El valle de los caballos (83 page)

Read El valle de los caballos Online

Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
4.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Jondalar se agitó, y Ayla aguantó la respiración. No quería que la sorprendiera con sus ropas en las manos; no quería que supiera nada antes de que estuviera terminado. El hombre se tranquilizó de nuevo, y su respiración adquirió el ritmo de un sueño profundo. Ayla hizo un bulto con la ropa y la escondió bajo las pieles de su cama. Más tarde podría rebuscar entre sus montones de pieles curtidas para escoger las que iba a utilizar.

Una luz pálida comenzó a filtrarse por las aberturas de la caverna; un ligero cambio en su respiración y sus movimientos indicó a la mujer que Jondalar se despertaría pronto. Echó leña al fuego junto con piedras para calentar, y preparó la canasta-olla. La bolsa de agua estaba casi vacía, y la infusión sabía mejor con agua fresca. Whinney y su potro estaban en pie al otro lado de la cueva, y Ayla se detuvo al oír resoplar suavemente a la yegua.

–Tengo una idea maravillosa –dijo a la yegua en el silencioso lenguaje de señales, sonriendo–. Voy a hacerle a Jondalar algo de ropa, su tipo de ropa. ¿Crees que le gustará? –entonces dejó de sonreír; pasó un brazo por el cuello de Whinney, y el otro alrededor de Corredor, e inclinó la cabeza contra la yegua. «Entonces me dejará», pensó. No podía obligarle a quedarse; sólo podía ayudarle a marcharse.

Bajó el sendero con la primera luz del amanecer, tratando de olvidar su triste futuro sin Jondalar y de consolarse con la idea de que la ropa que le haría estaría pegada a su cuerpo. Se quitó el manto para darse un baño matutino de corta duración; después halló una ramita del tamaño deseado y llenó la bolsa de agua.

«Esta mañana probaré algo distinto –pensó–; hierba dulce y manzanilla.» Peló la ramita, la colocó junto a la taza y puso a remojo las hierbas. «Las grosellas están maduras, creo que recogeré algunas.»

Puso la infusión caliente para Jondalar, cogió una canasta y salió de nuevo. Corredor y la yegua la siguieron y se pusieron a pacer la hierba junto a las grosellas. También extrajo zanahorias silvestres, pequeñas y de un amarillo pálido, y chufas blancas y feculentas, que estaban buenas crudas, aunque las prefería cocidas.

Cuando regresó, Jondalar estaba fuera, en el saliente soleado. Le hizo señas mientras lavaba las raíces, después las subió y las agregó a un caldo que había empezado a hacer con carne seca. Lo probó, espolvoreó algunos condimentos secos y dividió las grosellas en dos raciones, antes de servirse una taza de infusión fría.

–Manzanilla –dijo Jondalar– y no sé qué más.

–No sé cómo lo llamas, es algo así como hierba con sabor dulce. Ya te enseñaré la planta –vio que los útiles para hacer herramientas estaban fuera, además de varias de las hojas que había tallado la vez anterior.

–Creo que comenzaré temprano –dijo, al verla interesada–. Antes que nada tengo que hacer algunas herramientas.

–Ya es hora de ir de cacería. ¡La carne seca es tan magra! Los animales tendrán algo de grasa, ahora que la estación está avanzada. Tengo ganas de comer un asado de carne fresca con chorretes de grasa.

Jondalar sonrió.

–Sólo de oírtelo decir ya parece delicioso. Lo digo en serio. Ayla, eres una cocinera notablemente buena.

Ayla se ruborizó y agachó la cabeza. Era agradable saber que lo pensaba, pero curioso que se fijara en algo tan natural.

–No quería causarte embarazo alguno.

–Iza solía decir que las felicitaciones hacen que los espíritus sientan celos. Hacer bien una tarea debería ser suficiente.

–Creo que Marthona e Iza se habrían llevado bien. Tampoco le agradan los cumplidos. Solía decir: «El mejor cumplido es una tarea bien hecha». Sin duda, todas las madres son iguales.

–¿Marthona es tu madre?

–Sí. ¿No te lo había dicho?

–Quizá sí, pero no estaba segura. ¿Tienes hermanos? ¿Además del que perdiste?

–Tengo un hermano mayor, Joharran. Es ahora el jefe de la Novena Caverna. Nació en el hogar de Joconan. Cuando éste murió, mi madre se unió a Dalanar. Yo nací en su hogar. Entonces Marthona y Dalanar cortaron el nudo, y ella se casó con Willomar. Thonolan nació en su hogar, y también Folara, mi hemana menor.

–Tú viviste con Dalanar, ¿verdad?

–Sí, tres años. Me enseñó mi oficio..., aprendí con el mejor. Yo tenía doce años cuando fui a vivir con él, y era un hombre desde hacía casi un año. Mi virilidad me llegó muy pronto, y también era corpulento para mi edad –una expresión extraña, enigmática, pasó por su rostro–. Lo mejor era que me marchara –entonces sonrió–. Fue entonces cuando conocí a Joplaya, mi prima. Es hija de Jerika y ha nacido en el hogar de Dalanar después de que se casaran. Tiene dos años menos. Dalanar nos enseñó a trabajar el pedernal a los dos juntos. Era una auténtica competencia; por eso nunca le voy a decir lo bien que lo hace. Pero lo sabe. Tiene buen ojo y mano firme..., algún día será tan buena como Dalanar.

Ayla guardó silencio un momento.

–Hay algo que todavía no comprendo del todo, Jondalar. Folara tiene la misma madre que tú, de modo que es tu hermana, ¿no es cierto?

–Sí.

–Tú naciste en el hogar de Danalar, y Joplaya nació en el hogar de Dalanar, y es tu prima. ¿Qué diferencia hay entre hermana y prima?

–Hermanos y hermanas vienen de la misma madre. Los primos no son tan próximos. Yo nací en el hogar de Dalanar..., probablemente soy de su espíritu. La gente dice que nos parecemos. Creo que también Joplaya es de su espíritu; su madre es bajita pero ella es alta, como Dalanar. No tan alta, pero sí un poco más alta que tú, Ayla. Nadie sabe con seguridad de quién es el espíritu que la Gran Madre escoge para mezclarlo con el de una mujer, de modo que Joplaya y yo podemos ser del espíritu de Dalanar, pero ¿quién sabe? Por eso somos primos.

Ayla asintió con la cabeza.

–Quizá Uba sea prima, pero para mí fue hermana.

–¿Hermana?

–No éramos verdaderamente hermanas. Uba era hija de Iza, nació después de que me recogieran. Iza decía que ambas éramos sus hijas –los pensamientos de Ayla se volvieron hacia dentro–. Uba se emparejó, pero no con el hombre que ella hubiera escogido. Pero entonces, el otro hombre sólo habría podido emparejarse con su hermana, y en el Clan los hermanos no pueden emparejarse.

–Nosotros no casamos hermanos con hermanas –dijo Jondalar–. Por lo general no nos casamos entre primos tampoco, aunque no está totalmente prohibido; no está bien visto. Hay ciertas clases de primos más aceptables que otras.

–¿Qué clase de primos hay?

–Muchas clases, unos más próximos que otros. Los hijos de las hermanas de tu madre son tus primos, los hijos de la compañera del hermano de tu madre; los hijos de...

–¡Es demasiado complicado! ¿Cómo sabes quién es primo y quién no? Casi todo el mundo podría ser primo... ¿Con quién puede uno emparejarse entonces en tu Caverna?

–No suele uno casarse con alguien de su misma Caverna. Por lo general es con alguien que se conoce en la Reunión de Verano. Yo creo que a veces está permitido casarse con primos porque tal vez se ignore que la persona con quien va uno a hacerlo está relacionada hasta que se investigan los lazos..., las relaciones. Por lo general, la gente conoce a sus primos más cercanos, aunque vivan en otra Caverna.

–¿Como Joplaya?

Jondalar asintió con la cabeza, porque tenía la boca llena de grosellas.

–Jondalar, ¿y si no fueran los espíritus los que hacen hijos? ¿Y si fuera el hombre? ¿No significaría eso que los hijos son tanto del hombre como de la mujer?

–El bebé crece dentro de la mujer, Ayla. Proviene de ella.

–Entonces, ¿por qué se unen el hombre y la mujer?

–¿Por qué nos dio la Madre la Dádiva del Placer? Tendrás que preguntarle eso a Zelandoni.

–¿Por qué dices siempre «la Dádiva del Placer»? Hay muchas cosas que hacen feliz a la gente y le proporcionan placer. ¿Le causa tanto placer a un hombre meter su órgano dentro de una mujer?

–No sólo al hombre, también a la mujer..., pero tú no sabes, ¿verdad? No tuviste Primeros Ritos. Un hombre te abrió, te hizo mujer, pero no es lo mismo. ¡Fue vergonzoso! No sé cómo pudieron permitir que eso pasara.

–No comprendían, sólo veían lo que él hacía. Lo que él hacía no era vergonzoso, sólo la manera en que lo hizo. No lo hizo por Placeres... Broud lo hizo con odio. Yo sentí dolor, ira, pero vergüenza no. Y tampoco placer. No sé si Broud inició mi bebé, Jondalar, o si me hizo mujer para que pudiera tener uno, pero mi hijo me hizo feliz. Durc fue mi placer.

–La Dádiva de la Vida que nos hace la Madre es una dicha, pero hay algo más en la unión de un hombre y una mujer. Eso también es una Dádiva, y debe hacerse con gozo en Su honor.

«Tal vez haya cosas que tú también ignoras», pensó Ayla. «Pero parece tan seguro. ¿Tendrá razón?» Ayla no le creía del todo, pero se interrogaba sobre el particular.

Después de la comida, Jondalar pasó a la parte ancha y plana del saliente donde estaban preparados sus utensilios. Ayla le siguió y se sentó cerca de él. Jondalar extendió las hojas que había hecho, para poder compararlas. Diferencias ínfimas hacían algunas más apropiadas para ciertas herramientas que otras. Escogió una hoja, la sostuvo frente al sol y se la mostró.

La hoja tenía más de diez centímetros de largo y menos de tres de ancho. La estría en medio de su cara exterior era recta, y se ahusaba regularmente desde el borde hasta alcanzar unas aristas tan finas que la luz las atravesaba. Formaba una curva hacia arriba, hacia su suave cara bulbosa interior. Sólo cuando se sostenía frente al sol podían verse las líneas de fractura que irradiaban desde un bulbo de percusión muy plano. Los dos bordes cortantes eran rectos y agudos. Jondalar se arrancó un pelo de la barba para probar el filo. Lo cortó sin resistencia. Era lo más parecido a una hoja perfecta que se podía lograr.

–Me quedaré con ésta para afeitarme –dijo.

Ayla no entendió lo que quería decir, pero había aprendido, a fuerza de observar a Droog, a aceptar cualesquiera comentarios y explicaciones que se dieran sin hacer preguntas que pudieran interrumpir la concentración. Jondalar apartó la hoja y cogió otra. Los dos filos de ésta se combaban sin encontrarse para constituir un extremo más estrecho. Tomó un guijarro redondo de la playa, de un tamaño más o menos el doble de su puño, y apoyó en él el extremo más angosto. Entonces, con la punta roma de un asta, cortó el extremo en forma de punta triangular. Apretando los lados del triángulo contra el yunque de piedra, desprendió briznas que dejaron la hoja con una punta estrecha y afilada.

Tendió un extremo del protector de cuero y le hizo un agujerito.

–Esto es una lezna –dijo, mostrándosela a Ayla–. Con ella se hacen agujeritos para meter hebras de tendón y coser la ropa.

¿La habría visto examinar su ropa?, se preguntó Ayla de repente. Parecía saber lo que había estado planeando.

–También voy a hacer un taladro. Es como éste, pero mayor y más robusto, para hacer orificios en madera, hueso o asta.

Ayla se tranquilizó: sólo estaba hablando de herramientas.

–Yo he utilizado una... lezna para hacer agujeros para bolsas, pero ninguna tan fina como ésta.

–¿La quieres? –preguntó, sonriendo–. Puedo hacerme otra.

Ayla la cogió e inclinó la cabeza, tratando de expresar agradecimiento a la manera del Clan; entonces recordó.

–Gracias –dijo.

Jondalar le sonrió ampliamente, contento. Entonces cogió otra hoja y la sostuvo contra la piedra. Con el martillo romo de asta cortó en ángulos rectos el extremo de la hoja, sesgándola un poco. Entonces, sosteniendo el extremo cuadrado para que quedara en sentido perpendicular para recibir el golpe, dio fuertemente contra un filo. Se desprendió un trozo largo –la arista del buril– dejando la hoja con una punta fuerte, aguda, de cincel.

–¿Estás familiarizada con esta herramienta? –preguntó.

Ayla la examinó, movió la cabeza y la devolvió.

–Es un buril –dijo Jondalar–. Lo utilizan los tallistas y los escultores, aunque el de éstos es algo distinto. Voy a utilizar éste para el arma de que te hablé.

–Buril, buril –repitió Ayla, acostumbrándose a la palabra.

Después de confeccionar unas cuantas herramientas más, parecidas a las que ya había hecho, Jondalar sacudió el protector de cuero por encima del borde del saliente y acercó el recipiente en forma de artesa. Sacó un hueso largo y lo limpió, después hizo girar la pata delantera entre sus manos, buscando por dónde empezar. Se sentó, sujetó el hueso contra su pie y con el buril trazó una línea larga; después rayó otra línea que se unió en un punto con la anterior. Otra raya corta constituyó la base de un triángulo muy largo.

Volvió a apoyar el buril en la primera línea y sacó una larga viruta de hueso, y siguió profundizando las rayas con la punta del cincel, hundiéndola cada vez más en el hueso. Siguió con la misma operación hasta llegar al centro hueco, y pasando una vez más para asegurarse de que no había quedado nada sin cortar, oprimió la base: la larga punta del triángulo saltó y Jondalar extrajo toda la pieza. La dejó a un lado, volvió al hueso y grabó otra línea larga que formaba un pico con uno de los lados recientemente cortados.

Ayla no le quitaba la vista de encima por miedo a perderse algo. Pero al cabo de unas cuantas veces aquello se convirtió en una repetición, y sus pensamientos regresaron a la conversación del desayuno. La actitud de Jondalar había cambiado, no cabía duda. No se trataba de un comentario específico que pudiera haber hecho, sino más bien de una modificación en el tono de sus comentarios.

Recordó cómo dijo: «Marthona e Iza se habrían llevado bien», y algo acerca de que todas las madres eran iguales. ¿Le habría gustado una cabeza chata a su madre? ¿Eran iguales? Y más tarde, aunque estaba enojado, se había referido a Broud como a un hombre..., un hombre que le había abierto el camino para que tuviera un hijo. Y dijo que no comprendía cómo aquella «gente» lo había permitido. No se había dado cuenta, y eso la agradó más. Estaba pensando en el Clan como gente. No animales, no cabezas chatas, no abominaciones: ¡gente!

Su atención volvió al hombre en cuanto éste cambió de actividad. Había cogido uno de los triángulos de hueso y un rascador de pedernal, fuerte y afilado, y estaba suavizando los bordes agudos del hueso, sacando largas virutas. No tardó en obtener una sección redondeada de hueso que terminaba en una afilada punta.

–Jondalar, ¿estás haciendo una... lanza?

Other books

Gun Moll by Bethany-Kris, Erin Ashley Tanner
Fair Play by Emerson Rose
The Prime-Time Crime by Franklin W. Dixon
The Coffee Shop by Lauren Hunter
SODIUM:1 Harbinger by Stephen Arseneault