Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Suspiró, satisfecha con su primer sorbo de infusión caliente, después de haber comido unas tortas de viaje. Las tortas eran alimenticias, llenaban y se podían comer sin dejar de avanzar..., pero el líquido caliente proporcionaba una mayor satisfacción. Aun cuando estaba todavía húmeda, había situado la tienda cerca de la fogata, donde terminaría de secarse mientras ella dormía. Echó una mirada a las nubes que cubrían las estrellas hacia el oeste, y abrigó la esperanza de que no volvería a llover. Entonces, acariciando con afecto a Whinney, se metió entre sus pieles y las apretó contra su cuerpo.
Imperaba la oscuridad. Ayla estaba tendida, totalmente inmóvil, atenta al menor ruido. Whinney se movió y resopló suavemente. Ayla se enderezó para mirar a su alrededor; se distinguía un leve resplandor hacia levante. Entonces oyó algo que le erizó el pelo de la nuca; comprendió qué era lo que la había despertado; no lo había oído con frecuencia, pero reconoció el rugido procedente del otro lado del río: era de un león cavernario. La yegua relinchó, nerviosa, y Ayla se levantó.
–Todo está bien, Whinney. Ese león está lejos –echó más leña al fuego–. Tuvo que ser un león cavernario lo que oí la última vez que estuvimos aquí. Sin duda viven al otro lado el río. Y también cazarán un reno. Me alegra pensar que será de día cuando atravesemos su territorio, y espero que estén hartos de reno antes de que pasemos. Voy a hacer una infusión... y luego será el momento de prepararse.
El resplandor del cielo por levante estaba volviéndose rosáceo cuando la joven terminó de guardarlo todo en los canastos que sujetó con una correa alrededor del cuerpo de Whinney. Metió una lanza en el lazo que tenía cada canasto, y las sujetó firmemente, después montó, sentándose delante de los canastos, entre las dos astas afiladas que se alzaban verticalmente.
Cabalgó hacia la manada, trazando un amplio círculo para situarse a retaguardia de los renos que avanzaban. Apremió a su yegua hasta avistar a los machos jóvenes, y los siguió sin prisa. Whinney adoptó fácilmente la marcha migratoria. Mientras observaba a la manada desde su posición envidiable a lomos de la yegua, al acercarse al río vio que el reno que iba a la cabeza reducía el paso y olfateaba desde lejos el amasijo de lodo y hojarasca que se había formado en el sendero que conducía al río. Hasta la propia Ayla pudo notar entonces el nerviosismo que se transmitió a los renos.
El primero había alcanzado la orilla cerrada por matorrales al dirigirse hacia el agua por el sendero alterno, cuando Ayla decidió que había llegado la hora de actuar. Respiró profundamente y se inclinó sobre su montura para insinuar un aumento de velocidad, y de repente lanzó un grito agudo, ululante, mientras la yegua emprendía el galope en dirección a la manada.
Los renos de la retaguardia brincaron hacia delante, por encima de los que precedían y empujando a éstos de costado. Mientras la yegua galopaba hacia ellos con una mujer que aullaba como jinete, todos los renos se precipitaron hacia delante, espantados. Aun así, todos parecían evitar el sendero de la zanja. Ayla se desanimó al ver que los animales daban un rodeo, brincaban por encima o se las arreglaban de algún modo para evitar el hoyo.
De forma inesperada sorprendió cierta alteración en la manada que corría desatentada, y creyó ver que caían un par de astas mientras otros brincaban y huían de lado alrededor de la zanja. Ayla sacó las lanzas de sus lazos y bajó del caballo, echando a correr tan pronto como sintió la tierra bajo sus pies. Un reno con ojos enloquecidos estaba atrapado en el lodo rezumante del fondo de la zanja; el animal pugnaba en vano por salir de un salto. Esta vez la joven tuvo buena puntería: hundió la pesada lanza en el cuello del reno y le rompió una arteria. El magnífico ejemplar se desplomó en el fondo: había dejado de luchar.
Todo terminó. Se acabó. Rápidamente y con mayor facilidad de lo que ella había pensado. Estaba respirando con fuerza, pero no había perdido el resuello por agotamiento. Haberlo pensado tanto, preocupándose, gastando demasiada energía nerviosa planeando..., y ahora, una ejecución tan fácil que aún no se reponía. Seguía muy tensa y no había manera de que desfogara el exceso de energía ni nadie con quien compartir el éxito.
–¡Whinney! ¡Lo logramos! ¡Lo logramos! –sus gritos y gesticulaciones sobresaltaron al joven animal. Ayla brincó sobre su lomo y ambas se lanzaron a una galopada desaforada por la planicie.
Con las trenzas al aire, los ojos brillantes de excitación, una sonrisa de lunática en el rostro, era la estampa de una mujer salvaje. Y más aterradora aún porque montaba un animal salvaje cuyos ojos espantados y orejas replegadas revelaban un frenesí de índole algo distinta.
Describieron un amplio círculo y, de regreso, Ayla detuvo al caballo, se bajó y terminó el circuito corriendo con sus propias piernas. Esta vez, al mirar la zanja lodosa y el reno muerto, jadeaba fuertemente y con razón.
Una vez que recobró el resuello, sacó la lanza del cuello del reno y silbó para llamar a la yegua. Whinney estaba nerviosa; Ayla trató de tranquilizarla, alentándola y demostrándole afecto antes de ponerle el arnés. Llevó la yegua hasta la zanja; sin brida ni arreos para controlarla, Ayla tuvo que acariciar y convencer al animal nervioso. Cuando, finalmente, se calmó Whinney, la mujer ató las cuerdas que colgaban del arnés a las astas del reno.
–Ahora, tira, Whinney –dijo Ayla–, lo mismo que hiciste con el tronco –la yegua avanzó, sintió la resistencia y retrocedió. Entonces, respondiendo a más incitaciones, volvió a avanzar, apoyándose en el arnés cuando se tensaron las cuerdas. Lentamente, con la ayuda que Ayla pudo prestarle, Whinney sacó el reno de la zanja.
Ayla estaba encantada. Por lo menos, eso significaba que no tendría que preparar la carne en el fondo de un hoyo lodoso. No estaba muy segura de lo que Whinney aceptaría hacer; esperaba que arrastrara el reno con toda su fuerza hasta llegar al valle, pero sólo podría avanzar paso a paso. Ayla llevó a la yegua hasta la orilla del río, desprendiendo de las astas del reno la maleza que se enredaba en ellas. Entonces volvió a recoger los canastos, metió uno dentro del otro y se los sujetó a la espalda. Era una carga incómoda, con las dos lanzas verticales, pero, con ayuda de una roca, consiguió montar a caballo. Llevaba los pies descalzos, pero se recogió el manto para que no se le mojara e incitó a Whinney a meterse en el río.
Normalmente era una parte del río poco profunda, perfectamente vadeable y ancha, razón por la que los renos la habían escogido para cruzar; pero la lluvia había elevado el nivel de las aguas. Whinney consiguió no perder pie en la rápida corriente, y una vez que el reno estuvo en el agua, empezó a flotar. Arrastrar al animal por el agua representaba una ventaja en la que Ayla no había pensado: hizo desaparecer la sangre y el lodo, y cuando abordaron la otra orilla, el reno estaba limpio.
Whinney vaciló al sentir el peso de nuevo, pero Ayla ya había puesto pie en tierra y ayudó a tirar del reno una corta distancia playa arriba. Entonces desató las cuerdas. El reno ya estaba un poco más cerca del valle, pero antes de seguir adelante, Ayla tenía que llevar a cabo algunas tareas. Partió el cuello del reno con su afilado cuchillo de pedernal y a continuación abrió una raja recta desde el ano, vientre arriba, hasta el pecho y la garganta. Sostenía el cuchillo con el dedo índice sobre el borde y el filo hacia arriba, insertado justo debajo de la piel. Si el primer corte se realizaba limpiamente, sin cortar la carne, resultaría mucho más fácil desollar al animal.
El siguiente corte fue más profundo, para retirar las entrañas. Limpió lo aprovechable –estómago, intestino, vejiga– introduciéndolos en la cavidad intestinal junto con las partes comestibles.
Enrollada dentro de uno de los canastos había una estera de hierba, muy amplia. La extendió sobre el suelo y, ni corta ni perezosa, a empujones y tirones, con algún que otro resoplido, consiguió colocar el reno encima. Dobló la estera sobre el cadáver y la sujetó con cuerdas, atándolas después al arnés de Whinney. Recogió de nuevo los canastos, metió una lanza en cada uno, y acto seguido los colocó en el sitio acostumbrado. Entonces, bastante complacida consigo misma, montó a caballo.
Por tres veces tuvo que echar pie a tierra para despejar el camino, ya que algunos obstáculos, como matas de hierba, piedras y maleza, impedían el avance. No le quedó entonces otro remedio que conformarse con caminar junto a la yegua, animándola con palabras cariñosas cuando el reno enrollado tropezaba con algo, volviendo sobre sus pasos para liberarlo. Sólo al detenerse para calzarse las abarcas descubrió que la seguía una manada de hienas. Las primeras piedras de su honda sólo sirvieron para indicar a los odiosos animales carroñeros la distancia de su alcance, ya que a partir de ese momento se mantuvieron más alejadas.
«Apestosos y feos bichos», pensó, arrugando la nariz y estremeciéndose de asco. Sabía que también cazaban, lo sabía demasiado bien. Ayla había matado una hiena con su honda... revelando así su secreto. El clan supo que cazaba y tuvo que ser castigada por ello. Brun se vio obligado a cumplir la ley del Clan.
También a Whinney la preocupaban las hienas. Era algo más poderoso que su instintivo temor a los depredadores; nunca olvidó la manada de hienas que la atacó después de que Ayla diera muerte a su madre. Y Whinney estaba ya suficientemente nerviosa. Conseguir llevar el reno hasta la cueva iba a resultar un problema mayor de lo que Ayla había previsto. Esperaba llegar antes de que anocheciera.
Se detuvo a descansar en un punto en que el río giraba sobre sí mismo. Todas aquellas paradas para reanudar enseguida la marcha eran agotadoras. Llenó de agua su bolsa y un gran canasto impermeable y llevó éste a Whinney, que seguía amarrada al polvoriento envoltorio del reno. Sacó una torta y se sentó para comérsela; tenía la mirada fija en el suelo, sin verlo, tratando de idear un sistema mejor de llevar su presa hasta el valle; tardó un poco antes de que se diera cuenta conscientemente de la tierra revuelta, pero cuando lo hizo, despertó su curiosidad. La tierra estaba revuelta, pisoteada, la hierba había sido aplastada y las huellas eran recientes. Una gran conmoción se había producido allí hacía poco. Se puso en pie para examinar más de cerca las huellas y pudo reconstruir la historia paso a paso.
A juzgar por las huellas existentes en el lodo seco, junto al río, era fácil deducir que aquél era desde hacía mucho tiempo el territorio donde se habían establecido leones cavernarios. Pensó que probablemente habría algún valle cerca y una cómoda caverna donde una leona había parido un par de cachorros saludables aquel mismo año. Debía de tratarse de su lugar predilecto de descanso. Los cachorros habrían peleado por un trozo de carne sangrante, a modo de juego, mordisqueando pedacitos arrancados con sus dientes de leche, mientras los machos saciados permanecían tendidos al sol de la mañana y las elegantes hembras observaban con indulgencia las travesuras de los cachorros.
Los enormes depredadores eran dueños y señores de su dominio. Nada tenían que temer, ni había razón para que previeran un ataque de sus futuras presas. Los renos, en circunstancias normales, nunca se habrían acercado tanto a sus depredadores naturales, pero la mujer que cabalgaba dando gritos ululantes los había sumido en el pánico. El río rápido no había detenido la estampida: habían cruzado y, sin darse cuenta, se encontraron en medio de una familia de leones. Unos y otros quedaron sorprendidos. Los renos en fuga, comprendiendo demasiado tarde que habían salido de un peligro para caer en otro mucho peor, se dispersaron en todas direcciones.
Ayla siguió las huellas y llegó al desenlace de la historia: un cachorro que se retrasó en ponerse a salvo de los cascos veloces, había sido pisoteado por la manada asustada.
La mujer se agachó junto al cachorro de león cavernario y, con experta mano de curandera, buscó señales de vida. El cachorro estaba caliente, probablemente tenía las costillas rotas. Aunque moribundo, aún respiraba. Por las señales que revelaba la tierra, Ayla comprendió que la leona había encontrado a su cachorro, incitándole en vano a levantarse. Luego, de acuerdo con el comportamiento de todos los animales –excepto el que caminaba sobre dos pies–, que deben dejar que los débiles mueran para que los demás sobrevivan, dedicó toda su atención a su otro cachorro y se alejó.
Sólo el animal llamado humano depende, para sobrevivir, de algo más que de la fuerza y buen estado físico. Débil, si se la comparaba con sus competidores carnívoros, la humanidad dependía de la compasión y la cooperación para su supervivencia.
«Pobrecito –pensó Ayla–. Tu madre no pudo ayudarte, ¿verdad?» No era la primera vez que se le enternecía el corazón ante una criatura lastimada e indefensa. Por un instante pensó en llevarse el cachorro a la cueva, pero rechazó la idea inmediatamente. Brun y Creb le habían permitido llevar animalitos a la caverna del clan para que los cuidara, mientras aprendía las artes curativas, aunque la primera vez su conducta causó una verdadera conmoción. Pero Brun no habría autorizado un lobezno. El cachorro de león era ya tan grande como un lobo; algún día alcanzaría el tamaño de Whinney.
Se enderezó y se quedó mirando al cachorro moribundo. Movió la cabeza, con aire entristecido, y se dirigió en busca de Whinney, con la esperanza de que la carga que arrastraba no se atascara demasiado pronto. Al echar a andar, Ayla vio que las hienas se preparaban para seguirlas. Cogió una piedra y vio que la manada se había distraído. Era la reacción lógica, acorde con las funciones que la madre naturaleza les asignara: habían encontrado al cachorro de león. Pero cuando se trataba de hienas, Ayla dejaba de mostrarse razonable.
–¡Largo de ahí, apestosos animales! ¡Dejad en paz a ese cachorro!
Ayla volvió sobre sus pasos, lanzando piedras. Un aullido le hizo saber que una de ellas había dado en el blanco. Las hienas retrocedieron de nuevo, fuera de su alcance, mientras la mujer avanzaba hacia ellas, presa de una ira justiciera.
«¡Ahí va eso! Así se mantendrán alejadas», pensó, erguida, con las piernas abiertas, protegiendo al cachorro entre sus pies. Y de repente una sonrisa torcida llena de incredulidad cruzó por su rostro. «¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué las alejo de un cachorro de león, que de todos modos está condenado a morir? Si dejo que las hienas se queden con él, no me volverán a molestar.
»No me lo puedo llevar. Ni siquiera podría llevarlo a cuestas. Por lo menos, no todo el camino. Ya tengo bastante con llevarme el reno. Es ridículo hasta pensarlo.