El valle de los caballos (75 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
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–¿Qué es la Dádiva del Placer?

–¡Es cierto! No has sabido nunca lo que son los Placeres, ¿verdad? –preguntó, más pasmado cuanto más consideraba la idea–. No me extraña que no supieras cuando yo... Eres una mujer que ha tenido la bendición de un hijo sin haber tenido siquiera los Primeros Ritos. Tu Clan debe de ser muy insólito. Toda la gente que conocí durante mi viaje sabía de la Madre y Sus Dádivas. La Dádiva del Placer es cuando un hombre y una mujer sienten que se desean y se entregan el uno al otro.

–Es cuando un hombre está lleno y tiene que aliviar sus necesidades con una mujer, ¿verdad? –dijo Ayla–. Es cuando pone su órgano en el lugar por donde salen los bebés. ¿Eso es la Dádiva del Placer?

–Es eso, pero es muchísimo más.

–Tal vez, pero a mí me dijeron todos que nunca tendría un hijo porque mi tótem era demasiado fuerte. Todos se sorprendieron. Y no era deforme. Sólo se parecía un poco a mí y un poco a ellos. Pero sólo quedé embarazada después de que Broud me hiciera la señal una y otra vez. Nadie más me quiso..., soy demasiado alta y fea. Incluso en la Reunión del Clan, no hubo un solo hombre que quisiera tomarme, aunque yo adquirí la categoría de Iza cuando me aceptaron como hija suya.

Algo en aquella historia comenzó a molestar a Jondalar, algo que no conseguía captar plenamente pero que sentía.

–Has dicho que la curandera te encontró. ¿Cómo se llamaba? ¿Iza? ¿Dónde te encontró? ¿De dónde venías?

–No lo sé. Iza dijo que yo había nacido de los Otros, otras personas como yo. Como tú, Jondalar. No recuerdo nada antes de vivir con el Clan..., ni siquiera recordaba el rostro de mi madre. Tú eres el único hombre que he visto parecido a mí.

Jondalar comenzaba a sentir algo raro en la boca del estómago mientras escuchaba.

–Supe de un hombre de los Otros; me lo contó una mujer en la Reunión del Clan. Me hizo temerlos hasta que te encontré a ti. Ella tenía un bebé, una niña que se parecía tanto a Durc que podría haber sido hija mía. Oda quería arreglar un apareamiento entre su hija y mi hijo. Decían que también su bebé era deforme, pero creo que aquel hombre de los Otros inició su bebé al forzarla a aliviar sus necesidades.

–¿El hombre la forzó?

–Y también mató a su primogénita. Oda estaba con otras dos mujeres, y llegaron muchos de los Otros, pero no hicieron la señal. Cuando uno de ellos la agarró, la hijita de Oda cayó de cabeza sobre una roca.

De repente Jondalar recordó la pandilla de jóvenes de una Caverna muy al oeste. Quiso rechazar las conclusiones que comenzaba a sacar. Sin embargo, si lo hacía una pandilla de jóvenes, ¿por qué no habrían de actuar igual otros jóvenes?

–Ayla, sigues diciendo que no eres como los del Clan. ¿En qué son ellos diferentes?

–Son más bajos..., por eso me sorprendí tanto al verte de pie. Yo he sido siempre más alta que todos, incluso que los hombres. Por eso no me querían, soy demasiado alta y demasiado fea.

–¿Y qué más? –no quería preguntar, pero su ansiedad por saber era más fuerte que él.

–El color de sus ojos es oscuro. Iza creía a veces que mis ojos tenían algo malo porque eran del color del cielo. Durc tiene los ojos como ellos y el..., no sé cómo decirlo: fuertes cejas, pero su frente es como la mía. Ellos tienen la cabeza más plana...

–¡Cabezas chatas! –retorció los labios de asco–. ¡Buena Madre! ¡Ayla! ¡Has estado viviendo con esos animales! Has dejado que uno de sus machos... –se estremeció–. Has dado a luz... una abominación de espíritus mezclados, medio humana y medio animal –y como si hubiera tocado algo sucio, Jondalar retrocedió y se incorporó de un salto. Era una reacción causada por rígidos prejuicios irracionales, suposiciones que nunca habían sido puestas en tela de juicio por nadie que él conociera.

Ayla no comprendió al principio y se quedó mirándole intrigada. Pero la expresión de él estaba cargada de repugnancia, tanto como la de ella cuando pensaba en las hienas. Entonces las palabras de él adquirieron significado.

¡Animales! ¡Estaba llamando animales a las personas que ella amaba! ¿El dulce y afectuoso Creb, que, a pesar de todo, era el hombre santo más temido y poderoso del Clan..., Creb era un animal? Iza, que la había atendido y criado como una madre, que le enseñó medicina..., ¿Iza era una apestosa hiena? ¡Y Durc! ¡Su hijo!

–¿Qué quieres decir con eso de animales? –gritó Ayla, en pie y haciéndole frente. Nunca había alzado la voz con ira hasta entonces, y su volumen la sorprendió–. ¿Mi hijo, medio humano? Las gentes del Clan no son ninguna especie de horribles y apestosas hienas.

»¿Recogerían los animales a una niña herida? ¿La aceptarían entre ellos? ¿La cuidarían? ¿La criarían? ¿Dónde crees tú que he aprendido a buscar alimentos?, ¿o a guisarlos? ¿Dónde crees que he aprendido el arte de curar? De no ser por esos animales no estaría yo con vida en este momento, ¡y tampoco tú, Jondalar!

»¿Dices que los del Clan son animales y los Otros son humanos? Pues bien, recuerda esto: el Clan salvó a una hija de los Otros, y los Otros mataron a una de los suyos. Si tuviera que escoger entre humano y animal, ¡yo escogería las apestosas hienas!»

Y salió de la caverna, bajó el sendero como una exhalación y llamó a Whinney con un silbido.

Capítulo 24

Jondalar se había quedado atónito. Salió detrás de ella y la miró desde el saliente. Ayla montó a caballo de un brinco bien calculado y se fue al galope valle abajo. Se había mostrado siempre tan complaciente, sin manifestar nunca enojo, que el contraste destacaba con mayor violencia aún en aquel arranque de ira.

El hombre siempre se había considerado justo y de ideas amplias respecto a los cabezas chatas. Consideraba que había que dejarles en paz, no molestarles ni provocarles, y no habría matado intencionadamente a ninguno de ellos. Pero su sensibilidad se había sentido profundamente ofendida ante la idea de que un hombre usara a una hembra cabeza chata para los Placeres. Que uno de sus machos hubiese utilizado una humana con los mismos fines le hirió en lo más vivo; la mujer había sido profanada.

Y por si fuera poco, él la había deseado con todas sus fuerzas. Pensó en las historias vulgares que relataban muchachos y jóvenes de mente sucia, y sintió que los ijares se le retorcían como si estuviera ya contaminado y su miembro se encogiera y pudriese. Gracias a la Gran Madre Tierra, se había salvado.

Lo peor de todo era que la mujer había traído al mundo una abominación, un cachorro de espíritus malignos de los que ni siquiera se podía hablar entre personas decentes. La existencia misma de semejante progenie era acaloradamente negada por algunos; sin embargo, se había seguido hablando de ella.

Desde luego, Ayla no lo había negado. Lo admitió abiertamente, allí de pie, defendiendo a la criatura... con la misma vehemencia que cualquier otra madre cuyo hijo hubiera sido calumniado. Se sintió ofendida de que hubiese hablado de ellos en términos despectivos. ¿Habría sido realmente criada por una manada de cabezas chatas?

Había visto algunos cabezas chatas en su Viaje. Hasta se había preguntado si serían verdaderamente animales. Recordaba el incidente con el macho joven y la hembra mayor. Pensándolo bien, ¿no había utilizado el joven un cuchillo hecho con una gruesa laja para cortar el pescado en dos, exactamente como el que utilizaba Ayla? Y su madre se envolvía en un manto igual que el de Ayla. Y ésta había practicado los mismos amaneramientos, especialmente al principio; esa tendencia a mirar al suelo, a pasar inadvertida.

Revisó las pieles de su cama; tenían la misma textura suave que la piel de lobo que le habían prestado. ¡Y la lanza! Esa lanza primitiva, pesada..., ¿no era como las lanzas que llevaba aquella manada de cabezas chatas que Thonolan y él habían encontrado al bajar del glaciar?

La había tenido allí delante todo el tiempo, pero no se había fijado. ¿Por qué habría imaginado aquella historia de que era Una que Sirve a la Madre sometiéndose a una prueba para perfeccionar sus habilidades? Era tan diestra como cualquier curandera, tal vez más. ¿Habría aprendido realmente Ayla el arte de curar de una cabeza chata?

La observaba, cabalgando a lo lejos. Se había mostrado magnífica en su ira; conocía mujeres que alzaban la voz a la menor provocación. Marona podía ser una bruja gritona, discutidora y de mal genio, recordó, pensando en la mujer con la que estuvo prometido. Pero había cierta fuerza, en alguien tan exigente, que le había atraído; le agradaban las mujeres fuertes. Representaban un desafío, y no cedían terreno ni eran tan fácilmente dominadas por la pasión de él, las pocas veces que ésta se expresaba. Había sospechado que existía una faceta dura en Ayla, a pesar de su compostura. «Mírala montada a caballo», pensó. «Es una mujer bella, notable.»

De repente, como si le hubiese caído encima un chorro de agua helada, se dio cuenta de lo que acababa de hacer, palideció. Ella le había salvado la vida, ¡y él se había apartado de ella como si fuera basura! Le había colmado de cuidados y atenciones, y él la había recompensado con una vil repugnancia. Había dicho que su hijo era una abominación, un hijo al que obviamente amaba. Se sintió mortificado por su propia insensibilidad.

Regresó corriendo a la caverna y se arrojó sobre la cama; la cama de ella. Había estado durmiendo en la cama de la mujer de quien acababa de alejarse despreciativamente.

–¡Oh, Doni! –gritó–. ¿Cómo me has permitido hacerlo? ¿Por qué no me ayudaste? ¿Por qué no me hiciste callar?

Hundió la cabeza entre las pieles. No se había sentido tan miserable desde que era pequeño. Pensaba estar ya por encima de todo aquello. Y también entonces había actuado sin pensar. ¿Nunca aprendería? ¿Por qué no se había mostrado más discreto? Pronto se marcharía; tenía curada la pierna. ¿Por qué no pudo controlarse hasta su partida?

Y de hecho, ¿por qué estaba todavía allí? ¿Por qué no había dado las gracias y tomado el camino de regreso? Nada le retenía. ¿Por qué se había quedado, haciéndole responder a preguntas que no eran de su incumbencia? Entonces podría haberla recordado como una mujer bella y misteriosa que vivía sola en un valle y que hechizaba a los animales y le había salvado la vida.

«Porque no podías apartarte de una mujer bella y misteriosa, Jondalar, ¡y tú lo sabes!», se dijo.

«¿Por qué te preocupa tanto? ¿Qué diferencia supone... que haya vivido con animales?

»Porque la deseabas. Y entonces has pensado que no era lo suficientemente buena para ti porque había..., había dejado...

»¡Idiota! No escuchaste. Ella no le dejó, ¡él la forzó! Sin Primeros Ritos. ¡Y tú le echas la culpa! Te lo estaba diciendo, sincerándose y aliviando su dolor, ¿y qué hiciste?

»Eres todavía peor que él, Jondalar. Por lo menos, ella sabía lo que él sentía. La odiaba, deseaba lastimarla. ¡Pero tú! Confiaba en ti. Te declaró sus sentimientos hacia ti. Tú la deseabas tanto, Jondalar, y podías haberla poseído en cualquier momento. Pero tenías miedo de lastimar tu orgullo.

»Si le hubieras prestado atención en vez de preocuparte tanto por ti mismo, podrías haber comprobado que no se estaba portando como una mujer con experiencia. Estaba actuando como una muchachita asustada. ¿No has conocido las suficientes mujeres como para reconocer la diferencia?

»Pero no parece una muchachita asustada. No, sólo es la mujer más bella que has visto en tu vida. Tan bella, tan inteligente y tan segura de sí misma que te asustó. Te asustó la idea de que pudiera rechazarte. ¡Tú, el gran Jondalar! El hombre al que todas las mujeres desean. ¡Puedes estar seguro de que ya no te desea más!

»Tú sólo creías que estaba segura de sí misma... y ni siquiera sabe lo bella que es. En realidad cree que es alta y fea. ¿Cómo podría nadie creer que es fea?

»Recuerda que creció entre cabezas chatas. ¿Cómo era posible que ellos entendieran la diferencia? Aunque, por otra parte, ¿quién habría imaginado que fueran capaces de recoger a una niñita? ¿Recogeríamos nosotros a una de las suyas? Me pregunto qué edad tendría. No puede haber tenido muchos años: esas cicatrices de garras son viejas. Debió de ser horroroso, perdida y sola, arañada por un león cavernario.

»¡Y curada por una cabeza chata! ¿Cómo es posible que una cabeza chata supiera curar? Pero aprendió de ellos, y lo hace bien. Lo suficientemente bien para hacerte creer que era Una de las que Sirven a la Madre. ¡Deberías abandonar la confección de herramientas y convertirte en narrador de cuentos! No querías ver la verdad. Y ahora que la conoces, ¿dónde está la diferencia? ¿Estás menos vivo porque haya aprendido a curar con los cabezas chatas? ¿Es menos bella porque..., porque haya dado a luz una abominación? ¿Y por qué su hijo es una abominación?

»Sigues deseándola, Jondalar.

»Es demasiado tarde. Nunca volverá a creer en ti, a confiar en ti.» Una nueva oleada de vergüenza le acometió. Cerró los puños y golpeó las pieles. «¡Tú, idiota! ¡Tú, estúpido, estúpido idiota! ¡Lo has echado todo a perder! ¿Por qué no te marchas?

»No puedes. Tienes que dar la cara, Jondalar. No tienes ropa, no tienes armas, no tienes alimentos; no puedes viajar sin nada.

»¿Dónde vas a encontrar provisiones? ¿En qué otra parte? Éste es el lugar de Ayla..., tienes que obtenerlas de ella. Tienes que pedírselas, por lo menos algo de pedernal. Con herramientas puedes hacer lanzas. Entonces puedes cazar para obtener alimentos, y pieles para hacer ropa, y un saco para dormir y una mochila. Necesitarás mucho tiempo para prepararte, y un año o más para el regreso. Te sentirás solo sin Thonolan.»

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