Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Gran Madre! –exclamó Thonolan en voz baja.
–Tiene que ser la Hermana –ahora Jondalar estaba demasiado pasmado para preguntarle a su hermano si ya se lo creía.
–¿Cómo vamos a atravesarlo?
–No tengo la menor idea. Tendremos que volver sobre nuestros pasos, río arriba.
–¿Hasta dónde? ¡Si es tan ancho como la Madre!
Jondalar se limitó a menear la cabeza. Tenía la frente arrugada por la preocupación que le dominaba.
–Deberíamos haber seguido el consejo de Tamen. Puede empezar a nevar en cualquier momento; no tendremos que retroceder mucho. No quiero que nos sorprenda en descampado ninguna tormenta fuerte.
Una ráfaga súbita de viento arrebató la capucha de Thonolan y la lanzó lejos, dejándole la cabeza al descubierto. Se la puso de nuevo, esta vez más pegada a la cara, y se estremeció. Por vez primera desde que habían iniciado el Viaje empezaba a albergar serias dudas de que pudieran sobrevivir al prolongado invierno que les esperaba.
–Y ahora, ¿qué haremos, Jondalar?
–Ante todo buscar un lugar para acampar –el hermano más alto echó un vistazo a la zona desde su posición ventajosa–. Por ejemplo, allí, justo río arriba, cerca de esa alta orilla con un bosquecillo de alisos. Hay un arroyo que desemboca en la Hermana... el agua tiene que ser buena.
–Si atamos las dos mochilas a un tronco y nos atamos una cuerda a la cintura, podríamos cruzar a nado sin separarnos.
–Ya sé que eres atrevido, hermano menor, pero es una locura. No estoy seguro de poder cruzar a nado, menos aún si tenemos que tirar de un tronco con todas nuestras pertenencias. El agua está fría; sólo la corriente impide que se congele..., había hielo en la orilla por la mañana. ¿Y si nos enredamos en las ramas de algún árbol? Nos veríamos arrastrados río abajo y tal vez arrastrados al fondo.
–¿Recuerdas la Caverna que vive cerca del Agua Grande? Ellos ahuecan el centro de árboles grandes y los utilizan para cruzar ríos. Quizá pudiéramos...
–A ver si encuentras por aquí un árbol de buen tamaño –dijo Jondalar, apuntando con el brazo hacia la pradera herbosa que sólo contaba con árboles flacos o retorcidos.
–Bueno..., alguien me habló de otra Caverna que hace canoas con corteza de abedul..., pero parece demasiado frágil.
–Ya las he visto, pero no sé cómo las hacen ni la clase de cola que utilizan para que no les entre agua. Y los abedules de su región son mucho más grandes que los que he visto por aquí.
Thonolan echó una mirada a su alrededor, tratando de idear alguna otra cosa que su hermano no pudiera rechazar con su lógica implacable. Observó la hilera de esbeltos alisos que se alzaban en una loma, al sur, y sonrió animado.
–¿Qué te parece una balsa? Lo único que debemos hacer es amarrar unos cuantos troncos; hay alisos de sobra en esa colina.
–¿Y habrá alguno que sea lo bastante largo y fuerte para hacer un palo que permita alcanzar el fondo del río para dirigirla? Las balsas son difíciles de controlar, incluso en ríos pequeños y poco profundos.
La sonrisa confiada de Thonolan se borró y Jondalar tuvo que reprimir la que pugnaba por dibujarse en sus labios. Su hermano era incapaz de disimular sus sentimientos. Jondalar dudaba mucho de que lo hubiera intentado siquiera. Pero lo que hacía de él un ser tan simpático era precisamente esa naturaleza impulsiva y candorosa.
–Sin embargo, la idea no es tan mala –repuso Jondalar, lo que hizo que la sonrisa volviera al rostro de Thonolan–. Una vez que hayamos avanzado río arriba y no haya peligro de que nos arrastre el agua turbulenta, y siempre que encontremos un punto en donde el río sea menos profundo, más angosto y no tan rápido, y donde crezcan árboles. Espero que el tiempo se mantenga tal como está.
Al hablar del tiempo, ya estaba Thonolan tan serio como su hermano.
–Entonces pongámonos en camino. La tienda está remendada.
–Primero miraré esos alisos. Todavía necesitamos un par de lanzas robustas. Deberíamos haberlas hecho la noche pasada.
–¿Aún te preocupa ese rinoceronte? A estas horas lo hemos dejado muy atrás. Tenemos que ponernos en marcha para buscar un lugar donde acampar.
–Por lo menos cortaré una rama.
–Entonces corta otra para mí. Empezaré a recoger.
Jondalar recogió su hacha y examinó el filo, y tras un gesto de aprobación, echó a andar colina arriba hacia la hilera de alisos. Después de examinar cuidadosamente los árboles, escogió uno alto y recto. Apenas lo hubo derribado y despojado de sus ramas, buscó otro para Thonolan, cuando, de pronto, oyó el ruido de una conmoción: resoplidos, gruñidos. Oyó también gritar a su hermano y después el sonido más aterrador que había oído en toda su vida: un alarido de dolor exhalado por su hermano. El silencio, al interrumpirse súbitamente el alarido, fue peor aún.
–¡Thonolan! ¡Thonolan!
Jondalar echó a correr colina abajo, sujetando todavía el palo de aliso y presa de un terror pánico. El corazón le latía en la garganta cuando vio un rinoceronte lanudo, tan alto como él, empujando la forma inerte de un hombre por el suelo. El animal parecía no saber qué hacer con su víctima, una vez la había derribado. Desde las profundidades de su temor y su ira, Jondalar dejó de pensar: reaccionó.
Blandiendo el palo de aliso como un garrote, el hermano mayor se abalanzó contra la bestia, olvidando su propia seguridad. Le asestó un fuerte golpe en el hocico, justo debajo del gran cuerno curvo, y después otro. El rinoceronte retrocedió, sin saber qué hacer frente a un hombre enloquecido que cargaba contra él y le lastimaba. Jondalar se preparaba para golpear de nuevo, llevó hacia atrás el largo palo para tomar impulso..., pero el animal se dio la vuelta. El fuerte garrotazo en el lomo no le hizo mucho daño, pero le obligó a correr, con el hombre alto tras él.
Cuando un garrotazo asestado con el largo palo silbó en el aire mientras el animal tomaba la delantera, Jondalar se detuvo y vio cómo se alejaba; recobró el aliento, dejó caer el palo y corrió hacia Thonolan. Su hermano estaba tendido boca abajo, allí donde el rinoceronte le había dejado.
–¿Thonolan? ¡Thonolan! –Jondalar le puso boca arriba. Había un desgarrón en el pantalón de cuero de Thonolan cerca de la ingle y una mancha de sangre que se ensanchaba–. ¡Thonolan! ¡Oh, Doni! –pegó el oído al pecho de su hermano, tratando de percibir un latido, y se espantó creyendo que sólo imaginaba oírlo cuando lo oyó en realidad–. ¡Oh, Doni, está vivo! Pero, ¿qué voy a hacer? –resoplando por el esfuerzo realizado, Jondalar tomó en brazos al joven inconsciente y se quedó un momento sin saber qué hacer, meciéndole contra su pecho–. ¡Doni, oh, Gran Madre Tierra! No te lo lleves aún. Deja que viva. Oh, por favor... –su voz se quebró y un enorme sollozo dilató su pecho–. Madre..., por favor..., que viva...
Jondalar inclinó la cabeza y sollozó contra el hombro inerte de su hermano un momento; después se lo llevó a la tienda. Le acostó con mucha suavidad sobre su rollo de dormir y con su cuchillo de mango de hueso le cortó la ropa. La única herida visible era un desgarrón desigual en la parte superior del muslo izquierdo, pero tenía el pecho de un rojo encendido; el lado izquierdo se le estaba hinchando y ennegreciéndose. Un examen a fondo, palpándole con todo cuidado, indicó a Jondalar que había varias costillas rotas; también era probable que el joven tuviera heridas internas.
La sangre salía a borbotones del muslo desgarrado de Thonolan y formaba un charco en su cama. Jondalar buscó en su mochila algo para poder detenerla. Cogió su túnica de verano, sin mangas, hizo una bola con ella y trató de quitar la sangre de la piel de la cama, pero sólo consiguió embarrarla. Entonces puso la suave gamuza sobre la herida.
–¡Doni, Doni! No sé qué hacer. Yo no soy zelandoni –Jondalar se sentó sobre los talones y se pasó la mano por el cabello, manchándose de sangre la cara–. Corteza de sauce. Haré una infusión de corteza de sauce.
Salió por un poco de agua. No hacía falta ser zelandoni para conocer las propiedades calmantes de la corteza de sauce; todos hacían una infusión de corteza de sauce contra el dolor de cabeza o cualquier otro dolor. No sabía si se empleaba para heridas graves, pero no se le ocurría ninguna otra cosa. Caminó agitado alrededor del fuego, mirando hacia el interior de la tienda a cada vuelta, a la espera de que hirviera el agua. Amontonó más leña sobre las llamas y quemó un borde del marco de madera que sostenía el pellejo lleno de agua.
«¿Por qué tarda tanto? Ahora resulta que no tengo la corteza de sauce. Lo mejor será que vaya a buscarla en lo que tarda el agua en hervir.» Metió la cabeza por la abertura de la tienda y miró largo rato a su hermano; luego corrió hasta la orilla del río. Después de arrancar la corteza de un árbol deshojado cuyas largas y delgadas ramas se bañaban en el agua, se apresuró a regresar al campamento.
Primero miró para ver si Thonolan se había movido y comprobó que su túnica de verano estaba empapada en sangre. Luego se dio cuenta de que el contenido de la olla hervía a borbotones y se salía: amenazaba con apagar el fuego. Al principio no supo qué hacer –si ocuparse de la tisana o de su hermano–, y su mirada iba de la tienda al fuego y del fuego a la tienda. Finalmente tomó una taza, sacó un poco de agua, se quemó la mano y dejó caer la corteza de sauce en la olla. Echó más palos al fuego esperando que prendieran. Buscó en la mochila de Thonolan, la volcó desalentado y cogió la túnica de verano para sustituir a la suya.
Al entrar de nuevo en la tienda, oyó gemir a Thonolan. Era el primer sonido que éste emitía. Salió rápidamente para traer una taza de tisana, vio que apenas quedaba líquido y se preguntó si estaría demasiado fuerte. Volvió a meterse en la tienda con una taza del líquido hirviendo, buscó con la mirada, frenético, donde poder dejarla, y vio que no sólo su túnica de verano estaba manchada de sangre: había un charco en la cama de Thonolan.
«¡Está perdiendo demasiada sangre! ¡Oh, Madre! Necesita un zelandoni. ¿Qué voy a hacer?» Empezaba a sentirse dominado por el pánico que le inspiraba el estado de su hermano. Se sentía del todo impotente. «Necesito ir en busca de ayuda. ¿Adónde? ¿Dónde puedo encontrar un zelandoni? Ni siquiera puedo cruzar la Hermana, y no puedo dejarle solo. Si un lobo o una hiena huele la sangre, vendrá por él.
»¡Gran Madre! Su túnica está empapada en sangre. Algún animal la olfateará.» Jondalar cogió la prenda y la arrojó fuera de la tienda. «No, eso es todavía peor», pensó.
Salió, la recogió y buscó frenéticamente con la vista dónde podría llevarla, lejos del campamento, lejos de su hermano.
Se encontraba conmocionado, dominado por la pena, y en el fondo de su corazón reconocía que no había esperanza. Su hermano necesitaba una ayuda que él no podía proporcionarle y que ni siquiera podía ir a buscar. Aun cuando supiera hacia dónde ir, no podía marcharse. Era absurdo pensar que una túnica ensangrentada fuera a atraer más a los carnívoros que el propio Thonolan con su herida abierta. Pero no quería enfrentarse a la verdad. Dio la espalda al sentido común y se abandonó al pánico.
Miró la hilera de alisos y, en un impulso irracional, corrió colina arriba y colgó la túnica de cuero en un rama alta de un árbol; luego regresó a toda velocidad. Se metió en la tienda y se quedó mirando a Thonolan, como si con la fuerza de su voluntad pudiera lograr que su hermano estuviera nuevamente sano, entero y sonriente.
Casi como si Thonolan percibiera esa voluntad, gimió, movió la cabeza y abrió los ojos. Jondalar se arrodilló más cerca y vio en sus ojos el dolor que sentía, a pesar de la débil sonrisa que le dedicaba.
–Tenías razón, hermano mayor. Casi siempre la tienes. No dejamos atrás al rinoceronte.
–No quiero tener razón, Thonolan. ¿Cómo te sientes?
–¿Quieres una respuesta sincera? Me duele. ¿Es muy grave? –preguntó, tratando de sentarse. La sonrisa desvaída se convirtió en una mueca de dolor.
–No trates de moverte. Toma, te he preparado una tisana de hojas de sauce –y Jondalar sostuvo la cabeza de su hermano y le llevó la taza a los labios. Thonolan tomó unos cuantos sorbos y se tendió nuevamente, aliviado. Una expresión de temor se unió al dolor que delataban sus ojos.
–Dime la verdad, Jondalar. ¿Es muy grave la herida?
El hombre alto cerró los ojos y respiró hondo.
–No tiene buen aspecto.
–Eso me parece. Pero ¿hasta qué punto? –los ojos de Thonolan se fijaron en las manos de su hermano y se abrieron al máximo, alarmados–. ¡Tienes las manos cubiertas de sangre! ¿Es mía? Será mejor que me lo digas.
–Realmente no lo sé. Estás herido en la ingle y has perdido mucha sangre. El rinoceronte ha debido lanzarte al aire o pisotearte. Creo que tienes un par de costillas rotas; no sé qué más. No soy zelandoni...
–Pero necesito uno, y la única oportunidad de encontrar ayuda está al otro lado del río que no podemos cruzar.
–Ésa es, más o menos, la situación.
–Ayúdame a levantarme, Jondalar. Quiero ver si me puedo mover.
Jondalar iba a protestar, pero accedió de mala gana y al instante lo lamentó: en el momento en que Thonolan quiso sentarse, gritó de dolor y volvió a perder el conocimiento.
–¡Thonolan! –gritó Jondalar. La hemorragia había disminuido, pero el esfuerzo hizo que aumentara otra vez. Jondalar dobló la túnica veraniega de su hermano, la aplicó sobre la herida y salió de la tienda. El fuego estaba casi apagado; agregó combustible con el mayor esmero, puso más agua a calentar y cortó más leña.
Regresó para volver a ver a su hermano. La túnica de Thonolan estaba tinta en sangre; la apartó para examinar la herida y no pudo evitar una mueca al recordar cómo había corrido colina arriba para deshacerse de la otra. Su pánico inicial se había desvanecido y ahora le parecía una tontería. Ya no sangraba. Encontró otra prenda interior para el frío, la puso sobre la herida y cubrió a Thonolan; entonces recogió la segunda túnica ensangrentada y se encaminó al río. La arrojó al agua y se agachó para lavarse las manos, con la impresión de que su pánico le había inspirado acciones ridículas.
Ignoraba que el pánico es una característica del afán de supervivencia en circunstancias extremas. Cuando todo lo demás fracasa y se han agotado todos los medios racionales para hallar una solución, el pánico impone su dominio. Y a veces una acción irracional se convierte en una solución que la mente racional jamás hubiera imaginado.
Regresó, echó unas cuantas ramitas más al fuego y buscó el palo de aliso, aunque ya no parecía tener sentido hacer una lanza. No obstante, se sentía tan inútil que necesitaba hacer algo. Encontró el palo; entonces se sentó delante de la tienda y con golpes rotundos se puso a alisar un extremo.