—Dios mío.
—«Cuando sopla viento del norte, el pescador no continúa adelante.» Ya ves. Se chupó un dedo y después lo alzó en el aire, aunque no hacía falta. Había empezado a levantarse viento y resultaba evidente que soplaba desde la orilla opuesta, desde Lausana. Con voz afectada, le preguntó a Dunphy—: ¿Dónde está el norte?
—Muy graciosa —dijo él, al tiempo que la embarcación cogía velocidad y empezaba a escorarse… Sorprendido, exclamó—: ¡Vaya!
Clem soltó una risita.
—Voy a buscar los chalecos salvavidas —dijo entrando de espaldas en el camarote—. Creo que deberíamos ponérnoslos. El lago es grande.
Poco después salía de la cabina con un chaleco de color naranja encima y con otro en la mano, que le lanzó a Dunphy.
Éste frunció el ceño. No quería parecer tonto, pero… uf, ahora el barco navegaba como movido por una turbina, la proa hendía el agua y las olas y la espuma llegaban al borde de la escotilla. Se oyó un sonido tembloroso bajo los pies de ambos y la embarcación comenzó a vibrar. Dunphy pensó entonces que tal vez lo de los chalecos salvavidas no fuese tan mala idea. Dejó a Clem a cargo del timón y se puso con dificultad el chaleco, que parecía irle un poco pequeño.
—¿Adonde nos dirigimos? —preguntó la muchacha alzando la voz por encima del viento, que ahora soplaba a una velocidad de entre diez y veinte nudos.
—Al otro lado.
—¿De dónde?
—¡Del lago! No quiero pasar por la aduana. Es probable que tengan mi foto.
—¿Así que vamos a ir navegando… de noche?
—Sí —asintió Dunphy—. Ésa es la idea.
—Pero es mucha distancia —le recordó Clementine—. ¿Dónde piensas desembarcar?
—Cerca de Lausana; queda justo allí…
—Allí, de donde procede el viento.
—Exacto.
—Pues eso lo hace aún más difícil.
Ya se había hecho de noche. La temperatura descendía rápidamente y la lluvia caía en diagonal sobre el lago. En la orilla más alejada se veían las luces de Lausana. El viento parecía originarse justo en el ayuntamiento de la ciudad y obligaba a Dunphy a realizar un gran esfuerzo para mantener el rumbo, tanto que la embarcación se paraba repetidamente, incapaz de virar.
Al principio aquella situación era simplemente un fastidio, pero luego a Dunphy empezó a parecerle peligrosa. El lago estaba cubierto de olas cada vez mayores. Cada minuto que pasaba se le hacía más difícil mantener el rumbo, y cuando lo lograba, parecía que estuvieran en una montaña rusa que los levantaba suavemente en el aire y luego los dejaba caer de golpe. Cuando se ceñía demasiado al viento, las velas se deshinchaban y la embarcación quedaba a la deriva. Era como montar en la atracción de las tazas giratorias de Disney World… sólo que el lago estaba frío y oscuro, el viaje nunca acababa y no habría resultado difícil ahogarse.
—Las aguas se han embravecido —señaló Clem con aplomo.
La muchacha estaba agachada frente a él y sonreía mientras el agua entraba ya por la escotilla. Dunphy iba sentado en la borda del barco con el fin de utilizar su propio peso para mantener la quilla lo más equilibrada posible.
No sabía exactamente dónde se encontraban. No se veía prácticamente nada. La lluvia le golpeaba en la cara, pero con una mano sobre el timón y la otra ocupada en sujetar el foque, resultaba bastante difícil secarse el agua. Mientras tanto, la embarcación cabeceaba continuamente.
Clem se estremeció.
—¡El agua está helada!
—Es que viene directamente de las montañas —dijo Dunphy, asintiendo con pesar—. Es nieve derretida.
—Pues no creo que durásemos mucho si cayéramos del barco —señaló Clem al tiempo que empezaba a achicar el agua con una botella de plástico partida por la mitad.
—Este barco tiene un sistema de achique automático —le indicó Dunphy—. Lo he comprobado.
—Bueno, pues ese sistema necesita que lo ayuden un poco —repuso ella. Al cabo de unos minutos, levantó la vista hacia las velas, que parecían a punto de estallar, y se dio la vuelta hacia Dunphy—. ¿Te importa que te haga una sugerencia antes de que él barco se vaya a tomar por saco?
Le habló a gritos al tiempo que vaciaba por la borda un par de litros de agua con la botella y recogía otro tanto de la cubierta.
—¿Qué?
Ahora el viento soplaba todavía con más fuerza y ululaba entonando una especie de melodía al compás que marcaba la vibración de los cabos.
—Recoge la vela mayor, suelta el foque y haz que el barco caiga a estribor —sugirió.
Dunphy la miró, boquiabierto.
—¿Qué?
—He dicho que recojas la vela mayor…
—¡Muy bien! ¡De acuerdo! Ya te he oído la primera vez. —Agarró con los dientes el cabo de foque, desató el nudo que ataba la driza a una cornamusa del mástil y dejó caer la vela mayor. Después la recogió y la ató. Por último soltó el foque y se dio la vuelta hacia Clem, bastante avergonzado. La quilla de la embarcación ya se había equilibrado. Consciente de que la muchacha siempre le recordaría aquello, le preguntó—: ¿A qué lado queda estribor?
Clementine le dirigió una radiante sonrisa.
—A ése —le indicó, sin dejar de achicar agua.
Cuando Dunphy movió el timón, el foque se llenó de aire. La embarcación viró grácilmente en dirección opuesta a Lausana y empezó a navegar con mayor suavidad a favor del viento. Incluso la lluvia pareció amainar.
Al cabo de un rato, cuando prácticamente había recuperado su pulso normal, le preguntó a Clem:
—¿Dónde has aprendido a navegar a vela?
Clementine sonrió y dejó la botella en el suelo.
—Mis padres tenían una casita en Kinsale —explicó—. íbamos allí todos los veranos. Yo solía navegar bastante, formaba parte de la tripulación de un barco.
—¿Que hacías qué?
—Que tripulaba un barco —le repitió Clementine—. Igual que tú.
—Ya… Bueno, sólo quería asegurarme de que te había oído correctamente.
—Y te diré que además se me daba bastante bien —añadió Clementine.
—No lo dudo.
—Si sueltas el foque un poco más, quizá seamos capaces de navegar con la ayuda del viento… ¿Tienes una carta?
—No.
—Qué chico más listo. Ni siquiera necesita cartas de navegación. —Clem frunció el ceño—. Creo que aquello de allí es Rolle. Por lo menos, seguro que es Suiza. Supongo que podríamos poner rumbo en esa dirección…
Finalmente Dunphy decidió pasarle el timón.
Poco después de las diez sacaron la embarcación del agua y la arrastraron por la orilla frente a una casa grande que estaba a oscuras. Se hallaban a unos veinticinco kilómetros al suroeste de Rolle, justo después de Coppet. Un camionero los llevó hasta Ginebra, donde, en el primer hotel que encontraron, le explicaron al recepcionista que se les había averiado el coche y alquilaron una habitación.
A la mañana siguiente Dunphy averiguó el camino para ir al Handelsregister, situado en el casco viejo de la ciudad, y con la ayuda de una empleada muy servicial buscó el Institut Mérovée. Sin embargo, no había demasiada información al respecto.
Según la documentación que encontró, el instituto se había fundado en 1936 con la ayuda de una donación hecha por Bernardin Gomelez, vecino de París. Sus fines eran «caritativos, educativos y religiosos». En 1999, el Institut Mérovée había declarado propiedades por valor de «> 100000 millones de francos suizos», más de setecientos millones de dólares. Pero, ¿cuánto más? El signo > significa «más de». Bien, pensó Dunphy, doscientos mil millones de francos suizos era más de cien mil millones de francos suizos. Y un billón, todavía más.
En resumidas cuentas, no había modo de averiguar cuántos bienes poseía aquel instituto… aunque desde luego eran muchos. Por lo visto, el presidente del mismo era el hijo o el nieto de Gomelez, y tanto la dirección oficial del Institut Mérovée como la de su presidente era «Villa Munsalvaesche», una mansión situada en la ciudad de Zernez.
Dunphy le preguntó a la empleada, una mujer rubia de unos sesenta años con profundas arrugas y patas de gallo, que lucía unos pendientes en forma de osito, dónde estaba Zernez. La mujer se echó a reír.
—Está en Graubünden —exclamó, como si el cantón se encontrase en algún lugar remoto de las islas Fiji—. Ese pueblo queda muy apartado. Creo que allí hablan sobre todo romanche… no hablan alemán. Ni italiano.
—Pero ¿dónde está? —insistió Dunphy.
La empleada puso los ojos en blanco.
—Al este. Se encuentra justo debajo de Austria. Más allá de Saint-Moritz. —Se quedó pensando durante unos instantes—. Pero… ¡claro, ahí es donde vive Heidi! —le aseguró, dispuesta a aclarar así la cuestión.
Era imposible viajar en avión a Zernez ni a ningún lugar cercano al pueblo, así que alquilaron un coche en el aeropuerto de Zurich y se pusieron en camino a la mañana siguiente. Era un trayecto de aproximadamente trescientos kilómetros que atravesaba Suiza de oeste a este, y confiaban en poder cubrir esa distancia en siete u ocho horas. En cualquier caso, acabaron por perder la noción del tiempo de tan hermoso como era el paisaje. La carretera serpenteaba entre espectaculares vistas que se sucedían una tras otra, bien fuera bordeando montañas o recorriendo valles junto a ríos de color marfil. Dunphy pensó que aquello debía ser el paraíso. Las montañas eran tan verdes como en Donegal, al norte de Irlanda, y estaban sembradas de flores silvestres. No había ciudades que los obligasen a apartar la atención del paisaje: sólo glaciares, lagos y vacas con cencerro.
En Chur, una ciudad con una población de treinta y cinco mil habitantes, la Gotham de los Alpes, giraron hacia el sur hasta Zuoz, y después siguieron una estrecha carretera que atravesaba el valle de Inn hasta Zernez, adonde llegaron justo cuando el sol se ponía tras las montañas.
Zernez era un pueblo pequeño pero muy animado en el que se hospedaban los excursionistas que iban o volvían del cercano Parque Nacional Suizo, el único parque natural federal del país, ciento sesenta y cinco kilómetros cuadrados de bosques de coniferas habitado únicamente por rebaños de íbices, gamuzas y ciervos rojos. A diferencia de los parques de Estados Unidos, el Pare Naziunal Svizzer estaba sin urbanizar, con la excepción de un único restaurante y los senderos para excursionistas que se encuentran por doquier en Suiza.
En Zernez, las tiendas de comestibles se hallaban atestadas de turistas japoneses y excursionistas vestidos «Garubünden chic», como lo definió Clem: botas de escalar, calcetines de lana, pantalón corto y camisas de cuadros. Gafas de sol caras, mochilas y carteras para libros completaban el conjunto. El ambiente era festivo y algo frenético, ya que la gente se apresuraba a comprar lo que necesitaba antes de que las tiendas cerrasen a las seis: cerveza, agua embotellada, Landjáger, pan y queso; un bastón para caminar y crema protectora para el sol.
Encontrar habitación resultó más difícil de lo que Dunphy había imaginado. Los pocos hoteles que había en el pueblo estaban llenos, pero cerca de la calle principal vieron una casa con
un cartel en la ventana que anunciaba Zimmer. Por cincuenta dólares les entregaron la llave de un apartamento de dos habitaciones con un par de camas individuales en cada una de ellas y una sala de estar en la que había una vitrina repleta de figuritas, una trompa de los Alpes de casi dos metros de longitud y el mayor reloj de cuco que habían visto en su vida. Por lo demás, el mobiliario parecía sacado de un catálogo de IKEA.
Cenaron en un restaurante decorado a base madera de pino y estuco y especializado en raclettes y fondues de queso. Sobre la mesa había velas y flores, y la comida era deliciosa. Después de cenar entraron en el Stübli de al lado a tomar una copa de vino y se sentaron a una mesa junto a la chimenea.
Era un bar acogedor. Para entablar conversación con la camarera, Dunphy le hizo una broma relativa al traje tradicional que lucía. Después le dijo:
—Estamos buscando una casa, aquí en Zernez.
—¿Una casa? ¿Para alquilar, quiere decir?
—No, no. Una casa concreta.
—Ah, ya. ¿Cuál es la dirección?
—No lo sé —respondió Dunphy encogiéndose de hombros—. Lo único que sé es el nombre: «Villa Munsalvaesche.» ¿La conoce?
—No.
—Un tal señor Gomelez vive allí.
—¿Es español?
—Francés —aclaró él.
—No creo que viva aquí, en Zernez… De lo contrario, yo lo sabría; nací aquí.
A sugerencia de Dunphy, la empleada le preguntó al camarero de la barra si conocía a un hombre llamado Gomelez o una casa llamada Munsalvaesche. Éste negó con la cabeza y se acercó al restaurante de al lado para preguntarle al maítre, que era también el alcalde. Regresó al cabo de un par de minutos.
—Pregunten en la oficina de correos mañana por la mañana —les aconsejó—. Seguro que allí lo saben.
Y así lo hicieron.
A primera hora se dirigieron a correos y preguntaron por el señor Gomelez y por «Villa Munsalvaesche». El empleado que se encontraba al otro lado del mostrador supo inmediatamente a quién se referían.
—Sí, desde luego. El señor Gomelez ha recibido siempre aquí el correo… desde que yo era niño. Principalmente le mandan revistas.
—¿Entonces lo conoce usted? —quiso saber Dunphy.
El hombre negó con la cabeza.
—No.
—Pero…
—Tiene criados en casa. Suelen venir dos veces a la semana, y siempre en el mismo coche. ¿Le gustan a usted los coches?
—Claro —respondió Dunphy, encogiéndose de hombros.
—Entonces seguro que le gustará éste. Es un clásico: un Cabriolet C… como el de Hitler.
—¿Sabe usted dónde está la casa? Villa…
—¡Munsalvaesche! —dijo el empleado, riendo. Luego se puso serio—. Nunca he estado en ella, pero uno de los guardas forestales me ha contado que el parque la rodea… así que debe de estar dentro de él, aunque no pertenece al mismo. Un ardid propio de la gente con dinero, ya sabe…
Dunphy asintió.
—¿Cuándo vienen a recoger el correo? —preguntó—. Tal vez yo pudiera hablar con ellos.
—Los martes y los viernes.
—¿Hoy?
El empleado asintió.
—Si viene esta tarde… puede que los vea.
Se dirigieron a un pequeño café situado al otro lado de la calle, con mesas y sillas en la terraza. Tomaron café y leyeron el Herald Tribune sin perder de vista la oficina de correos. El aire era puro y cortante, el sol brillaba con fuerza, y cuando alguna una nube lo tapaba la temperatura parecía descender veinte grados. A mediodía pidieron unos sandwiches y cerveza, que les sirvieron en unas jarras muy altas con el borde escarchado. A la una Clem fue a dar un paseo y dejó a Dunphy resolviendo el crucigrama del periódico. Si aparecía el Mercedes, iría rápidamente a buscar el coche alquilado y tocaría la bocina para que Clementine lo oyera. Pero el Mercedes no apareció.