El último teorema (51 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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Ranjit llamó a la carrera a Gamini Bandara, y su amigo lo hizo esperar, primero un momento, y después, disculpándose, durante un período mucho más prolongado. Cuando, al fin, retomó la conversación, parecía, sin embargo, menos preocupado.

—¿Ranjit? Sigues ahí, bien. He estado hablando con mi padre, que tiene todavía al teléfono a sus asesores legales. Quiere que vengas. —Se detuvo unos instantes, y cuando prosiguió, lo hizo en un tono que daba a entender que se sentía un tanto violento—. Se trata de ese indeseable de Bledsoe. Tenemos que hablar de él, Ranj. Mi padre va a enviarte un avión. Tráete a Myra y a Natasha. Y a Robert también, claro. Os esperamos.

* * *

El aeroplano que fue a recogerlos aquella tarde no era, ni por asomo, tan espacioso como el que había rescatado a Ranjit de su cautiverio. Sólo tenía una azafata, cuya belleza no podía compararse a la de las otras; pero en él los aguardaba, a modo de compensación, algo inesperado: un viejo amigo que fue a recibirlos en la entrada misma. Myra hubo de posar dos veces la vista en él antes de exclamar sonriente:

—¡Doctor De Saram! ¡Qué sorpresa!

Nigel de Saram, el hombre que había ejercido en otro tiempo de abogado de Ranjit y que a la sazón ocupaba el cargo de ministro de Asuntos Exteriores del presidente Bandara, se dejó abrazar antes de invitarlos a todos, con un gesto abarcador, a ocupar una serie de asientos dispuestos en torno a una mesa alargada.

—Tenemos cosas de las que hablar durante el viaje —anunció mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. En tanto el aparato recorría la pista de despegue, leyó el texto que le había llevado Myra; de modo que, cuando alcanzaron la altitud de crucero, ya sabía cuanto le era necesario conocer.

—Creo —dijo dirigiéndose a Natasha— que está claro lo que hay que hacer. Viniendo para acá, he consultado todos los fallos emitidos por los tribunales de justicia de Estados Unidos en torno a esta cuestión. Lo primero que debe hacer es renunciar a la ciudadanía estadounidense. Cuando lleguemos a mi despacho, nos tendrán preparados todos los documentos necesarios. Sería mejor, claro, si lo hubiésemos hecho hace unos años. Lo siento —añadió—: tenía que haberme asegurado de que así fuese.

—¿Eso es todo lo que hay que hacer para arreglarlo? —preguntó Ranjit con incredulidad. La nación más poderosa del mundo estaba tratando de obligar a su hija a sentar plaza en el ejército, y él no estaba dispuesto a correr riesgos.

—¡Por supuesto que no! —El anciano letrado puso gesto de asombro—. Con eso, haremos que toda la causa se resuelva en el foro norteamericano. Sin embargo, una cosa así va a tardar años, y no sé si lo saben, pero se acercan las elecciones presidenciales, y todo apunta a que no va a ganarlas el equipo de Gobierno actual. Esperemos que las actitudes políticas del siguiente sean distintas. Entre tanto, le pido por favor que se mantenga alejada de Estados Unidos.

Natasha se lanzó a sus brazos para susurrarle al oído:

—Gracias.

Su padre, un tanto azorado, le mostró también su reconocimiento y añadió:

—Creo que, después de todo, no hacía falta hacerlo venir hasta aquí.

—Bueno —repuso él—, eso es harina de otro costal. El presidente Bandara quiere hablarle de ese antiguo infante de marina estadounidense llamado Orion Bledsoe.

—Sí —intervino Myra—, el que tuvo la dichosa idea de reclutar a Tashy.

El abogado meneó la cabeza.

—No está claro que la iniciativa fuese suya: puede ser que viniera de más arriba. Lo que sí puedo asegurarles es que, en este momento, se encuentra en Bruselas a fin de tratar con los del Banco Mundial.

—¿De qué? —quiso saber Myra con gesto más preocupado.

—Tiene por misión —contestó en tono grave— comunicarles las instrucciones de su Gobierno. Mañana por la mañana van a hacer pública una declaración en la que aseguran que tamaña afluencia de oro está abocada a acabar con el equilibrio de la estructura financiera del planeta, motivo por el cual debe ser rechazada.

Ranjit arrugó la frente al tiempo que apretaba los labios.

—Podría ser —reconoció—. Una cosa así equivaldría a poner en circulación, de la noche a la mañana… ¿Cuánto? Billones de dólares de capital nuevo. Semejante acción tendría repercusiones muy serias, por no hablar de lo que supondría para el precio del oro en los mercados mundiales. —Encogiéndose de hombros, concluyó—: No me dan ustedes la menor envidia; yo no tendría ni la más remota idea de cómo enfrentarme a problemas así.

—Creo que el presidente no está de acuerdo —aseveró De Saram, volviendo a cabecear—. Al menos, tiene la esperanza de que pueda usted ser de ayuda. Mejor dicho, todos ustedes. Su intención es reunirse con todos en breve para saberlo todo acerca de ese tal Bledsoe y después tratar de dar con alguna solución.

* * *

El primer ministro de Sri Lanka no fue el único dirigente mundial que optó por reunir algo semejante a un grupo de sabios. De hecho, las personas más inteligentes e informadas del planeta se hallaban batallando con las mismas cuestiones. Pax per Fidem había convocado sus propios congresos, y en su cuartel general estaban deliberando qué satélites podían emplearse para hacerse con las voces mejores y de más erudición.

¿Quién sabe? Tal vez podían haber salido victoriosos, si Estados Unidos no hubiese tenido un as en la manga. Se trataba de una declaración presentada como un asunto de trámite por la portavoz habitual del Gobierno, aunque sus efectos fueron demoledores.

—El presidente desea que se entienda —señaló aquélla, mirando a la cámara con la misma sonrisa de persona afable que la había ayudado a hacer público un centenar de anuncios desagradables— que Estados Unidos también está en su derecho de reclamar la indemnización correspondiente a los daños, tan graves como innecesarios, que se han infligido a su flota de pacificación.

CAPÍTULO XLV

En busca de una solución

C
uando Nigel De Saram acompañó a los Subramanian al despacho presidencial, Ranjit tuvo ocasión de maravillarse ante el marcado envejecimiento que había sufrido Dhatusena Bandara. En realidad, era algo que había esperado en parte, pues el presidente debía de frisar en los noventa. Aun así, parecía mucho más frágil que la última vez que lo había visto de cerca, durante la ceremonia de investidura. Sea como fuere, les dio la bienvenida con voz clara y vigorosa. Besó a Myra y a Natasha, y saludó a Ranjit y a Robert con un apretón de manos por demás juvenil. Su hijo hizo otro tanto, si bien él optó por abrazar a los varones.

—Gracias por venir —dijo este último—. Van a traer té para los adultos —añadió guiñando un ojo a Natasha, quien correspondió con una sonrisa a semejante ascenso de categoría— y zumo para Robert. Si te cansas de oírnos hablar, al lado de la ventana tienes una máquina de juegos.

—Estupendo —señaló Myra—, le encanta echar partidas de ajedrez en tres dimensiones.

—Perfecto. ¿Ha resuelto Nigel vuestros problemas con el reclutamiento?

—Eso creo. O al menos, eso espero —respondió Ranjit.

—Entonces, vamos a ponernos manos a la obra. El bueno de Orion Bledsoe nos está dando un montón de problemas. Si queréis, empezamos por lo que está haciendo con vosotros.

Nigel De Saram ofreció, con concisión y rapidez, toda la información que tenía al respecto, y Gamini, inclinando la cabeza, preguntó a los Subramanian:

—¿Habéis observado, por casualidad, de dónde procedía su mensaje?

Myra negó con un gesto, y Ranjit frunció el ceño.

—La verdad es que me llamó la atención que no viniese de Washington, ni tampoco de su despacho californiano. Creo que debieron de enviarlo desde algún lugar de Europa.

Gamini miró a su padre, quien asintió con gravedad.

—Desde Bruselas —confirmó el presidente—. El Banco Mundial, presionado por Estados Unidos, ha ordenado a los egipcios que rechacen la oferta del oro. Y el encargado de apremiarlo ha sido, precisamente, el coronel Bledsoe.

—Ha sido culpa mía —declaró su hijo—. Me pareció que era el hombre más indicado para gestionar la habilitación de seguridad que necesitabas para unirte a Pax per Fidem. No hace falta que te diga que todo era cosa del Gobierno de Estados Unidos, quien no estaba dispuesto a permitir participar en el proyecto del Trueno Callado a nadie que no ofreciese las máximas garantías. Y Bledsoe daba la impresión de ser capaz de despejar toda duda que pudiesen albergar acerca de ti. —Meneando la cabeza con aire sombrío, concluyó—: Fue una mala decisión; tenía que haber recurrido a una vía diferente, porque desde entonces no nos ha dado más que problemas.

—Ya no tiene ningún sentido hablar de responsabilidades —aseguró su padre—. Lo que hay que resolver ahora es si hay algo que pueda hacerse. Es evidente que Egipto necesita dinero.

Myra había arrugado el entrecejo.

—¿Por qué tienen que hacer caso al Banco Mundial en vez de aceptar la oferta de esos seres del espacio?

—¡Ay querida Myra! —exclamó con pesar el presidente—. Ojalá pudiesen. El banco no dejaría de tomar represalias, lo que supondría cancelar fondos, retener ayudas y entorpecer todo lo demás siempre que tuviese potestad para ello. Por desgracia, a los estadounidenses no les falta razón en lo tocante a los efectos que tendría semejante introducción de capital nuevo. Algo así causaría problemas terribles en los mercados internacionales. A nosotros nos llevaría a la bancarrota.

A continuación, bajó la mirada. Natasha, sentada a su lado, en el suelo y con las piernas cruzadas, mostraba signos de angustia.

—¿Querías decir algo, cariño? —preguntó el anciano.

—La verdad es que sí —confesó ella—. A ver, ¿por qué es pobre Egipto? Yo pensaba que la presa alta de Asuán lo había enriquecido.

El presidente esbozó una sonrisa triste.

—Y no eres la única. Es verdad que esa construcción es capaz de producir una gran cantidad de energía eléctrica; pero no puede hacer dos cosas al mismo tiempo. Si aumenta al máximo la producción energética, se vuelve muy perniciosa para la agricultura, lo que aumenta las necesidades alimentarias del país. El dinero podría hacer maravillas por Egipto. Con él podrían construirse centenares de centrales nuevas, por ejemplo.

—¿Y por qué no pueden hacerlo de todos modos?

Dhatusena Bandara la miró con indulgencia.

—Ya les gustaría; pero no es posible. No tienen el dinero necesario desde hace muchísimo tiempo; así que lo único que les ha permitido crear más centrales ha sido el proceso que llaman Construcción, Usufructo, Explotación y Traspaso, mediante el cual las industrias privadas costean las obras y las emplean para obtener beneficios durante cierta cantidad de años antes de ponerlas en manos del Estado. Sin embargo, a esas alturas se han convertido ya en instalaciones anticuadas, que tal vez no cumplen las normas de seguridad como debieran. —Volvió a menear la cabeza—. De todo esto me ha informado, con gran reserva, mi amigo Hamīd, quien tiene mucho que perder si los estadounidenses llegan a enterarse de que ha puesto en mi conocimiento tales datos.

Natasha soltó un suspiro.

—¿Y qué podemos hacer, entonces?

La respuesta le llegó de un lugar inesperado. Alzando la cabeza de la pantalla en que estaba concentrado, Robert dijo en ademán reprobatorio:

—Egla d'oooro.

Nigel de Saram le regaló una mirada afectuosa.

—Quizá no andes descaminado, Robert —afirmó.

—¿Que no ande descaminado? —Gamini Bandara dejó caer el sobrecejo.

—Al invocar la regla de oro; ya saben, trata al prójimo como quieres que él te trate a ti. Se trata de la descripción más sencilla que conozco de un mundo en paz. Si todos actuásemos en conformidad con ella (nosotros, los estadounidenses, los alienígenas del espacio…, todos), estoy convencido de que serían muchos los problemas que desaparecerían sin más.

Gamini observó sin demasiado convencimiento a aquel amigo de toda la vida de su padre.

—No se ofenda, señor mío; pero ¿de veras cree que esos unoimedios van a dejarse llevar por un antiguo dicho sacado de las creencias supersti…, religiosas, quiero decir, de un pueblo primitivo?

—Por supuesto —respondió con firmeza el abogado—. Esa regla de oro no es sólo un concepto religioso: hay otras muchas personas que han expresado lo mismo con otras palabras, sin necesidad de recurrir a la autoridad sobrenatural. Piense, por ejemplo, en Immanuel Kant, la mismísima encarnación de lo racional. —Tras cerrar los ojos un instante, repitió el fragmento que había aprendido al dedillo mucho tiempo atrás—: «Obra sólo de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se convierta en ley universal». ¿No es lo mismo que la regla de oro de Robert? Kant lo llamó
imperativo categórico
, porque consideraba que todo ser humano (y supongo que, si hubiese llegado a imaginar cosas así, también toda criatura del espacio exterior) debía tenerla por ley fundamental de comportamiento, sin excepción. —Alborotó el cabello del pequeño con gesto cariñoso—. Ahora, Robert, lo único que tienes que hacer es conseguir que tu padre demuestre ese teorema concreto si quieres que el mundo se convierta en un lugar más agradable.

Alzó la vista para dirigirse al aludido, quien se había colocado en otro extremo de la sala, ante la pantalla en la que podían observarse las numerosísimas actividades de los unoimedios, y le preguntó:

—¿Le gustaría intentarlo?

Cuando Ranjit apartó al fin la mirada del aparato, tenía impresa en el rostro una expresión angélica. Con todo, no fue a Nigel de Saram a quien se dirigió.

—Gamini —dijo en cambio—, ¿te acuerdas de cuando, hace ya años, estuvimos hablando tú y yo de la clase a la que había asistido casi por casualidad? En ella habían expuesto la idea del proyecto hidrosolar que habían tenido los israelíes, con la intención de obtener energía del mar Muerto.

El interpelado apenas necesitó medio segundo para rebuscar en su memoria.

—No —concluyó—. ¿De qué estás hablando?

—¡Ya sé lo que puede haber llevado a los unoimedios a excavar ese túnel! —exclamó triunfante—. ¡Deben de estar creando una central eléctrica! Es verdad que los estadounidenses no van a dejar que los extraterrestres entreguen a los egipcios todo ese dinero; pero no pueden oponerse a que compartan con ellos la energía que tanto necesita la nación.

CAPÍTULO XLVI

Negociaciones

D
ado que cumplía tomar decisiones de relieve, se congregaron unos dieciocho o veinte de los visitantes del espacio, entre los que se incluían representantes de los eneápodos y de los unoimedios, y aun unos cuantos de los archivados, que ejercían de prácticos de la flota. El lugar en el que celebraban el encuentro era algo análogo al puente de mando del almirante de aquella fuerza invasora, transformado entonces en un elemento comparable al Kremlin o al Despacho Oval. Aquella reunión no era, precisamente, plato de buen gusto para los unoimedios, quienes, dotados sólo de la protección mínima, se hallaban más expuestos que nunca a los sonidos, la visión y los olores de las demás criaturas.

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