El último teorema (41 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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Llegado aquel momento, el matrimonio había visitado ya una larga relación de especialistas, de los cuales hubo uno, una pediatra experta en patologías del lenguaje, que logró infundirles verdadero terror.

—Robert ha empezado a suprimir consonantes —les comunicó—. Dice
añera
u
omida
, por ejemplo. ¿Han notado si pronuncia igual cuando se dirige a ustedes que cuando habla con sus compañeros de juego? —Al verlos asentir con la cabeza, prosiguió—: A estas alturas, la generalidad de los niños modifica sus pautas lingüísticas conforme a la identidad del receptor. Y así, puede ser que a ustedes les diga: «Dámelo», y a otros niños: «Ame-o». ¿Qué me dicen de la comprensión? Supongo que a ustedes no les cuesta entender lo que dice; pero a sus amigos y familiares ¿tampoco?

—A veces —reconoció Ranjit.

—La mayoría —corrigió su esposa—. A veces, él mismo se angustia por eso. ¿No hay ninguna posibilidad de que lo supere con el tiempo?

—Por supuesto —aseveró con rotundidad la doctora—. Albert Einstein hablaba mucho peor de niño. Sin embargo, tenemos que estar muy pendientes.

No obstante, cuando Myra formuló la misma pregunta al siguiente especialista, éste se limitó a contestar en tono compasivo:

—No debemos perder la esperanza, doctora De Soyza.

Y otro se mostró aún más piadoso al declarar:

—Hay veces en las que no nos es dado cuestionar la voluntad del Señor.

Pero a ninguno de ellos se le ocurrió decir:

—Aquí tienen una lista de cosas concretas que pueden hacer para ayudarlo a mejorar.

Si existían, la profesión médica parecía no tener noticia de ellas; y lo cierto es que por todas las «progresiones» que habían hecho en la comprensión del mal de Robert habían tenido que pagar un precio elevado en forma de varias docenas de episodios muy poco agradables, entre los que se incluían el tener que atar al niño a unas parihuelas mientras le radiografiaban la cabeza, afeitarlo para que pudiesen envolverle el cráneo con pegajosa cinta magnética o sujetarlo a una camilla con ruedas que lo iba introduciendo, centímetro a centímetro, en un equipo de resonancia magnética; todo lo cual llevó al pequeño Robert Subramanian, quien jamás había temido a nada en su corta vida, a romper a llorar no bien se le acercaba alguien vestido de blanco.

A pesar de lo dicho, los médicos habían hecho algo positivo: proporcionarles fármacos que mantenían a raya las ausencias, tal como se conocían los accesos que sufría a fin de distinguirlos de la epilepsia, enfermedad que habían descartado sin lugar a dudas. Las caídas cesaron en consecuencia, aunque nadie supo dar con remedio alguno que hiciese su inteligencia comparable siquiera a la de sus amiguitos.

* * *

Una buena mañana llamaron a la puerta, y cuando Ranjit, que se estaba preparando para coger la bicicleta y dirigirse al despacho que le habían asignado en la universidad, fue a abrir se encontró de frente con Gamini.

—Te habría llamado para preguntar si podía venir a verte, Ranj —se explicó— si no hubiese temido que te negases.

Por toda respuesta, hizo pasar a su amigo del alma, al más antiguo de todos, con un abrazo tremendo.

—¡Si serás imbécil…! —exclamó—. Yo pensaba que era al contrario, que eras tú quien estaba enfadado con nosotros por haber rechazado la oferta que nos hiciste hace ya tanto.

Con evidente alivio, el recién llegado le dedicó una sonrisa compungida.

—En realidad —se disculpó—, no tengo muy claro que no tuvieseis razón. ¿Puedo entrar?

Por su puesto que sí. Dentro, recibió también sendos abrazos de Myra y del pequeño Robert. Este último se convirtió enseguida en el centro de su atención, por cuanto Gamini aún no había tenido oportunidad de conocerlo. Sin embargo, no tardó en irse con la cocinera a jugar con sus rompecabezas, en tanto que los adultos fueron a sentarse en la terraza.

—No he visto a Tashy —señaló el invitado mientras aceptaba una taza de té.

—Se ha ido a navegar —anunció Ranjit—. Últimamente es una actividad que practica mucho, según ella con vistas a una gran carrera en la que quiere participar. Pero dime, ¿qué es lo que te trae a Sri Lanka?

Gamini apretó los labios.

—Sabéis que se acercan los comicios presidenciales de la isla, ¿no? Pues bien, mi padre está pensando renunciar al puesto que ocupa en el consejo de Pax per Fidem para presentarse. Tiene la esperanza de poder hacer que la nación entre en el organismo en caso de salir elegido.

A Ranjit la noticia le resultó muy grata.

—¡Ojalá tenga suerte! Podría ser un gran presidente.

Dicho esto se detuvo, y fue Myra quien formuló la pregunta que él no se atrevía a hacer.

—No se te ve muy convencido —observó—. ¿Pasa algo?

—Puedes estar segura —respondió él—. Se trata de Cuba.

* * *

No hizo falta que dijera mucho más, pues, como no podía ser de otro modo, Myra y Ranjit estaban al tanto de cuanto había ocurrido allí, y sabían que los cubanos estaban a punto de celebrar su propio referendo en lo tocante a Pax per Fidem.

Todo apuntaba a que la respuesta del pueblo iba a ser afirmativa. Cuba no había tenido que vivir los horrores propios del tercer mundo, pues por considerable que hubiese sido el daño causado, había que reconocer que Fidel Castro había hecho cosas muy positivas por su gente, y así, la nación podía presumir de tener una población culta; un buen número de médicos, enfermeras y demás profesionales de la salud bien formados, y un cuerpo nada desdeñable de expertos en lucha contra las plagas, a lo que había que sumar más de medio siglo sin un solo caso de muerte por desnutrición.

Sin embargo, el dirigente también había exaltado las pasiones partidistas, y entre los hijos y nietos (e hijas y nietas) de los cubanos que habían salido al extranjero y habían muerto por la revolución mundial en una docena de países distintos, los había que no estaban dispuestos a olvidar. Algunos de los combatientes seguían, de hecho, con vida, y por más que fuesen cuando menos octogenarios, aún eran perfectamente capaces de apretar un gatillo o prender la mecha de un explosivo. Su número, no obstante, era demasiado escaso para condicionar el resultado del plebiscito, y de hecho, el cómputo de votos demostró que quienes deseaban el desarme, la paz y una nueva constitución representaban más del ochenta por ciento del electorado. Sin embargo, los viejos defensores del socialismo, que a despecho de la edad no habían olvidado cómo disparar una arma, habían atacado a doce miembros de Pax per Fidem y alcanzado a nueve, de los cuales habían muerto dos.

—Una noticia trágica, sin duda —resolvió Ranjit tras unos instantes—; pero ¿qué tiene que ver con Sri Lanka?

—Tiene que ver con Estados Unidos —respondió con rabia su amigo—, y con Rusia y China, que no hacen nada por evitar que los estadounidenses envíen a Cuba unas seis compañías de soldados de su ejército. ¡Soldados! Con armas de repetición y seguro que también con tanques. ¡Cuando Pax per Fidem se rige por el principio fundamental de no servirse jamás de instrumentos mortales!

Los tres guardaron silencio unos momentos.

—Entiendo —dijo Myra al fin, para volver a callar a continuación.

Fue Ranjit quien finalmente habló:

—Vamos, Myra; tienes todo el derecho del mundo a decir: «¡Mira que os lo advertí!».

CAPÍTULO XXXIV

Pentominós y coches

N
atasha Subramanian estaba practicando con las ondas que alzaba el viento en las aguas de escaso braceaje que se extendían en los aledaños de la residencia familiar cuando vio aquel automóvil amarillo de apariencia extraña. Avanzaba por una de las vías que desembocaba en la playa, y parecía dudar en cada una de las intersecciones. Cuando al fin se decidió, fue para enfilar la calle de los Subramanian. Desde donde se encontraba, de pie en su tabla de vela, no alcanzaba a ver la casa, aunque sí el cruce que había tras ella, y dado que no vio aparecer el coche, dedujo que debía de haberse detenido en una de las viviendas de su manzana, y no pudo por menos de preguntarse si no habría sido en la suya.

Como quiera que, además, se acercaba la hora de comer, determinó que aquél parecía un momento propicio para salir del agua. Al llegar a casa, pudo comprobar que el vehículo amarillo se hallaba, en efecto, aparcado frente a la entrada… Sin embargo, en el lapso que había tardado ella en llegar allí, el coche había experimentado una transformación peculiar: buena parte del asiento delantero, incluido el espacio reservado para el conductor, había desaparecido. Al entrar en la cocina, se encontró con un hombre viejo, muy viejo, con atuendo monacal que, sentado a la mesa, observaba a Robert hacer uno de sus rompecabezas. A su lado descansaba la fracción que le faltaba al automóvil, colocada en equilibrio sobre dos ruedas de goma mientras emitía un suave zumbido.

Aunque llevaba años sin ver al anciano religioso, lo reconoció de inmediato.

—Tú eres Surash, el monje que le cambiaba los pañales a mi padre. Creí que estabas moribundo.

Su madre le lanzó una mirada asesina, pero el visitante se limitó a sonreír mientras saludaba a Natasha con una palmadita en la cabeza.

—Y lo estaba —afirmó—. En realidad, lo sigo estando, como lo estamos todos, aunque ya no estoy confinado. Y todo desde que me dieron esto. —Bajando a Robert de su regazo, señaló el aparato con ruedas que tenía tras el respaldo de su silla—. He prometido enseñar a tus padres cómo funciona. Ven, Natasha.

Fue al trasladarse al asiento de aquel chisme de dos ruedas cuando la hija de los Subramanian reparó en lo frágil y tambaleante que se mostraba en realidad el anciano. Sin embargo, una vez allí, giró el volante con mano firme e hizo avanzar el vehículo de un modo enérgico en dirección a la puerta que su padre se había apresurado a abrir.

Cuando Surash acopló aquel aparato en el vacío que había quedado en el vehículo aparcado, todos pudieron percibir un ruido rápido de engranajes. De la sección principal del automóvil surgieron entonces poderosas pinzas que anclaron al conjunto aquella silla de dos ruedas, y una vez completa la operación, el motor emitió un silbido apagado que coincidió con la salida de una nube de color blanco inmaculado por el tubo de escape.

—Si queréis, podéis poner un dedo delante —les dijo—. Todo lo que lleva este cacharro por carburante es, sencillamente, hidrógeno.

—Ya conocemos los coches de hidrógeno —le hizo saber Ranjit.

El monje asintió con un gesto benigno.

—Y esto ¿también lo conocéis? —preguntó mientras hacía una demostración de cómo, una vez fundidas las dos partes, aquel conglomerado se había convertido en un vehículo capaz de circular por carretera y transportarlo con comodidad conforme a su voluntad.

Myra insistió en que había llegado la hora de comer. Y también de conversar, y mucho. Surash no quería dejar pasar un solo detalle relativo al trabajo de Ranjit en la universidad, así como de las esperanzas que albergaba Natasha de emplear parte de sus habilidades náuticas en la gran carrera espacial de naves propulsadas por velas solares que iba a celebrarse en poco más de un año; de la sorprendente habilidad que había adquirido Robert para hacer rompecabezas, y del afán con que Myra estaba tratando de no quedarse atrás respecto de los numerosos profesionales de su gremio. Asimismo, estaba deseando ponerlos al corriente de cuanto había ocurrido en el gran templo de Trincomali, de los lugares que había visitado gracias a su coche nuevo (de hecho, se jactó de haber recorrido buena parte de la isla a fin de completar la peregrinación que llevaba años deseando hacer a los templos hindúes más célebres del país) y, por encima de todo, de cómo se había comportado el vehículo.

Al preguntarle por la procedencia de aquella maravilla, no dudó en responder:

—Viene de Corea. Acaban de sacarlo al mercado, y uno de los nuestros ha conseguido hacerse con éste para mí. ¡Qué gozada!, ¿verdad? ¿No es fantástico que, ahora que dedicamos mucho menos tiempo a declarar guerras y prepararnos para las que puedan estallar, podamos hacer tantas cosas más en otros terrenos? Cosas como ese chisme que llaman «detector de resonancia nuclear cuadripolar» y que sirve para encontrar minas enterradas, o eso otro que es como un robot que anda sobre orugas y las desentierra para evitar que puedan dañar a nadie. A estas alturas, han despejado ya casi todos los antiguos campos de batalla de alrededor de Trinco. Además, están usando ese insecticida de hormonas creadas por empalme genético para que coincidan con el ADN de los mosquitos portadores de la artritis epidémica para acabar con ellos fumigándolos con avionetas autónomas, y muchas otras cosas. ¡Debemos tanto a ese Trueno Callado…!

Ranjit hizo un gesto de asentimiento mientras miraba a su esposa, quien sacudió la cabeza diciendo:

—Yo nunca he dicho que fuese malo. ¿O sí?

* * *

Después de que Surash se hubiera marchado, dejando un reguero de vapor por donde pasaba su peculiar vehículo, Ranjit volvió a entrar en la casa.

—Es un anciano maravilloso —comentó Myra.

Él convino con ella sin dudarlo.

—¿Sabes adonde lo ha llevado ese cacharro? Ha estado en el templo de Naguleswaram, al norte de Jaffna. No sé cuántos más debe de haber visitado, aunque al encontrarse en Munneswaram, justo al norte de Colombo, no ha podido visitar la ciudad sin venir a vernos. Ahora se va al sur, a Katirkamam, aunque hoy en día es más normal que quienes usen ese templo sean los budistas. Tengo entendido que también va a ir a ver la terminal del Skyhook. —Tras vacilar unos instantes, añadió en tono pensativo—: Le interesa mucho la ciencia, ¿verdad?

Myra lo miró de hito en hito.

—¿Qué te pasa, Ranjit?

—Mmm… —dijo, encogiendo los hombros como si quisiese eludir la respuesta sin quererlo—. Lo primero que ha hecho al despedirse ha sido recordarme que tengo aún la antigua casa de mi padre, y que sigue allí vacía.

—Pero el trabajo lo tienes aquí —adujo ella.

—Sí, es lo que le he contestado yo. Entonces me ha preguntado si no me sorprendía oírlo hablar con tanta soltura de avances científicos como su coche nuevo. Y luego me ha dicho:

»—He aprendido mucho de tu padre, Ranjit; se puede creer en la religión y amar la ciencia a un tiempo.

»Entonces, se ha puesto muy serio y me ha preguntado:

»—¿Qué opinas de lo contrario?; ¿se puede amar la ciencia y cumplir con Dios? ¿Qué me dices de tus hijos, Ranjit? ¿Qué clase de educación religiosa les estás ofreciendo?

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