Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Todavía no estaba muy avanzada la primavera. Habían espantado inadvertidamente al animal, pero tan pronto como Ayla lo vio correr, se inclinó hacia él..., echando mano de la honda mientras Whinney lo seguía. Al acercarse, el cambio de posición de Ayla que se produjo a la par que la idea de desmontar, hizo que la yegua se detuviera a tiempo para que bajara y lanzase una piedra.
«Me vendrá muy bien tener carne fresca esta noche», pensaba, mientras regresaba hacia la yegua que la esperaba. «Debería cazar más, pero ha sido tan divertido montar a Whinney...
»¡Estaba montando a Whinney! Echó a correr tras la marmota. ¡Y se detuvo cuando yo necesitaba que lo hiciera!» Los pensamientos de Ayla volvieron rápidamente al primer día en que montó a caballo y abrazó el cuello de la yegua. Entretanto, Whinney había bajado la cabeza para mordisquear una mata de hierba nueva y tierna.
–¡Whinney! –gritó la joven. La yegua alzó la cabeza y enderezó las orejas en actitud expectante.
La joven quedó asombrada. No sabía cómo explicárselo. La simple idea de montar a caballo había sido irresistible y disparatada, pero que el caballo fuera adonde ella quería ir era más difícil de comprender que el proceso por el que ambas habían tenido que pasar. La yegua se acercó.
–¡Oh, Whinney! –repitió, con la voz quebrada por un sollozo, aunque no sabía por qué, mientras abrazaba el cuello peludo, que Whinney, con un resoplido, arqueó para poder reposar la cabeza sobre el hombro de la joven.
Al tratar de montar nuevamente a caballo, Ayla se sintió torpe, la marmota parecía ser un estorbo. Fue hasta un tronco, aunque hacía ya tiempo que no lo usaba; pensándolo bien, se dio cuenta de que había dado un salto y alzado la pierna montando con facilidad. Después de cierta confusión inicial, Whinney tomó el camino de la cueva. Cuando trató Ayla de dirigir conscientemente a la potranca, sus señales inconscientes perdieron algo de decisión, y lo mismo sucedió con la respuesta de Whinney. No comprendió cómo se las había arreglado para dirigir a la yegua.
Ayla aprendió a confiar otra vez en sus reflejos al descubrir que Whinney respondía mejor si se relajaba, si bien, al hacerlo, desarrolló algunas señales llenas de sentido. A medida que avanzaba la temporada, comenzó a cazar más. Al principio desmontaba para usar la honda, pero no tardó mucho en intentar hacerlo montada. Errar el tiro significaba tener que ejercitarse a fondo; lo consideró como un reto más. Al principio aprendió a usar el arma practicando ella a solas. Entonces era un juego y no podía pedirle a nadie que la entrenara, puesto que se suponía que no debía cazar. Y desde que un lince la encontrara desarmada al errar un tiro, ideó una técnica para disparar rápidamente dos piedras sucesivas, practicando infatigable hasta perfeccionarse.
Hacía mucho que no necesitaba ejercitarse con la honda, y volvió a convertirse en un juego, aunque no menos serio porque resultase divertido. Sin embargo, su maestría era tal que no tardó mucho en tener tanta puntería a caballo como a pie. Pero incluso corriendo a caballo y acercándose a una liebre de pies alados, la joven seguía sin captar, sin imaginar siquiera toda la serie de ventajas que tenía a su disposición.
Al principio, Ayla llevaba su botín a casa como lo había hecho siempre: en un cuévano a la espalda. Un paso fácil de dar fue la colocación de la presa delante de ella, atravesada sobre el lomo de Whinney. Idear un canasto especialmente adaptado para que lo llevara la yegua era lógicamente lo que vendría después. Tardó un poco más en ingeniárselas para colocar un canasto a cada lado de la yegua, sujetos con una larga correa que la rodeara. Sin embargo, al agregar el segundo canasto, empezó a darse cuenta de algunas de las ventajas que representaba dominar la fuerza de su amiga de cuatro patas. Por vez primera pudo llevar a la cueva una carga mucho más pesada que la que ella sola habría sido capaz de transportar.
Una vez que comprendió lo que podría lograr con ayuda de la yegua, sus métodos cambiaron. En realidad, lo que cambió fue su propia forma de vivir. Permaneció fuera más tarde, llegó mucho más lejos, y regresó con más verduras, materiales y vegetales o animales pequeños al mismo tiempo. Después pasaba los días siguientes elaborando el producto de sus incursiones.
En cuanto vio fresas silvestres que empezaban a madurar, registró una vasta zona para recoger todas las que pudiera. Las maduras escaseaban al principio de la temporada y estaban alejadas unas de otras. Tenía buen ojo para recordar las señales que le impedían extraviarse, pero, a veces, antes de llegar al valle se había hecho demasiado oscuro para divisarlas. Cuando comprendió que ya estaba cerca de la cueva, confió en el instinto de Whinney para guiarlas a ambas, y en excursiones ulteriores dejó a menudo que la yegua encontrara el camino de regreso.
Pero, después de aquella experiencia, se llevó siempre una piel para dormir, por si acaso. Una noche decidió dormir en la estepa, al aire libre, porque se había hecho tarde y pensó que le gustaría pasar de nuevo una noche bajo las estrellas. Encendió una hoguera, aunque, apretada contra Whinney para recibir su calor, apenas si lo necesitaba; era más bien una forma de protegerse contra la vida nocturna y salvaje. A todas las criaturas de la estepa las ahuyentaba el olor a humo. Había veces en que terribles incendios de hierba duraban días enteros, arrasando –o asando– todo lo que encontraban por delante.
Después de aquella primera vez, fue más fácil pasar una o dos noches lejos de la cueva, y Ayla comenzó a explorar más detenidamente la región situada al este del valle.
No quería confesárselo, pero estaba buscando a los Otros, con la esperanza y también con el temor de encontrarlos. En cierto sentido, era una manera de aplazar la decisión de abandonar el valle. Sabía que pronto tendría que hacer preparativos para marchar, si había de reanudar la búsqueda, pero el valle se había convertido en su hogar. No quería irse, y todavía estaba preocupada por Whinney. No sabía lo que le podrían hacer unos Otros desconocidos. Si había gente que viviera lejos de su cueva, pero a una distancia accesible a caballo, tal vez podría observarla antes de revelar su presencia y enterarse de algo al respecto.
Los Otros eran su gente, pero no podía recordar nada de la vida anterior a la que había llevado con el Clan. Sabía que la habían encontrado inconsciente a orillas de un río, medio muerta de hambre y ardiendo de fiebre a causa de los arañazos infectados de un león cavernario. Estaba casi muerta cuando Iza la recogió y la llevó con ellos en su búsqueda de una nueva caverna. Pero en cuanto intentaba recordar algo de su vida anterior, un temor horrible se apoderaba de ella con la incómoda sensación de que la tierra se agitaba bajo sus pies.
El terremoto que había lanzado por comarcas desiertas a una niña de cinco años, sola, abandonada al destino –y a la compasión de personas tan distintas–, había sido demasiado fuerte para una mente tan joven. Había perdido hasta el recuerdo del terremoto y de las personas entre las que había nacido. Para ella eran lo mismo que para el resto del Clan: los Otros.
Al igual que la indecisa primavera oscilaba entre chubascos helados y un cálido sol, y vuelta a empezar, el ánimo de Ayla pasaba de un extremo a otro. Los días no eran malos. En su época de crecimiento, había pasado muchos días vagando por el campo cerca de la caverna, en busca de hierbas para Iza o, más adelante, cazando, y ya estaba acostumbrada a la soledad. De manera que, por la mañana y por la tarde, cuando estaba ocupada y llena de actividad, sólo quería quedarse en el valle abrigado con Whinney. Pero por la noche, en su pequeña caverna, con un caballo y un fuego por única compañía, echaba de menos la presencia de algún ser humano que mitigara su soledad. Era más difícil estar sola en la primavera cálida que durante el frío invierno. Sus pensamientos volvían al Clan y a la gente a la que amaba, y le dolían los brazos por la necesidad de mecer a su hijo. Todas las noches tomaba la decisión de prepararse para partir al día siguiente, y todas las mañanas posponía la marcha y montaba a Whinney para recorrer las llanuras del este.
Su cuidadoso y vasto examen le permitió conocer no sólo el territorio, sino también la vida que bullía en la vasta pradera. Manadas de rumiantes habían comenzado su migración, y eso le hizo pensar en cazar de nuevo un animal grande. A medida que la idea se afianzaba en su mente, desplazó en cierto modo su preocupación por la existencia solitaria que llevaba.
Vio caballos, pero ninguno regresó a su valle. No importaba. No entraba en sus propósitos cazar caballos. Tendría que ser algún otro animal. Si bien no sabía cómo podría usarlas, comenzó a llevarse las lanzas cuando salía a caballo. Los largos palos resultaron incómodos hasta que ideó la manera de sujetarlos, uno en cada canasto, a ambos lados de la yegua.
Fue al observar una manada de hembras de reno cuando en su cabeza empezó a cobrar forma una idea. Siendo niña, y cuando aprendía subrepticiamente a cazar, a menudo encontraba un pretexto para trabajar cerca de los hombres cuando discutían de caza..., su tema predilecto de conversación.
Por aquel entonces, lo que más le interesaba era todo lo referente a la caza con honda –su arma–, pero, de todos modos, la intrigaba todo lo que decían sobre la cacería en general. A primera vista, había pensado que la manada de renos de poca cornamenta eran machos; después se fijó en las crías y recordó que, entre todas las variedades de reno, sólo las hembras llevaban cornamenta. Al recordarlo, le volvió a la memoria toda una serie de recuerdos asociados..., incluido el sabor de la carne de reno.
Y lo más importante: recordó que los hombres decían que cuando los renos emigran al norte en primavera, siguen un mismo camino, como si se tratara de una senda que sólo ellos podían ver, y que emigran en grupos separados. Primero inician la marcha las hembras y los pequeños, seguidos por una manada de machos jóvenes. Más adelantada la estación les toca el turno a los machos viejos, formados en grupos reducidos.
Ayla cabalgaba a paso lento detrás de una manada de renos con cornamenta acompañados de sus crías. La horda veraniega de moscas y mosquitos, que gustaban de anidar en el pelaje de los renos, sobre todo en torno a los ojos y en las orejas, incitando a los renos a buscar climas más fríos donde no abundaran tanto los insectos, estaba haciendo su aparición. Ayla espantó distraídamente los pocos que zumbaban alrededor de su cabeza. Cuando se puso en camino, una niebla matutina cubría aún las hondonadas y depresiones bajas; el sol naciente convertía en vapor las quebradas profundas, lo que proporcionaba una humedad inusitada a la estepa. Los renos estaban acostumbrados a la presencia de otros ungulados, por lo que no hicieron caso de Whinney ni de su pasajera humana, mientras no se aproximaran demasiado.
Observándolos, Ayla pensaba en la caza. Si los machos jóvenes seguían a las hembras, no tardarían en pasar por aquel camino. «Quizá podría cazar un reno joven; puesto que sé el camino que van a seguir. Pero eso no me servirá de nada si no puedo acercarme lo suficiente para hacer uso de mis lanzas. Tal vez podría abrir otra zanja. No: se desviarían y la evitarían, y no hay suficiente maleza para hacer una valla que no pudieran saltar. Tal vez si consiguiera hacerlos correr, caería alguno.
»Y si cae, ¿cómo voy a sacarlo? No quiero volver a descuartizar un animal en el fondo de un hoyo lodoso. Además, también tendría que secar aquí la carne, a menos que lo pudiera llevar a la cueva.»
La mujer y la yegua siguieron a la manada el día entero, deteniéndose de cuando en cuando para comer y descansar, hasta que las nubes se colorearon de rosa en un cielo cuyo azul iba oscureciéndose. Ayla había llegado más al norte que nunca; la zona le era desconocida. A lo lejos había visto una línea de vegetación y, a la luz que se iba apagando a medida que el cielo enrojecía, vio que el color se reflejaba más allá de unos densos matorrales. Los renos se colocaron en fila para atravesar angostos pasos y llegar al agua de un río grande y se situaron a lo largo de la orilla poco profunda para beber antes de cruzar.
Un crepúsculo gris apagó el verde frescor de la tierra mientras ardía el cielo, como si el color robado por la noche fuera devuelto en matices más brillantes. Ayla se preguntó si sería el mismo río que habían atravesado ya varias veces. En lugar de cruzar arroyos, riachuelos y corrientes, que iban a parar a un curso de agua más caudaloso, a menudo serpenteaba entre pastizales y giraba sobre sí mismo en recodos, dividiéndose en canales. Si su suposición era cierta, desde el otro lado del río podría llegar a su valle sin tener que atravesar más ríos anchos.
Los renos, mordisqueando líquenes, parecían preparados para pasar la noche al otro lado del río. Ayla decidió seguir su ejemplo. El camino de regreso sería largo y tendría que cruzar el río en algún punto. No quería correr el riesgo de mojarse y pasar frío cuando ya estaba cayendo la noche. Se deslizó por el lomo de la yegua, retiró los canastos y dejó que Whinney correteara mientras ella preparaba el campamento. Pronto ardieron maderas del río y ramas secas de la maleza, gracias a la pirita y el pedernal. Después de una cena compuesta de chufas feculentas, envueltas en hojas y asadas, acompañadas de un surtido de verduras como relleno de una marmota cocida, montó su tienda baja. Ayla silbó para llamar a la yegua, pues deseaba tenerla cerca, y se metió en sus pieles para dormir con la cabeza fuera de la entrada de la tienda.
Las nubes se habían asentado en el horizonte; allá arriba, las estrellas eran tantas y estaban tan juntas que parecía como si una luz de indescriptible brillantez pugnara por abrirse paso a través de la barrera negra y agrietada del cielo nocturno. Creb decía que eran fuegos en el cielo, hogares del mundo de los espíritus, y también los hogares de los espíritus totémicos. Los ojos de la joven recorrieron el firmamento hasta encontrar el dibujo que buscaba: «Ahí está el hogar de Ursus, y más arriba mi tótem, el León Cavernario. Es curioso cómo pueden circular por el cielo sin que cambie la forma. Me pregunto si irán de cacería y regresarán después a sus cavernas».
«Necesito cazar un reno. Y será mejor que lo piense rápidamente; los machos llegarán pronto. Eso significa que cruzarán por aquí.» Whinney sintió la presencia de un depredador de cuatro patas, resopló y se acercó más al fuego y a la mujer.
–¿Hay algo ahí fuera, Whinney? –preguntó la joven empleando palabras y gestos, palabras diferentes de las que usaba el Clan. Podía emitir un relincho suave que no se distinguía de los que lanzaba Whinney. Podía gañir como una zorra, aullar como un lobo, y estaba aprendiendo rápidamente a cantar como cualquier pájaro. Muchos de esos sonidos se habían integrado en su lenguaje privado. Apenas recordaba ya el mandato del Clan en contra de los sonidos innecesarios. La capacidad normal y fácil de su especie para vocalizar se estaba afirmando en ella.