Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Su pena era tan intensa como el resto de su naturaleza, pero la joven que le tenía en sus brazos había conocido penas igualmente grandes. Lo había perdido todo... y más de una vez; había sentido el frío aliento del mundo de los espíritus... más de una vez, y, sin embargo, siguió adelante. Sentía que el desbordamiento apasionado que presenciaba era algo más que un dolor común y corriente, y por la pena que ella misma experimentaba, le dejaba desahogarse.
Cuando aquellos terribles sollozos fueron calmándose, Ayla descubrió que estaba cantando a media voz mientras le sostenía. Había calmado a Uba, la hija de Iza, hasta dejarla dormida, a fuerza de cantarle suavemente; había visto cómo su hijito cerraba los ojos con el mismo canturreo adormecedor sin melodía. Era el apropiado. Finalmente, vacío y exhausto, Jondalar la soltó. Se quedó tendido con la cabeza de lado, mirando sin ver las paredes de la caverna. Cuando Ayla le volvió el rostro para limpiarle las lágrimas con agua fría, el joven cerró los ojos. No quería –o no podía– mirarla. Pronto su cuerpo se aflojó, y Ayla comprendió que se había quedado dormido.
Se fue a ver qué tal le iba a Whinney con su cría, y después salió. También ella se sentía vacía, pero aliviada. Desde el extremo más alejado del saliente, miró hacia el valle y recordó su angustiosa cabalgada con el hombre en la angarilla, su ferviente esperanza de que no muriera. La idea la puso nerviosa; más que nunca sentía que el hombre debería vivir. Volvió rápidamente a la cueva y se tranquilizó al comprobar que seguía respirando. Acercó nuevamente la sopa fría al fuego –él habría necesitado otro tipo de alimento–, se aseguró de que los medicamentos estaban dispuestos para cuando despertara, y se sentó tranquilamente sobre las pieles, a su lado.
No se cansaba de mirarle, y estudió su rostro como si estuviera tratando de satisfacer de golpe todos sus años de anhelo por ver a otro ser humano. Ahora que parte de la extrañeza estaba disipándose, vio mejor su rostro en conjunto, no las facciones una por una. Habría querido tocarle, pasarle el dedo por la mandíbula y el mentón, sentir la suavidad de sus cejas claras. Entonces se dio cuenta.
¡Sus ojos habían chorreado agua! Ella había quitado la humedad de su rostro; tenía aún el hombro mojado. «No soy la única», pensó. «Creb no pudo explicarse nunca por qué mis ojos echaban agua cuando estaba triste... y los de nadie más. Pensaba que mis ojos eran débiles. Pero los ojos del hombre echaron agua cuando se lamentaba. Sin duda los ojos de todos los Otros echan agua.»
Finalmente, la noche que había pasado Ayla en vela y sus intensas reacciones emocionales pudieron más que ella. Quedose dormida sobre las pieles al lado de él, aunque no anochecía aún. Jondalar despertó cuando comenzaba el crepúsculo. Tenía sed y buscó algo de beber, pero sin querer despertar a la mujer. Oyó los ruidos que hacían la yegua y su potrillo, pero sólo pudo distinguir el pelaje amarillo de la madre, que estaba tendida cerca de la pared al otro lado de la entrada de la cueva.
Luego miró a la mujer. Estaba de espaldas; sólo podía ver la línea de su cuello y su mandíbula, y la forma de la nariz. Rememoró su estallido emocional y se sintió triste y recordó entonces cuál había sido la causa. Su pena apartó todas las demás sensaciones; notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, y los cerró apretadamente. Trató de no pensar en Thonolan; trató de no pensar en nada. No tardó en conseguirlo y no volvió a despertar hasta media noche, y entonces sus gemidos despertaron también a Ayla.
Todo estaba oscuro; el fuego se había apagado. Ayla fue a tientas hasta el hogar, consiguió yesca y astillas en el lugar donde guardaba su provisión, y pedernal y pirita.
La fiebre de Jondalar estaba subiendo de nuevo, pero estaba despierto. No obstante, creía haberse dormido. No podía creer que la mujer hubiera prendido fuego tan prontamente. Ni siquiera había visto el resplandor de los carbones al despertar.
Ayla llevó al herido una infusión de corteza de sauce que había preparado con anterioridad. Se enderezó sobre un codo para coger la taza y, aunque era amargo, bebió, porque tenía sed. Reconoció el sabor –todo el mundo parecía conocer el uso de la corteza de sauce–, pero habría preferido un trago de agua pura. Experimentaba asimismo la necesidad de orinar, pero no sabía cómo expresar ninguna de las dos necesidades. Cogió la taza vacía, la volcó para demostrar que no tenía nada y se la llevó a los labios.
Ella comprendió inmediatamente y acercó un pellejo lleno de agua, dejándolo junto a él. El agua le calmó la sed, pero incrementó el otro problema, y el hombre empezó a agitarse incómodo. Sus movimientos hicieron que la mujer comprendiera lo que le pasaba. Sacó del fuego un palo encendido para que sirviera como antorcha y pasó a la sección de la caverna que le servía de bodega. Buscó algún recipiente, pero una vez allí encontró otros artículos útiles.
Había hecho lámparas de piedra, abriendo una depresión en la piedra, para depositar grasa derretida y una mecha de musgo, aunque no las había utilizado con frecuencia; por lo general, el fuego le proporcionaba suficiente iluminación. Cogió una lámpara, encontró las mechas de musgo y buscó las vejigas de grasa congelada. Al ver una vejiga vacía, también se la llevó.
Puso la que estaba llena cerca del fuego para ablandarla y le llevó a Jondalar la vacía..., pero no supo explicarle para qué era. Desplegó la abertura, le mostró el orificio, pero él no comprendía. No quedaba más remedio: Ayla levantó las mantas, metió la mano para ponerle la vejiga entre los muslos, pero para entonces él ya había entendido y se la quitó de la mano.
Se sentía ridículo tendido de espaldas en vez de estar de pie y dejar que la orina saliera. Ayla pudo comprobar su incomodidad y se acercó al fuego para llenar la lámpara, sonriendo para sí. «Nunca ha estado herido, al menos no tan gravemente como ahora», pensó, «que no puede caminar». Él sonrió algo apocado cuando la mujer le quitó la vejiga y salió para vaciarla. Se la devolvió para que la utilizara cuando fuera necesario, y terminó de echar aceite en la lámpara antes de encender la mechita. La llevó entonces hasta la cama y descubrió el muslo herido.
Jondalar quiso sentarse para mirar, aunque le dolía. Ella le sostuvo. Cuando el herido vio cómo tenía el pecho y los brazos, comprendió por qué le dolía más el lado derecho, pero el profundo dolor de su pierna era lo que más preocupado le tenía. Se preguntaba si la mujer sería lo suficientemente experta; administrar infusión de sauce no la convertía en curandera.
Cuando retiró Ayla la cataplasma roja de sangre, se preocupó más aún el hombre; la lámpara no iluminaba como la luz del sol, pero, aun así, pudo apreciar la gravedad de la herida. Tenía la pierna hinchada, magullada y en carne viva. Miró más de cerca y le pareció que había nudos sujetando su carne. No era versado en las artes curativas; hasta hacía poco no se había interesado por ellas más que la mayoría de los hombres jóvenes y saludables, pero ¿habría intentado un Zelandonii alguna vez unir y anudar a alguien?
Observó con atención mientras Ayla preparaba otra cataplasma, esta vez de hojas. Quiso preguntar qué hojas eran, tratar de evaluar sus habilidades. Pero ella no sabía ninguno de los lenguajes que él hablaba. Ahora que lo pensaba, no la había oído decir nada aún. ¿Cómo podría ser curandera si no hablaba? Pero parecía saber lo que estaba haciendo y, desde luego, lo que le puso en la pierna alivió el dolor.
Se recostó de nuevo –¿qué más podía hacer?– y la observó mientras le lavaba el pecho y los brazos con algún calmante. Sólo cuando desató la correa de cuero suave que sostenía la compresa se enteró de que también su cabeza estaba lastimada. Se tocó y sintió la hinchazón y una parte dolorida, antes de que le pusiera Ayla la nueva compresa.
La mujer volvió junto al fuego para calentar el caldo. Él la observaba, intentando todo el tiempo descubrir quién era.
–Eso huele bien –dijo, cuando el aroma sustancioso llegó hasta él.
El sonido de su voz parecía fuera de lugar. No estaba seguro de por qué, pero era algo más que el saber que no le comprendería. Cuando se había encontrado por vez primera con los Sharamudoi, ninguno de ellos sabía una palabra del idioma del otro, y, sin embargo, hablaron –de manera inmediata y con versatilidad– mientras se esforzaban por intercambiar palabras que iniciaran el proceso de comunicación. Aquella mujer no hacía el menor intento de iniciar un intercambio de palabras, y respondía a sus esfuerzos exclusivamente con una expresión interrogante. No sólo parecía carecer del conocimiento de los idiomas que él sabía, sino también del deseo de comunicarse.
«No –pensó–. No es del todo cierto». En efecto, se habían comunicado. Ella le había dado agua cuando él la necesitaba, y también un recipiente para aliviar su vejiga, aunque no estaba seguro de la manera en que lo había intuido. No elaboró un pensamiento específico en cuanto a la comunicación que compartieron cuando él dio rienda suelta a su dolor –la pena era demasiado reciente–, pero la había experimentado y la incluyó en las preguntas que se hacía respecto a ella.
–Ya sé que no puedes entenderme –manifestó a modo de tanteo. No sabía exactamente qué decirle, pero sentía la necesidad de decir algo. Una vez que comenzó, las palabras salieron con mayor facilidad–. ¿Quién eres? ¿Dónde están los tuyos? –no podía ver mucho más allá del círculo de luz que producían el fuego y la lámpara, pero no había visto a nadie más ni evidencias de que hubiera más gente–. ¿Por qué no quieres hablar? –ella le miró, pero no dijo nada.
Una idea extraña comenzó a insinuarse en la mente de Jondalar. Recordó estar sentado junto a una fogata, en la oscuridad, cerca de un curandero, y que Shamud habló de ciertas pruebas a las que debían someterse Los Que Servían a la Madre. ¿No dijo algo respecto a pasar algún tiempo en soledad?, ¿de un período de silencio durante el cual no podían hablar con nadie?, ¿de períodos de abstinencia y continencia?
–Vives aquí sola, ¿verdad?
Ayla volvió a mirarle, sorprendida al descubrir una expresión de asombro en su rostro, como si la estuviera viendo por vez primera. Por alguna razón, el hombre le hizo cobrar nuevamente conciencia de su descortesía, y bajó rápidamente la mirada hacia el caldo; pero él no parecía darse cuenta de su indiscreción; miraba alrededor de la cueva y hacía sonidos con la boca. Ayla llenó una taza y se sentó frente a él con la taza en la mano, tratando de darle ocasión de tocarle el hombro y reconocer su presencia. No recibió golpecito alguno y, al levantar la vista, él la estaba mirando interrogante y emitiendo aquellos sonidos.
«¡No sabe! ¡No ve lo que estoy preguntando! No creo que conozca ninguna de las señas.» Con un discernimiento súbito, se le ocurrió un pensamiento. «¿Cómo vamos a comunicarnos si no ve mis señas y yo no conozco sus palabras?»
La sacudió el recuerdo de cuando Creb trataba de enseñarle a hablar, pero ella no sabía que hablaba con sus manos. Ignoraba que la gente podía hablar con las manos; sólo había hablado mediante sonidos. Llevaba tanto tiempo hablando el lenguaje del Clan que no podía recordar el significado de las palabras.
«Pero ya no soy mujer del Clan. Estoy muerta; fui maldita. Nunca podré regresar. Debo vivir ahora con los Otros, y debo hablar como ellos. Debo aprender de nuevo a comprender las palabras y debo aprender a decirlas, porque, si no, nunca me comprenderán. Aunque hubiera encontrado un clan de Otros, no habría podido hablarles y ellos no habrían sabido lo que les decía. ¿Será por eso por lo que mi tótem me hizo permanecer aquí? ¿Hasta que me trajeran a este hombre? ¿Para que volviera a enseñarme a hablar?» Se estremeció, presa de un frío súbito, pero no había soplado viento alguno.
Jondalar había estado desvariando, haciendo preguntas a las que no esperaba obtener respuestas, sólo por oírse hablar. No había recibido respuesta de la mujer y creyó comprender el motivo. Estaba convencido de que se encontraba preparándose para entrar, o que ya lo estaba, al servicio de la Madre. Eso respondía a muchas preguntas: su habilidad para curar, su domino del caballo, por qué vivía sola y no quería hablarle, tal vez, incluso, por qué le había encontrado y llevado a aquella caverna. Se preguntaba dónde estaba, pero, por el momento, eso carecía de importancia. Tenía suerte de seguir con vida. Pero le inquietaba algo más que había dicho el Shamud.
Ahora se percataba de que, si hubiera prestado atención al curandero de cabello blanco, habría sabido que Thonolan iba a morir..., pero también se le había dicho que siguiera a su hermano porque Thonolan le conduciría adonde no iría él solo. ¿Por qué había sido conducido hasta allí?
Ayla había estado cavilando sobre la manera de empezar a aprender sus palabras, y de repente recordó cómo había comenzado Creb: con los sonidos del nombre. Dándose ánimos, miró directamente a los ojos del hombre, se golpeó el pecho y dijo: «Ayla».
Los ojos de Jondalar se abrieron mucho.
–De modo que, por fin, te has decidido a hablar. ¿Cómo te llamas? –y la señaló–. Dilo otra vez.
–Ayla.
Tenía un acento curioso. Las dos partes de la palabra estaban unidas, la parte interior pronunciada desde la garganta como si se la tragara. Él había oído muchas lenguas, pero ninguna con la calidad tonal que ella daba a su voz. No podía decirlo exactamente igual; sin embargo, trató de hacerlo lo más parecido posible: «Aaay-lah».
La mujer casi no pudo reconocer los sonidos de él al pronunciar su nombre. Algunas personas del Clan tropezaban con dificultades, pero ninguna lo había dicho así: juntaba los sonidos, alteraba el acento de tal manera que la primera sílaba subía y la segunda bajaba. Ni siquiera podía recordar haberlo oído nunca así..., y no obstante, sonaba muy bien. Le señaló a él y se inclinó hacia delante, a la expectativa.
–Jondalar –dijo el hombre–. Mi nombre es Jondalar de los Zelandonii.
Fue demasiado: no pudo captarlo todo; sacudió la cabeza y volvió a señalarle; Jondalar se dio cuenta de que estaba confusa.
–Jondalar –dijo, y luego, más despacio–: Jondalar.
Ayla se esforzó por lograr que su boca funcionara como la de él:
–Duh-da –fue lo más que pudo articular.
Jondalar podía darse cuenta de que tropezaba con dificultades para emitir los sonidos correctos, pero era indudable que se esforzaba lo más que podía. Se preguntó si padecería alguna deformidad en la boca que le impedía hablar. ¿Por eso no hablaría?, ¿porque no podía? Repitió su nombre despacio, pronunciando cada sonido con la mayor claridad que pudo, como si hablara a un niño o a alguien que careciese de inteligencia: «Jon-da-lar..., Jonn-dah-larrr».