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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (53 page)

BOOK: El último teorema
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El las estuvo repitiendo hasta el momento en que se encontró en uno de los patines de aterrizaje del helicóptero de rescate, que había llegado justo a tiempo para confirmar lo que ya sabía.

—Nos vemos en el mundo que viene —le había susurrado ella.

Se inclinó para besar la frente helada de Myra, y a continuación se dirigió al piloto.

—Déjeme usar su teléfono, necesito hablar de inmediato con la doctora Ada Labrooy —pidió.

CAPÍTULO XLVIII

El alma enlatada

S
i había una paciente por la que la doctora Ada Labrooy habría echado toda la carne en el asador, se trataba, sin lugar a dudas, de su queridísima tía Myra. Aun así, no todo dependía de ella. Por fortuna, tenía al alcance de la mano los aparatos encargados de hacer el trabajo, pues se estaban preparando para transformar al viejo Surash en el compendio de sí mismo que viviría para siempre en el interior de las máquinas. Sin embargo, aún no le había dado tiempo a ensamblar las piezas. Algunas se hallaban almacenadas en la sala que había ante la habitación de hospital del religioso; otras, en palés colocados en el patio, y un par de ellas seguían cargadas en los camiones que las habían transportado desde el ascensor espacial. Montarlas todas no iba a ser coser y cantar, todo necesitaba su tiempo.

Y mientras tanto, los inexorables agentes encargados de la descomposición se afanarían por hacer inservible el cuerpo de Myra. Tenían que ganar tiempo, y sólo había un modo de hacerlo. Cuando, a base de intimidaciones, logró abrirse paso hasta la sala en la que estaban tratando lo que quedaba de su esposa, Ranjit entendió al fin por qué habían querido impedir su entrada con tanto ahínco. Myra no estaba en una cama de hospital, sino sumergida en un tanque de agua en cuya superficie flotaban cubos de hielo a medio derretir. En el cuello y el bajo vientre le habían colocado sendas bandas de goma a fin de poder aplicarle las técnicas de conservación pertinentes, fundadas en la inyección de algún líquido helado en el cuerpo de la paciente, en tanto que su sangre escarlata iba cayendo a un… ¿a un inodoro? ¡Sí, allí era adonde estaba yendo a parar!

A sus espaldas, oyó una voz que decía:

—Ranjit.

Aún llevaba el horror impreso en el rostro cuando se dio la vuelta. La doctora Ada Labrooy lo miró con un gesto severo que contrastaba con el tono amable que había empleado para llamarlo.

—No deberías estar aquí. Nada de esto es muy agradable. —Entonces, tras examinar un cuadrante, añadió—: Creo que aún estamos a tiempo, pero deberías salir de aquí y dejarnos trabajar.

Ni siquiera replicó; ya había visto cuanto era capaz de soportar. A lo largo de un matrimonio tan largo como feliz, había admirado un número incontable de veces el cuerpo desnudo de su esposa, rosado y rebosante de salud. Sin embargo, le resultaba imposible volver a mirar aquella sombra violácea de lo que había sido.

El tiempo de espera se le hizo infinito, hasta que, por fin, llegó a su final. Ranjit se hallaba sentado en una antesala, con la mirada fija en el vacío, cuando entró la doctora Labrooy con gesto arrebatado y aun feliz.

—Todo está saliendo bien, Ranjit —aseguró mientras tomaba asiento a su lado—. Hemos conseguido colocar todas las interfaces; de modo que sólo queda esperar a que se complete la transferencia de datos.

El intentó traducirlo a algo más inteligible para sí mismo.

—¿Eso quiere decir que la estáis archivando en la máquina? ¿No tendría que haber alguien presente mientras se lleva a cabo la operación?

—Estoy yo, Ranjit. —Levantando el brazo, dejó ver una pantalla de pulsera—. Así superviso todo el proceso. Tenemos suerte de que los grandes de la galaxia posean la costumbre de almacenar unas cuantas muestras de cada una de las especies que exterminan: los archivados ya se estaban preparando para hacerlo antes de llegar aquí.

Ranjit arrugó la frente.

—¿Qué quieres decir con «almacenar»? ¿Vais a usar algo así como… no sé… alguna clase de ataúd o urna?

Ella le devolvió el gesto ceñudo.

—¿No has estado viendo las noticias, Ranjit? No tiene nada que ver con eso. Va a quedar en un estado semejante al de los archivados, que son lo que podríamos llamar
máquinas de estadio dos.
El estadio uno consiste en hacer copias exactas de las personas y guardarlas para obtener muestras, y el dos, en darles vida en el interior de la máquina. ¡Espera! —exclamó al percibir un sonido casi inaudible semejante al de una campana—. Con la mirada fija en las noticias de la pantalla, alzó el brazo y se puso a hablar por el artilugio que llevaba en la muñeca. Acto seguido, se apagó la pantalla. Cuando volvió a encenderse, Ranjit sintió que el corazón dejaba de latirle al ver en ella a su esposa tal como la había contemplado por última vez, con el traje de buceo, aunque inmóvil en una mesa de operaciones…

¿Inmóvil? ¡No! Estaba abriendo los ojos, y adoptando un gesto asombrado aunque lleno de interés mientras levantaba una mano y la giraba a fin de examinar los dedos.

—La estás viendo sumida en su simulación —le comunicó Ada con satisfacción—. Más tarde, aprenderá a configurar cualquier entorno que desee, y a interaccionar con otros. —Volvió a susurrar algo al cacharro de pulsera, y la pantalla se oscureció de nuevo—. No es justo que le hagamos esto; mejor será que respetemos su intimidad mientras se hace a la idea de lo que le ha ocurrido. Mientras, ¿por qué no nos tomamos una taza de té e intento responder a todas tus preguntas, si es que tienes alguna?

* * *

Claro que las tenía. Olvidado, su té fue enfriándose mientras trataba de comprender cuanto había ocurrido. Al final, sonó un nuevo aviso casi imperceptible que arrancó una sonrisa a Ada.

—Creo que ya puedes hablar con ella —anunció señalando con un movimiento de cabeza la pantalla, en la que había vuelto a aparecer la paciente—. Hola, tía Myra. ¿Te ha dicho ya el programa informativo todo lo que necesitas saber?

—Casi. —Se llevó la mano a los cabellos, desatendidos desde el momento en que había salido del agua que la había matado—. Me gustaría saber cómo puedo arreglarme un poco, pero no podía esperar más. Hola, Ranjit. Gracias por salvarme la… ¿la metavida? Bueno, lo que sea.

—No hay de qué —fue lo único que supo decir él, y cuando Ada se levantó para dejarlos hablar en privado, dijo a su sobrina—: Espera un segundo. ¿Hace falta estar muerto para que lo almacenen a uno así? Quiero decir: si quisiera, ¿podrías meterme ahí con ella para que seamos, otra vez, como personas de carne y hueso?

—Pues… sí —respondió Ada con gesto alarmado.

Y antes de que pudiese proseguir, intervino Myra para decirle:

—Ranjit, tesoro, quítatelo de la cabeza. Por mucho que quiera tenerte aquí conmigo, no sería lo mejor. No sería justo para Tashy, ni para Robert. Ni… ¡Qué diablos! Hablando en plata: no sería justo para el planeta.

Él miró a la pantalla.

—Ajá… —dijo, y tras un momento de reflexión, protestó—: Pero ¡es que ya te echo de menos!

—Pues claro, y yo a ti también. De todos modos, no es que no vayamos a volver a vernos. Según el programa informativo, podemos hablar con tanta frecuencia como se nos antoje.

—Ajá… —repitió Ranjit—. Pero no podemos tocarnos, y yo bien podría durar años…

—Espero que muchísimos, cariño. Así tendremos algo que desear.

PRIMER EPÍLOGO

La dilatadísima existencia

de Ranjit Subramanian

A
quí termina nuestra historia de Ranjit Subramanian, aunque eso no quiere decir que no viviera (de un modo u otro) muchísimo tiempo; primero, de forma convencional, y después, archivado en una máquina. Aún es más, en aquella «vida» que conoció después de morir, convertido en una colección de patrones electrónicos, le ocurrieron muchas cosas fascinantes y curiosas. De la mayoría de ellas, sin embargo, no vamos a ocuparnos aquí, no porque no sean de interés, sino por ser muchas, y tenemos otras más importantes que hacer que narrar cuanto sucedió a la porción incorpórea del Ranjit orgánico original que quedó almacenada al objeto de seguir viviendo durante un número dilatado de años.

Pero hay algo en lo que cabe detenerse. Tuvo lugar mucho después de lo referido, una vez que Ranjit, aun en forma de ser archivado, hubo completado buena parte de las actividades turísticas que siempre había querido hacer (lo que suponía explorar casi toda la superficie de Marte y su interesantísima red de cuevas, así como la mayor parte de los demás planetas y los satélites de mayor relieve del sistema solar y cierto número de los objetos de más entidad de la nebulosa de Oort). Myra se hallaba de viaje, porque siempre había querido ver de cerca un agujero negro, y él había decidido pasar los pocos miles de años que iba a estar ausente ella abandonándose en la ladera de una montaña virtual de lana de vidrio (para relajarse, nada mejor que rumiar el teorema de
N
es igual a
NP
, que llevaba ya entreteniéndolo un buen número de décadas, aunque aún no había vislumbrado siquiera el final). Comoquiera que había creado la elevación que lo rodeaba al objeto de estar solo, no pudo evitar sorprenderse al ver a alguien que la subía con esfuerzo hacia el lugar que ocupaba él.

El intruso poseía, además, un aspecto muy extraño. Tenía los ojos minúsculos y la estructura ósea del rostro muy marcada, y medía por lo menos tres metros. Al llegar al afloramiento en que aguardaba Ranjit, se dejó caer en una tumbona (que no había existido hasta aquel momento), hizo un par de inspiraciones hondas hasta la exageración y apuntó:

—Veamos: «¡Menuda cuesta!, ¿eh?». ¿No es lo que debería decir?

Ranjit, a quien habían molestado ya muchos desconocidos en los últimos milenios, se ahorró toda fórmula de cortesía, y sin responder a la pregunta, se limitó a hacer la siguiente de su parte:

—¿Quién es usted y qué desea?

El recién llegado se mostró sorprendido y contento a partes iguales.

—Ya veo que es usted de los que van directos al grano. Estupendo. En tal caso, supongo que debo decir: «Me llamo…».

Con todo, en lugar de pronunciar nombre alguno, emitió una sucesión de sonidos inarticulados, a la que añadió:

—Pero puede llamarme, sin más,
Estudiante
, ya que lo que me trae aquí es la observación de los procesos que gobiernan su pensamiento y cualquier otra particularidad de éste.

Ranjit consideró la idea de expulsar a aquel intruso del entorno privado que con tanto celo había creado para sí, aunque lo cierto es que había algo en él que le resultaba divertido.

—Está bien. De acuerdo, estúdieme cuanto quiera. ¿Y para qué quiere hacer algo así? El extraño infló los carrillos.

—¿Cómo podría explicárselo? —se preguntó—. Digamos que se trata de conmemorar el regreso de los grandes de la galaxia.

—¿Quiere decir que, al final, han vuelto?

—¡Por supuesto que sí! Después de… déjeme ver… según sus cómputos, unos trece mil años; lo que no es mucho tiempo para ellos, aunque sí lo bastante para que se hayan producido cambios de relevancia en la fisonomía de los seres humanos como yo. Bueno, claro, y como usted —añadió con gentileza—. Por lo tanto, hemos proyectado reconstruir todos aquellos acontecimientos, y como usted desempeñó una modesta función en algunos de ellos, yo he elegido recrearlo a usted.

—¿Me está diciendo que van a hacer algo así como una película de aquello, y que usted va a representar mi papel?

—Mmm… Exactamente no es una película; pero sí: yo voy a «representar» su papel.

—Ajá… Últimamente no he prestado demasiada atención a la realidad. ¡Ni siquiera sabía que hubiesen regresado los grandes de la galaxia!

El extraño pareció maravillarse.

—Pues ¡claro que han vuelo! Habían dicho a los eneápodos y a los unoimedios que se ausentarían durante un tiempo no muy prolongado. Y aunque trece mil años no es mucho para ellos, nosotros no podemos decir lo mismo. Al parecer, los ha sorprendido ver la rapidez con la que hemos evolucionado. Jamás habían dejado que una especie racional evolucionara a su propio ritmo, pues tenían la costumbre de frenar el proceso en todas las que descubrían. Sin embargo, no creo que les haya importado verse exonerados de semejante carga. —Dicho esto, ensayó diversos movimientos con los labios antes de solicitar a su interlocutor—: ¿Le importa volver a decir
ajá
para que lo practique?

—Ajá —respondió él, no tanto por satisfacer su petición como por ser incapaz de contestar de otro modo a lo que acababa de oír—. ¿Qué quiere decir con lo de «verse exonerados de semejante carga»?

—Me refiero a la responsabilidad de dirigirlo todo —aclaró el desconocido mientras estudiaba el semblante de Ranjit y trataba de reproducirlo—. No es que lo que hacían no fuese positivo las más de las veces; pero se equivocaban al querer detener el desarrollo de tantas especies interesantes. Y aunque, en general, acertaban con los aspectos técnicos, hay que reconocer que lo que hicieron con la constante cosmológica resulta, simple y llanamente, vergonzoso.

Ranjit se incorporó.

—Y si los grandes de la galaxia han dejado de dirigir las cosas, ¿no debería haber alguien al mando en su lugar?

—Por supuesto —respondió el extraño con impaciencia—. Pensaba que ya sabría que somos nosotros.

SEGUNDO EPÍLOGO

Reconocimientos varios

T
al como ha señalado uno de nosotros en otro lugar, existe cierta definición de
caballero
que lo describe como «aquel que nunca se muestra grosero por accidente». Del mismo modo, creemos que un escritor de ciencia ficción que se precie jamás debería falsear de manera fortuita una verdad científica.

Es decir: que puede cometerse semejante transgresión caso de ser necesario, pues se dan ocasiones en las que la elaboración de un relato perteneciente a este género obliga al autor a tomarse alguna licencia si quiere obtener el resultado esperado. Así, por ejemplo, aunque todos sabemos que resulta imposible viajar a una velocidad mayor que la de la luz, si no permitimos que nuestros personajes lo hagan de un modo u otro, jamás podremos escribir toda una serie de narraciones interesantes.

Es justo, por tanto, que un escritor reconozca haberse tomado ciertas libertades si lo ha hecho, tal como ha ocurrido en tres ocasiones durante la presente obra:

1. Verdad es que en los albores del siglo XXI no existe aeronave alguna como la que, viajando a gran velocidad, visita la nebulosa de Oort según Joris Vorhulst, por deseable que resulte el poder disponer de una.

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