Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–Venid los dos. Todos tienen hambre y la comida está... –Thonolan se interrumpió al ver que ambos estaban muy juntos, perdidos en las profundidades de sus respectivas miradas–. ¡Ay!..., lo siento; creo que he interrumpido algo.
Los dos se apartaron; el momento había pasado.
–No importa, Thonolan. No queremos dejar esperando a nadie. Podremos hablar después –dijo Jondalar.
Cuando miró a Serenio, ésta pareció sorprendida y confusa, como si no supiera lo que había sucedido y luchara por recobrar la compostura que le servía de escudo.
Llegaron al área que estaba protegida por el saliente de piedra arenisca y sintieron el calor de la enorme hoguera central. Cuando aparecieron, todos se situaron alrededor de Thonolan y Jetamio, que ocupaban un espacio central vacío, detrás del fuego. La Fiesta de Compromiso indicaba el inicio festivo de un período ritual que culminaría con la celebración matrimonial. Durante el intervalo, la comunicación y el contacto entre los dos jóvenes se verían severamente limitados.
El ambiente cálido creado por la gente, impregnado del sentimiento de comunidad, rodeaba a la pareja. Unieron sus manos y, viendo sólo perfección en los ojos del otro, quisieron anunciar su dicha al mundo y afirmar su compromiso mutuo. El Shamud dio un paso adelante. Jetamio y Thonolan se arrodillaron para que el curandero y guía espiritual colocara una corona de espino con frescos capullos sobre sus cabezas. Después de dar tres vueltas, sin soltarse las manos, en torno de la hoguera y de la gente allí reunida, regresaron a su sitio, cerrando un círculo que abarcaba con su amor la Caverna de los Sharamudoi.
El Shamud se volvió hacia ellos y, con los brazos en alto, pronunció:
–El círculo comienza y termina en un mismo punto. La vida es como un círculo que comienza y termina con la Gran Madre; la Primera Madre que, en su soledad, creó toda la vida –la voz vibrante se oía fácilmente en la silenciosa reunión y por encima de las llamas crepitantes–. Mudo la Bendita es nuestro comienzo y nuestro fin. De Ella venimos, a Ella retornamos. Ella vela por nosotros en todos los aspectos. Somos sus hijos, toda vida proviene de Ella. Da libremente de Su abundancia. De Su cuerpo obtenemos sustento: alimento, agua y abrigo. De Su espíritu vienen dádivas de sabiduría y calor: habilidades y talentos, fuego y amistad. Pero las dádivas más grandes vienen de Su amor, que lo abarca todo.
»La Gran Madre Tierra se deleita en la felicidad de Sus hijos. Disfruta con nuestros goces y, por tanto, nos ha brindado la maravillosa Dádiva del Placer. La honramos, le demostramos respeto cuando compartimos Su Dádiva. Pero para las Bendecidas entre nosotros ha reservado Su Dádiva más grande, al dotarlas con Su maravilloso poder de crear Vida», el Shamud miró a la joven.
«Jetamio, eres una de las Bendecidas. Si honras a Mudo en todos los aspectos, puedes verte recompensada con la Dádiva de Vida por la Madre, y dar a luz. Sin embargo, el espíritu de Vida que llevas en ti sólo proviene de la Gran Madre.
»Thonolan, al adquirir el compromiso de hacerte cargo de otra persona, eres como Ella, que se hace cargo de todos nosotros. Al honrarla así, Ella podrá concederte el poder, creador también, de manera que un hijo traído al mundo por la mujer de quien estás encargado u otra de las Bendecidas por Mudo, puede ser de tu espíritu.» El Shamud miró al grupo.
«Cada uno de nosotros, cuando se ocupa de su prójimo, honra a la Madre y es bendecido por Su fecundidad.»
Thonolan y Jetamio se sonrieron mutuamente y, cuando el Shamud retrocedió, se sentaron en esteras tejidas. Era la señal para que comenzara el festín. Para empezar sirvieron a la joven pareja una bebida ligeramente alcohólica hecha de flores de amargón y miel en fermentación desde la última luna nueva. Luego, la misma bebida fue distribuida a todos los demás.
Unos aromas tentadores que flotaban en el aire contribuyeron a que todos se percataran de cuánto habían trabajado aquel día. Incluso los que habían permanecido en la elevada terraza no habían estado ociosos, lo cual resultó obvio en cuanto apareció el primer plato aromático. Pescado blanco en tablilla, atrapado en trampas aquella misma mañana y asado cerca del fuego al aire libre, fue ofrecido a Jetamio y Thonolan por Markeno y Tholie: sus iguales en la familia Ramudoi. Fuerte acedera leñosa, cocida y aplastada hasta convertirla en pulpa, era la salsa que acompañaba el plato.
El sabor, nuevo para Jondalar, le gustó en el acto y le pareció un complemento excelente para el pescado. Pasaron de mano en mano canastos de alimentos pequeños para acompañar también al plato. Cuando Tholie se sentó, le preguntó qué eran.
–Nueces de haya, recogidas el otoño pasado –contestó, y explicó con todo detalle la manera en que se les quitaba la corteza exterior gruesa con finas hojas de pedernal; después se tostaban cuidadosamente zarandeándolas junto con carbones calientes en canastos planos en forma de fuentes, los cuales eran agitados constantemente para evitar que se quemaran, y finalmente se envolvían en sal marina.
–Tholie trajo la sal –dijo Jetamio–. Fue parte de su regalo de boda.
–Tholie, ¿viven muchos Mamutoi cerca del mar? –preguntó Jondalar.
–No, nuestro campamento era uno de los más próximos al Mar de Beran. La mayoría de los Mamutoi viven más al norte. Los Mamutoi son cazadores de mamuts –explicó orgullosa–. Todos los años nos íbamos al norte para las cacerías.
–¿Cómo te casaste con una mujer Mamutoi? –preguntó el rubio Zelandonii a Markeno.
–La rapté –respondió éste, haciendo un guiño a la joven.
–Es cierto –dijo Tholie, sonriendo–. Por supuesto, todo estaba arreglado.
–Nos conocimos una vez que fui en una expedición comercial al este. Viajamos todo el camino hasta el delta del Río de la Madre. Fue mi primer viaje. A mí no me importaba que fuera Sharamudoi o Mamutoi: no habría regresado sin ella.
Markeno y Tholie relataron las dificultades que había ocasionado su deseo de emparejarse. Fueron necesarias prolongadas negociaciones para superar todos los impedimentos, y luego él tuvo que «raptarla» para poder saltarse ciertas costumbres. Ella estaba más que dispuesta; sin su consentimiento, no habría podido realizarse la unión. Por otro lado, existían precedentes; aun cuando no fuese práctica habitual, uniones como la suya se habían celebrado ya anteriormente.
Las poblaciones de humanos eran escasas y estaban tan distantes unas de otras, que pocas veces invadían sus respectivos territorios, por lo que el contacto poco frecuente con extraños resultaba una novedad. Aunque un poco cautelosa al principio, la gente no solía mostrarse hostil, y no era raro ser bien recibido. La mayoría de los pueblos cazadores estaban acostumbrados a recorrer grandes distancias, siguiendo a menudo rebaños migratorios con una regularidad de temporada, y muchos tenían tradiciones muy antiguas de Viajes individuales.
Era más frecuente que las fricciones surgieran de la familiaridad. Las hostilidades tendían a surgir intramuros –en el seno de la comunidad– cuando se producían. Los códigos de comportamiento mantenían dentro de los límites a los temperamentos violentos, y casi siempre volvían las aguas a su cauce gracias a costumbres ritualizadas..., si bien tales costumbres no estaban petrificadas. Los Sharamudoi y los Mamutoi estaban en buenas relaciones comerciales, y existían similitudes en costumbres y lengua. Para los primeros, la Gran Madre Tierra era Mudo, para los segundos, era Mut, pero seguía siendo la Primera Madre, Antepasada Original y Deidad.
Los Mamutoi eran un pueblo con un elevado concepto de sí mismos, lo que no les impedía comportarse de forma abierta y amistosa. Como grupo, no temían a nadie..., al fin y al cabo eran cazadores de mamuts. Eran confiados, impetuosos, algo ingenuos, y estaban convencidos de que todos los demás los veían como se veían ellos a sí mismos. A pesar de que las discusiones se le habían antojado interminables a Markeno, no habían constituido un problema insuperable contra la unión.
La propia Tholie era un buen ejemplo de su gente: abierta, amistosa y segura de que todos la querían. En realidad, pocos eran los que podían resistirse a su sincera extroversión. Nadie se ofendía siquiera cuando hacía las preguntas más personales, pues resultaba obvio que no había intención maliciosa en ellas. Sucedía que ella se interesaba por todo y no veía razón alguna para dominar su curiosidad.
Una joven se acercó con una niña en brazos.
–Tholie, Shamio se ha despertado. Creo que tiene hambre.
La madre hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y dio el pecho al bebé, sin apenas interrumpir la conversación ni la comida. Fueron ofrecidos más alimentos: hayucos encurtidos que habían macerado en salmuera y nacejas frescas. El pequeño tubérculo se parecía a las zanahorias silvestres, era una chufa dulce que ya conocía Jondalar; el primer bocado sabía a nuez, pero el segundo gustillo a rábano era una sorpresa. Su sabor fuerte era muy apreciado en la Caverna, pero él no estaba seguro de que le gustara. Dolando y Roshario llevaron a la joven pareja un rico guisado de gamo y vino de arándano, de un rojo oscuro.
–El pescado me pareció delicioso –dijo Jondalar a su hermano–, pero este guisado está soberbio.
–Dice Jetamio que es tradicional. Está sazonado con las hojas desecadas del mirto de la ciénaga. Se emplea la corteza para curtir las pieles de gamo: eso les da su color amarillo. Crece en pantanos, especialmente allí donde la Hermana se une con la Madre. Fue una suerte que estuvieran recogiéndola el otoño pasado, pues, de lo contrario, no nos habrían encontrado.
El ceño de Jondalar se frunció al recordar aquellos días.
–Tienes razón; fue una suerte. Me gustaría saber cómo podría recompensar por ello a esta gente –y su frente volvió a ensombrecerse de nuevo cuando recordó que su hermano estaba convirtiéndose en uno de ellos.
–Este vino es el regalo de boda de Jetamio –dijo Serenio.
Jondalar tendió la mano hacia su copa, bebió un sorbo y asintió:
–Es bueno. Es mucho bueno.
–Muy bueno –le corrigió Tholie–. Es muy bueno –a ella no le daba vergüenza corregirle; ella misma tenía aún algunos problemas para expresarse, y suponía que él preferiría hablar bien.
–Muy bueno –repitió Jondalar sonriendo a la joven bajita y robusta, con la criatura pegada a su amplio pecho. Le gustaban su honradez sincera y su naturaleza extrovertida que superaba con tanta facilidad la timidez y la reserva de los demás. Se volvió hacia su hermano–. Tiene razón, Thonolan. Este vino es muy bueno. Incluso madre estaría de acuerdo, y nadie hace mejor vino que Marthona. Creo que ella aprobaría a Jetamio –y de repente Jondalar deseó no haberlo dicho. Thonolan no llevaría nunca a su mujer para presentársela a su madre; lo más probable era que nunca volviera a ver a Marthona.
–Jondalar, deberías hablar sharamudoi. Aquí nadie más puede entenderte cuando hablas en zelandonii, y aprenderás mucho más aprisa si te obligas a hablarlo todo el tiempo –dijo Tholie, inclinándose algo preocupada. Consideraba que la experiencia hablaba por su boca.
Jondalar se sintió un poco molesto, pero no podía enojarse. Tholie era sincera, y él había sido descortés al hablar en un lenguaje que nadie más que él y su hermano conocían. Se ruborizó, pero sonrió.
Tholie observó que Jondalar estaba apenado; aunque no tenía pelos en la lengua, no era una mujer insensible.
–¿Por qué no aprendemos nuestros lenguajes recíprocamente? Podemos olvidar el propio si no tenemos con quien hablarlo de cuando en cuando. El zelandonii tiene un sonido tan musical, me gustaría aprenderlo –sonrió a Jondalar y Thonolan–. Pasaremos un rato todos los días aprendiendo –declaró, como si pensara que todos los demás tenían que estar de acuerdo.
–Tholie, tal vez quieras aprender zelandonii, pero quizá ellos no deseen aprender mamutoi –dijo Markeno–. ¿No se te había ocurrido?
Ahora le tocó a ella ruborizarse.
–No, no se me había ocurrido –contestó entre desconcertada y apenada.
–Bueno, yo sí quiero aprender mamutoi y zelandonii. Creo que es una buena idea –dijo Jetamio con firmeza.
–También a mí me parece una buena idea, Tholie –afirmó Jondalar.
–¡Vaya mezcla la que estamos organizando aquí! La mitad Ramudoi es en parte Mamutoi y la mitad Shamudoi va a ser en parte Zelandonii –dijo Markeno, sonriendo con gran ternura a su compañera. El afecto entre ambos saltaba a la vista. «Forman una buena pareja», pensó Jondalar, pero no pudo por menos de sonreír. Markeno era tan alto como él, aunque no tan musculoso, y cuando estaban juntos, el fuerte contraste destacaba las características físicas de cada uno: Tholie parecía más bajita y redonda; Markeno, más alto y más delgado.
–¿Puede sumarse alguien más? –preguntó Serenio–. Me parece interesante estudiar zelandonii, y creo que a Darvo el mamutoi le resultaría útil si quiere hacer viajes de negocios algún día.
–¿Por qué no? –preguntó Thonolan riendo–. Cuando se hace un Viaje, ya sea al este o al oeste, ayuda mucho saber la lengua –miró a su hermano–. Pero aunque no la sepas, eso no te impide comprender a una bella mujer, ¿verdad, Jondalar? Especialmente cuando se tienen grandes ojos azules –añadió, sonriendo, en zelandonii.
Jondalar sonrió ante la puya de su hermano.
–Debes hablar sharamudoi, Thonolan –dijo, guiñando un ojo a Tholie. Sacó una verdura de su tazón de madera con su cuchillo para comer; todavía no le parecía natural emplear la mano izquierda para hacerlo, aunque ésa era la costumbre de los Sharamudoi–. ¿Cómo se llama esto? –le preguntó–. En zelandonii se llama «hongo».
Tholie le dijo la palabra utilizada en su lengua y en sharamudoi para designar el hongo de sombrero peludo. Entonces, Jondalar pinchó un alto tallo y lo alzó con expresión interrogante.
–Es el tallo de la bardana joven –dijo Jetamio, pero enseguida se dio cuenta de que la palabra no significaría gran cosa para él. Se levantó y fue hasta el montón de basura junto a la zona de cocinar; regresó con algunas hojas marchitas, pero que todavía podían reconocerse–. Bardana –explicó enseñándole las partes de hojas anchas, con pelusa, de un verde grisáceo, que habían sido arrancadas de los tallos. Él asintió para demostrar que había comprendido. Entonces Jetamio mostró una hoja verde, larga y ancha, de olor inconfundible.
–¡Eso es! Ya sabía yo que era un sabor conocido –dijo Jondalar a su hermano–. Yo no sabía que el ajo tuviera esas hojas –y volviendo a Jetamio dijo–: ¿Cómo se llama?