—¿A qué se refiere usted con lo de un linaje? —inquirió Dunphy.
—Pues exactamente a eso, a un linaje. El linaje de Cristo. La sang réel. Los relatos que han llegado hasta nosotros sobre los merovingios sugieren que eran magos y reyes al mismo tiempo. Seres mágicos. —Van Worden sonrió y encendió un cigarrillo—. Se decía que podían curan a los enfermos por imposición de manos. Y que eran capaces de resucitar a los muertos dándoles un beso. Y que hablaban con las aves, que volaban con las abejas y que cazaban con los osos y los lobos. Dominaban los fenómenos atmosféricos y… bueno, ¿quién sabe? Aquélla era una época muy misteriosa. —Van Worden hizo una breve pausa y después añadió—: Algunos aseguran que fue un período deliberadamente misterioso.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Dunphy.
Van Worden parecía incómodo.
—Pues… hay quienes opinan… yo no los llamaría historiadores, que la Edad Media, la Edad Oscura, nunca existió. Aseguran que en realidad aquélla fue una edad dorada y que sólo nos parece oscura hoy porque los conocimientos que tenían en esa época no han llegado hasta nosotros. Aquella era desapareció en las tinieblas porque… bueno, porque ciertas instituciones quisieron que así fuera.
Dunphy recordó que había leído algo de todo aquello en Archaeus.
—¿A quién se refiere? —preguntó.
—A Roma. Roma fue la guardiana de la historia occidental. Los padres de la Iglesia la escribieron, la conservaron… y cuando les convino, la borraron por completo.
Clementine lo miró fijamente.
—¿Quiere usted decir… como en la Unión Soviética? ¿De la misma manera como hicieron desaparecer a personas de algunas fotografías?
Van Worden se encogió de hombros.
—¿Acaso está usted diciéndonos que la Iglesia borró trescientos años de historia europea de un plumazo? —inquirió Dunphy.
—No es más que una teoría, sólo eso. —Van Worden negó conla cabeza—. Yo sólo les comento lo que han dicho otros. Pero en realidad no resulta nada sorprendente. Mire lo que hicieron los jesuitas con la historia maya.
—¿Qué historia maya?
—A eso precisamente es a lo que me refería, a que ahora nadie la conoce.
—¿Pero por qué iba la Iglesia a hacer una cosa así? —insistió Clem.
—¿Según esa teoría?
—Sí.
—Pues para borrar la memoria de una época dorada con la que no tuvo relación y para ocultar la «guerra sucia» que puso fin a ese período. —Al ver el desconcierto de Dunphy, Van Worden fue más explícito—: Los merovingios eran, de por sí, unos herejes. Al proclamarse literalmente hijos de Dios convertían a cualquier otro trono y autoridad secular en algo irrelevante o ilegítimo. ¿Quién necesita al papa de Roma si el propio hijo de Dios… o su nieto, se sienta en un trono en París? Fue la herejía más peligrosa de la historia. Y por eso raptaron a los merovingios y los asesinaron hasta borrar prácticamente todo vestigio de su gobierno. En efecto, desaparecieron de la historia…
—Hasta que surgió el Apocryphon —apuntó Dunphy.
—Exactamente. Y cuando la misma herejía salió a la luz en el Apocryphon, evidentemente había que apagar también esa luz, y así se hizo. El culto se reprimió sin piedad hasta que, al final, tuvo que transformarse en una sociedad secreta, en una conspiración.
—¿Pero una conspiración para lograr exactamente qué? —preguntó Dunphy.
—Pues para preparar la llegada del nuevo milenio.
—¿Y cómo esperaban hacer eso?
—Una vez se cumplieran las profecías, sería un hecho consumado.
—Y esas profecías están…
—En el Apocryphon —declaró Van Worden.
—Se refiere al grano que se codifica por sí solo —dijo Dunphy—. Y los cielos que se iluminan…
—¡Así que las conoce! —exclamó Van Worden.
—He visto algunas referencias a ellas —respondió Dunphy encogiéndose de hombros.
—Desde luego, no todas las profecías son tan… poéticas. Algunas resultan bastante específicas.
—¿Como por ejemplo?
—«Entonces estas tierras serán una sola» —recitó el profesor.
—¿Eso es específico?
—Por lo menos, todo lo específico que pueden ser este tipo de cosas. Se refiere a una época en que las naciones de Europa estarán unidas, serán un solo país. Y luego se habla del tema de Israel: «Sión renacida como consecuencia de los hornos.» Eso es verdaderamente extraordinario, ¿no le parece?
Dunphy asintió.
—Puesto que las profecías son también preceptos, se diría que la Sociedad Magdalena habría sido una de las primeras organizaciones sionistas de Europa. Tal vez la primera de todas ellas.
Dunphy mordisqueó un pedacito de queso y luego lo acompañó de un trago de Clocktower.
—¿Y qué fue de ella?
—Hasta que me enteré de cómo había muerto Schidlof, yo siempre había pensado que lo único que quedaba de la Sociedad Magdalena eran las vírgenes negras que todavía pueden verse en algunas iglesias, como la de Montserrat.
Dunphy y Clem se miraron.
—¿A qué se refiere? —preguntó Clem.
Van Worden se encogió de hombros.
—Son estatuas de una Virgen negra, a veces con un Niño… que también es negro. La Iglesia no habla de ellas, pero hay diversas repartidas por toda Europa.
—¿Y por qué son negras? —inquirió Dunphy.
Van Worden se echó a reír.
—El color negro era como un código. Porque no se trata de la Virgen María con Jesús en brazos, sino de Magdalena con Méro-vée. Es uno de los últimos vestigios de una iglesia secreta, la iglesia merovingia, que el Vaticano se empeñó en destruir.
Dunphy se levantó de la silla y se acercó a la borda. El sol estaba ya bajo, a la derecha, poniéndose detrás de unas columnas de humo que salían de las chimeneas de una fábrica situada en la orilla norte del Támesis.
—Ha mencionado usted algo sobre el modo en que murió Schidlof —señaló—. ¿A qué se refería?
—Cuando Schidlof me llamó para preguntarme por la Sociedad Magdalena, le dije que había desaparecido hace mucho tiempo. Él me dio a entender que no había sido así, y acepté reunirme con él… pero sólo por cortesía, porque se trataba de un colega.
Yo entonces estaba convencido de que Schidlof se equivocaba. Pero cuando leí cómo había muerto y dónde lo habían encontrado, en el Inner Temple, comprendí que era yo quien no estaba en lo cierto.
—¿Por qué? ¿Qué hubo en su forma de morir que lo hiciera pensar a usted… ?
—Se trató de un asesinato ritual. Ésa es la manera como la logia ha tratado siempre a sus enemigos. Remontándome hasta el siglo xiv, podría nombrar a una docena de personas que han muerto de ese modo, y todos ellos supusieron una amenaza para lo que usted llama la Sociedad Magdalena.
—Pero ¿por qué? —intervino Clem—. ¿Qué pretenden? ¿Qué podrían querer hoy en día?
—Pues un trono europeo para los legítimos descendientes de Mérovée.
—¿Los descendientes? —exclamó Dunphy—. ¿Cómo va a saber nadie…?
—Existen varias genealogías —explicó Van Worden—. El mismo Napoleón encargó una. Y por lo que yo sé, puede que haya otras.
—¿Napoleón?
—Sí. Pretendía destronar a los Borbones, y le resultaba útil presentarlos como los usurpadores de una dinastía todavía más antigua. Esto le resultó muy conveniente a Bonaparte: su segunda esposa era merovingia por derecho propio.
—Pero eso fue hace doscientos años —comentó Dunphy—. ¿Todavía quedan merovingios hoy en día?
Van Worden frunció el ceño.
—No lo sé. Si desean averiguar algo al respecto, tendrán que hablar con Watkin.
—¿Watkin? ¿Quién demonios es Watkin?
—Un genealogista que vive en París. Es un experto en el tema.
—¡No me diga! —exclamó Dunphy.
—Sí. Un momento… Puede que tenga algo para ustedes. —Van Worden se levantó y entró en la cabina. Dunphy y Clem lo oyeron revolver papeles. Al cabo de unos segundos, volvió a salir con una revista abierta por la página en la que aparecía un artículo—. Éste es el hombre —les dijo, tendiéndole la revista a Dunphy.
Leyó el nombre del autor del artículo, Georges Watkin, y después el título del mismo: «El cultivo magdalena: antiguo vino de Palestina.»
—Demonios —exclamó—. Es Archaeus.
Van Worden pareció sorprendido.
—¿Entonces ya lo había visto usted antes?
—Tuve un ejemplar de esta revista durante un tiempo —aclaró Dunphy—. Pero lo perdí.
—Pues tal vez el viejo Watkin tenga la respuesta a sus preguntas. Aunque conociéndolo… puede que él rece en otra iglesia completamente diferente. Si van a verlo, ándense con mucho cuidado…
Pasaron la tarde en el tren, a bordo del Eurostar, desde la estación de Waterloo hasta la Gare du Nord. Llegaron poco después de las nueve de la noche y cogieron un taxi hasta el barrio latino; después recorrieron a pie unas cuantas manzanas hasta la íle St. Louis. Allí encontraron un elegante hotelito en el Quai de Bethune, cuyo recepcionista miró a Dunphy con escepticismo, pues su nariz rota le sugería problemas. Sin embargo, quedó tan prendado al instante de la belleza de Clem, y haciendo caso omiso de las advertencias de la concierge, una mujer demacrada con tanto colorete en las mejillas que a Dunphy le recordó a un payaso, les alquiló una suite en la tercera planta.
Costaba quinientos dólares la noche.
—Nos la quedamos —aceptó Dunphy.
Y pagó en efectivo y por adelantado.
Para ser París, era una suite sorprendentemente grande. Estaba pintada de color ocre, había alfombras bereberes en el suelo y fotografías en blanco y negro de músicos de jazz en las paredes. Clem se preparó un baño caliente mientras Dunphy, de pie junto a las ventanas abiertas, bebía de una botella de cerveza 33 y contemplaba la orilla izquierda del Sena, al otro lado del río. Le daba la impresión de que, desde donde él se encontraba, la mitad de los tejados de París le quedaban a la altura de los ojos.
Al cabo de un rato, unas nubes de vapor empezaron a salir por debajo de la puerta del cuarto de baño y el aire de la habitación se llenó de fragancia de Badedas. Dunphy oía el ruido del agua cayendo en la bañera, y por encima del mismo, la voz de Clem, que tarareaba una antigua melodía de los Stealers Wheel. Recordó las palabras de la película: «Los payasos a mi izquierda, los bromistas a mi derecha.»
Dunphy se acercó a la puerta del lavabo y se apoyó en el marco. Clem ya se había metido en la bañera y manipulaba los grifos con los dedos de los pies.
—Clem, cariño —la llamó Dunphy.
—¿Sí?
—Tengo que salir un momento.
La muchacha abrió mucho los ojos.
—¿Cómo?
Dejó caer los pies dentro de la bañera y se sentó en medio de las burbujas.
—Es que tengo que llamar a Max, y no quiero hacerlo desde aquí.
—Pero…
—Puede que tarde un buen rato, así que… no me esperes levantada.
Y antes de que Clem pudiera decir nada, Dunphy se dio la vuelta y se marchó.
Tardó casi una hora en encontrar un quiosco donde vendieran tarjetas de teléfono internacionales. Dunphy compró una de cien francos y anduvo hasta que encontró una cabina junto a una boulangerie cuyas persianas estaban bajadas. Eran las once y cuarto cuando logró hacer la llamada.
Max contestó al tercer timbrazo con voz cansada.
—¿Diga?
—¡Max!
—Sí, el mismo… —Al ruso se le notaba en la voz que estaba dormido—. ¿Quién es?
—¡Soy Harrison Pitt, Max! —dijo Dunphy—. Tu viejo amigo, hombre.
Se hizo un breve silencio durante el cual Dunphy se percató de que el ruso intentaba hacer memoria, pues no tenía ni idea de quién lo llamaba. Luego cayó en la cuenta:
—¡Sí, claro, Harry! ¿Cómo estás?
—Muy bien…
—¿De verdad?
—Sí, pero… Mira, no quiero hablar mucho por teléfono, ¿de acuerdo?
—Claro… ¡ya sé lo ocupado que andas!
—Sí. Oye, ¿ha ido a verte alguien para preguntarte por mí?
—Sólo aquella vez. Ya te dije…
—No me refiero a eso —lo interrumpió Dunphy—. Quiero decir después del último negocio que hicimos.
—No, nadie —respondió el ruso al instante.
Si Max hubiera titubeado, aunque sólo hubiera sido un instante, Dunphy habría colgado el teléfono. Pero no fue así, por lo que continuó:
—Muy bien.
—¿Qué necesitas?
No era prudente contárselo por teléfono, pero aun así, Dunphy habló:
—Quiero comprar una pistola.
—Yo no vendo pistolas, aunque puedo conseguirte licencias de armas de cualquier país, incluso del Vaticano, sin ningún problema…
—Ya lo sé, Max. Pero lo que necesito es que me des el nombre de alguien. ¿Conoces a alguien en París…?
—Espera. —Dunphy oyó que Max dejaba el teléfono sobre la mesa. Luego el ruido de cajones de madera al abrirse y al cerrarse. Un improperio en voz baja. El mismo ruido del teléfono, otra vez. Y acto seguido el ruso habló de nuevo—: Vale, es buen tipo. Ucraniano, como yo. Aunque está bastante chiflado, ¿entiendes?
—¿Qué?
—¡Qué es rarito!
—¿Quieres decir que está loco?
—No. Que es gay. ¿Es eso un problema para ti?
Dunphy negó con la cabeza, y al darse cuenta de que estaba hablando por teléfono, dijo:
—No, ningún problema. ¿Cómo se llama?
—Azamov. Sergei Azamov. Es el chico de las toallas…
—¿Qué?
—Que es el chico de las toallas —repitió Max-—. Puedes encontrarlo en Chaud le Thermos. ¿Conoces el lugar?
—No —respondió Dunphy.
Max se echó a reír entre dientes.
—Sólo quería asegurarme —señaló—. Está en la rué Poissonniére, junto a la parada del metro, a la vuelta de la esquina. Creo que se llama Bonne Nouvelle.
—Entonces ese tipo… ¿qué hace exactamente? ¿Trabaja por las noches?
Max se echó a reír de nuevo.
—¿Tú qué crees? Pero, hombre, en ese sitio sólo se trabaja por la noche.
Dunphy tardó un rato en encontrar un taxi. Cuando por fin localizó uno no se atrevió a decir adonde quería ir exactamente, así que le indicó al taxista que lo llevase a la estación de metro de Bonne Nouvelle.
Era casi medianoche cuando bajó del taxi. Dio en seguida con la sauna siguiendo el rastro de algunos preservativos usados que había esparcidos por la acera. El edificio era de piedra marrón, muy deteriorado, con ventanas ennegrecidas y unos escalones ruinosos de cemento que conducían hasta una puerta de hierro. Junto a ella había un letrero como los que se ven a la entrada de las iglesias rurales, con pequeñas letras de plástico blanco sobre un fondo negro. El cartel decía: