Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Jondalar abrió los ojos y vio oscuridad. El fuego que encendió Ayla había consumido toda la leña; en la negrura total, no estaba seguro de haber despertado. La muralla de la cueva no estaba definida, no se veía ningún punto familiar por el que poder orientarse. Por lo que tenía ante sus ojos, bien pudiera estar suspendido en un vacío misterioso. Las formas vívidas de sus sueños tenían más sustancia; le pasaban por la mente en fragmentos que recordaba, fortaleciendo sus dimensiones en sus ideas conscientes.
Cuando la noche se desvaneció lo suficiente como para delinear la roca viva y las aberturas de la caverna, Jondalar había comenzado ya a encontrarles sentido a las imágenes de sus sueños. No recordaba sus sueños con mucha frecuencia, pero éste había sido tan fuerte, tan tangible, que tenía que ser un mensaje de la Madre. ¿Qué estaba tratando de decirle? Anhelaba la presencia de un Zelandoni que le ayudara a interpretar su sueño.
Al comenzar la luz a penetrar en la cueva, vio una cascada de cabellos rubios enmarcando el rostro dormido de Ayla, y notó el calor de su cuerpo. La observó en silencio mientras las sombras se aclaraban. Tenía un deseo avasallador de besarla, pero no quería despertarla. Acercó a sus labios una larga trenza dorada. Entonces, silenciosamente, se levantó. Encontró la infusión tibia, se sirvió una taza y salió a la terraza de la cueva.
Sentía frío con sólo el taparrabos, pero no hizo caso de la temperatura aunque le asaltó un pensamiento al recordar la ropa de abrigo que le había hecho Ayla. Vio cómo se iluminaba el cielo al este mientras se destacaban los detalles del valle, y rastreó nuevamente el sueño que había tenido, tratando de seguir sus enmarañadas pistas para descubrir el misterio que entrañaba.
¿Por qué le mostraría Doni que toda vida procedía de Ella... si ya lo sabía? Era uno de los hechos aceptados de su existencia. ¿Por qué tuvo que presentársele en sueños dando nacimiento a todos los peces, las aves, los mamíferos y...?
¡Los cabezas chatas! ¡Por supuesto! Le estaba diciendo que la gente del Clan también eran Hijos Suyos. ¿Por qué no lo había aclarado nunca anteriormente? Jamás había puesto nadie en tela de juicio que toda vida proviniera de Ella; entonces, ¿por qué denostar así a esa gente? Los llamaban animales como si los animales fueran malos... ¿Qué hacía malos a los cabezas chatas?
Porque no eran animales. Eran humanos, ¡una especie diferente de humanos! Eso es lo que le estuvo diciendo Ayla todo el tiempo. ¿Sería por eso por lo que uno de ellos tenía el rostro de Ayla?
Podía comprender por qué su rostro estaba en la donii que había tallado, en la que había detenido al león en sus sueños..., nadie creería realmente lo que había hecho Ayla; era todavía más increíble que el sueño. Pero ¿por qué estaba su rostro en la antigua donii? ¿Por qué la misma gran Madre Tierra había de tener el rostro de Ayla?
Sabía que nunca llegaría a comprender su sueño entero, pero le parecía que todavía se le escapaba una parte importante. Volvió a repasarlo todo, y cuando recordó a Ayla parada delante de la entrada de la caverna que estaba a punto de derrumbarse, casi le gritó que se apartara.
Contemplaba el horizonte con los pensamientos vueltos hacia dentro, sintiendo la misma desolación y soledad que en su sueño cuando estaba solo, sin ella. El llanto le mojó el rostro. ¿Por qué sentía una desesperación tan absoluta? ¿Qué era lo que no veía?
Recordó la gente con camisas bordadas, abandonando la caverna. Ayla había recompuesto la camisa bordada. Había hecho prendas de vestir para él, y eso que nunca anteriormente aprendió a coser. Ropas de viaje que se pondría cuando se fuera.
¿Viajar? ¿Dejar a Ayla? La luz ardiente rebasó el borde de la arista. Cerró los ojos y vio un resplandor dorado y cálido.
«¡Madre Grande! ¡Qué tonto estúpido eres, Jondalar! ¿Dejar a Ayla? ¿Cómo podrías dejarla? ¡La amas! ¿Por qué has estado tan ciego? ¿Por qué ha hecho falta un sueño de la Madre para decirte algo tan evidente que un niño habría podido verlo?»
La sensación de que acababa de quitarse un gran peso de encima le hizo experimentar una libertad gozosa, una ligereza repentina. «¡La amo! ¡Por fin me ha sucedido! ¡La amo! ¡No creí que fuera posible, pero amo a Ayla!»
Se sintió lleno de exaltación, a punto de gritárselo al mundo, preparado para correr a decírselo. «Nunca le he dicho a una mujer que la amo», pensó. Entró corriendo en la cueva, pero Ayla seguía dormida.
Observó cómo respiraba, dando vueltas: le gustaba su cabello así, largo y suelto. Tenía ganas de despertarla. «No, debe de estar cansada. Ya ha amanecido y sigue durmiendo.»
Bajó a la playa, encontró una ramita para limpiarse los dientes, se dio un baño y nadó en el río. Muerto de hambre, lleno de energía y fresco. Al fin, no habían cenado. Sonrió para sí, recordando el porqué; al rememorarlo, sintió que se excitaba.
Soltó una carcajada. «Lo has tenido castigado todo el verano, Jondalar. No puedes reprocharle a tu hacedor de mujeres que esté tan ansioso ahora que sabe todo lo que se perdió. Pero no hay que atosigarla. Tal vez necesite descanso; no está acostumbrada.» Corrió sendero arriba y entró en la cueva silenciosamente. Los caballos habían salido a pastar; tal vez se fueron mientras él estaba nadando, y Ayla seguía sin despertarse. «¿Estará bien? Tal vez debería despertarla.» Rodó Ayla en la cama al mismo tiempo que se le descubría un seno, lo que vino a avivar los pensamientos anteriores de Jondalar.
Dominó su ansia, se acercó al fuego para sevirse más infusión y esperó. Observó una diferencia en los movimientos de la mujer y vio que tendía la mano hacia algo.
–¡Jondalar! ¡Jondalar!, ¿dónde estás? –gritó, incorporándose de golpe.
–Aquí estoy –dijo, corriendo hacia ella.
–¡Oh, Jondalar! –gritó, aferrándose a él–. Creí que te habías marchado.
–Estoy aquí, Ayla. Estoy contigo –y la tuvo abrazada hasta que se calmó–. ¿Estás bien ahora? Deja que te traiga algo de beber.
Sirvió la infusión y le llevó una taza. Ayla tomó un sorbo y después un trago largo.
–¿Quién ha hecho esto? –preguntó.
–Yo lo hice. Quise sorprenderte dándote una infusión caliente, pero ya no está tan caliente.
–¿Tú lo hiciste?, ¿para mí?
–Sí, para ti, Ayla. Nunca le he dicho algo así a ninguna mujer: te amo.
–¿Amo? –preguntó. Quería estar segura de que significaba lo que apenas se atrevía a esperar que significara–. ¿Qué significa «amo»?
–¿Que qué...? –«Jondalar: eres un tonto lleno de ínfulas», se puso de pie. «Tú, el gran Jondalar, al que todas las mujeres desean. Hasta tú te lo tenías creído. Reservándote tan cuidadosamente la única palabra que creías que todas deseaban oír. Y tan orgulloso de no habérselo dicho nunca a mujer alguna. Finalmente te enamoras... y ni siquiera eres capaz de reconocerlo ante ti mismo. ¡Te lo tuvo que decir Doni en sueños! Por fin Jondalar va a decirlo, va a admitir que ama a una mujer. Casi esperabas que se desmayara de sorpresa... ¡y ni siquiera sabe el significado de la palabra!»
Ayla le miraba, consternada: iba y venía desvariando y hablando de amor. Tenía que aprender esa palabra.
–Jondalar, ¿que significa «amo»? –hablaba seriamente y parecía algo molesta.
Se arrodilló delante de ella.
–Es una palabra que debí explicarte mucho antes. El amor es el sentimiento que tienes por alguien a quien quieres. Es lo que una madre siente por sus hijos o un hombre por su hermano. Entre un hombre y una mujer, significa que se quieren tanto que desean compartir su vida, no separarse nunca.
Ayla cerró los ojos, sintió que le temblaba la boca al oír sus palabras. ¿Habría oído bien? ¿Comprendía realmente lo que era?
–Jondalar –dijo–. No conocía esa palabra, pero sabía su significado. He sabido el significado de esa palabra desde que llegaste, y cuanto más tiempo pasabas aquí, mejor lo sabía. ¡He deseado tantas veces saber la palabra que tuviera ese significado! –cerró los ojos, pero no podía contener las lágrimas de alivio y de dicha–. Jondalar..., yo también... amo.
El hombre se puso en pie levantándola también a ella y la besó tiernamente, sujetándola como un tesoro recién hallado que no quisiera perder ni romper. Ella le rodeó el cuerpo con los brazos y le sujetó como si fuera un sueño que podría disiparse si lo soltaba. Él le besó la boca y el rostro salado de lágrimas, y cuando ella reposó la cabeza contra él, hundió el rostro en el cabello dorado y revuelto para secarse también los ojos.
No podía hablar; sólo podía tenerla abrazada y maravillarse por la increíble suerte que tuvo al encontrarla. Había tenido que viajar hasta los confines de la Tierra para hallar una mujer a la que pudiera amar, y ahora nada le obligaría a dejarla.
–¿Y por qué no quedarnos aquí? ¡Este valle tiene tanto de todo! Y siendo dos, todo será mucho más fácil. Tenemos los lanzavenablos, y Whinney ayuda. También Corredor ayudará –dijo Ayla.
Iban caminando por el campo sin más finalidad que hablar. Habían recogido todas las semillas que ella deseaba; habían cazado y secado carne suficiente para todo el invierno; recogido y almacenado la fruta que maduraba, y las raíces y demás plantas para alimentarse y como medicina; y habían reunido gran cantidad de materiales para sus proyectos invernales. Ayla quería empezar a decorar la ropa, y Jondalar pensaba tallar algunas piezas de juego y enseñar a Ayla a jugar. Pero la dicha verdadera para Ayla era que Jondalar la amaba... y que no estaría sola.
–Es un valle precioso –dijo Jondalar. «Por qué no quedarme aquí con ella? Thonolan estaba dispuesto a quedarse con Jetamio», pensó. Pero no se trataba sólo de los dos. ¿Cuánto tiempo aguantaría él sin nadie más? Ayla había vivido allí tres años. Sin embargo, no tenían por fuerza que estar solos. Por ejemplo, Dalanar inició una nueva Caverna, pero al principio sólo tenía a Jerika y al compañero de la madre de ésta, Hochaman. Más adelante se les unieron otras personas, y nacieron hijos. Ya estaban proyectando una segunda Caverna de Lanzadonii. «¿Por qué no puedes fundar una nueva Caverna, como Dalanar? Tal vez puedas, Jondalar, pero hagas lo que hagas, no será sin Ayla.» –Tienes que conocer a otra gente, Ayla –añadió en voz alta–; y quiero llevarte a casa conmigo. Sé que será un largo Viaje, pero podremos realizarlo en un año. Te agradará mi madre, y sé que Marthona te querrá. Y también mi hermano Joharran y mi hermana Folara..., a estas alturas, ya será una mujer. Y Dalanar.
Ayla inclinó la cabeza y volvió a levantarla.
–¿Cuánto me querrán cuando se enteren de que mi gente fue la del Clan? ¿Me recibirán con los brazos abiertos cuando sepan que tengo un hijo que nació cuando vivía con ellos, y que para ellos es una abominación?
–No puedes esconderte de la gente durante el resto de tus días. ¿No te dijo esa mujer, Iza, que buscaras a tu gente? Tenía razón, ¿sabes? No será fácil, no quiero engañarte. Pero tú me has hecho comprender, y hay otros que se interrogan, te querrán. Y yo estaré contigo.
–No sé. ¿No podemos pensarlo?
–¡Claro que sí! –dijo. Estaba meditando: «No podremos iniciar un largo Viaje antes de la primavera. Podríamos llegar hasta donde los Sharamudoi antes de que sea pleno invierno, pero podemos pasarlo aquí también. Eso le daría tiempo para acostumbrarse a la idea».
Ayla sonrió, realmente tranquilizada, y aceleró la marcha. Había estado arrastrando los pies física y mentalmente. Sabía que él echaba de menos a su familia y a su gente, y si decidía marcharse, ella le acompañaría adonde fuera. Pero confiaba en que después de acomodarse para el invierno, quizá se decidiría a quedarse e instalar su hogar en el valle con ella.
Estaban lejos del río, casi en la pendiente de la estepa, cuando Ayla se agachó para recoger un objeto conocido.
–¡Es mi cuerno de uro! –dijo a Jondalar, quitándole el polvo y viendo lo chamuscado del interior–. Solía llevarlo con mi fuego dentro. Lo encontré mientras viajaba, después de dejar el Clan –los recuerdos acudieron en tropel–. Y llevaba un carbón dentro para prender las antorchas que me sirvieron para espantar a los caballos hacia mi primera trampa. Fue la madre de Whinney la que cayó, y cuando las hienas fueron tras su potro, las espanté y me lo traje a casa. ¡Han pasado tantas cosas desde entonces!
–Mucha gente lleva fuego cuando se va de Viaje, pero con las piedras de fuego no tenemos que preocuparnos por eso –de repente se le arrugó el entrecejo y Ayla supo que estaba reflexionando–. Estamos bien surtidos, ¿verdad? No necesitamos nada más.
–No, ya no. Tenemos de todo.
–Entonces, ¿por qué no hacer un Viaje? Un Viaje corto –agregó, al ver que ella se turbaba–. No has explorado la región al oeste. ¿Por qué no coger alimentos, tiendas y pieles para dormir, y echar un vistazo? No es preciso alejarnos mucho.
–¿Y qué hacemos con Whinney y Corredor?
–Nos los llevamos. Incluso Whinney puede llevarnos a cuestas parte del tiempo, y quizá la comida y el equipo. Sería divertido, Ayla, nosotros dos solos –agregó.
Viajar por diversión era algo nuevo para ella y difícil de aceptar, pero no se le ocurrió ninguna objeción.
–Supongo que podríamos –dijo–. Nosotros dos solos..., ¿por qué no? –«Tal vez no sea mala idea explorar el país al oeste», pensó.
–Aquí la tierra no es tan profunda –dijo Ayla–, pero es el mejor lugar para esconder reservas y podemos aprovechar algunas de las rocas caídas.
Jondalar elevó más la antorcha para que la luz parpadeante alumbrara más allá.
–Varios escondrijos, ¿no te parece?
–Entonces, si un animal descubre alguno, no se quedará con todo. Buena idea.
Jondalar cambió la luz de lugar para escudriñar dentro de algunas de las grietas, entre las rocas caídas en el rincón más profundo de la caverna.
–Miré aquí una vez. Me pareció ver señales de un león cavernario.
–Era el sitio de Bebé. También yo descubrí huellas de leones cavernarios antes de quedarme a vivir aquí. Mucho más antiguas. Pensé que era una señal de mi tótem para que dejara de viajar y me instalase para pasar el invierno. No pensé quedarme tanto tiempo. Ahora creo que se suponía que debía esperarte aquí. Creo que el espíritu del León Cavernario te condujo hasta aquí, y que entonces te escogió para que tu tótem fuera suficientemente fuerte para el mío.
–Siempre he pensado que Doni era mi espíritu-guía.
–Tal vez te guió, pero creo que fue el León Cavernario.
–Quizá tengas razón. Los espíritus de todas las criaturas pertenecen a Doni, también el león cavernario es Suyo. Los caminos de la Madre son misteriosos.