La primera planta estaba dedicada casi por entero a los edificios sagrados y, en particular, a aquellos que albergaban estatuas de vírgenes negras. Una urna de plástico transparente estaba fijada a la pared junto a un dibujo arquitectónico de la iglesia de Glastonbury. La caja contenía un fajo de octavillas mal impresas que explicaban, en seis idiomas, que las vírgenes negras se podían encontrar repartidas por toda Europa y también en Sudamérica, y que solamente en Francia había más de trescientas.
—Los gitanos la conocen por el nombre de Sara-la-Kali, y otros pueblos la llaman Cibeles, Diana, Isis y Magdalena —leyó en voz alta Clem.
Dunphy miró con detenimiento el dibujo y las fotografías. Aparte de Glastonbury, se veían fotos del monasterio de Jasna Gora, en Polonia, de la catedral de Chartres, de la abadía de Einsiedeln y de otros templos y santuarios situados en ClermontFerrand, en Limoux y en Marsella. También había algunos objetos sacramentales, como relicarios de piedra, relieves de mármol, tapices y diversas túnicas.
—Vamos a subir —le indicó Clem—. Sólo nos quedan veinte minutos.
La segunda planta estaba dedicada por entero a las Cruzadas y a los caballeros templarios. Había varias xilografías del siglo xrv, una caja de insignias reales, lanzas y espadas de los templarios, una estela funeraria gnóstica, un tríptico y un diorama. El primer panel del tríptico representaba a Godofredo de Bouillon disponiéndose a partir para la primera Cruzada en 1098. El segundo mostraba a los caballeros cruzados triunfantes en Jerusalén un año después. Y el último presentaba a esos mismos caballeros excavando bajo el Templo de Salomón.
El diorama era menos complejo. En él se veía a Jacques de Molay, gran maestre de la Orden del Temple, asándose a fuego lento hasta morir en la íle de la Cité en el año 1314.
—¡Justo ahí es donde se encuentra nuestro hotel! —señaló Clem.
La muchacha quería leer más sobre De Molay y los caballeros templarios, pero no había tiempo; el museo no tardaría en cerrar.
Así que decidieron subir a la cuarta planta. En la escalera se sobresaltaron al ver lo que parecía una cabeza de oso forjada en oro que volaba por encima de ellos. El trabajo en metal era exquisito, pensó Dunphy, pues al oso se le podían contar los pelos de la nuca.
—¿Cómo harán eso? —preguntó Clementine ahogando un grito.
—Es un holograma; o tal vez lo hagan con espejos —aventuró Dunphy—. No lo sé.
Al llegar a lo alto de la escalera pasó la mano a través de la imagen y ésta empezó a ondular; al hacerlo, una puerta se abrió a su izquierda.
Dunphy se volvió hacia su novia. La mayoría de los objetos expuestos parecían encontrarse a la derecha, en una especie de galería que recorría toda la longitud del edificio. Pero la sala que se había abierto a la izquierda los aguardaba, y obviamente en ella debía de haber algo especial.
—Venga, entra —dijo empujando suavemente a Clem hacia la puerta—. Tú primero.
—No, ni hablar —repuso la muchacha—. Además, tú eres el que lleva pistola. Entra tú.
Como un niño en una casa encantada, Dunphy penetró en la sala mientras Clem se quedaba a la puerta, dispuesta a salir corriendo si a Dunphy lo decapitaban o se le echaba encima algún tipo de extraña criatura. No había transcurrido un minuto cuando él la llamó.
—Vamos, entra. Aquí no hay nada.
Al entrar en la estancia, Clem se quedó sin aliento. En el centro de la sala había un sarcófago de piedra caliza iluminado para producir un efecto teatral. Contra el ataúd se hallaban apilados varios envases de vino y algunos montones de grano, y a su alrededor habían colocado pedestales de diversos tamaños. Encima de cada uno de ellos se veía un estuche, una pequeña urna de cristal iluminado en donde estaban expuestas monedas antiguas y joyas de oro y plata.
Cogieron una octavilla de una caja de plástico que colgaba de la pared y leyeron la historia de la exposición. Según se decía, en el sarcófago descansaba Childerico I, rey merovingio cuya tumba se había encontrado en los Pirineos en 1789, el mismo año de la Revolución francesa. El ataúd se había hallado en el interior de una cueva junto con una cabeza de caballo y otra de oso forjadas en oro. Entre los huesos se encontró también una guirnalda hecha de alas de águila que había permanecido intacta durante más de mil años.
Aparte del sarcófago, en la estancia había otra cosa: una bola de cristal ahumado de un color gris verdoso y de aproximadamente veinte centímetros de diámetro que se hallaba en una vitrina sobre un pedestal dorado. El pedestal tenía forma de mano y la bola descansaba en equilibrio sobre las puntas de los dedos. Atraídos por la esfera, Dunphy y Clem se acercaron a ella y miraron en su interior. Al hacerlo, en el cristal apareció la imagen trémula de un viejo que iba aumentando de tamaño, aunque cabeza abajo, de modo que al principio resultaba irreconocible. Dunphy ladeó la cabeza. El viejo se aclaró la garganta y Clem soltó un grito.
—¡Dense prisa, por favor, es la hora! —les pidió el hombre con voz suave.
Clem le clavó las uñas a Dunphy en el brazo… hasta que se percató de quién había hablado: se trataba del viejo guarda del museo, que venía a avisarlos. Sonreía y estaba sin resuello por haber tenido que subir la escalera hasta el cuarto piso.
Clem aflojó la presión de los dedos. Respiró profundamente y le dirigió al vigilante la más dulce de sus sonrisas.
—¿De verdad son ya las cinco? —le preguntó.
El hombre se encogió de hombros.
—Casi, mademoiselle.
—Pero es que hay muchísimo que ver aquí —dijo Clem en tono de súplica.
El guarda asintió, comprensivo.
—Y me parece que todavía no han visto ustedes las abejas, ¿verdad?
—¿Qué abejas? —preguntó la muchacha.
El hombre volvió a asentir con cortesía y les hizo señas para que se le acercasen.
—Ici. —Se encontraba de pie junto a un viejo armario—. Regar dez.
Sacó un llavero, eligió una de las llaves más grandes y la hizo girar dentro de la cerradura del armario. Abrió las puertas poco a poco y al hacerlo se encendieron unas luces en el interior. El guarda dio un paso atrás.
Ante ellos vieron una larga túnica que brillaba con la luz, que se reflejaba en las alas de mil abejas bordadas a mano en oro.
—Perteneció a Napoleón —les explicó el guarda—. Se trata del manto que lució cuando fue emperador.
—Las abejas…
—¡Sí! ¡Desde luego, las abejas! ¡Y el oso! Son sagrados para los merovingios, ¿saben? —Dunphy y Clem asintieron—. Napoleón las mandó bordar en su manto para que la gente pensara que era merovingio. —El anciano sonrió—. Pero no lo era. Ya sé lo que están ustedes pensando… Una de esas abejas diminutas… Nadie iba a darse cuenta… Y una abejita de ésas vale más que mi pensión. Así que oigo la voz…
—¿Qué voz? —inquirió Clem.
El viejo se dio unos golpecitos en la sien con un dedo.
—La voz me dice: «Luc, eres un hombre pobre. ¿Por qué no coges una de esas abejas para tu familia?» Pero si hago eso… Luc no es tonto.
Meneó la cabeza y se echó a reír.
—Y dígame, ¿desde cuándo trabaja usted aquí? —le preguntó Dunphy.
El guarda bajó la mano con la palma hacia abajo hasta aproximadamente tres palmos del suelo.
—Desde que era niño. Incluso antes de que la casa se convirtiese en museo.
—Quiere decir…
—Que antes era una casa particular. Y todas estas cosas que ven eran… privé.
—¿A quién pertenecía la casa? —preguntó Clem, aunque ya sabía la respuesta.
—A monsieur Gomelez. Es su fundación quien paga todo esto. L'Institut Mérovée.
—¿Y usted conoció a Gomelez? —inquirió Dunphy.
—Sí, desde luego. Mi padre era su ayuda de cámara.
—¿Y qué ha sido de él?
El viejo se encogió de hombros.
—Vino la guerra. Gomelez no estaba bien, así que lo llevaron a un lugar seguro. Pero… no regresó.
Le dirigió una sonrisa a Clem, cerró las puertas del armario y echó la llave. Salieron juntos de la sala y empezaron a descender por la escalera.
—Cuando dice usted que lo llevaron a un lugar seguro… ¿quiénes lo llevaron?
—Pues sus amigos. Tenía amigos muy poderosos. —Pero ¿adonde fue?
El guarda se detuvo y se quedó pensando durante un momento. —Pues no lo sé exactamente. A Suiza, desde luego. A algún lugar de Suiza.
Viajar en avión quedaba descartado. Y en tren también. Después de lo ocurrido en el apartamento de Watkin, la policía francesa habría empezado a buscarlos, por lo que los guardias fronterizos estarían alerta. Así pues, estaban en un aprieto: no podían quedarse ni tampoco marcharse.
Tomaron un café en una terraza para turistas en los Champs-Elysées. Dunphy consideró las opciones. El problema era la aduana. Clem podía alquilar un coche para llegar hasta donde fuese, pero nunca lograrían cruzar la frontera; debían de haber enviado la fotografía de Dunphy a todos los puestos fronterizos de Francia. Luego se le pasó por la cabeza la idea de disfrazarse, pero la desechó en seguida. Había algo en el hecho de llevar disfraz que inmediatamente lo convertía a uno en culpable de aquello por lo que se veía obligado a ocultarse. Por otra parte, había que tener en cuenta la dignidad: si iban a matarlo, Dunphy no estaba dispuesto a morir con una peluca. Así pues, sólo tenían una forma de cruzar la frontera.
Era un largo recorrido en coche, casi seiscientos kilómetros por la A6 hasta Macón y luego hacia el este en dirección a Annecy. Salieron justo después de medianoche en un Audi alquilado y viajaron durante toda la noche, de manera que llegaron a la Alta Saboya poco después del amanecer. El cielo tenía un color rojizo, y no les hizo falta ver las montañas para saber que se encontraban en los Alpes, ya que el aire era frío y muy limpio.
Tomaron un café bien cargado y un par de croissants recién hechos para recuperar fuerzas. Después de desayunar, cruzaron las montañas hasta Évian-les-Bains, un famoso balneario situado en la costa sur del lago Ginebra. Allí Dunphy alquiló una suite con una gran terraza que daba a una amplia extensión de césped; desde ella se veía el lago y, a lo lejos, al otro lado del mismo, se distinguía la ciudad de Lausana.
Se encontraban en el hotel Royal, y Dunphy le sugirió a Clem que tal vez le apeteciese «tomar un baño de vapor o algo parecido» mientras él se acercaba a la ciudad. Clem accedió entusiasmada y pronto se encontró desnuda, tendida boca abajo y cubierta de pies a cabeza de barro procedente del mar Muerto.
Entretanto, Dunphy se dirigió al puerto, donde trató de alquilar un velero. Quería una embarcación con cabina, pues parecía que amenazaba mal tiempo. Al otro lado de los Alpes empezaban a levantarse ya algunos cúmulos.
La dificultad radicaba en encontrar una embarcación para pasar el día que fuese mayor que una barca y menor que un yate. Necesitaba algo estable que pudiera manejar él solo, y como le explicó al encargado del puerto deportivo, no era precisamente Vasco de Gama, por lo que no duraría mucho en un J-24. Por otra parte, no le convenía ninguna de las embarcaciones de cinco metros de eslora que alquilaban en el puerto; necesitaba algo más grande, algo que resistiera la fuerza del viento.
El encargado hizo un par de llamadas y consiguió el visto bueno para que Dunphy alquilase un Sonar de siete metros que el propietario había puesto a la venta. El alquiler era astronómico (mil francos al día, más un depósito de cinco mil), pero el barco era ideal. Tenía justo el tamaño adecuado y disponía de un camarote de proa con dos camas, el velamen completo y cabina para el piloto. Estaba dotado de bombas de achique automáticas. El encargado le preguntó para cuándo lo necesitaba y Dunphy le dijo que inmediatamente.
El hombre se mostró escéptico. Eran las cuatro de la tarde, había nubes en el horizonte y el sol se pondría al cabo de un par de horas.
—Es que queremos llevarlo a Thonon —le explicó Dunphy refiriéndose a una ciudad situada a quince kilómetros—. Unos amigos nuestros tienen una casa en el lago. Mi esposa cree que sería una manera divertida de llegar hasta allí. Y a mí me parece que tiene razón. Hace años que no nos ven.
Se apresuró a regresar al hotel y encontró a Clementine en el balneario, envuelta en una sábana caliente de plástico; la muchacha se parecía muchísimo a un perrito caliente bañado en chocolate. Dunphy convenció a la empleada para que enjuagase a Clem con una manguera y después acompañó a su novia a la habitación.
—¿Adonde vamos? ¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Clem en tono exigente—. Estaban a punto de hacerme la pedicura. ¡Y ya lo había cargado a la habitación!
—Vamos a salir a navegar —explicó Dunphy.
—¿Qué?
—He alquilado un barco.
Clem lo miró como si estuviera loco.
—Yo no quiero ir a navegar ahora.
—Pues tenemos que hacerlo.
—Es casi de noche —protestó la muchacha. Y cuando tuvo claro que Dunphy no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, preguntó—: Pero… ¿tú sabes navegar?
—Claro que sí —aseguró Dunphy—. Soy un gran marino.
No era exactamente lluvia; sólo algunas gotas caían sobre la superficie del lago, una gran masa gris que iba cubriéndose con una especie de manto de círculos concéntricos. Dunphy tiró hacia adentro del cable del foque y lo aseguró en una cornamusa. Después se apartó del timón y soltó la vela mayor.
Clem lo miraba, escéptica.
—De un momento a otro empezará a diluviar —comentó.
—Pues para eso está la cabina —repuso Dunphy—. Por no hablar de que también tenemos pan, queso y una botella de vino. Estaremos perfectamente, y será divertido.
—Es que va a llover a mares.
—Ya lo has dicho antes.
—Sí, pero creo que deberías saber que también hará mucho viento. —Clementine hizo una pausa y añadió—: Un viento huracanado.
Dunphy, sentado en la cabina del piloto, confiaba en que Clem se equivocase. En realidad, se sentía bastante cómodo.
—¿Qué te hace pensar eso? —le preguntó.
—«Cielo rojo al amanecer…»
—¿Sí? ¿Qué pasa? —quiso saber él.
Clem sacudió la cabeza con incredulidad al ver que Dunphy no conocía el refrán.
—«… es que el mar se ha de mover.»
Dunphy acogió el refrán con un gruñido y comprendió lo que la muchacha quería decir. Pensaba en el espectacular amanecer que habían visto a las afueras de Annecy.
—Y el refrán sigue —apuntó Clem.