Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Examinó el hueso que tenía en la mano. Era el largo hueso de la pata de un gigantesco venado, viejo y seco, con huellas de dientes claramente marcados donde había sido partido para extraer la médula. La forma de los dientes, la manera en que estaba roído el hueso, parecían familiares, pero no; estaba segura de que lo había hecho un felino. Conocía a los carnívoros mejor que nadie del Clan. Se había desarrollado como cazadora matándolos, pero sólo en las variedades más pequeñas y de tamaño mediano. Aquellas marcas las había hecho un gato, un gato muy grande. Se volvió rápidamente y miró de nuevo la caverna.
«¡Un león cavernario! Este lugar tiene que haber sido tiempo atrás guarida de leones cavernarios. El hueco sería el sitio perfecto para que una leona pariera sus cachorros», pensó. «Quizá no debería pasar aquí la noche. Tal vez no sea seguro.» Miró nuevamente el hueso. «Pero es muy viejo, y sin duda hace años que esta caverna no ha sido ocupada. Además, con una hoguera cerca de la entrada los animales se apartarán.
»Es una bonita caverna. No hay muchas que lo sean tanto. Es espaciosa y tiene un buen piso de tierra. No creo que el interior se moje, las crecidas de primavera no llegan tan arriba. Incluso tiene un orificio para el humo. Creo que iré a buscar mis pieles y mi cuévano, algo de madera y el fuego.» Ayla bajó corriendo a la playa. A su regreso extendió el cuero de la tienda y su piel sobre la plataforma de piedra caliente, y metió en la caverna su cuévano; después subió varias cargas de leña. «Tal vez podría traer algunas piedras para el hogar», pensó, y volvió a bajar. Pero de repente se detuvo. «¿Para qué quiero piedras para el hogar? Sólo voy a quedarme unos cuantos días. Tengo que seguir buscando gente. Tengo que encontrarla antes del invierno...
»¿Y si no la encuentro?» La idea la había rondado durante algún tiempo, pero hasta aquel momento se resistió a planteársela tan claramente; las consecuencias serían demasiado espantosas. «¿Qué haré si llega el invierno y sigo sin encontrar a nadie? No tendré alimentos de reserva, ni un lugar seco y caliente donde refugiarme, al abrigo del viento y de la nieve. Ninguna caverna donde...»
Miró nuevamente la caverna, después el bello valle abrigado y la manada de caballos allá abajo, en el campo, y sus ojos volvieron a posarse en la caverna.
«Es perfecta para mí», se dijo. «Pasará mucho tiempo antes de que encuentre otra tan buena. Y también está el valle. Podría recolectar, cazar y almacenar alimentos. Hay agua y leña más que suficiente para el invierno, para muchos inviernos. Incluso hay pedernal. Y sin viento. Todo lo que necesito está aquí... menos la gente.
»No sé si podré aguantar aquí sola todo el invierno. Pero la estación está ya muy avanzada. Pronto tendré que comenzar a almacenar provisiones. Si no he encontrado a nadie hasta ahora, ¿cómo sé que daré con los que busco? ¿Y cómo sé que me dejarán quedarme si encuentro a los Otros? No los conozco. Algunos de ellos son tan malos como Broud. Recuerdo lo que le sucedió a la pobre Oda. Dijo que los hombres que la forzaron, como Broud me forzó a mí, eran hombres de los Otros. Que se parecían a mí. ¿Y si todos fueran así?» Ayla volvió a mirar la caverna y después el valle. Recorrió el perímetro de la plataforma, dio una patada a una piedra, se quedó mirando los caballos y tomó una decisión.
–Caballos –dijo–, voy a quedarme en vuestro valle algún tiempo. La próxima primavera podré empezar a buscar de nuevo a los Otros. Por el momento, si no me preparo para el invierno, ya no estaré con vida la próxima primavera –el discurso de Ayla a los caballos se redujo a unos pocos sonidos guturales. Sólo utilizaba el sonido para los nombres o para apoyar el lenguaje rico, complejo y perfectamente comprensible que manejaba con graciosos movimientos fluidos de sus manos. Era el único lenguaje que recordaba.
Una vez tomada su decisión, Ayla se sintió aliviada. Le asustaba la idea de abandonar aquel precioso valle y de enfrentarse a más días agotadores de marcha por las estepas barridas por el viento; le asustaba la idea de seguir caminando. Corrió hasta la playa pedregosa y se inclinó para recoger su manto y su amuleto. Cuando tendía la mano hacia la bolsita de cuero, observó el destello de un trocito de hielo.
«¿Cómo puede haber hielo en medio del verano?», se preguntó mientras lo cogía. No estaba frío; tenía bordes bien cortados y planos, lisos. Le dio vueltas, examinándolo por todos lados y viendo cómo sus facetas brillaban al sol. Entonces lo volvió justo en el ángulo preciso para que el prisma separara la luz del sol en todo el espectro de los colores, y se quedó sin aliento al ver el arco iris que se proyectaba en el suelo. Ayla no había visto nunca un claro cristal de cuarzo.
El cristal, lo mismo que el pedernal y muchas de las demás rocas de la playa, era errático..., procedía de otro sitio. La piedra reluciente había sido arrancada de su lugar de origen por la fuerza aún mayor del elemento al que se parecía –el hielo–, y transportada por su forma derretida hasta la morrena aluvial del río glacial.
De repente, Ayla sintió que un escalofrío, más frío que el mismo hielo, le recorría el espinazo, y se sentó, demasiado temblorosa para permanecer en pie mientras pensaba en lo que significaba la piedra. Recordó algo que le había dicho Creb hacía mucho, cuando era pequeña...
Era invierno y el viejo Dorv solía narrar historias. Ella había soñado con la leyenda que Dorv acababa de contar y le hizo unas preguntas a Creb. Eso condujo a que éste le explicara lo que significaba el tótem.
–El tótem necesita un lugar donde vivir. Probablemente abandonaría a la persona que vagara sin hogar largo tiempo. Tú no querrías que te abandonara tu tótem, ¿verdad?
–Pero mi tótem no me abandonó –dijo Ayla apretando su amuleto–, a pesar de que estaba sola y no tenía hogar.
–Eso fue porque te estaba poniendo a prueba. Encontró un hogar para ti, ¿no es así? El León Cavernario es un tótem muy fuerte, Ayla. Te escogió y es posible que decidiera protegerte siempre, puesto que te eligió..., pero todos los tótems son más felices si tienen hogar. Si le prestas atención, el tuyo te ayudará. Él te dirá lo que es mejor.
–¿Y cómo voy a saberlo, Creb? –preguntó Ayla–. Nunca he visto el espíritu de un León Cavernario. ¿Cómo sabes cuándo un tótem te está diciendo algo?
–No puedes ver el espíritu de tu tótem porque es parte de ti, está en tu interior. Sin embargo, te lo dirá. Sólo que tienes que aprender a comprender. Si has de tomar una decisión, él te ayudará. Te dará una señal si escoges lo que debes.
–¿Qué clase de señal?
–Es difícil de saber. Por lo general será especial o insólito. Puede ser una piedra que no habías visto nunca anteriormente, o una raíz de forma especial que tenga significado para ti. Debes aprender a comprender con el corazón y la mente, no con los ojos y oídos; entonces, sabrás. Pero cuando llegue el momento y encuentres una señal que tu tótem haya dejado para ti, ponla en tu amuleto. Te traerá suerte.
«León Cavernario, ¿sigues protegiéndome? ¿Es esto una señal? ¿He tomado la decisión correcta? ¿Estás diciéndome que debo permanecer en este valle?»
Ayla sostenía el cristal centelleante entre sus manos y cerró los ojos tratando de meditar como lo hacía siempre Creb; esforzándose por escuchar con el corazón y la mente; ansiosa por cerciorarse de que su gran tótem no la había abandonado. Pensó en la manera en que se había visto obligada a marcharse y en los largos y fatigosos días de marcha, en busca de su gente, dirigiéndose al norte como Iza le había dicho. Al norte hasta que...
«¡Los leones cavernarios! Mi tótem los mandó para que me dijeran que torciera hacia el oeste, para que me condujeran a este valle. Quería que yo lo encontrara. Está cansado de viajar y desea que éste sea también su hogar. Una caverna que antaño fue hogar de leones. Es un lugar en que se siente a gusto. ¡Sigue conmigo! ¡No me ha abandonado!»
Esta convicción alivió en ella ciertas tensiones que había ignorado hasta entonces. Sonrió al parpadear para deshacerse de las lágrimas, y se puso a desatar los nudos de la cuerda que mantenía cerrada la bolsita. Sacó el contenido de ésta y cogió los objetos, uno por uno.
El primero era un pedazo de ocre rojo. Todos los del Clan llevaban consigo un trozo de la piedra roja sagrada; era lo más importante en el amuleto de cada uno, entregado el día en que el Mog-ur revelaba su tótem. Por lo general se identificaban los tótems cuando los niños contaban pocos meses, pero Ayla tenía cinco años al enterarse del suyo. Creb lo anunció poco después de que Iza la encontrara, cuando la aceptaron en el Clan. Ayla frotó las cuatro cicatrices de su pierna mientras contemplaba otro objeto: el molde fósil de un gasterópodo.
Parecía la concha de una criatura marina, pero era de piedra: la primera señal que le había dado su tótem para aprobar su decisión de cazar con la honda. Sólo depredadores, no animales comestibles cuya carne se habría echado a perder porque ella no podía llevárselos a la caverna. Pero los depredadores eran más astutos y peligrosos, y aprender de ellos había perfeccionado al máximo su habilidad. El siguiente objeto que cogió Ayla era su talismán de caza, un óvalo pequeño, pintado de ocre, de marfil de mamut, que el propio Brun le había entregado en la espantosa y fascinadora ceremonia que hizo de ella la Mujer Que Caza. Tocó la diminuta cicatriz de su garganta donde Creb la había pinchado para que brotara su sangre y ofrecerla en sacrificio a los Antiguos.
El siguiente fragmento tenía un significado muy especial para ella, tanto que estuvo a punto de echarse nuevamente a llorar. Sostuvo muy apretados en su mano cerrada los tres pequeños y brillantes nódulos de pirita de hierro soldados. Se los había dado su tótem para indicarle que su hijo viviría. El último era un fragmento de bióxido de manganeso negro. El Mog-ur se lo dio, cuando fue declarada curandera, junto con un trozo del espíritu de cada miembro del clan. De repente se le ocurrió una idea que la intranquilizó: «¿Significa esto que cuando Broud me maldijo, maldijo a todos los demás? Cuando Iza murió, Creb recuperó los espíritus para que no se los llevara consigo al mundo de los espíritus. Nadie me los quitó a mí».
Una sensación angustiosa se apoderó de ella. Desde la Reunión del Clan, en la que Creb se había enterado de modo inexplicable de que ella era diferente, había experimentado en ocasiones aquella extraña desorientación, como si él la hubiera cambiado. Sintió un escalofrío, un estremecimiento, se le puso la carne de gallina y sufrió un conato de náusea provocado por el profundo temor de lo que su muerte podría significar para todo el Clan.
Trató de dominar esa sensación. Recogiendo la bolsita de cuero, volvió a llenarla con su colección agregando el cristal de cuarzo. Ató de nuevo el amuleto y examinó el cordel para ver si estaba gastado. Notó una ligera diferencia de peso al colocárselo de nuevo.
Sentada sola en la playa pedregosa, Ayla se preguntó lo que habría sucedido antes de que la encontraran. No podía recordar nada de su vida anterior, ¡pero su aspecto era tan distinto! Demasiado alta, demasiado pálida, su rostro no se parecía en nada a los del resto del Clan. Había visto su reflejo en la charca inmóvil; era fea. Broud se lo había dicho innumerables veces, pero todo el mundo lo pensaba. Era una mujer grande y fea; ningún hombre la deseaba.
«Tampoco yo deseaba a ninguno de ellos», pensó. «Iza decía que yo necesitaba un hombre de los míos, pero ¿me desearía un hombre de los Otros más que un hombre del Clan? A nadie le atrae una mujer grande y fea. Quizá sea lo mejor que me quede aquí. ¿Cómo sé yo que voy a tener un compañero aunque encuentre a los Otros?»
Jondalar se mantenía agazapado mientras observaba la manada a través de una cortina de hierbas altas, de un verde dorado, dobladas por el peso de las espigas aún verdes. El olor a caballo era fuerte no por el viento seco que transportaba sus emanaciones, sino por el excremento fresco con que se había untado el cuerpo y las axilas para disimular su propio olor en caso de que cambiara el viento.
El cálido sol brillaba sobre su espalda sudorosa y bronceada, y unas gotas de transpiración resbalaban por sus mejillas y oscurecían el cabello descolorido por el sol que se le pegaba a la frente. Un largo mechón se había escapado de la banda de cuero que llevaba atada en la nuca; el viento lo agitaba fastidiosamente sobre su rostro. Las moscas zumbaban a su alrededor, aterrizando de cuando en cuando para picarle, y un calambre se iniciaba en su muslo izquierdo a causa de la prolongada postura inmóvil.
Eran irritaciones insignificantes que apenas notaba. Tenía la atención fija en un semental que bufaba y corveteaba, misteriosamente consciente del peligro inminente que amenazaba a su harén. Las yeguas seguían pastando, pero en sus movimientos aparentemente casuales, las madres se habían colocado entre sus potros y el hombre.
Thonolan, a unos cuantos pasos de distancia, estaba también al acecho, con una lanza sobre el hombro derecho y otra en la mano izquierda. Echó una mirada a su hermano. Jondalar alzó la cabeza y parpadeó, clavados los ojos en una yegua parda. Thonolan, tras un leve gesto de asentimiento, hizo oscilar imperceptiblemente la lanza para equilibrarla mejor y se preparó para saltar.
Poniéndose de acuerdo sin mediar palabra, los dos hermanos saltaron al mismo tiempo y echaron a correr hacia la manada. El semental se encabritó, lanzó un relincho de advertencia y volvió a encabritarse. Thonolan lanzó su arma contra la yegua mientras Jondalar corría hacia el garañón, gritando y alborotando, con el propósito de espantarlo. El ardid tuvo éxito. El semental no estaba acostumbrado a depredadores ruidosos; los cazadores cuadrúpedos atacaban furtiva y silenciosamente. Relinchó, echó a correr hacia el hombre y, de repente, lo esquivó, lanzándose tras su manada en fuga.