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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (45 page)

BOOK: El último teorema
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Entonces lo entendió. Asiendo el telescopio para escudriñar con el gran angular todo el ancho de la vela, dio enseguida con el problema, que sólo podía tener un origen. La enorme sombra aguzada que había empezado a deslizarse por la brillante plata del velamen del
Diana
resultaba por demás elocuente. Sobre una de las secciones de la nave de Natasha se extendía la oscuridad como si entre ella y el Sol se hubiese interpuesto una nube y, negándole su luz, hubiera puesto fin a la presión insignificante que la impulsaba.

Pero en el espacio no había nubes. Natasha sonrió al tiempo que dirigía la lente hacia el astro. Los filtros ópticos saltaron automáticamente con un leve chasquido a fin de evitarle la ceguera instantánea que habría sufrido de lo contrario, y lo que vio entonces no fue sino lo que esperaba ver: la silueta de una gigantesca cometa de juguete volando ante la faz del Sol. Reconoció la forma de inmediato: a treinta kilómetros a popa se hallaba el
Santa María
, el velero sudamericano, tratando de provocarle un eclipse artificial.

—¡Ajá! ¡
O senhor
Ronaldinho Olsos! —masculló—. ¡Qué truco más viejo!

Cierto: era tan antiguo como legítimo. Ya en los tiempos de las competiciones oceánicas, los capitanes de los veleros se desvivían por privar del viento a sus oponentes.

Sin embargo, sólo los incompetentes podían arredrarse ante semejante ardid, y Natasha de Soyza Subramanian no se contaba entre ellos. Su minúsculo ordenador, que pese a tener el tamaño de una caja de cerillas, poseía el equivalente al cerebro de un millar de lumbreras matemáticas, consideró el problema durante una breve fracción de segundo antes de indicarle cómo corregir el rumbo.

Natasha sonrió, pensando en el desquite, y desconectando el piloto automático, hizo los ajustes necesarios en la orientación del aparejo. No hubo respuesta: los diminutos tensores parecían congelados, como si, de pronto, hubiesen decidido dejar de acatar las órdenes, tanto las procedentes del ordenador de a bordo como las del ser humano que debía haber estado al mando de todo. El velero solar
Diana
ya no estaba en franquía, y su descomunal velamen había comenzado a inclinarse… luego a doblarse…, y a continuación, las ondulaciones del tejido se fueron transformando en oleadas grandes e irregulares. Y la tenue película que constituía la vela alcanzó, y aun superó, la tensión máxima que era capaz de soportar.

* * *

El comodoro advirtió al punto que el
Diana
se hallaba en apuros. De hecho, todos se percataron enseguida, y la disciplina radiotelefónica se desvaneció con igual rapidez. Ron Olsos fue el primero en exigir una embarcación auxiliar de propulsión química que le permitiese salir de su propia nave y ayudar a buscar a Natasha entre el manojo de pecios en que se estaba transformando lo que había sido su velero espacial, y no fue el único: antes de que transcurriese una hora, la carrera se había disgregado en más de una veintena de naves de toda clase que se arremolinaban en torno a la amalgama de velamen y demás aparejo que poco antes había sido la hermosa
Diana
, y hacían cuanto estaba en su poder por evitar chocar entre sí. Los vehículos que poseían los mecanismos pertinentes para hacer salir a sus tripulantes al espacio equiparon con el traje necesario a cuantos pudieron pertrechar para colaborar en la búsqueda.

Registraron cada pliegue de aquel vastísimo velamen, convertido en algo semejante a una bola de papel, a simple vista, con instrumentos ópticos y aun con visores de infrarrojos capaces de captar de inmediato la insignificante señal del calor corporal de un ser humano en cualquier lugar de aquella vela destrozada. También inspeccionaron las inmediaciones espaciales de lo que quedaba del aparejo del
Diana
, por si Natasha había salido despedida por causa de algún accidente desconocido…

Por encima de todo, buscaban la cápsula minúscula del velero, y no necesitaron mucho tiempo para dar con ella. Dado que a bordo sólo viajaba ella, no era necesario que el habitáculo ofreciese garantía alguna para la intimidad de su ocupante; de modo que apenas disponía de unos cuantos metros cúbicos de espacio, sin lugar alguno en el que poder esconderse.

Sin embargo, Natasha no estaba allí. Aquélla fue la única conclusión a la que pudieron llegar cuantos trataban de encontrarla: Natasha de Soyza Subramanian no estaba allí; en ningún sitio.

CAPÍTULO XXXVIII

A la caza de Natasha Subramanian

L
as tres cuartas partes de la familia que habían quedado en tierra se habían resuelto a llevar una vida tan normal como les era posible teniendo al otro cuarto de jarana por el espacio cislunar dentro de un cacharro de plástico y carbón alotrópico. En consecuencia, después de enviar el último mensaje a Natasha para desearle buena suerte, Ranjit había cogido la bicicleta para dirigirse a su despacho, y Myra había aprovechado la oportunidad que se le ofrecía de dedicar una hora entera, o quizá dos, a la tarea de tratar de informarse de los últimos avances logrados en el ámbito de la inteligencia artificial y la ortopedia de entre el montón de revistas que había ido acumulando. Lo de disponer de unas cuantas horas para sí no era algo muy frecuente. Sólo ocurría cuando Robert estaba durmiendo, cuando se encontraba en su colegio de educación especial o cuando, como en aquel momento, se hallaba sumido en la labor de seguir sumisamente a la criada para «ayudarla» a hacer las camas y arreglar los dormitorios a primera hora de la mañana.

Así que, mientras se enfriaba la taza de té que había dispuesto en la mesa a la que se había sentado, y con la pantalla de la habitación encendida, claro está, para estar al día de cualquier cosa que pudiese ocurrir en la carrera en la que participaba Natasha, estaba intentando entender el contenido de algunas de las publicaciones cuando oyó sollozar con desconsuelo a su hijo.

Alzando la vista, vio a la empleada entrar con él en la sala.

—No sé qué le ha pasado, señora —dijo ésta con cierta turbación—. Estábamos vaciando las papeleras cuando se ha sentado y se ha puesto a llorar. ¡Y él nunca llora, señora!

Myra lo sabía tan bien como ella. Sin embargo, el chiquillo seguía deshaciéndose en lágrimas. En consecuencia, hizo lo que han hecho incontables millones de madres desde tiempos de los australopitecos: tomarlo en brazos y acunarlo mientras le susurraba al oído en tono tranquilizador, y aunque no consiguió acallarlo, el llanto se fue resolviendo en sollozos. Su madre se estaba preguntando si aquel hecho, extraño y preocupante, aunque, sin duda, no tanto para que tuviese que temer por la vida del pequeño, justificaba una llamada al despacho de su esposo cuando un fuerte alarido de la criada la hizo alzar la vista.

La pantalla mostraba la imagen del velero solar de su hija, casi idéntica a la que habían visto una hora antes, de no ser por la inclinación que manifestaba uno de sus lados, y bajo ella, sobre fondo rojo, podían leerse los siguientes titulares: «¿Accidente en la competición lunar?». Cuando subieron el volumen, en los agitados comentarios del locutor no había rastro alguno de los signos de interrogación: al
Diana
le había ocurrido algo malo, y lo peor de todo era que su piloto (es decir: su amadísima hija) no respondía a la llamada del comodoro. Todo apuntaba a que, fuera lo que fuese, lo que le había pasado a la nave había hecho desaparecer, de un modo u otro, a su ocupante.

* * *

Si la terrible consternación que sentía Myra Subramanian era, quizá, la más personal que pudiese experimentar ser humano alguno, lo cierto es que no estaba sola. Cuanto más hurgaban las naves auxiliares en el rompecabezas de lo que había podido ocurrir al
Diana
, tanto más insoluble parecía.

Los servicios de emergencia del velero del comodoro llevaban tiempo equipados y habían llegado ya a la cápsula de mando del
Diana.
Lograron acceder al interior y, tras registrarlo de arriba abajo, fueron incapaces de dar con indicio alguno de su piloto. Y aún había algo más inquietante: tras examinar minuciosamente los elementos del habitáculo, descubrieron que el registro del sistema que garantizaba la estanquidad del lugar daba fe, de forma inequívoca, de que la cabina no se había abierto desde el momento en que había entrado Natasha para comenzar la carrera; lo que daba a entender que no sólo había desaparecido, sino que jamás había abandonado el puesto de mando.

Todo ello, por supuesto, resultaba imposible y, al mismo tiempo, constituía una verdad indiscutible. También huelga decir que el comodoro y el personal a él subordinado tenían otros muchos problemas que resolver de inmediato. Así, por ejemplo, los seis veleros restantes, que habían dejado de navegar en buen orden, corrían peligro de chocar entre sí por estar pendientes sus pilotos de cuanto había podido ocurrir al séptimo del grupo. En consecuencia, se dio orden de que aferrasen las velas y aguardaran a que fueran a recogerlos. Tal maniobra convertiría las naves en seis motitas de materia que habrían de ser conducidas, de un modo u otro, a órbitas de estacionamiento en las que no fuesen a suponer amenaza alguna para el resto del tránsito espacial. Sin embargo, esto último podía esperar; cuando hubiese tiempo para ello, se abordaría cada uno de los problemas de manera metódica.

No era este último un adjetivo que pudiese aplicarse a lo que había sucedido a Natasha Subramanian. Su desaparición, dadas las circunstancias, se presentaba, sin más, como algo imposible. Y si semejante circunstancia era negativa para todo el que tuviese alguna relación con ella, lo cierto es que aún habría de empeorar.

* * *

El resto de la familia Subramanian pasó las treinta y seis horas siguientes reunido en la cocina con la criada y la cocinera. Cuando Robert se levantó de la siesta, más calmado, fue incapaz de decir a sus padres por qué había llorado, y al preguntarle si tenía algo que ver con su hermana, respondió:

—Atasha ta ormida y eliz.

A la hora de la cena, comió con ganas, a diferencia del resto. Los demás tampoco fueron capaces apenas de conciliar el sueño, y se limitaron a dormitar en sus asientos o a tenderse media hora en el diván situado bajo las ventanas de la cocina. Ninguno de los adultos se atrevió a alejarse de las pantallas más de un par de minutos, no fuera que de pronto ofreciesen una explicación del suceso.

Tal cosa no ocurrió. Noticias no faltaron, por descontado. De hecho, recibieron una muy preocupante de los equipos de rescate de la órbita terrestre baja, quienes aseguraban estar rodeados por varias docenas de aquellos objetos de color cobre que habían dado al mundo la primera indicación sólida de la existencia de los platillos volantes o de algo muy parecido. Sin embargo, todos se preguntaban si de veras se hallaban allí y, en caso afirmativo, qué era lo que podían querer, y dado que, pese a lo profuso de las conjeturas, nadie ofrecía una explicación plausible, el planeta volvió la cabeza hacia otros asuntos, como el lugar de la nebulosa de Oort en la que los astrónomos habían visto algo que, pareciendo una supernova, no lo era. Las fotografías de exposición prolongada, efectuadas uniendo grupos de telescopios más potentes, demostraban que, en efecto, existía en aquel punto cierta radiación de baja intensidad que, sin lugar a dudas, había estado ausente en estudios anteriores de la zona. El público se interesaba también por los remolcadores que, de forma gradual, habían reunido a los siete veleros (los seis que seguían intactos y la pelota de material arrugado en que había quedado convertido el
Diana
de Natasha) para conducirlos a órbitas seguras, o volvía la mirada a las capitales del mundo y al resto de ciudades de relieve, poseedoras todas de una colección considerable de «expertos» capaces de debatir hasta la saciedad lo que estaba ocurriendo, sin lograr, no obstante, aclarar nada.

Entonces, comenzó a sonar el teléfono. Nada mejoró al día siguiente, ni tampoco al otro.

* * *

Lo último que quería hacer Myra Subramanian era perder de vista al único hijo que le quedaba a su lado. Sin embargo, no dudó en convenir con Ranjit que sería aún peor disgustar más a Robert. Al día siguiente era domingo, y el pequeño seguía asistiendo a catequesis. Aquel día no fue diferente, aunque Myra pasó en una sala cercana todo el tiempo que él, reunido con el resto del grupo especial de niños que sufrían algún retraso, escuchaba con educación los relatos bíblicos que les leía la mujer encargada de servir al pastor y coloreaba dibujos de Jesús o, como lo llamaba la niña que había sentada a su lado, de «el Tachado» (por lo de la cruz). El lunes tenía el taller que les había recomendado uno de sus asesores. En él, Robert Subramanian, la criatura que había descubierto los hexaminós sin ayuda de nadie, aprendía, con paciencia y, al parecer, con no poco deleite, a rellenar con un lápiz de cada color las cajas de adorno que se vendían en la modesta tienda de artículos de regalo del taller.

Al menos, se habían acabado los lloros. Aun así, en sus padres no habían cesado la preocupación, la perplejidad y el dolor terrible de la pérdida. Tampoco habían dejado de recibir llamadas, de todos sus conocidos y de un número increíble de gentes de las que jamás habían tenido noticia. No faltaban los pelmazos, como era el caso de Ronaldinho Olsos, quien no dejaba de pedir disculpas por si pensaban que había tenido algún género de responsabilidad, o el de T. Orion Bledsoe, de Pasadena, que se ponía en contacto con ellos para ofrecer sus condolencias y, sobre todo, al objeto de preguntar si Ranjit tenía la menor idea de lo que podía haber ocurrido a su hija, aunque por cualquier motivo no hubiese considerado oportuno hacérsela saber a las autoridades.

Y a todo ello hay que sumar a los periodistas. Ranjit se había equivocado al pensar que era imposible sufrir una invasión de su intimidad mayor que la que había tenido que soportar tras publicar la demostración del último teorema de Fermat en la revista
Nature.
La que se le vino encima tras la desaparición de Natasha fue aún peor. Por más que Bandara, el presidente electo, hubiese dispuesto que la policía custodiara los accesos al hogar de los Subramanian, una vez que su bicicleta salía del cordón de seguridad, Ranjit se convertía en un blanco legítimo. En consecuencia, sólo acudía a la universidad cuando no tenía más remedio. Después de cenar, dejaba a Myra estudiando sus artículos y a Robert colocando canicas en el suelo a su lado y se retiraba al dormitorio principal a planificar su siguiente seminario.

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