—¿Y esa oficina dónde está exactamente?
—Pues no estoy segura —le contestó la mujer, desconcertada—. Tendrá que preguntárselo a algún miembro de seguridad.
En realidad, la B-209 se hallaba en el sótano del edificio norte, en un pasillo amplio situado entre dos plataformas de carga. El corredor servía para almacenar material de informática nuevo, suministros de oficina y, como en seguida comprendió Dunphy, incompetentes de la Agencia y paramilitares asignados a la División de Actividades Internacionales.
Las carretillas elevadoras pasaban por el pasillo yendo y viniendo de una zona de carga a la otra, mientras retumbaban y chocaban entre sí o contra las paredes. A causa del ruido que hacían, la gente hablaba más alto que en ningún otro lugar del cuartel general, y allí había cierto «tonteo varonil» (es decir, payasadas juveniles) a todas horas. Dunphy tuvo la impresión de que una nube de testosterona flotaba en aquel pasillo, igual que los fuegos fatuos en las carreteras secundarias y poco transitadas de Maine.
El despacho que le habían asignado era un cubículo amarillento con tabiques móviles que hacían las veces de paredes correderas. El mobiliario consistía en un sillón giratorio, un perchero de pared y una estantería de color crudo. En el rincón se alzaba un archivador vacío junto a una papelera nueva de las que llevaban el letrero «quemar». También se veía un teléfono en el suelo y un ejemplar del diccionario Roget's Thesaurus, pero no había moqueta y, lo que era aún más significativo, tampoco había escritorio.
Dunphy cogió el teléfono para llamar a mantenimiento, pero no daba señales de tener línea. Salió como una tromba del cubículo —en realidad no se lo podía llamar «habitación» ni «despacho»— y se encaminó hecho una furia hacia el Departamento de Personal… pero sólo consiguió perderse en un laberinto de pasillos. Después de sufrir la humillación de tener que preguntar el camino en su propio cuartel general, llegó al Departamento en cuestión sólo para encontrarse con la pequeña mujer canosa del vestido estampado encogiéndose conmiserativamente de hombros.
—Tenga paciencia —le recomendó—. Aún están solucionando algunos problemas.
Dunphy se apoderó de un teléfono y le pidió a la operadora de la centralita que lo pasara con Fred Crisman, su jefe de sección, en Dirección de Planes. Si había alguien que pudiera decirle qué sucedía, ése era Fred; Dunphy había estado pasándole informes a través de Jesse Curry durante casi un año.
—Oiga, lo siento —le comunicó una voz al otro extremo—. Parece que se le ha escapado por los pelos. Por lo visto, a Fred lo han trasladado temporalmente al este de África. Se encuentra allí desde la semana pasada.
Dunphy probó suerte en otros números, pero las personas con las que quería hablar no se encontraban nunca disponibles; estaban reunidas, ausentes, de viaje u ocupadas con actividades que durarían toda la tarde. Los de mantenimiento le aseguraron que «se encargarían en seguida del problema», y le prometieron que volverían a llamarlo al cabo de unos minutos.
—Pero… ¿cómo van a llamarme? —exclamó Dunphy—. ¡Acabo de decirles que el teléfono no funciona!
Desorientado y consumido por la impotencia, se embarcó en lo que acabó convirtiéndose en rutina: daba vueltas de su «despacho» a personal, de personal a la cafetería, de la cafetería al gimnasio. Saltaba a la cuerda, levantaba pesas y boxeaba un día sí y otro no. Transcurrió una semana, dos, tres… Se iba poniendo en forma, pero se sentía como una versión tecnócrata del Holandés Errante de tanto deambular sin resultado por los amplios salones de la burocracia clandestina. Por las tardes visitaba la biblioteca de la Agencia, donde tenía a su disposición los periódicos de todos los países del mundo. Se instalaba en la misma butaca todos los días y repasaba en vano la prensa británica en busca de alguna noticia sobre el profesor Schidlof. Tras la primera oleada de titulares, los informes sobre la investigación habían desaparecido de los rotativos, lo que lo hizo sospechar que el gobierno de Su Majestad había enviado una nota a los periódicos para acallar el tema. A Dunphy se le revolvía el estómago, le molestaba, pues la ira y la ansiedad le producían acidez. Con el tiempo todo acabaría por salir a la luz. Pero ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿y a costa de la cabeza de quién?
Dunphy se había cansado del hotel de Tysons Córner. Echaba de menos su apartamento de Chelsea y la rutina de la vida cotidiana. Sobre todo añoraba a Clementine; no había podido explicarle nada, sólo decirle: «He tenido que marcharme. Ya me pondré en contacto contigo. Adiós.» Eso no era precisamente una buena base sobre la que cimentar una relación, y la idea de que quizá nunca regresara a Inglaterra, y mucho menos al lado de Clementine, lo horrorizaba.
Igual que en la posguerra, la Agencia, después de la guerra fría, se hallaba a la deriva y desmoralizada por la rendición del enemigo, lo que motivó que su misión quedase obsoleta y su raison d'étre se volviese poco clara. Durante años había ido tirando sin «un enemigo concreto», conformándose con Noriega, Hussein y otra gente por el estilo, con algunos terroristas cortos de miras y con pistoleros colombianos fugitivos. Ahora el Congreso rebullía. Se hablaba de reducir el personal dedicado al espionaje y de «redistribuir aquellos recursos tan valiosos». Entre esos recursos, los más onerosos eran los agentes que actuaban bajo tapadera de forma no oficial, agentes de incógnito, como Dunphy. Poco a poco, los iban retirando del servicio activo y los sustituían por espías que trabajaban para los Servicios de Espionaje de Defensa, que dependían del Pentágono. Por primera vez, la CÍA veía su presupuesto seriamente amenazado… y Langley se había convertido en un lugar triste para trabajar.
Si existía un refugio ante el malestar que se respiraba en el cuartel general, ése era la cafetería. Se trataba de una especie de cementerio de elefantes formado por numerosos casos de desengañados, borrachos, neuróticos, chorizos, chivatos y «mercancía defectuosa» que, por un motivo u otro, la Agencia no podía o no quería despedir.
Allí había un gran número de estos «casos de desecho» matando el tiempo a todas horas. La mayor parte de ellos no tenían obligaciones laborales de ningún tipo, mientras que unos cuantos, como Roscoe White, desempeñaban empleos muy por debajo de sus posibilidades.
El caso de White era clásico. Se había licenciado en Princeton, se había doctorado en lenguas orientales (hablaba con fluidez chino mandarín y coreano) y había entrado en la Agencia en 1975. Destinado a Seúl bajo la tapadera de oficial del ejército, lo habían sorprendido dentro de la zona desmilitarizada en lo que habría tenido que ser su primera misión. A partir de entonces, y durante un año, había sufrido continuamente brutales interrogatorios y algunos simulacros de ejecución hasta que, al final, sus captores se cansaron de aquella rutina. Trasladaron a White a una granja prisión en algún lugar remoto situado en el norte y al parecer se olvidaron de él. Finalmente, en 1991, un buen día, lo llevaron a la zona desmilitarizada y lo soltaron sin mayores ceremonias en el mismo lugar donde lo habían detenido hacía ya más de quince años. El gesto, la broma o lo que hubiese sido estuvo a punto de desquiciar a White. El hombre se quedó allí plantado, hundido en el barro hasta los tobillos, aferrado al lugar donde había desaparecido su vida y obsesionado con la idea (o la esperanza) de que los últimos dieciséis años habían sido una alucinación. Finalmente lo detuvo un soldado de la República de Corea con uniforme de camuflaje y lo condujo hasta un lugar seguro.
A su regreso a Estados Unidos se encontró con que lo habían declarado muerto diez años antes.
A White le faltaban sólo tres años para la jubilación. Hasta entonces servía de oficial de enlace entre el Departamento de Dirección de Operaciones y la Oficina del Coordinador de Información e Intimidad. En la práctica, eso significaba que su trabajo consistía en repartir las peticiones basadas en la Ley de Libertad de Información a los «analistas de informes» del Departamento de Dirección de Operaciones, tarea que rara vez le ocupaba más de una hora al día y lo dejaba libre para leer en la cafetería hasta que llegaba el momento de irse a casa.
Era una forma terrible de desperdiciar el talento, pero no se podía hacer nada al respecto. Tras una meticulosa preparación en las mejores universidades y escuelas, White se había quedado prácticamente sin vida laboral. Ahora se hallaba sentado en la cafetería con una sonrisa ausente leyendo La trágica historia del doctor Fausto, de Marlowe.
Dunphy se sentía fascinado por aquel hombre.
—Intenté ponerme al día, pero me había perdido demasiadas cosas —le explicó un día White—. Por el ejemplo… la glasnost, el Muro, el Sida e Internet. Era como esa canción de Billy Joel, sólo que… para mí nada de eso tenía sentido. No oía más que cuchicheos por todas partes. Pero el teflón, el Loctite y los discos compactos… Dios mío, todo eso sí que era algo grande. El caso es que al cabo de un tiempo comprendí que no iba a ser suficiente con leerme los números atrasados de Time. Yo era capaz de memorizar los datos de cada miembro de los Orioles, pero nunca los había visto actuar. Quiero decir… ¿quién cono es Cal Ripken? ¿Y qué le pasó a Juan Pizarro? Bueno, el caso es que he descubierto que me resulta menos estresante leer historia, leer a los clásicos… libros que en realidad no tienen edad —comentó White—. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Dunphy asintió. Como había tantas lagunas en la vida de White, hasta las conversaciones más desenfadadas acababan por convertirse en aventuras. A Dunphy le caía muy bien, así que, cuando Roscoe White le preguntó si andaba «buscando un sitio para vivir», Dunphy no lo dudó ni un instante.
—Sí. ¿Sabes de algo?
—Bueno, si no te importa compartirla conmigo, tengo una granja con casa y dos hectáreas de terreno en Bellview Place —indicó Roscoe—. El alquiler no está mal. ¿Te interesa?
—Sí, pero debes saber que es posible que no me quede por aquí mucho tiempo —repuso Dunphy.
—¿Y eso por qué?
—Mi novia vive en Londres y… bueno, no se lo digas a nadie, pero no estoy precisamente loco por mi trabajo. Aparte de eso, soy una persona más bien desaseada, ¿sabes lo que quiero decir?
Roscoe soltó una risita.
—No te preocupes por eso: una mujer viene a limpiar mi casa una vez a la semana. No podría pasar sin ella.
—En ese caso… ¿me despertarás por la mañana?
Dunphy supo en qué iba a consistir su nuevo empleo algunas semanas después de haberse marchado a vivir con Roscoe White, y no le gustó nada. Aunque era imposible que volviera a trabajar en Londres, no había ningún motivo por el cual no pudiera llevar a cabo la misma tarea que hacía allí en cualquier otra ciudad y exactamente con las mismas posibilidades de éxito. En Ginebra, por ejemplo, o mejor aún, en París. Había pedido prestada una máquina de escribir y había redactado un memorándum tras otro a este respecto, pero nunca había recibido respuesta. Finalmente le enviaron unas breves instrucciones en las que se le indicaba que se presentase en determinado lugar con el fin de hacer un cursillo de entrenamiento de tres días destinado a formar agentes encargados de revisar información, los llamados ARI.
Un vistazo a su alrededor fue suficiente para que Dunphy comprendiera que se le presentaba un futuro bastante sombrío. A excepción de él mismo, todos los demás asistentes al cursillo tenían más de sesenta años y trabajaban a media jornada. Eran jubilados, funcionarios retirados que agradecían la oportunidad que se les brindaba de obtener unos ingresos extras trabajando un par de horas al día en el cuartel general. Daba lo mismo que el trabajo fuera insignificante. Como decían ellos (y repetían una y otra vez), «era estupendo volver a cabalgar».
Pero, por su parte, Dunphy estaba dispuesto a desmontar en cuanto le fuera posible. Lo único que le impedía hacerlo era el misterio de su propio infortunio, pues no sabía la razón por la que había acabado de ese modo. Fuera por el motivo que fuese, la Agencia pretendía que dejase el trabajo, y Dunphy no tenía ni la más remota idea de por qué. De lo único que podía estar seguro era de que, si abandonaba la Agencia en aquellos momentos, nunca llegaría a conocer la verdad.
Así que apretó los dientes y se quedó a escuchar cómo el instructor de los agentes encargados de revisar la información, un hombre gordo, les explicaba el funcionamiento de la Ley de Libertad de Información en lo que concernía a la CÍA. La ley en cuestión era como un «grano en el culo», les dijo el instructor, porque permitía que cualquier hombre de la calle tuviera derecho a solicitarle al gobierno expedientes sobre cualquier tema que le interesase. En la práctica, eso significaba que cuando se recibía una solicitud (y la Agencia recibía más de una docena al día), un oficial de enlace (como Roscoe White) se la asignaba a uno de los agentes encargados de revisar la información. Éste buscaba en el Registro Central del edificio B hasta localizar los expedientes en cuestión. Luego se copiaban los archivos y el agente de turno empezaba a leerlos utilizando un rotulador con el que censuraba los datos que la ley permitía que no se hiciesen públicos, como por ejemplo toda información que comprometiese la fuente o los métodos de espionaje. Finalmente, las copias redactadas se enviaban a la Oficina del Coordinador de Información, donde otro analista hacía la revisión definitiva. Sólo entonces se le entregaba al solicitante.
No es que a la Agencia le interesase enviar mucha información. Como decía el instructor: «Lo que tienen ustedes que recordar siempre es que ésta es la Agencia Central de Inteligencia, no la Agencia Central de Información.»
Y realmente la distinción se ponía de manifiesto en el modo en que se manejaban las solicitudes basadas en la Ley de Libertad de Información. Mientras que la ley requería que la Agencia respondiera a cualquier solicitud en un plazo de diez días a partir de la fecha de recepción de la misma, no había manera de legislar cuánto tiempo era necesario para localizar, revisar y entregar un expediente. Eso siempre dependería de la cantidad de recursos que la CÍA asignase a su personal de la Ley de Libertad de Información.
Y al llegar a ese punto el instructor sonrió.
—Por desgracia, no disponemos de demasiados recursos, así que podríamos decir que siempre tenemos mucho trabajo acumulado.
—¿Cuánto trabajo atrasado hay? —quiso saber Dunphy.
—La última vez que lo miré teníamos unas veinticuatro mil solicitudes en espera —respondió el instructor.