Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla comió la trucha cogiéndola directamente de la base de piedras calientes donde se había cocido, y pensó en buscar entre el montón de huesos y madera del río algunos trozos planos..., los omoplatos o los huesos de la pelvis eran cómodos para servir de vajilla. Vació su pequeña bolsa de agua en su tazón de cocer y pensó que sería conveniente disponer del estómago impermeable de algún animal grande para hacer una bolsa de agua con mayor capacidad, la cual guardaría en la caverna. Agregó piedras calientes del fuego para calentar el agua de su tazón de cocinar y le echó pétalos de rosa secos de su bolsa de medicinas; los usaba como remedio contra catarros benignos, pero también servían para hacer una agradable bebida caliente.
La dura tarea de recoger, tratar y almacenar la abundancia del valle no era una perspectiva desagradable; por el contrario, estaba deseosa de emprenderla; así se mantendría ocupada y no pensaría tanto en su soledad. Tenía que desecar sólo lo necesario para ella, pero la verdad es que tampoco había otras manos que la ayudaran a realizar el trabajo más aprisa, y estaba preocupada por si le quedaría tiempo suficiente para conseguir un avituallamiento satisfactorio. También había otras cosas que la inquietaban.
Bebiendo su tisana a sorbitos mientras terminaba el canasto, Ayla pasaba revista mentalmente a las exigencias que debería satisfacer para sobrevivir al prolongado y frío invierno.
«Necesito otra piel para mi cama este invierno», pensaba. «Y además carne, por supuesto. ¿Y grasa? Será preciso tener un poco para el invierno. Podría hacer recipientes de corteza de abedul mucho más aprisa que los canastos, si tuviera algunos cascos, huesos y desechos de pieles para hervir y hacer cola. ¿Y dónde voy a encontrar una bolsa grande para el agua y cuero para hacer correas y unir los postes de un tendedero para secar? Podría utilizar tendones, tal vez intestinos para almacenar la grasa y...»
Los dedos que tan rápidamente estaban trabajando se detuvieron; Ayla se quedó mirando al vacío como si hubiera tenido una revelación.
«¡Podría conseguir todo eso de un animal grande! Sólo tengo que matar uno. Pero ¿cómo?»
Terminó el cestillo, lo introdujo en su canasto de recolectar y se ató éste a la espalda. Metió sus herramientas en los pliegues de su manto, cogió su palo de cavar y su honda y se dirigió al prado. Encontró el cerezo silvestre, recogió todas las cerezas que pudo alcanzar y trepó al árbol para coger más. Y también comió una buena cantidad; estaban agridulces.
Al bajarse del árbol decidió arrancar corteza de cerezo, buena contra el catarro. Con el hacha de mano arrancó una sección de la dura corteza exterior y entonces raspó con el cuchillo la capa interior de cambium. Recordó cuando era niña: había ido a buscar corteza de cerezo silvestre para Iza y casi tropezó con los hombres que practicaban con sus armas en el campo. Sabía que estaba mal espiar, pero temía que la vieran alejarse y además se sintió intrigada cuando el viejo Zoug comenzó a enseñar al niño a utilizar la honda.
Sabía que las mujeres no debían tocar armas, pero cuando los hombres se alejaron y dejaron tiradas las hondas, no pudo resistirse. También ella quería intentarlo.
«¿Seguiría hoy con vida de no haberme apropiado de una de aquellas hondas? ¿Me habría odiado tanto Broud si yo no hubiera aprendido a usarla? Quizá no me hubiera expulsado de no haberme odiado tanto. Pero si no me hubiera odiado, no habría gozado forzándome y tal vez no existiría Durc.
»¡Quizá! ¡Quizá! ¡Tal vez!», pensó con enojo. «¿Qué sentido tiene estar pensando en lo que podría haber sido? Ahora estoy aquí, y esa honda no me ayudará a cazar un animal grande. ¡Para eso necesitaría una lanza!»
Prosiguió su camino, entre un bosquecillo de álamos temblones, para ir a beber y lavarse el jugo de las cerezas que le cubría las manos. Había algo en los altos y erectos árboles jóvenes que la hizo detenerse. Agarró el tronco de uno de ellos; entonces entendió. «¡Esto servirá», se dijo. «Con esto podré hacerme una lanza».
Sintió un momento de desaliento. «Brun se enfadaría», pensó. «Cuando me permitió cazar me dijo que nunca debería hacerlo más que con una honda. Él...
»¿Qué me haría? ¿Qué más podría hacerme ninguno de ellos, aunque lo supieran? Estoy muerta. Ya estoy muerta. Aquí no hay nadie más que yo.»
Entonces, lo mismo que si se tensa demasiado una cuerda acaba rompiéndose, algo dentro de ella se quebró; cayó de rodillas.
«¡Oh, cuánto me gustaría que hubiese aquí alguien conmigo! Alguien. Quien fuera. Hasta me alegraría ver a Broud. No volvería a tocar una honda si me permitiese regresar, si me dejara ver de nuevo a Durc.» Arrodillada al pie de un pequeño álamo, Ayla se cubrió el rostro con las manos, entre sollozos; se ahogaba.
Sus sollozos caían en oídos indiferentes. Las criaturas pequeñas de la pradera y el bosque se limitaban a evitar a la extraña que vivía entre ellos y emitía sonidos incomprensibles. No había nadie más que pudiera oírla. Mientras realizaba su viaje había abrigado la esperanza de encontrar a gente, gente como ella. Ahora había decidido detenerse, tenía que hacer a un lado la esperanza, aceptar su soledad y aprender a vivir con ella. La angustiosa preocupacion por sobrevivir sola en un lugar desconocido y a lo largo de un invierno cuyo rigor ignoraba, suponía una tensión adicional. Llorar la aliviaba.
Cuando se puso de pie estaba temblando, pero, aun así, cogió su hacha de mano y se puso a golpear con furia la base del joven álamo, y después atacó otro tronco. «He visto cómo hacían lanzas los hombres», se dijo, mientras arrancaba las ramas. «No parecía tan difícil.» Arrastró los postes hasta el campo y los dejó mientras recogía espigas de trigo mocho y centeno el resto de la tarde; entonces los llevó a rastras hasta la caverna.
Pasó las horas del atardecer arrancando corteza y alisando las lanzas; sólo hizo una pausa para cocer algo de grano, que comería con el pescado que le sobró, y para poner las cerezas a secar. Al cerrar la noche, Ayla estaba preparada para la siguiente fase. Se llevó las lanzas a la caverna y, recordando cómo lo habían hecho los hombres, midió una longitud poco mayor que su estatura, e hizo una marca. A continuación colocó la sección señalada en el fuego, dándole vueltas a la lanza para quemarla toda alrededor. Con un raspador de muesca raspó la parte carbonizada y siguió quemando y raspando hasta que la pieza superior se quebró. La reiterada aplicación de esta técnica la convirtió en una punta aguda, endurecida al fuego. Entonces se dedicó a la segunda lanza.
Era bastante tarde cuando terminó su tarea. Estaba cansada y contenta de estarlo: así se dormiría más fácilmente. Las noches eran lo peor. Ayla cubrió el fuego, fue hasta la abertura, contempló el cielo tachonado de estrellas y trató de encontrar algún pretexto para no acostarse enseguida. Había cavado una trinchera poco profunda, la había llenado de hierba seca y cubierto con pieles; se dirigió a la cama así preparada a paso lento. Se sentó en el borde y fijó la mirada en el tenue resplandor del fuego, escuchando el silencio.
No había agitación de gente preparándose para dormir, ni ruidos de acoplamiento en hogares vecinos, ni gruñidos, ni ronquidos: ninguno de los pequeños ruidos que hace la gente, ni tan siquiera un hálito de vida... aparte del suyo. Extendió la mano hacia la piel que había usado para llevar a su hijo sobre la cadera, hizo una bola con ella y la apretó contra su pecho, meciéndola y canturreando muy bajito mientras le corría el llanto por la cara. Por fin se acostó del todo, se acurrucó sobre el manto y lloró hasta quedarse dormida.
Cuando salió a la mañana siguiente para hacer sus necesidades, tenía sangre en la pierna. Revolvió su escaso montón de pertenencias en busca de su cinturón especial y de las tiras absorbentes. Estaban tiesas y brillantes a pesar de que las había lavado; debería haberlas enterrado la última vez que las usó. Entonces vio la piel de conejo. «Ojalá tuviera algo de lana de muflón para poder guardar esa piel de conejo para el invierno, aunque espero conseguir más conejos», pensó.
Cortó la reducida piel en tiras antes de ir a darse el baño matutino. «Debería haber recordado que iba a llegar, podría haber tomado precauciones. Ahora no podré hacer nada más que...»
Y de repente soltó la carcajada. «La maldición femenina no tiene la menor importancia aquí. No hay hombres a quienes no deba mirar ni a quienes deba prepararles la comida. Sólo tengo que preocuparme por mí misma.
»De todos modos, debería habérmelo esperado, pero los días han pasado tan aprisa. No creí que fuera ya el momento. ¿Cuánto tiempo llevo en este valle?» Trató de recordar, pero los días parecían fundirse unos con otros. Arrugó el entrecejo. «Lo lógico sería saber cuántos días llevo aquí..., puede estar más adelantada la estación de lo que yo creía.» Sintió un momento de pánico, pero se reconvino a sí misma: «No es tan grave. La nieve no comenzará a caer antes de que maduren las frutas y se sequen las hojas, pero tengo que saberlo. Sería conveniente llevar nota de los días».
Recordó cuando Creb, hacía mucho tiempo ya, le había mostrado cómo hacer una muesca en un palo para marcar el paso del tiempo. Se había mostrado sorprendido al ver que ella lo captaba tan rápidamente; sólo se lo había explicado para detener el flujo incontenible de sus preguntas. No debería haberle enseñado a una niña conocimientos sacrosantos reservados al hombre santo y sus acólitos, y le había recomendado que no se lo dijera a nadie. Recordaba también cómo se enojó el Mog-ur al ver que ella hacía un palo para marcar los días entre dos lunas llenas.
–Creb, si me estás observando desde el mundo de los espíritus, no te enfades –dijo expresándose por medio del lenguaje silencioso de las señas–. Sin duda sabes por qué necesito hacerlo.
Encontró un palo largo y liso y marcó una muesca en él con su cuchillo de pedernal. Entonces reflexionó y añadió dos más. Metió tres dedos en las muescas y los alzó. «Creo que han sido más días, pero no estoy segura de cuántos. Volveré a marcar esta noche y todas las demás.» Estudió de nuevo el palo. «Pondré otra encima de ésta para señalar el día en que empecé a sangrar».
La luna pasó por la mitad de sus fases una vez terminadas las lanzas, pero Ayla seguía sin saber cómo se las arreglaría para cazar el animal grande que le hacía falta. Estaba a la entrada de su caverna mirando la muralla que tenía enfrente y el cielo nocturno. Los últimos días del verano eran muy calurosos y la joven disfrutaba de la fresca brisa vespertina. Acababa de terminar un nuevo atuendo veraniego. Su manto entero era demasiado pesado para soportarlo, y aunque andaba desnuda cerca de la caverna, necesitaba los repliegues y bolsas de un manto para llevar cosas dentro en cuanto se alejaba. Después de convertirse en mujer, solía llevar siempre una banda de cuero suave alrededor del pecho cuando iba de cacería; era más cómodo para correr y brincar. Y en el valle no tenía que soportar las miradas subrepticias de la gente que la consideraba extraña por el hecho de llevar aquello puesto.
No tenía una piel grande que poder cortar, pero acabó ingeniándoselas para ceñirse pieles de conejo como un manto de verano que la dejara desnuda de la cintura para arriba y utilizó otras pieles como banda pectoral. Se le había ocurrido hacer una excursión hasta la estepa aquella mañana, con sus nuevas lanzas, y albergaba esperanzas de encontrar animales que pudiera cazar.
La inclinación del lado norte del valle permitía un fácil acceso a la estepa al este del río; la muralla rocosa dificultaba el paso hacia las llanuras del oeste. Vio varias manadas de venados, caballos, incluso una más reducida de antílopes saiga, pero volvió a casa con tan sólo una brazada de perdices blancas y un gran jerbo. Le resultaba imposible acercarse lo suficiente para dar con su lanza en el blanco.
A medida que pasaban los días, cazar un animal grande se había convertido en una preocupación constante. A menudo había observado a los hombres del clan mientras hablaban de cacerías –casi era el único tema de conversación–, pero siempre cazaban en grupo. Su técnica predilecta, similar a la de una manada de lobos, consistía en apartar a un animal de su rebaño y acosarlo por turnos, hasta dejarlo tan agotado que pudieran aproximarse lo suficiente para clavar la lanza mortal. Pero Ayla estaba sola.
En ocasiones les había oído hablar de la manera en que los felinos permanecían al acecho antes de saltar o se abalanzaban furiosamente para derribar a la presa con garras y colmillos. Pero Ayla no tenía garras ni colmillos, ni tan siquiera la velocidad de un felino. A decir verdad, tampoco se sentía cómoda al manejar sus lanzas; eran gruesas y bastante largas. No obstante, tendría que encontrar la manera de acostumbrarse.
Fue la noche de la luna nueva cuando finalmente tuvo una idea que le pareció práctica. Había pensado con frecuencia en la Reunión del Clan, cuando la luna daba la espalda a la Tierra y bañaba el espacio lejano con el reflejo de su luz. El Festival del Oso Cavernario siempre se celebraba cuando había luna nueva.
Le vino a la memoria la representación de cacerías que habían realizado los diferentes clanes. Broud había dirigido la excitante danza de la caza para su clan y la vívida recreación de la persecución de un mamut hacia un cañón sin salida había sido el momento culminante de la jornada. Pero la forma en que el clan anfitrión había mimetizado el arbitrio de cavar una trampa en el camino que seguía un rinoceronte lanudo para ir a beber, y rodearlo después hasta hacerle caer en ella, les situó en un segundo puesto muy honroso en aquella competición. Los rinocerontes lanudos tenían fama de ser impredecibles y peligrosos.
A la mañana siguiente Ayla echó una mirada para comprobar que los caballos seguían allí, pero no los saludó. Podía identificar individualmente a cada uno de los miembros de la manada. Eran su compañía, casi amigos, pero no le quedaba otro remedio si quería sobrevivir.
Se pasó la mayor parte de los siguientes días observando la manada, estudiando sus movimientos: dónde bebían normalmente, dónde les gustaba pacer, dónde pasaban la noche. Mientras observaba, un plan comenzaba a formarse en su mente. Estudiaba los detalles, trataba de pensar en todas las probabilidades, y por fin puso manos a la obra.
Tardó todo un día en derribar árboles pequeños, limpiarlos y arrastrarlos a medio camino a través del campo, amontonándolos cerca de un claro entre los árboles que bordeaban el río. Recogió cortezas resinosas y ramas de pino y abeto, cavó alrededor de viejos tocones podridos en busca de nudos duros que prendían rápidamente al echarlos al fuego, y arrancó manojos de hierba seca. Por la noche, ató con hierba los nudos y trozos resinosos a las ramas para formar antorchas que prenderían rápidamente y arderían produciendo mucho humo.