Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla dormía tendida de lado, acurrucada entre las pieles que la rodeaban. Él ocupaba su cama habitual, bien lo sabía. Las pieles de Ayla estaban sobre una estera tendida junto a él, no en una zanja poco profunda cubierta con un cojín relleno de paja; dormía con el manto puesto, preparada para saltar a la menor indicación. Rodó sobre su espalda y Jondalar la estudió detenidamente, tratando de descubrir algún rasgo característico que fuera indicio de su origen.
Su estructura ósea, la forma de su rostro y de sus pómulos resultaban diferentes de las mujeres Zelandonii, pero no había nada fuera de lo común en ella, salvo que era extraordinariamente guapa. Era algo más que simplemente guapa, decidió, ahora que la estaba mirando con calma: en sus facciones había una cualidad que se reconocería en cualquier parte como belleza.
El estilo de su cabello, atado siguiendo una hilera regular de trenzas, colgando a los lados y por detrás, recogidas en la frente, no era habitual, pero él había visto cabellos peinados de maneras muchísimo más insólitas. Algunos mechones largos se habían escapado de sus trenzas, colgándole desordenadamente por detrás de las orejas, y tenía un tizne de carbón en la mejilla. Se dio cuenta entonces de que no se había apartado de su lado más de un instante desde que recobró el conocimiento, y antes probablemente ni siquiera eso. Nadie podría tacharla de ser descuidada.
El rumbo de sus pensamientos se vio interrumpido cuando Ayla abrió los ojos y lanzó un grito de sorpresa.
No estaba acostumbrada a abrir los ojos frente a un rostro, menos todavía uno con aquellos ojos de un azul brillante y una barba enmarañada y rubia. Se sentó tan rápidamente que se le fue un poco la cabeza, pero pronto recobró la compostura y se puso de pie para atizar el fuego. Estaba apagado; había vuelto a olvidar que debía cubrirlo. Recogió los materiales para encender otro.
–¿Quieres enseñarme a encender el fuego, Ayla? –pidió Jondalar al ver que recogía sus piedras. Esta vez, ella entendió.
–No difícil –dijo, y acercó a la cama las piedras de fuego y los materiales combustibles–. Ayla muestra –demostró cómo golpeaba una piedra contra otra, amontonó fibra de corteza deshebrada y vellón de chamico, y le entregó el pedernal y la pirita de hierro.
Reconoció inmediatamente el pedernal... y recordó haber visto piedras como la otra, pero nunca se le habría ocurrido utilizarlas juntas para nada, y menos aún para encender fuego. Las golpeó como lo había visto hacer a ella. Fue un golpe sesgado, pero creyó ver una diminuta chispa. Volvió a golpear, sin creer aún que podría sacar fuego de piedras, a pesar de habérselo visto hacer a Ayla. Un destello saltó entre las piedras frías; Jondalar se sorprendió, pero después se sintió presa de excitación. Al cabo de varios intentos más y con un poco de ayuda de Ayla, consiguió un pequeño fuego que ardía junto a la cama. Se quedó mirando atentamente las dos piedras.
–¿Quién te enseñó a encender fuego de esta manera?
Ayla sabía lo que estaba preguntándole; lo que no sabía era cómo explicárselo.
–Ayla hace –dijo.
–Sí, ya sé que tú lo haces, pero ¿quién te enseñó?
–Ayla... enseñó –¿cómo iba a explicarle lo del día en que se le apagó el fuego, se le rompió el hacha de mano y descubrió la pirita? Se cogió la cabeza entre las manos un momento, tratando de hallar la manera; entonces alzó la cabeza, le miró y, sacudiéndola negativamente, dijo–: Ayla no hablar bueno.
Jondalar comprendió que se sentía derrotada.
–Ya lo harás, Ayla. Entonces podrás decírmelo. No tardarás mucho..., eres una mujer sorprendente –y sonrió–. Hoy podré salir, ¿verdad?
–Ayla ver... –retiró las mantas y miró la pierna. Los lugares en que habían estado los nudos tenían pequeñas costras, y la piel mostraba una curación casi total. Ya era hora de que se levantara, se apoyase en la pierna y tratara de calibrar el deterioro–. Sí, Don-da-lah va fuera.
La sonrisa más amplia que le había visto hasta entonces le iluminó la cara. Se sentía como un muchacho que acude a la Reunión de Verano después de un prolongado invierno.
–Entonces, vamos, mujer –y empujó las pieles, ansioso por ponerse en pie y salir.
Su entusiasmo infantil era contagioso. Ayla le sonrió, pero conminándole a tener prudencia:
–Don-da-lah come alimento.
No tardó mucho en preparar un desayuno con alimentos cocinados la noche anterior y una infusión. Llevó grano a Whinney y pasó unos momentos acariciándola con un cardo y rascando con él también al potrillo. Jondalar la observaba; la había observado anteriormente, pero era la primera vez que se daba cuenta de que emitía un sonido casi igual al suave relincho de un caballo, así como algunas sílabas abreviadas, guturales. Sus movimientos y señales con la mano no significaban nada para él –no las veía, no sabía que formaban parte integrante del lenguaje que utilizaba para hablarle al caballo–, pero sabía que, de cierta manera incomprensible, estaba hablándole a la yegua. Y tenía la impresión, por no decir el convencimiento, de que el animal la comprendía.
Mientras ella acariciaba a la yegua y al potrillo, Jondalar se preguntaba qué magia habría empleado para cautivar a los animales. Él mismo se sentía algo cautivado, pero se sorprendió, encantado, al ver que se acercaba con la yegua y el potro. Nunca anteriormente había tocado un caballo viviente ni se había acercado tanto a un potro recién nacido y cubierto de vellón, y se sentía ligeramente sobrecogido ante la falta de miedo que ambos demostraban. El potrillo pareció sentirse especialmente atraído por el hombre después de unas cuantas caricias prudentes que se convirtieron en caricias a todo lo largo y cosquillas que sin vacilación llegaron a los lugares indicados.
Recordó que no le había enseñado el nombre del animal, y señalando a Whinney, dijo: «Caballo».
Pero Whinney tenía nombre, un nombre hecho de sonidos al igual que los nombres de ellos. Ayla meneó negativamente la cabeza.
–No –dijo–. Whinney.
Para él, el nombre que dijo no era un nombre: era la perfecta imitación de un relincho suave, de un hin. Se sorprendió. No sabía expresarse en lenguas humanas, pero era capaz de hablar como un caballo. ¿Hablarle a un caballo? Estaba pasmado; era una magia poderosa.
Ella interpretó su expresión de asombro como falta de comprensión. Se tocó el pecho y dijo su nombre, tocó el pecho de él y dijo «Jondalar» y, finalmente, señaló a la yegua y volvió a relinchar suavemente.
–¿Es el nombre de la yegua? Ayla, yo no puedo producir ese sonido. No sé cómo hablarles a los caballos.
Después de una segunda explicación más paciente, lo intentó de nuevo, pero era más bien una palabra que semejaba un sonido. Ayla pareció conformarse con eso y llevó a los caballos de vuelta a su lugar de la caverna. «Whinney, él me está enseñando palabras. Voy a aprender todas sus palabras, pero tenía que decirle tu nombre. Hemos de pensar en un nombre para tu pequeño... Me pregunto si te gustaría que él le ponga nombre a tu hijo.»
Jondalar había oído hablar de ciertos Zelandoni de quienes se decía que eran capaces de atraer a los animales hacia los cazadores. Algunos cazadores podían incluso hacer una buena imitación del grito de ciertos animales, lo cual les permitía acercarse más a ellos. Pero nunca había oído hablar de alguien que conversara con un animal o que hubiera educado a un animal para la convivencia. Gracias a ella, una yegua salvaje había parido delante de él e incluso le había permitido tocar a su hijo. De repente se le representó, con admiración y algo de miedo, lo que había hecho la mujer. ¿Quién era? ¿Y qué clase de magia era la suya? Pero cuando avanzó hacia él con una sonrisa gozosa en el rostro, no parecía más que una mujer común y corriente. Justo una mujer común y corriente, capaz de hablar con los animales pero no con los seres humanos.
–¿Don-da-lah fuera?
Casi se le había olvidado. El rostro se le iluminó de deseo y antes de que ella se acercara, trató de ponerse en pie. Su entusiasmo se vino abajo; estaba débil y le dolía al moverse. Estuvo a punto de sentir náuseas, de perder el conocimiento, pero se repuso. Ayla veía cómo cambiaba su expresión de una sonrisa anhelante a una mueca de dolor, y de repente vio cómo palidecía.
–Tal vez necesito algo de ayuda –dijo, con una sonrisa débil pero animosa.
–Ayla ayuda –dijo ella, ofreciéndole el hombro para que se apoyara y la mano para que se la cogiese. Al principio no quiso apoyarse mucho en ella, pero al ver que aguantaba su peso, que tenía fuerza y que sabía cómo llevarle, aceptó la ayuda.
Cuando, finalmente, se puso de pie sobre su pierna buena, sujetándose en uno de los postes del tendedero, y Ayla alzó la mirada hacia él, la joven se quedó boquiabierta y con los ojos casi fuera de las órbitas: la parte superior de su cabeza apenas alcanzaba a la barbilla del hombre. Ya sabía que tenía el cuerpo más largo que el de los hombres del Clan, pero no había sido capaz de imaginar lo elevada que era su estatura, no se había figurado cómo sería de pie. Nunca había visto a nadie tan alto.
No recordaba, desde su infancia, haber tenido que levantar la cabeza para mirar a alguien. Aun antes de convertirse en mujer era ya más alta que todos los del Clan, incluidos los hombres. Siempre había sido alta y fea; demasiado alta, demasiado pálida, con una cara demasiado plana. Ningún hombre la quiso ni siquiera después de que su poderoso tótem fue derrotado y todos se empeñaron en creer que el tótem de ellos había superado a su León Cavernario dejándola embarazada; ni siquiera cuando supieron que si no estaba apareada antes de dar a luz, su hijo tendría mala suerte. Y Durc tuvo mala suerte. No le dejarían vivir. Dijeron que era deforme, pero, de todos modos, Brun le aceptó. Su hijo había superado la mala suerte; superaría también la pérdida de madre. Y sería alto –ella lo sabía ya antes de marcharse–, pero no tanto como Jondalar.
Aquel hombre la hacía sentirse realmente pequeña. La primera impresión que le causó fue de juventud, y joven significaba bajo. También le había parecido más joven. Alzó la cabeza para mirarle desde su nueva perspectiva y notó que le había crecido la barba. No comprendía por qué no tenía barba cuando le vio por vez primera, pero al ver el recio pelo rubio que le salía en el mentón, comprendió que no era un muchacho. Era un hombre..., un hombre alto, potente y plenamente maduro.
La mirada de asombro de Ayla le hizo sonreír aunque no sabía a qué se debía. Ella era también más alta de lo que él creía. La manera de moverse y su porte daban la sensación de que su estatura era mucho menor. En realidad era alta, y a él le gustaban las mujeres altas; siempre eran las que le llamaban primero la atención, aunque aquélla llamaría la atención de cualquiera, pensó.
–Ya que estamos aquí, salgamos –dijo.
Ayla estaba cobrando conciencia de su cercanía y de su desnudez.
–Don-da-lah necesita... manto –dijo, empleando la palabra que usaba para su vestimenta, aun cuando quería decir: para hombre–. Necesita cubrir... –y señaló las partes genitales; él tampoco le había enseñado la palabra. Entonces, por alguna razón inexplicable, Ayla se ruborizó.
No era por pudor. Había visto a muchos hombres desnudos, y también mujeres..., no importaba nada. Pensó que él necesitaba protección, no contra los elementos, sino contra espíritus malignos. Si bien las mujeres no estaban incluidas en sus rituales, ella sabía que a los hombres del Clan no les gustaba dejar expuestos sus órganos cuando salían. No supo por qué se ruborizaba ni por qué tenía la cara caliente ni tampoco el motivo por el que aquella situación provocaba en ella una sensación tensa, palpitante.
Jondalar bajó la mirada. También él tenía ciertas supersticiones relacionadas con sus órganos, pero nada tenían que ver con la protección contra espíritus malignos. Si enemigos perversos hubieran inducido a un zelandoni a causarle daño o si una mujer tuviera razones para lanzarle una maldición, haría falta mucho más que una prenda de vestir para protegerle.
Pero había aprendido que, si bien cuando un forastero cometía un disparate, se le perdonaba, era prudente al viajar prestar atención a indicaciones sutiles para no ofender en lo posible. Había visto la señal de ella... y su rubor. Consideró que sin duda quería decir que no debía salir con las partes genitales al aire. Y de todos modos, sentarse en cueros vivos en una piedra desnuda resultaría incómodo, sin contar con que no iba a poder moverse mucho.
Entonces pensó en sí mismo, parado allí sobre una piedra, cogiéndose de un poste, tan deseoso de salir que ni siquiera se había fijado en que estaba totalmente desnudo. Se dio cuenta de repente de lo cómico de la situación y soltó una ruidosa carcajada.
Jondalar no podía comprender el efecto que su risa iba a tener sobre Ayla. Para él, reír era tan natural como respirar. Ayla se había criado entre gente que no reía y que consideraba su risa con tanta suspicacia que tuvo que aprender a dominarla para no resultar tan extraña. Eso era parte del precio que pagaba por la supervivencia. Sólo después de haber nacido su hijo descubrió nuevamente el gozo de la risa. Sabía que alentarlo sería mal visto, pero cuando estaban solos no podía resistirse a hacerle cosquillas cuando él respondía con risas de felicidad.
Para ella, la risa estaba cargada de un significado mayor que una simple respuesta espontánea. Representaba el único vínculo que la ataba a su hijo, la parte de sí misma que podía ver en él, y era una expresión de su propia identidad. La risa inspirada por el cachorro de león cavernario al que amaba, había fortalecido esa expresión, y no renunciaría a ella. No sólo habría significado renunciar a sensaciones que le recordaban a su hijo, sino a su propio sentido del desarrollo de sí misma.
Pero no había pensado que alguien más pudiera reír. Excepto ella y Durc, y no recordaba haber oído reír a nadie anteriormente. La calidad especial de la risa de Jondalar –la libertad jubilosa y sincera que expresaba– invitaba a la respuesta. Había un deleite sin límites en su voz mientras se reía de sí mismo, y desde el momento en que Ayla la oyó, le gustó. A diferencia de la reprobación del varón adulto del Clan, la risa de Jondalar demostraba aprobación sólo con el sonido. No sólo era bueno reír, sino que había que participar; era imposible resistir.
Y Ayla no resistió. Su primera sorpresa escandalizada se convirtió en sonrisa y después en risa. No sabía dónde estaba la gracia, pero se reía porque reía Jondalar.