Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Mañana! –dijo Jondalar, arrancando una lanza que vibraba. Parte del relleno de heno se salió a través de un orificio muy amplio y desgarrado del cuero.
–Mañana, ¿qué? –preguntó Ayla.
–Mañana nos vamos de cacería. Ya hemos jugado bastante. No aprendemos nada más embotando puntas de lanza contra un árbol. Ha llegado la hora de hacerlo en serio.
–Mañana entonces –convino Ayla.
Recogieron varias lanzas y tomaron el camino de regreso.
–Ayla, tú conoces mejor esta región. ¿Adónde deberíamos ir?
–Yo conozco mejor la estepa al este, pero quizá debería explorar antes. Podría ir con Whinney –alzó la mirada para comprobar la posición del sol–. Todavía es temprano.
–Buena idea. El caballo y tú valéis más que un puñado de exploradores a pie.
–¿Quieres retener a Corredor? Me sentiré mejor si sé que no nos sigue.
–¿Y mañana, cuando salgamos a cazar?
–Tendremos que llevárnoslo. Necesitamos a Whinney para traer la carne. Whinney se siente siempre molesta cuando hay matanza, pero se ha acostumbrado. Se quedará donde yo quiera que se quede, pero si el potro se excita y corre, o tal vez es arrollado por una estampida... No sé.
–No te preocupes por eso ahora. Ya trataré de pensar en algo.
El agudo silbido de Ayla atrajo a la yegua y al potro. Mientras Jondalar rodeaba con un brazo el cuello de Corredor, rascándole allí donde tenía comezón, y le hablaba, Ayla montó a Whinney y la lanzó al galope. El pequeño estaba a gusto con el hombre. Cuando la mujer y la yegua estuvieron lejos, Jondalar recogió la brazada de lanzas y los dos lanzavenablos.
–Bueno, Corredor, ¿nos vamos a la cueva a esperarlas?
Dejó las lanzas a la entrada, junto al pequeño paso de la muralla del cañón y siguió adelante. Estaba inquieto y no sabía qué hacer consigo mismo. Atizó el fuego, reunió los carbones, agregó un poco de leña y salió a la parte delantera del saliente para mirar el valle. El hocico del potro buscó su mano, y Jondalar acarició distraídamente al peludo caballito. Mientras metía los dedos entre el pelaje ya más espeso del potro, pensó en el invierno.
Quiso pensar en otra cosa. Los días cálidos del verano tenían una duración interminable, tan parecidos el uno al otro que diríase que el tiempo estaba suspendido. Las decisiones se aplazaban fácilmente. Mañana podría pensar en el frío que iba a venir..., pensar en marcharse. Se fijó en el sencillo taparrabos que llevaba puesto.
–A mí no me sale un pelaje de invierno como a ti, compañerito. Debería hacerme pronto algo más abrigado. Le di la lezna a Ayla y no he vuelto a hacer otra. Quizá sea eso lo que debería ponerme a hacer... más herramientas. Y tengo que pensar en la manera de evitar que seas lastimado.
Volvió a entrar en la cueva, pasó por encima de las pieles de su lecho y echó una mirada nostálgica hacia el lado del fuego donde Ayla dormía. Revolvió en el área de almacenamiento en busca de una cuerda fuerte o alguna correa y encontró varias pieles enrolladas y apartadas. «Desde luego, esta mujer sí que sabe preparar pieles», pensó, tocando la textura aterciopelada. «Quizá me permita usar algunas de éstas. Pero no me gustaría pedírselo.
»Si funcionan esos lanzavenablos, podría conseguir suficientes pieles para hacer algo con que cubrirme. Tal vez pueda tallar algún símbolo mágico en ellos, para que tengamos suerte. No puede hacer daño. Aquí hay un rollo de correas. Quizá pueda hacer algo para Corredor con esto. ¡Qué bien corre! Espera a que se convierta en semental. ¿Permitirá un semental que alguien monte sobre su lomo? ¿Podría hacerle ir adonde yo quiera?
»Nunca lo sabrás. No estarás aquí cuando se convierta en semental. Te vas a marchar.»
Jondalar cogió el rollo de correas, se detuvo a recoger el bulto de sus herramientas para tallar pedernal y bajó por el sendero hasta la playa. El río invitaba, y él tenía calor y estaba sudoroso. Se quitó el taparrabos, entró en el agua y después se puso a nadar río arriba, contracorriente. Por lo general regresaba siempre al llegar al angosto paso; esta vez decidió explorar más lejos. Llegó más allá de los primeros rápidos y del último recodo, y vio una muralla rugiente de agua blanca; entonces dio media vuelta.
El ejercicio le había devuelto su vigor, y la sensación de haber hecho un descubrimiento le alentó a efectuar un cambio. Se echó el cabello hacia atrás, lo retorció y después retorció su barba. «La has tenido todo el verano, Jondalar, y el verano está terminándose. ¿No crees que ya es hora?
»Primero me afeitaré, después idearé algo para mantener a Corredor fuera del paso. No quiero ponerle una soga al cuello. Luego haré una lezna y uno o dos buriles, para poder tallar un encantamiento en los lanzavenablos. Y creo que prepararé la cena. Estando cerca de Ayla se me va a olvidar. Claro que no alcanzo su perfección, pero creo que todavía soy capaz de preparar una cena; la Madre sabe que lo hice con mucha frecuencia durante el Viaje.
»¿Qué podría tallar en los lanzavenablos? Una donii traería la mejor de las suertes, pero le di la mía a Noria. Me pregunto si habrá tenido un bebé de ojos azules. Desde luego es una idea rara la de Ayla: según ella es un hombre el que inicia el bebé. ¿Quién habría pensado que ésa era la idea que tenía la vieja Haduma? Los Primeros Ritos. Nunca tuvo Ayla Primeros Ritos. Ha sufrido tanto y es maravillosa con esa honda. Y nada mala tampoco con el lanzavenablos. Creo que pondré un bisonte en el lanzavenablos de ella. ¿Servirá realmente? Ojalá tuviera una donii. Tal vez podría hacer una...»
A medida que el cielo se oscurecía, Jondalar comenzó a mirar a lo lejos por si veía a Ayla. Cuando el valle se convirtió en un pozo sin fondo, hizo una fogata en el saliente para que pudiera encontrar el camino, y todo el tiempo creía oírla subir por el sendero. Finalmente hizo una antorcha y bajó. Siguió la orilla del río rodeando la muralla salediza, y habría seguido adelante de no haber oído el ruido de cascos que se aproximaban.
–¡Ayla! ¿Por qué has tardado tanto?
El tono perentorio la cogió por sorpresa.
–He ido a explorar en busca de manadas. Ya lo sabías.
–Pero ya es de noche.
–Lo sé. Casi había oscurecido cuando emprendí el regreso. Creo haber encontrado el lugar, una manada de bisontes al sudeste...
–¡Era casi de noche y tú andabas tras los bisontes! ¡No se puede ver un bisonte en la oscuridad!
Ayla no podía comprender por qué estaba tan excitado ni por qué le hacía tantas preguntas.
–No estaba buscando bisontes en la oscuridad, ¿y por qué quieres quedarte aquí hablando?
Con un relincho agudo, el potro apareció en el círculo de luz de la antorcha y dio un topetazo a su madre. Whinney respondió y, antes de que pudiera desmontar Ayla, ya estaba el potro metiendo el hocico bajo las patas traseras de la yegua. Jondalar se dio cuenta de que había estado actuando como si tuviera derecho a interrogar a Ayla, y se apartó de la luz de la antorcha, agradeciendo que la oscuridad disimulara que se le había puesto la cara colorada. Siguió, cerrando la marcha, mientras Ayla subía pesadamente por el sendero; estaba tan apenado que no se dio cuenta de que la mujer estaba totalmente agotada.
Al llegar a la cueva, Ayla cogió una de las pieles de su cama, y envolviéndose en ella, se acuclilló junto al fuego.
–Se me olvidó el frío que hace de noche –dijo–. Debería haber llevado un manto abrigado, pero no creí que estaría tanto tiempo fuera.
Jondalar la vio temblando y se sintió más apenado aún.
–Tienes frío. Te voy a dar algo caliente de beber –le sirvió una taza de caldo.
Ayla no le había prestado mucha atención tampoco..., lo que más deseaba era acercarse al fuego, pero, al alzar la mirada para tomar la taza, por poco la suelta.
–¿Qué le ha pasado a tu cara? –preguntó entre preocupada y sobresaltada.
–¿Qué quieres decir? –preguntó Jondalar, molesto.
–Tu barba... se fue.
La expresión sobresaltada de su rostro, parecida a la de Ayla, dejó paso a una sonrisa.
–Me la afeité.
–¿Afeité?
–La corté; junto a la piel. Por lo general lo hago en verano. Me da comezón cuando tengo calor y sudo.
Ayla no pudo resistir: tendió la mano hasta el rostro de él para sentir la suavidad de su mejilla, y luego, al frotar el cutis, notó una aspereza incipiente, rasposa como la lengua de un león. Recordó que no llevaba barba cuando le encontró, pero después de que le creciera no volvió a prestarle atención. Parecía tan joven sin barba, conmovedor a la manera de los niños, no como un hombre. No estaba acostumbrada a hombres adultos sin barba. Le pasó el dedo por la fuerte mandíbula y la ligera hendidura de su firme mentón.
El contacto de ella le inmovilizó. No podía apartarse. Sentía con cada uno de sus nervios el recorrido que le hacía con las yemas de los dedos. Aun cuando ella no había tenido intenciones eróticas, sino tan sólo una curiosidad gentil, la respuesta de él provenía de un punto más profundo. La palpitación insistente y tensa de sus ijares fue tan inmediata y potente que le cogió por sorpresa.
La forma en que la mirada produjo en ella una oleada de deseo por conocerle como hombre, a pesar de su aspecto casi demasiado juvenil. Él se acercó para cogerle la mano, para sujetarla contra su rostro, pero haciendo un esfuerzo la retiró, cogió la taza y bebió sin saborear. Era algo más que sentirse cohibida por haberle tocado. Recordó vivamente la última vez que habían estado sentados frente a frente cerca del fuego, y lo que sus ojos expresaban. Y esta vez le había estado tocando. Tenía miedo de mirarle, miedo de ver otra vez aquella mirada horrible, despectiva. Pero las yemas de sus dedos recordaban su rostro suave y áspero, y se estremecían.
Jondalar se sintió angustiado ante su reacción instantánea, casi violenta, al contacto suave de la mano. No podía apartar los ojos de ella, que evitaba encontrarse con los suyos. Mirándola así desde arriba parecía tan tímida, tan frágil, y, sin embargo, sabía la fuerza que encerraba. Pensaba en ella como en una bella hoja de pedernal, perfecta al desprenderse de la piedra, pero tan dura y aguda que podría cortar el cuero más duro de un tajo.
«¡Oh, Madre!, ¡es tan bella!», pensó. «Oh, Doni, Gran Madre Tierra, quiero a esa mujer, la quiero tanto...»
De repente dio un brinco. No podía quedarse mirándola. Entonces recordó que había preparado la cena. «Ahí está, cansada y muerta de frío, y yo aquí sentado.» Entonces se fue a buscar el plato de hueso de mamut que solía usar ella.
Ayla oyó que se levantaba. Se había puesto en pie tan de repente que la había convencido de que volvió a inspirarle repugnancia. Empezó a temblar y apretó las mandíbulas para tratar de detenerse. No podía volver a enfrentarse con aquella situación. Quería decirle que se fuera para no tener que verle ni ver sus ojos que la llamaban... abominación. A pesar de tener los ojos cerrados, sintió que estaba de nuevo delante de ella y contuvo la respiración.
–¿Ayla? –podía ver que temblaba, a pesar del fuego y de la piel–. Pensé que tal vez fuera tarde cuando volvieras, de modo que me adelanté y preparé algo de cenar: ¿Quieres un poco? ¿No estás demasiado cansada?
¿Habría oído bien? Abrió los ojos despacio: Jondalar sostenía un plato. Lo dejó frente a ella, acercó una estera y se sentó a su lado. Había una liebre asada, algunas raíces cocidas en un caldo de carne seca que ya le había servido, e incluso algunas moras.
–¿Tú... has guisado esto... para mí?
–Ya sé que no es tan rico como lo que haces tú, pero espero que se pueda comer. Pensé que traería mala suerte utilizar ya el lanzavenablos, de modo que sólo empleé la lanza. La técnica para arrojarla es diferente y no estaba seguro de si, por falta de práctica, habría perdido puntería, pero supongo que eso es algo que no se olvida. Anda, come.
Los hombres del Clan no guisaban..., no tenían recuerdos para ello. Sabía que Jondalar era más versátil en cuanto a habilidades, pero nunca se le ocurrió que pudiera guisar; por lo menos habiendo cerca una mujer. Más sorprendente aún que el que fuera capaz de hacerlo, era que se le hubiera ocurrido. En el Clan, incluso después de que se le permitiera cazar, se esperaba que llevara a cabo las tareas habituales. Resultaba tan inesperado..., tan considerado. Sus temores eran infundados y no sabía qué decir. Cogió una pata que Jondalar había cortado y le dio un mordisco.
–¿Está bueno? –preguntó, algo preocupado.
–Maravilloso –respondió, con la boca llena.
Estaba bueno, pero no hubiera importado aunque estuviese quemado: le habría sabido delicioso. Tenía la sensación de que iba a echarse a llorar. Jondalar sacó con un cucharón largas raíces delgadas. La joven cogió una y la mordió.
–¿Es raíz de trébol? Sabe bien.
–Sí –contestó él, muy satisfecho de sí mismo–. Son más ricas con algo de grasa para bañarlas. Es uno de esos alimentos que suelen condimentar las mujeres para los hombres en los festines especiales, porque es de los predilectos. Vi el trébol río arriba y pensé que te gustaría –había sido una buena idea preparar la cena, pensó, gozando de su sorpresa.
–Cuesta mucho arrancarlas. No hay gran cosa que comer en cada una, pero no sabía que fueran tan ricas. Yo sólo uso las raíces como medicamento, como parte de un tónico en primavera. Por lo general las comemos en primavera. Es una de las primeras verduras del año.
Oyeron ruido de cascos en el saliente de piedra y se volvieron mientras Whinney y Corredor entraban. Al cabo de un rato, Ayla se levantó y los instaló para la noche. Era un ritual nocturno que consistía en saludos, afecto compartido, heno fresco, grano, agua y, sobre todo después de una larga cabalgada, una fricción con cuero absorbente y una pasada con un cardo para desenredar las crines. Ayla se dio cuenta de que había heno fresco, grano y agua.
–También pensaste en los caballos –dijo, al sentarse para terminar sus moras. Aun cuando no hubiera tenido hambre, se las habría comido todas.
–No tenía mucho que hacer –contestó Jondalar, sonriente–. ¡Ah! Tengo algo que enseñarte –se levantó y volvió con los dos lanzavenablos–. Espero que no te importe, es para tener buena suerte.
–¡Jondalar! –casi le daba miedo tocar el suyo–. ¿Tú lo has hecho? –su voz encerraba un tono reverente. Se había sorprendido al verle dibujar la silueta de un animal en el blanco, pero esto era mucho más–. Es... como si tomaras el tótem, el espíritu del bisonte, y lo pusieras ahí.