—¿Por ejemplo?
—Luxemburgo, Licchtenstein, Suiza.
—¿Son más respetables?
—Sí, en comparación con Panamá, Belice o Vanuatu, aquellos lugares son mucho más respetables. Panamá huele mal. Si alguien ve Panamá en el membrete, lo primero que le viene a la cabeza es la palabra «cartel».
—¿Y luego…?
—Yo rellenaba los impresos para constituir la nueva compañía, o si el cliente tenía prisa o le daba igual el nombre, sencillamente cogía una del estante. —Antes de que pudieran hacerle la pregunta que era obvia, Dunphy se explicó—: Me pasaba la mitad del tiempo ideando empresas, así que siempre tenía un par de docenas dispuestas para darles salida. De ese modo, si entraba un cliente que necesitaba algo inmediatamente, se lo proporcionaba al instante.
—¿Y qué era lo que obtenía el cliente… en realidad?
Dunphy suspiró.
—Bien, físicamente lo que obtenía era un sobre más bien grande, en cuyo interior había dos copias del memorándum y de la escritura de constitución de la compañía. Además, encontraba las dimisiones sin fecha de los directores y de la secretaria…
—¿Que eran…?
—Bueno, gente del lugar. Liberianos, habitantes de la isla de Man, lo que fuese. Se trataba de personas que ponían su nombre a disposición de los titulares a cambio de unos pequeños honorarios. No tenían relación alguna con las empresas, no eran más que nombres. Veamos… ¿qué más? También había algunas transferencias de acciones en blanco, un certificado de que no existía ninguna actividad mercantil y… naturalmente, todo ello llevaba los correspondientes sellos oficiales y precintos, e iba atado con una cinta roja lacrada. Una vez que se abonaban los honorarios por la constitución de la empresa, la compañía cobraba vida.
—¿Y luego qué?
—Luego necesitaban una cuenta bancaria.
—¿Y cómo solucionaba eso?
—Pues me hacían entrega de un depósito y yo abría una cuenta a nombre de la empresa. La mayoría de las veces utilizaba para ello el Midland Bank de St. Helier, en las islas Anglonormandas.
—Así que usted controlaba todas las cuentas.
Dunphy se echó a reír.
—Sólo durante unos días. Una vez que les enviaba la documentación a los clientes, éstos quitaban mi firma de la cuenta. No es que eso tuviese ninguna importancia, ya que la mayor parte de las veces yo abría esas cuentas con cantidades inferiores a cien libras. De manera que no cabía la posibilidad de sentir tentaciones ni nada parecido.
—¿La mayor parte de las veces?
—Sí. Bueno, hubo algunas excepciones. Tuve un par de clientes para los que solía trabajar a menudo que a veces me daban cheques bastante sustanciosos para que los depositase en sus cuentas. Pero eran excepciones… y, además, ya sabían dónde vivía yo, por así decirlo.
—¿Como quiénes?
—Como la CÍA. —Rhinegold y Esterhazy se quedaron perplejos—. Creé media docena de compañías para la Agencia, y cada vez me adelantaron cantidades importantes. ¿Y qué? ¿Acaso iba a largarme con el dinero?
—Pero hizo usted lo mismo para particulares, y para empresas privadas.
—Desde luego. Ésa era mi tapadera. Eso era lo que hacía Anglo-Erin Business Services. Al menos de cara a la galería.
—Y lo hacía usted de forma absolutamente confidencial, nadie estaba al corriente.
—Así debía ser —precisó Dunphy.
—Pero… —lo animó a seguir Esterhazy.
—Me dieron trabajo, indirectamente, por supuesto, media docena de agencias.
—¿Como por ejemplo?
—El Departamento de Vigilancia Antidroga, el Servicio Interno de Hacienda, Aduanas… —Dunphy hizo una pausa para coger aliento y continuó—: la ISA…
Esterhazy lo interrumpió con un gesto de la mano.
—¿Y cómo funcionaba eso?
—Yo mantenía los ojos bien abiertos. Si me entraba algo interesante, se suponía que tenía la obligación de informar a mis superiores. Luego Jesse, el jefe de puesto, pasaba la información a la agencia apropiada. O no. Eso era algo que quedaba a su criterio.
—Cuando dice usted «interesante»… ¿a qué se refiere exactamente?
Dunphy meditó un poco antes de hablar.
—Pues, por ejemplo, sería interesante que Alan Greenspan fuese a verme para constituir una compañía en Jersey con Saddam Hussein usando como domicilio social el Moscow Narodny Bank. —Rhinegold abrió los ojos de par en par y Dunphy añadió—: Eso sería muy interesante.
—¿Y ocurrió?
Rhinegold estaba a punto de levitar.
Dunphy negó con la cabeza.
—No. Sólo era un ejemplo; un ejemplo hipotético. Nunca tuve entre manos nada tan obvio.
—¿A quién informaba usted en la embajada? —le preguntó Esterhazy—. ¿Quién se encargaba de las operaciones?
—Jesse Curry.
—¿Y las otras agencias estaban al corriente de que su identidad era falsa?
—No, no me conocían, y si alguna me conocía pensaba que yo no era más que un colaborador extranjero. Merry Kerry, el irlandés alegre, ya saben. En la práctica, de lo único que estaban al corriente era de que, de vez en cuando, la Agencia conseguía algo interesante que le había proporcionado Anglo-Erin, y de que pasaba la información.
—¿Era rentable? —le preguntó Rhinegold.
—¿En qué sentido?
—Quiero decir… ¿conseguía Anglo-Erin algunos beneficios económicos?
—Empezaba a hacerlo cuando me sacaron de allí.
Dunphy echaba de menos una taza de café. Y un equipo de buceo, pues la habitación estaba cargada de humo de cigarrillo y carecía por completo de ventilación. Se sentía como si le hubieran metido la cabeza en el núcleo de un ion positivo. Un ion grande, de color beige.
—¿Y usted… constituía esas empresas para…?
—Para cualquiera que estuviese dispuesto a pagar las tarifas. Tenía clientes norteamericanos. Algunos mexicanos y unos cuantos italianos. Un par de turcos, un francolibanés. Había un tipo de Buenos Aires que constituyó treinta y cinco entidades en ocho jurisdicciones. Sabe Dios lo que se traería entre manos: armas, cocaína o esmeraldas. O las tres cosas a la vez, que es lo más probable.
—¿Y usted le proporcionaba a la Agencia, y a través de ella a otras agencias, copias de los documentos de fundación de dichas empresas?
—Eso es, y también los datos bancarios, y cualquier otra cosa de interés de la que me enterase mientras comía o me tomaba una jarra de cerveza con los clientes. Y si la compañía tenía accionistas, lo cual era bastante frecuente, y si yo sabía quiénes eran los propietarios de esas acciones, cosa que por lo general no era así, también lo metía en el lote de la información.
—¿Y los clientes acudían a usted… sin más, como salidos de la nada?
—Algo así. En parte era debido a que se corría la voz, pues mis honorarios eran muy razonables. Y además me anunciaba en diversas publicaciones.
—¿Dónde?
—En el Herald Tribune. Y en el Economist. Y también en el Sunday Times. Y en muchos otros sitios. Los recibos están en la oficina.
—Bueno, me temo que el contenido de aquella oficina ya no
se encuentra a nuestro alcance —le explicó Esterhazy—. Nos han dicho que se hallan bajo custodia de la policía metropolitana. Y sospecho que también del MI5.
—Comprendo.
Dunphy ya lo esperaba, pero ahora que lo sabía con certeza, de pronto se sintió peor. En realidad, estaba hecho una mierda.
A las once una muchacha les llevó algunos sandwiches y café; al entrar en la sala puso los ojos en blanco para evidenciar que le desagradaba todo aquel humo de cigarrillo. Esterhazy anunció que iban a hacer un breve descanso, y Dunphy agradeció el café con un gesto de la cabeza.
Hizo lo posible por tragarse un sandwich de pastrami, pero la carne tenía cierto tono morado que le revolvió el estómago. Apartó el sandwich e intentó entablar una conversación trivial con aquellos dos hombres que lo interrogaban. Les preguntó cómo iban los Wizards, pero ninguno de ellos mostró el más mínimo interés por hablar del tema.
—No sigo los acontecimientos deportivos —respondió Esterhazy mientras Rhinegold se encogía de hombros. Luego añadió—: Los deportes son una pérdida de tiempo.
Rhinegold soltó un gruñido. O a lo mejor se trataba sólo de la acústica.
Mientras todos quedaban en silencio, Dunphy observó que sus acompañantes sacaban unas pequeñas bolsas de plástico de sus respectivos maletines y las colocaban sobre la mesa. Cada una de aquellas bolsitas contenía por lo menos una docena de tabletas y media docena de cápsulas que extendieron cuidadosamente ante ellos como si de una especie de falange farmacológica se tratase.
—Vitaminas —comentó Esterhazy.
—Esto es un neutralizador de nicotina —le explicó Rhinegold, sujetando entre el índice y el pulgar una pildora gruesa de gran tamaño.
Una a una, fueron tragándose todas las tabletas, las pildoras, las cápsulas y las pastillas con la ayuda de múltiples sorbitos de café.
Y después, aparentemente frescos de nuevo, volvieron al tema que los ocupaba.
El tiempo no pasaba volando precisamente.
—¿Entonces podemos dar por sentado que usted mantuvo celosamente el secreto de su falsa identidad?
Esterhazy hizo una pausa, pasó la hoja del bloc y levantó la vista.
—Desde luego.
—¿No había nada en sus archivadores que lo identificase como Jack Dunphy o que hiciese que se lo relacionara a usted con la Agencia?
—No, nada. Los archivos respaldaban esa falsa identidad, no había nada más.
—Alguna factura de teléfono o…
—Nunca llamé a casa desde la oficina, ni tampoco desde el apartamento donde vivía. Si tenía que hacer alguna llamada a Estados Unidos en calidad de John Dunphy, utilizaba un teléfono público. Y lo mismo cuando me ponía en contacto con Curry.
—¿Usaba usted ordenador?
—Sí. Un Amstrad.
—Me resulta violento preguntarle esto, pero… ¿no dejaría usted algún archivo comprometedor… memorandos, informes, o alguna otra cosa por el estilo…? ¿No cabe la posibilidad de que quedase algo en el disco duro?
—No. Para empezar, todo lo que había en el disco estaba en clave, convenientemente codificado. Usé un algoritmo de ciento cuarenta bits.
—¿PGP?
Dunphy negó con la cabeza.
—RSA. Y cuando me marché lo borré.
Rhinegold se inclinó un poco hacia adelante con la frente arrugada.
—Jack, cuando se fue de Londres… ¿no se llevó nada consigo? Es decir, ¿lo dejó todo más o menos como estaba?
«¿Jack?»
—Me llevé el maletín —contestó Dunphy—. En él tenía la agenda con las direcciones. Por lo demás, dejé allí hasta la ropa, ahora no tengo…
—Un equipo de limpieza pasó por su apartamento anoche. Lo han barrido por completo. Recibirá usted la ropa y sus efectos personales el viernes como muy tarde. —Dunphy contuvo la respiración y no dijo nada—. De lo que tenemos que estar seguros es de que no ha quedado nada en Londres, ni en la oficina ni en ningún otro sitio, que lo relacione a usted con… bueno, con su verdadera identidad. Ni…
—Pas de caries, pas de photos, pas de souvenirs.
—¿Y eso qué significa? —le preguntó Rhinegold con una mezcla de recelo y resentimiento en la voz.
—Es un dicho, y significa que no me he dejado allí nada de nada.
—Ha dicho usted que borró el disco del ordenador. ¿Qué encontrarían los del MI5 si examinasen ese disco con las herramientas especiales de que disponen?
—El disco está reformateado: es una tabla rasa.
—Se pueden recuperar datos de un disco reformateado… aunque los datos se encuentren codificados —le informó Esterhazy—. Lo único que hace la función DOS es eliminar las direcciones; los datos siguen ahí si uno sabe cómo buscarlos.
Dunphy negó con la cabeza.
—Pasé un formato de baja intensidad usando antivirus y luego lo sobreescribí todo con DiskWipe. A todos los efectos, es igual que si hubiera pasado un imán permanente sobre el disco. No queda nada de nada. —Por primera vez, Esterhazy parecía impresionado; Dunphy añadió—: Muerte cerebral.
Rhinegold sonrió.
—¿Por qué recurrió a usted Curry para poner bajo vigilancia al profesor Schidlof?
—Eso tendrán que preguntárselo a Curry.
—Pero no era algo que hiciera usted habitualmente.
—No, nunca lo había hecho. No tenía la menor idea de todas esas cosas.
—Así que contrató a ese hombre llamado…
—Tommy Davis. En realidad, ya trabajábamos juntos.
—¿Cómo es eso?
—Lo utilizaba de mensajero. Él disponía de buenos contactos en Beirut, cosa que resultaba muy útil, pues yo tenía allí una clientela bastante lucrativa. Tommy podía entrar y salir sin problemas, incluso en los viejos tiempos, tan malos. Pero lo que importa ahora es que ese hombre tenía fama de instalar muy bien los micrófonos y podía fiarme de él. Y cuando Curry me encomendó la vigilancia, me acordé de Tommy.
—¿Y ese tal Davis sigue en Londres?
Dunphy, que de pronto empezó a sentirse incómodo, se encogió de hombros.
—No creo. Me parece que se marchó de la ciudad.
Rhinegold y Esterhazy clavaron la mirada en Dunphy, que no se inmutó. Si algo le había enseñado la Agencia era a permanecer sentado en silencio o, en caso de fallar eso…
A negarlo todo.
A no admitir nada.
A acusar a su vez.
Finalmente, Esterhazy rompió el silencio que se había hecho en la habitación:
—Es importante que lo encontremos nosotros antes que la policía metropolitana.
—Lo comprendo —asintió Dunphy.
Rhinegold arrugó la frente y se aclaró la garganta.
—Verá, Jack, se ha encontrado un dispositivo de escucha en la línea telefónica del profesor.
—Ya lo sé —dijo Dunphy—. Jesse me informó de ello.
—Y… bueno, la policía cree que eso tuvo algo que ver con el… esto… con el incidente.
—Eso es.
—Lo cual es absurdo, naturalmente.
—Naturalmente.
De nuevo se hizo el silencio. Rhinegold empezó a dar golpecitos con un lápiz sobre la superficie de la mesa. Esterhazy frunció el ceño, apagó el cigarrillo y meneó la cabeza.
—Sinceramente, creía que usted nos sería de más ayuda, que estaría más dispuesto a colaborar —comentó—. Porque… bueno, para serle sincero, todo este asunto no es precisamente bueno para usted. —Dunphy pareció desconcertado—. Me refiero a su carrera profesional…
—Es que no podía hacer nada —explicó—. Y tampoco puedo hacer nada ahora.