero él había preguntado.

–Me siento mal porque..., porque no soy aceptable –lo dijo con las manos en el regazo, sosteniendo su taza.

–¿Qué quieres decir con eso de que no eres aceptable? No comprendo.

¿Por qué hacía aquellas preguntas? ¿Acaso trataba de que se sintiera peor? Ayla levantó la mirada hacia él: estaba inclinada hacia delante, y en su postura y sus ojos se leía sinceridad y ansiedad.

–Ningún hombre del Clan aliviaría su necesidad si hubiera una mujer aceptable cerca –y se ruborizó al citar el fallo cometido y se miró las manos–. Estabas lleno de necesidad, pero te apartaste de mí corriendo. ¿No debo sentirme mal si no soy aceptable para ti?

–¿Estás diciendo que te sientes ofendida porque yo no...? –se echó hacia atrás y elevó los ojos al cielo–. «¡Oh, Doni! ¿Cómo puedes ser tan estúpido, Jondalar?» –preguntó a la cueva en general.

Ella alzó de nuevo la mirada, sobresaltada.

–Yo creí que no querías que te molestara, Ayla. Me esforzaba por respetar tus deseos. Te deseaba tanto que no podía aguantarlo, pero en cuanto te tocaba te ponías muy rígida. ¿Cómo puedes pensar siquiera que un hombre podría no considerarte aceptable?

Una oleada de comprensión la inundó, eliminando la punzante angustia de su corazón. ¡La deseaba! ¡Él creía que ella no le deseaba! Otra vez las costumbres, costumbres diferentes.

–Jondalar, sólo tenías que hacer la señal. ¿Qué importa si yo quería o no?

–Claro que importa lo que tú quieres. ¿No...? –y de repente se ruborizó–. ¿No me deseas? –había indecisión en sus ojos, y el temor a verse rechazado. Ella conocía ese sentimiento. La sorprendió verlo en un hombre, pero eso acabó con cualquier resto de duda que pudiera haber albergado, y le produjo calor y ternura.

–Yo te deseo, Jondalar, te deseé la primera vez que te vi. Cuando estabas tan herido que no sabía si sobrevivirías, te miraba y sentía... Dentro de mí crecía ese sentimiento. Pero nunca me hiciste la señal... –volvió a bajar la mirada. Había dicho más de lo que hubiera querido. Las mujeres del Clan eran más sutiles en sus gestos incitantes.

–Y todo el tiempo yo estaba pensando... ¿Qué es esa señal de la que hablas?

–En el Clan, cuando un hombre desea una mujer, hace la señal.

–¿Cuál es?

Ayla hizo el gesto y se ruborizó; las mujeres no solían hacer ese gesto.

–¿Eso es todo? ¿Hago solamente eso? Y entonces, ¿tú qué haces? –estaba algo asombrado al ver que ella se levantaba, se arrodillaba y se le ofrecía.

–¿Quieres decir que un hombre hace eso y la mujer lo otro, y ya está? ¿Están dispuestos?

–Un hombre no hace la señal si no está dispuesto. ¿No estabas tú dispuesto esta tarde?

Ahora le tocó ruborizarse a él. Se le había olvidado lo dispuesto que estaba, lo que hizo para no arrojarse sobre ella y poseerla. Habría dado cualquier cosa entonces por saber hacer la señal.

–¿Y si una mujer no lo desea? ¿O si no está dispuesta?

–Si un hombre hace la señal, la mujer debe ponerse en posición –pensó en Broud y su rostro se nubló al recordar el dolor y la degradación.

–¿En cualquier momento, Ayla? –vio el sufrimiento y se preguntó cuál sería el motivo–. ¿Incluso la primera vez? –Ayla asintió con la cabeza–. ¿Así te ocurrió a ti? ¿Algún hombre te hizo la señal sin más ni más? –Ayla cerró los ojos, tragó saliva y asintió.

Jondalar estaba horrorizado, indignado.

–¿Quieres decir que no hubo Primeros Ritos? ¿Nadie que observara para asegurarse de que no te hiciesen demasiado daño? ¿Qué clase de gente es ésa? ¿No les importa la primera vez de una joven? ¿Simplemente dejan que un hombre en celo la tome, un hombre cualquiera? ¿Que la obligue, ya esté dispuesta o no? ¿Ya le duela o no? –se había puesto en pie y caminaba de un lado para otro, furioso–. ¡Es cruel! ¡Es inhumano! ¿Cómo es posible que permitan semejante cosa? ¿No tienen compasión? ¿Es que no les importa?

Su estallido fue tan inesperado que Ayla se quedó mirándole con los ojos muy abiertos, mientras él se abandonaba a un desahogo de ira justiciera. Pero a medida que sus palabras se iban volviendo más ofensivas, comenzó a menear la cabeza, negando sus afirmaciones.

–No –dijo finalmente, expresando su desacuerdo con él–. No es cierto, Jondalar. ¡Les importa! Iza me encontró..., me cuidó. Me adoptaron y me hicieron formar parte del Clan, aunque había nacido de los Otros. No tenían por qué recogerme.

»Creb no comprendía que Broud me lastimaba, porque nunca tuvo compañera. No conocía ese aspecto de las mujeres, y Broud estaba en su derecho. Y cuando quedé embarazada, Iza me cuidó; cayó enferma buscándome medicinas para que no perdiera a mi hijo. Sin ella, me habría muerto al nacer Durc. Y Brun le aceptó, aun cuando todos creían que era deforme. Pero no lo era. Es fuerte y saludable...» –Ayla se interrumpió al ver que Jondalar la miraba fijamente.

–¿Tienes un hijo? ¿Dónde está?

Ayla no había hablado de su hijo. Incluso al cabo de tanto tiempo era doloroso hablar de él. Sabía que al mencionarlo, provocaría preguntas, aunque de todos modos habría tenido que decirlo algún día.

–Sí, tengo un hijo. Sigue en el Clan. Se lo di a Uba cuando Broud me obligó a marcharme.

–¿Te obligó a marcharte? –volvió a sentarse. De modo que tenía un hijo. No se había equivocado al sospechar que había estado embarazada–. ¿Cómo es posible obligar a una mujer a abandonar a su hijo? ¿Quién es ese... Broud?

¿Cómo explicárselo? Cerró los ojos un instante.

–Es el jefe. El jefe era Brun cuando me encontraron. El permitió que Creb me hiciera del Clan, pero estaba envejeciendo, de manera que hizo jefe a Broud. Broud me ha odiado siempre, hasta cuando era una niña pequeña.

–Es el que te lastimó, ¿verdad?

–Iza me habló de la señal cuando me hice mujer, pero decía que los hombres aliviaban su necesidad con mujeres que les gustaban. Broud lo hizo porque le encantaba saber que podía hacerme algo que yo odiara. Pero creo que fue mi tótem quien le incitó a hacerlo. El espíritu del León Cavernario sabía cuánto deseaba yo un hijo.

–¿Qué tiene que ver ese Broud con tu bebé? La Gran Madre Tierra bendice cuando escoge. ¿Era tu hijo de su espíritu?

–Creb decía que los espíritus hacen niños. Decía que una mujer tragaba el espíritu del tótem de un hombre. Si era lo suficientemente fuerte, dominaría al espíritu del tótem de ella, le quitaría su fuerza vital, iniciando una nueva vida que crecería dentro de ella.

–Curiosa manera de ver las cosas. Es la Madre quien escoge el espíritu del hombre para mezclarlo con el de la mujer cuando bendice a esa mujer.

–Yo no creo que los espíritus hagan hijos. No espíritus de totems ni espíritus mezclados por tu Gran Madre. Creo que la vida comienza cuando el órgano de un hombre está lleno y lo introduce en una mujer. Creo que por eso tienen los hombres necesidades tan fuertes, y por eso las mujeres desean tanto a los hombres.

–Eso no puede ser, Ayla. ¿No sabes cuántas veces puede meter el hombre su virilidad en una mujer? Una mujer no podría tener tantos hijos. Un hombre hace a la mujer con la Dádiva del Placer que otorga la Madre; la abre para que los espíritus puedan entrar. Pero la Dádiva más sagrada de la Madre, la Dádiva de Vida, sólo se otorga a las mujeres. Ellas reciben los espíritus y crean vida y se convierten en madres como Ella. Si un hombre La honra, aprecia Sus Dádivas y se compromete a cuidar de una mujer y sus hijos. Doni puede escoger su espíritu para los hijos de su hogar.

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