El Ultimo Narco: Chapo (28 page)

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Authors: Malcolm Beith

Tags: #Politica,

BOOK: El Ultimo Narco: Chapo
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Los métodos de asesinato que usaban grupos nacientes como Los Zetas probablemente les causaban escalofríos a los narcos de la vieja escuela. Algunos expertos en seguridad dijeron, casi con nostalgia, que El Chapo había sido «un asesino caballeroso», o por lo menos un hombre de negocios respetuoso. A diferencia de Los Zetas o La Familia, que le cortarían la cabeza a un hombre y lo dejarían sin pantalones, El Chapo ha demostrado decencia y respeto. Cuando ha querido matar a alguien que lo ha traicionado, habla con él, luego lo lleva afuera y le dispara en la cabeza. Sus hombres mataban de la misma manera.

Era claro que el juego había cambiado; El Chapo tendría que cambiar también.

El avionazo

El avión se estrelló en la ciudad de México poco después de las 7 pm del 4 de noviembre de 2008. En cuestión de minutos todo el mundo sabía que el secretario de Gobernación del país, Juan Camilo Mouriño, de 37 años de edad, había estado a bordo. El consenso en las calles de la capital del país era unánime: había sido El Chapo.

Sólo El Chapo tenía el poder de hacer derribar a alguien desde el cielo. El Chapo había matado a Mouriño porque el secretario de Gobernación se estaba acercando demasiado, poniendo las cosas demasiado candentes. «¿Recuerdan a Escobar?», dijo un periodista local aquella noche, levantando la ceja con gesto de sospecha.

El 27 de noviembre de 1989 el zar colombiano de la cocaína, Pablo Escobar, había ordenado que se hiciera estallar un avión comercial de Avianca, en un intento por matar al congresista César Gaviria, un aguerrido político joven que se había atrevido a oponerse al jefe del cártel de Medellín. Para muchos mexicanos, «el avionazo», como rápidamente se denominó el accidente de avión de Mouriño, no era diferente.

Elogiado por el Presidente como «uno de esos mexicanos a quienes les importa su país», Mouriño había estado a cargo de buena parte de los planes anti-drogas de la nación. Como secretario de Gobernación, él era efectivamente el número dos de México, un vicepresidente en forma. Desde que asumió el cargo a principios de 2008, había prometido repetidamente combatir a los cárteles con toda la fuerza del Estado. Mouriño había hecho vehementes declaraciones acerca de la guerra contra las drogas, revelando más emoción de la que se acostumbraba en un integrante del gabinete de tan alto rango. «¡Ya basta»!, gritaría en público luego de escuchar que más policías o gente inocente habían muerto en la guerra de las drogas.

El especialista en temas del crimen organizado José Luis Santiago Vasconcelos también falleció en el choque. En el momento en que murió, Vasconcelos estaba a cargo del programa de extradición. Había recibido amenazas de la gente del Chapo, que estaban conspirando para asesinarlo. Poco antes del choque Vasconcelos había comenzado a tomar precauciones: dormía en diversos apartamentos en la ciudad de México y viajaba con seguridad extra.

Los investigadores revelaron que no había evidencia de que el avión hubiera estallado o de que hubiera habido cualquier clase de sabotaje. Pero eso no impidió que un público escéptico siguiera creyendo que una vez más El Chapo había burlado a sus perseguidores, y sólo les recordó cuán poderoso era. Incluso el presidente Felipe Calderón pareció mostrar cierto escepticismo. Luego del choque le dijo a los reporteros que la muerte de Mouriño le daba «una poderosa motivación para combatir sin descanso… por los ideales que compartimos».

En el funeral oficial que se realizó para quienes habían muerto en el avión, Calderón convirtió su elegía en la apasionada afirmación acerca de la justicia en la guerra contra las drogas. «Hoy, más que nunca, es el momento de mirar hacia el futuro, el momento de perseverar en la lucha para superar la adversidad y transformar este país en la nación más justa, próspera y segura que nuestros campesinos soñaron y que millones de mexicanos buscan cada día», declaró.

Mouriño y Vasconcelos estaban muertos. Más de 500 policías federales habían muerto en 2008. En febrero, un atentado con bomba cerca de las oficinas centrales en la ciudad de México había sido atribuido al cártel de Sinaloa; se mencionó al Chapo como autor del complot. (Afortu nadamente, sólo el que llevaba la bomba había muerto en el fallido atentado). Los ataques del 15 de septiembre en Morelia habían probado que también los inocentes podían ser los blancos. En la mente de muchos mexicanos, el avionazo era evidencia de que nadie estaba fuera de su alcance. Todo el mundo podía ser —y muy probablemente sería— un blanco.

Eso incluía a los militares. Temprano, en la mañana del 21 de diciembre de 2008, la policía encontró 12 cabezas empaquetadas en una bolsa de plástico a las afueras de Chilpancingo, la capital de Guerrero. Encontraron los cuerpos al otro lado de la ciudad. Ocho de ellos fueron identificados como soldados. «Por cada uno de los míos que mates, mataré a diez de los tuyos», decía la nota que acompañaba las cabezas.

Era el ataque más descarado de un cártel a los militares Era en la historia de México.

El infierno que es Juárez

«Los vamos a matar como matamos a los federales anoche».

El ex comandante de la Fuerza Aérea Valentín Díaz Reyes, le estaba dando a sus hombres indicaciones sobre las redadas contra pandillas planeadas para aquella noche en Ciudad Juárez, cuando las voces interrumpieron en el radio de la policía. Corrió afuera mientras enviaba atropelladamente a sus hombres a sus posiciones al frente de la estación de policía de Delicias, en el centro. Parapetados detrás de las paredes de concreto acribilladas, fijaron las miras en la avenida 16 de Septiembre. Luego, unos sesenta soldados se diseminaron por las calles; la policía los siguió. Francotiradores apuntaron hacia abajo desde el techo de un edificio cercano.

Cuando dos vehículos aparecieron al fondo de la calle detrás de la estación, avanzando despacio, los soldados le gritaron a los conductores que retrocedieran inmediatamente. Avanzando para asegurar la esquina de una calle a una manzana de distancia, un soldado se agachó detrás de un auto cuando vio otro vehículo que se aproximaba. En cuclillas, con su arma lista, fue avanzando poco a poco. Sus ojos estaban bien abiertos, alertas.

Ocho minutos más tarde, después de que se aseguró que todo estaba despejado, el ex comandante reagrupó a sus soldados y a la policía frente a la estación. Llamó a sus superiores por su teléfono celular: "Fue… justo cuando íbamos a hacer la redada. Estoy tratando de entender… estamos cerrando las calles, pero la mayoría de mi gente está en la frontera; no los tengo a todos aquí. Tenemos que hacer una búsqueda dinámica… Dígame dónde debemos reunirnos y nos reuniremos. Hubo amenazas por radio, y un vehículo pasó enfrente de la estación con

«Esta fue una clara demostración de fuerza», explicó Díaz Reyes.

Era marzo de 2009 y el Ejército había asumido el control total de las operaciones de seguridad y vigilancia en Ciudad Juárez, la ciudad mexicana más duramente golpeada por la guerra contra las drogas. Desde que El Chapo había hecho el intento de quedarse con la plaza de Ciudad Juárez, una espantosa oleada de baños de sangre había engullido a la ciudad. Cerca de 3 mil personas han muerto en Ciudad Juárez entre 2003 y 2008. La presencia de más de 5 mil soldados y policías federales en la ciudad fronteriza no ha logrado sofocar la violencia; más de mil 600 personas tuvieron una muerte violenta en Ciudad Juárez en 2008; más de 2 mil 600 morirían en 2009.

Los soldados se enfrentaban a un enemigo poderoso e implacable. El susto a los hombres de Díaz Reyes —los reportes de testigos de hombres armados en un vehículo resultaron estar equivocados, pero las amenazas por radio fueron reales— se había vuelto común para el Ejército y la Policía Federal en Ciudad Juárez. La guerra que por dos años han librado en las calles pandillas y narcos rivales, ahora implica completamente al Ejército y los Federales. Anteriormente sólo habían llegado a los poblados con problemas y rápidamente habían restaurado el orden; ahora, en ciudades como Ciudad Juárez, Culiacán y Tijuana, los soldados estaban en el frente.

En Ciudad Juárez el cambio era demasiado evidente. Afuera de varias estaciones de policía en la ciudad donde ahora estaba operando el Ejército, se habían colocado barricadas improvisadas para defenderse de ataques con granadas y lanzagranadas. Soldados con artillería pesada mantienen vigiladas las calles, mientras francotiradores se hallan apostados en el perímetro. Ahora todas las patrullas —sean de rutina o no— las realizan soldados. El hecho de que la guerra, y su papel en ella, había cambiado de rumbo no se le escapaba a ninguno de los militares, muchos de los cuales sólo eran niños.

Después de la amenaza a la estación de policía de Delicias en Ciudad Juárez, el soldado Pablo Antonio Maximus, de 19 años de edad, se veía conmocionado. Estrechando su arma contra su pecho, se reía nerviosamente con otro soldado que estaba parado junto a él bajo el alumbrado público antes de pedir un cigarrillo. «Esta es una noche normal de sábado en Juárez», explica, encendiéndolo. «Yo no fumo. Pero me fumo uno de vez en cuando, para la adrenalina».

Las amenazas no fueron sólo una «demostración de fuerza», como dijo Díaz Reyes: ellos mostraron hasta qué punto se ha puesto en peligro la seguridad del Ejército. Las redadas contra las pandillas que realizaban los soldados eran información clasificada hasta el último minuto —Díaz reyes había estado poniendo al tanto a sus hombres los habituales 10 o 15 minutos antes de la acción— pero los traficantes de drogas conocían los patrones. Por eso transmitieron la amenaza por radio en aquel preciso momento.

Otra amenaza llegó por el radio al día siguiente a la hora del almuerzo. Díaz Reyes esperaba más en el futuro. «Saben qué estamos haciendo».

Residentes de regiones productoras de drogas, como Sinaloa, lanzaron vigorosas protestas contra la presencia del Ejército. Luego del asesinato de cuatro personas aparentemente inocentes en Santiago de los Caballeros, cientos de residentes de Badiraguato bajaron caminando de las montañas y fueron a Culiacán para manifestarse contra los militares, y a favor del Chapo. Él es sólo un empresario local, nuestro patrón, injustamente perseguido, dijeron los residentes en aquella ocasión.

Protestas similares se llevaron a cabo por toda la región fronteriza del norte, desde Ciudad Juárez hasta Monterrey, y bajando hasta el polo industrial de Monterrey. El gobierno aseguró que a los manifestantes se les había pagado para que marcharan en favor de las redes criminales locales, mientras que la realidad era que los manifestantes simplemente ya estaban hartos de vivir bajo la opresiva presencia del Ejército.

Aun así, la mayoría de los mexicanos debía admitir que vivir con los militares, con todo y sus inconvenientes, era mejor que vivir con el constante hedor de la muerte sobre sus comunidades. Ciudad Juárez y otras ciudades hartas de sangre han llegado a parecerse al salvaje oeste —o, en opinión de algunos reporteros, a Bagdad—, y la gente ya ha tenido bastante.

Cuerpos arrojados a plena vista de los niños que se dirigen caminando a la escuela; cadáveres hallados sin cabeza, con los pantalones abajo para completar la humillación (con los genitales o las nalgas expuestos, con los pies atados). Algunas veces se han dejado extremidades regadas cerca del sitio; en ocasiones han sido hallados al otro lado del poblado. A veces los cuerpos se han colgado en pasos a desnivel, a la vista de los conductores que se dirigen a trabajar en la mañana. Se han dejado notas junto con los cadáveres, como advertencia a los rivales o para reivindicar los asesinatos.

Era imposible ignorar la sangre y el tormento. Las autoridades esperaban que la gente expresara su descontento, más que sucumbir a la paz inducida por el miedo del narcorégimen. La misma indignación pública por la violencia había ayudado a derrocar a Escobar en Colombia; quizá funcionaría en México. El procurador general hizo un llamado a la ciudadanía a hacer su parte, levantarse contra el crimen organizado cuando pudiera, y denunciar a cualquiera que estuviera implicado. «La esperanza es que la gente se levante y diga `¡basta!»', declaró un funcionario de Estados Unidos contra las drogas.

Desde su fundación en el siglo xvii, Ciudad Juárez ha tenido reputación de paraíso de contrabandistas y reducto de la sordidez. Hogar también de las fuerzas revolucionarias de Pancho Villa a principios del siglo xx, la ciudad ha tenido su propio romance con la ilegalidad. Durante la época de la Prohibición en Estados Unidos empezó a ser vista como uno de esos poblados mexicanos a los que los estadounidenses podían llegar de visita y hacer todo lo que estaba prohibido en el otro lado.

Pero incluso cuando a Ciudad Juárez llegaron buenas noticias, a éstas le siguieron malas noticias. Poco después del boom de las maquiladoras o plantas manufactureras, en las décadas de los ochenta y noventa, mujeres que trabajaban en ellas comenzaron a desaparecer. Sus cuerpos fueron hallados en tumbas clandestinas; muchas de las mujeres habían sido violadas. Las promesas de investigar resultaron vanas. Se cree que hasta 400 mujeres han sido asesinadas durante ese lapso; las fosas comunes en las afueras de la ciudad son el único recordatorio de que esas mujeres alguna vez existieron.

Alrededor de Ciudad Juárez, recordatorios de los asesinatos atormentan la conciencia. Los escaparates de las tiendas que venden trajes de novia y vestidos en el centro de la ciudad están adornados con volantes de las desaparecidas.

«Ayúdanos a encontrarlas», se lee en el aviso de hasta arriba: Lidia Abigail Herrera Delgado, 13 años. Vista por última vez el 3 de abril de 2007. Adriana Sarmiento Enrique, 15 años. Vista por última vez el 18 de enero de 2008. Carmen Adriana Peña Valenzuela, 15 años. Vista por última vez el 4 de abril de 2008… Algunas se remontan a 1994. Algunas son tan recientes como el día de ayer.

La noche de un sábado de 2009, un convoy de cuatro vehículos policiales llenos de soldados rodeó a dieciséis personas en el distrito Rancho Anapra, punto neurálgico del crimen y hogar de miles de integrantes de la pandilla más temida de la ciudad, Los Aztecas, en la nómina del cártel de Juárez. Para colmo de la confusión, el caos y la tendencia al derramamiento de sangre, algunos de Las Aztecas ahora trabajan para El Chapo.

Ciudad Juárez puede ser un lugar execrable, y Rancho Anapra es uno de sus entresijos más oscuros. Ubicado en la falda de un cerro, la mayoría de sus casas son de una sola planta, algunas de ellas edificadas con materiales de desperdicio que se pueden hallar con facilidad en los tiraderos cercanos. No hay agua potable, y aquí y allá se ha habilitado el suministro ilegal de electricidad.

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