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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (12 page)

BOOK: El valle de los caballos
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La anciana habló con voz quebrada por la edad y, sin embargo, sorprendentemente fuerte. El jefe señaló a Jondalar, y ella le hizo una pregunta.

–Lo siento, pero no comprendo –dijo el joven.

La anciana volvió a hablar, se golpeó el pecho con una mano tan nudosa como su báculo y pronunció una palabra: «Haduma». Luego le señaló a él con un dedo huesudo.

–Yo soy Jondalar de los Zelandonii –dijo, con la esperanza de haber entendido lo que ella quería decir.

La anciana inclinó la cabeza como si hubiera oído algún ruido.

–¿Ze-lan-don-ii?

Jondalar asintió, pasándose la lengua por los labios secos y agrietados, en un movimiento nervioso. Ella se quedó mirándole con expresión reflexiva y dijo algo al jefe. La respuesta de él fue brusca, y acto seguido, la anciana hizo chasquear su voz dando una orden; después volvió la espalda y se acercó al fuego. Uno de los hombres que había estado vigilándoles sacó un cuchillo. Jondalar miró a su hermano y vio en su rostro una expresión que reflejaba sus propias emociones. Hizo acopio de fuerzas, envió una plegaria silenciosa a la Gran Madre Tierra y cerró los ojos.

Los abrió con una sensación de alivio al darse cuenta de que las correas de sus muñecas habían caído. Se acercaba un hombre con una vejiga llena de agua. Jondalar bebió un trago y se la pasó a Thonolan, cuyas manos también habían sido liberadas. Abrió la boca para decir algo a modo de agradecimiento, pero recordando el golpe en sus costillas, lo pensó mejor y calló.

Los escoltaron hasta el fuego unos guardianes que no se despegaban de ellos, armados con lanzas amenazadoras. El hombre robusto que había llevado a cuestas a la anciana acercó un tronco, lo cubrió con un manto de pieles y se quedó parado al lado del improvisado asiento, con la mano sobre el mango de su cuchillo. Ella se acomodó en el tronco y Jondalar y Thonolan fueron empujados para que se sentaran frente a ella. Ambos tuvieron buen cuidado de no hacer el menor movimiento que pudiera considerarse como un peligro para la anciana; no les cabía la menor duda respecto a la suerte que les esperaba si alguno de aquellos hombres llegaba a imaginar que los extraños podían ponerla en peligro.

La anciana siguió mirando a Jondalar como lo había hecho anteriormente, sin decir palabra. Él sostuvo su mirada, pero, a medida que se prolongaba el silencio, empezó a sentirse incómodo y desconcertado. De repente, la anciana metió la mano bajo su manto y, con ojos que despedían ira, atropellándole la boca un tropel de palabras mordaces que no dejaban el menor lugar a dudas respecto a su sentido general, aunque no se entendía su significado, blandió un objeto frente a él. El asombro hizo que los ojos de Jondalar se desorbitaron: era la estatuilla tallada de la Madre, su donii, lo que la anciana tenía en la mano.

Con el rabillo del ojo vio que el guardián que estaba a su lado vacilaba; había en la donii algo que no le agradaba.

La mujer terminó su parlamento y, alzando dramáticamente el brazo, lanzó la estatuilla al suelo. Jondalar saltó instintivamente y la rescató. Su indignación ante la profanación de aquel objeto sagrado se reflejaba en su rostro; sin hacer caso del pinchazo de una lanza, la recogió y la metió entre sus manos protectoras.

Una palabra aguda de la anciana hizo que la lanza se apartara. El joven se sorprendió al ver en su rostro una sonrisa y una chispa divertida en sus ojos, pero no estaba muy seguro de si la sonrisa era de buen humor o de malicia.

La anciana se levantó del tronco y se acercó. No era mucho más alta de pie que él sentado, y mirándole cara a cara, al mismo nivel, escudriñó el interior de aquellos asombrosos y vívidos ojos azules. Luego retrocedió, le volvió la cabeza a un lado y otro, tocó el músculo de su brazo y midió con la mirada el ancho de sus hombros. Le hizo señas de que se pusiera en pie; como él no entendiera, el guardián le empujó para que obedeciese. La anciana echó hacia atrás la cabeza para contemplarle en toda su estatura de casi dos metros, luego le dio la vuelta, hincándole los dedos en los duros músculos de las piernas. Jondalar tenía la impresión de que le estaban examinando como alguna mercancía en venta, y se ruborizó al comprender que estaba preguntándose si daría la talla.

Después, la anciana examinó a Thonolan, le hizo señas de que se levantara, pero volvió pronto su atención a Jondalar. El rubor que le había subido al rostro adquirió un tono púrpura cuando se dio cuenta de lo que le estaba indicando: quería ver su virilidad.

Él meneó la cabeza y dedicó una mirada sombría a la amplia sonrisa de Thonolan. Al decir la anciana una palabra, uno de los hombres agarró a Jondalar por detrás mientras otro, obviamente molesto, trataba de aflojarle el taparrabos.

–No creo que tenga humor para tolerar objeciones –dijo Thonolan, sonriendo afectadamente.

Jondalar se sacudió con enojo al hombre que le sujetaba y quedó expuesto a las miradas de la anciana, al mismo tiempo que miraba ceñudamente a su hermano, que se sujetaba las costillas, resoplando en un vano intento por aguantarse la risa. La anciana le miró, inclinó la cabeza a un lado y con un dedo nudoso, le tocó.

El color púrpura que cubría el rostro de Jondalar se volvió morado cuando, por alguna razón inexplicable, sintió que el miembro se le hinchaba. La mujer cloqueó, y hubo algunas risas disimuladas, además de un discreto murmullo, entre los hombres que estaban cerca, que delataban su asombro ante lo que acaban de presenciar. Jondalar cubrió a toda prisa su agresivo miembro, sintiéndose idiota y furioso.

–Hermano mayor, de veras que tienes gran necesidad de una mujer para haberte excitado con esa vieja bruja –susurró Thonolan, recobrando el aliento y secándose una lágrima; y al instante volvió a reír a mandíbula batiente.

–Sólo espero que te toque a ti después –dijo Jondalar, deseando que se le ocurriera alguna observación chispeante para hacerle callar.

La anciana hizo señas al jefe de los hombres que los habían apresado y le habló. Se produjo un intercambio acelerado. Jondalar oyó que la anciana decía «Zelandonii» y vio que el joven señalaba la carne que estaba secándose en las cuerdas. El intercambio terminó abruptamente con una orden imperiosa de la anciana. El hombre echó una mirada a Jondalar y después hizo señas a un joven de cabello ensortijado. Tras de unas cuantas palabras, el joven echó a correr a toda velocidad.

Los dos hermanos fueron conducidos de nuevo a su tienda y les fueron devueltas sus mochilas, pero no sus cuchillos ni sus lanzas. Un hombre estaba siempre a corta distancia de ellos, obviamente para no perderlos de vista. Les llevaron comida y, al caer la noche, se metieron en su tienda. Thonolan estaba de excelente humor, pero Jondalar no tenía la menor gana de conversar con un hermano que soltaba la carcajada tan pronto como le miraba.

Cuando despertaron, en el campamento había cierta atmósfera de expectación. A media mañana llegó una numerosa comitiva en medio de gritos y saludos. Se levantaron tiendas; hombres, mujeres y niños se instalaron, y el campo espartano de los dos hermanos comenzó a adquirir el aspecto de una Reunión de Verano. Jondalar y Thonolan observaban con interés cómo ensamblaba aquella gente una gran estructura circular, con paredes verticales cubiertas de cuero y un techo de bálago en forma de cúpula. Las diferentes partes que lo constituían fueron montadas previamente, y lo colocaron con una rapidez sorprendente. Concluido el trabajo, metieron allí dentro paquetes y canastas cubiertas.

Se produjo una pausa en las actividades mientras preparaban la comida. Por la tarde, una multitud comenzó a reunirse en torno de la gran estructura circular. Trajeron el tronco de la anciana y lo colocaron justo a la entrada, con el manto de pieles encima. Tan pronto como apareció la vieja, la multitud se calmó y formó un círculo a su alrededor, dejando libre el espacio del centro. Jondalar y Thonolan la observaban mientras hablaba con un hombre y les señalaba a ellos.

–Quizá quiera que muestres de nuevo el gran deseo que te inspira –le embromó Thonolan mientras el hombre les hacía señas de acercarse.

–¡Primero tendrán que matarme!

–¿Quieres decir que no te consumes por acostarte con esa beldad? –preguntó Thonolan fingiendo inocencia, con los ojos muy abiertos–. Pues ayer saltaba a la vista –empezó a reír de nuevo; Jondalar se volvió y echó a andar hacia el grupo.

Fueron conducidos al centro, y la anciana indicó que se sentaran enfrente de ella.

–¿Zel-an-do-nii? –preguntó la anciana a Jondalar.

–Sí –afirmó él asintiendo con la cabeza–. Yo soy Jondalar de los Zelandonii.

Ella golpeó el brazo de un viejo que estaba a su lado.

–Yo... Tamen –dijo éste, y después pronunció algunas palabras que Jondalar no entendió– ...Hadumai. Mucho tiempo... Tamen –otra palabra desconocida– oeste... Zelandonii.

Jondalar se esforzó y de repente se dio cuenta de que había comprendido algunas de las palabras del viejo.

–Tu nombre es Tamen, algo sobre Hadumai. Mucho tiempo..., hace mucho tiempo tú..., oeste..., ¿hiciste un Viaje?, ¿dónde los Zelandonii? ¿Sabes hablar zelandonii? –preguntó, muy agitado.

–Viajé, sí –dijo el hombre–. No hablo... hace mucho.

La anciana agarró el brazo del hombre y le habló; éste se volvió nuevamente hacia los dos hermanos.

–Haduma –dijo, señalándola– ... Madre... –Tamen vaciló, y luego señaló a todos con movimiento circular del brazo, y haciendo que se alinearan junto a él–. Haduma..., madre..., madre..., madre... –repitió, señalándola primero a ella, después a sí mismo y a cada uno de los demás.

Jondalar estudió a las personas, tratando de entender las explicaciones. Tamen era viejo, pero no tanto como Haduma. El hombre que estaba junto a él era maduro; a su lado había una mujer más joven que llevaba de la mano a un niño. De repente, Jondalar estableció la conexión.

–¿Me estás diciendo que Haduma es madre cinco veces? –y alzó la mano con los cinco dedos abiertos–. ¿La madre de cinco generaciones? –preguntó, asombrado.

–Sí, sí, la madre de la madre –contestó Tamen asintiendo vigorosamente con la cabeza– cinco generaciones –repitió, señalando de nuevo a cada una de las personas.

–¡Gran Madre! ¿Sabes lo vieja que debe de ser? –dijo Jondalar a su hermano.

–Gran Madre, sí –contestó Tamen–. Haduma... madre –y se dio golpecitos en el estómago.

–¿Hijos?

–Hijos –asintió Tamen–. Haduma madre hijos... –y se puso a trazar líneas en la tierra.

–Uno, dos, tres... –y Jondalar decía la palabra del número a cada línea– ¡dieciséis! ¿Haduma dio a luz dieciséis hijos?

Tamen asintió, señalando de nuevo las marcas en el suelo.

–Muchos hijos..., muchas... ¿niña? –y meneó la cabeza, dubitativo.

–¿Hijas? –sugirió Jondalar.

El rostro de Tamen se iluminó.

–Muchas hijas... –reflexionó un instante–. Viven..., todos viven. Todos..., muchos hijos –alzó una mano y un dedo–. Seis Cavernas... Hadumai.

–No me extraña que estuvieran dispuestos a matarnos si la mirábamos con malos ojos –dijo Thonolan–. Es la madre de todos ellos, ¡una Gran Madre viviente!

Jondalar estaba igualmente impresionado, aunque no tanto como intrigado.

–Me siento muy honrado al conocer a Haduma, pero no comprendo. ¿Por qué nos retenéis? ¿Y por qué ha venido hasta aquí?

El hombre señaló la carne que se secaba en las cuerdas, y después al joven que los había hecho prisioneros.

–Jeren... caza. Jeren hace... –y Tamen trazó un círculo en la tierra formando una V amplia separada por un breve espacio en la punta–. Hombre Zelandonii hace..., hace correr... –lo pensó un buen rato y acabó diciendo, con una sonrisa–: Hace correr caballo.

–¡Entonces eso es! –exclamó Thonolan–. Habían preparado una emboscada y estaban esperando a que la manada se acercara. Y nosotros la espantamos.

–Ahora comprendo por qué estaba furioso –dijo Jondalar a Tamen–. Pero ignorábamos que eran vuestros territorios de caza. Por supuesto, nos quedaremos para cazar, y os compensaremos. Pero así no se trata a los visitantes. ¿No sabéis que hay derechos de paso para los que van de Viaje? –dijo, dando rienda suelta a su indignación.

El viejo no entendía todas las palabras aunque captaba más o menos su sentido.

–No muchos visitantes. No... oeste... hace mucho. Costumbres... olvidar.

–Bueno, pues debes recordárselas. Tú fuiste de viaje y algún día tal vez él quiera ir también –Jondolar seguía fastidiado por el modo en que les habían tratado, pero no quería discutir demasiado el asunto. No estaba todavía muy seguro de lo que estaba ocurriendo y tampoco deseaba ofenderles–. ¿Por qué vino Haduma? ¿Cómo podéis permitir que haga un viaje tan largo a su edad?

–No... permitir Haduma –contestó Tamen sonriendo–. Haduma dice. Jeren... encuentra dumai. Mala..., ¿mala suerte? –Jondalar asintió para indicar que la palabra era correcta, pero no comprendía lo que Tamen trataba de expresar– Jeren da... hombre... corredor. Dice Haduma hace partir mala suerte. Haduma viene.

–¿Dumai? ¿Dumai? ¿Te refieres a mi donii? –dijo Jondalar, sacando de su bolsa la estatuilla de piedra. La gente que estaba alrededor abrió la boca y retrocedió al ver lo que tenía en la mano.

Un murmullo iracundo surgió de la multitud, pero Haduma les dijo algo y todos se calmaron.

–¡Pero esta donii es buena suerte! –protestó Jondalar.

–Buena suerte..., mujer, sí. Hombre... –y Tamen buscó una palabra en su memoria– sacrilegio.

Jondalar volvió a sentarse, asombrado.

–Pero si es buena suerte para una mujer, ¿por qué la tiró al suelo? –hizo un gesto violento como si se propusiera imitarlo, lo que provocó exclamaciones inquietas. Haduma habló al viejo.

–Haduma... hace mucho tiempo... vive... gran suerte. Gran... magia. Haduma dice Zelandonii... costumbres. Dice Zelondonii hombre no Hadumai... Haduma dice Zelandonii hombre malo.

Jondalar meneó la cabeza. Thonolan tomó la palabra.

–Creo que dice que te estaba poniendo a prueba, Jondalar. Ella sabía que las costumbres no eran las mismas, y quería saber cómo reaccionarías si ella deshonraba...

–Deshonra, sí –interrumpió Tamen al oír la palabra–. Haduma... sabe no todo hombre..., hombre bueno. Quiere saber Zelandonii hombre deshonra Madre.

–Oye, ésta es una donii muy especial –dijo Jondalar, algo indignado–. Es muy antigua. Mi madre me la dio..., pasa de una generación a otra.

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