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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (30 page)

BOOK: El último merovingio
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Y entonces Dunphy lo recordó.

Escrita a mano. Beckley no era actor, pero había aparecido frecuentemente en televisión. Aquel tipo era grafólogo, o como a él le gustaba decir, «inspector de documentos». Había prestado servicio durante algún tiempo en el FBI y luego se había retirado para dedicarse a ejercer la profesión por su cuenta. Era un perito experto que, según recordaba Dunphy, se daba mucha importancia. Él lo había visto en un programa de A&E llamado «Informes de investigación». Lo habían contratado para que autentificase unas cartas de amor atribuidas a J. Edgard Hoover que iban dirigidas a un agente llamado Purvis. Según recordaba Dunphy, Beckley había desautorizado las cartas calificándolas de «burdas falsificaciones ».

Aquello empezaba a ponerse interesante. Schidlof fue a Zurich y le pagó a la tal Vogelei dos de los grandes… por algo, claro está. Luego viajó en avión a Nueva York y desembolsó otras quinientas libras para pagarle a un grafólogo. Después se le intervino el teléfono… y a continuación murió. ¿Qué fue lo que pasó?

Pues… que Schidlof debió de encontrar algunos documentos en Zurich.

Muy bien… ¿pero por qué autentificarlos en Estados Unidos? ¿Por qué no en Londres?

Dunphy supuso que porque se trataba de documentos norteamericanos, o porque el autor de los mismos era ciudadano de Estados Unidos. Pero ¿de quién se trataba?

Se recostó en el respaldo del sillón y se quedó mirando el techo. Trataba de recordar cuándo lo había llamado Curry para decirle que necesitaba que le hiciera un favor. Había sido en otoño. En septiembre, puede que en octubre. Más o menos por entonces, aunque no lo recordaba con exactitud. Pero seguro que más o menos fue por las fechas en que Schidlof había regresado de Nueva York.

Había una carpeta con las entradas referentes a Schidlof en Quién es quién, su contrato de arrendamiento y su historial médico, todo lo cual carecía del menor interés para Dunphy. Por último había también una carpeta que contenía dos telegramas. El primero decía:

FLASH

Texto de telegrama 98Langley 009100

Página 01

De personal de investigación de seguridad

Oficina del director-cuartel general de Langley

A CIA-COS-Londres

Embajada de Estados Unidos ibo

Prioridad etiquetas: ninguna • Asunto: Schidlof

Ref.: Andrómeda

1. Alto secreto-Texto ultra intacto

2. Fuente bien informada y controlada unilateralmente asegura
CONTACTO TELEFÓNICO CON CIUDADANO DEL REINO UNIDO
—schidlof leo— 5 set. contacto siguiente f-2-f en nueva York 7-8 set.

3. Schidlof afirma residir en Londres.

4. Schidlof en posesión de material confidencial Andrómeda.

5. ¿Quién es Schidlof?

La respuesta de Jesse Curry llegaba la tarde siguiente. Aparte de los encabezamientos, decía:

Solicitud de visado (y entradas de Quién es quién) indican que Leo Schidlof es psicoanalista jungiano y profesor universitario
DEL KlNG'S COLLEGE. SlN ANTECEDENTES CRIMINALES
. ¿QUÉ BUSCO?

No había más telegramas, aunque seguro que se produjeron otras comunicaciones. Si Matta no le hubiese ordenado que lo hiciera, Curry no habría recopilado toda aquella información y

tampoco le habría encomendado a Dunphy la tarea de intervenir los teléfonos del profesor. Lo cual significaba que Matta no deseaba que quedase constancia por escrito de aquello, cosa bastante prudente. Y también lo era la decisión de que alguien como Dunphy, que trabajaba bajo una identidad falsa no oficial, hiciera de enlace con Tommy Davis. Matta podría haberle pedido colaboración al MI5, pero haciéndolo de esa forma podían negarlo absolutamente todo. En el caso de que el asunto saliera a la luz parecería que a Schidlof le había intervenido el teléfono un delincuente irlandés que a su vez trabajaba para un hombre que no existía.

Con la penúltima carpeta a Dunphy le dio un vuelco el corazón. Contenía un sobre pequeño con una etiqueta circular en la solapa. Un trozo de cordel delgado se había grapado al propio sobre y se había enroscado alrededor de la etiqueta, manteniendo así seguro el contenido. Dunphy desenrolló el cordel y volcó el contenido del sobre encima del escritorio.

Reconoció las cintas. Todas estaban numeradas y fechadas con la letra del propio Dunphy. La número uno llevaba la anotación 14/9-19/9… lo cual contestaba a la pregunta que se había hecho anteriormente: ¿cuándo se había iniciado la vigilancia telefónica? Más o menos una semana después del regreso de Schidlof de Nueva York a Inglaterra. En otras palabras, casi inmediatamente después de que Matta le envió el telegrama a Curry preguntando quién era Schidlof.

Y era bueno saberlo, pero ahora debía tomar una decisión: podía pedirle al guarda de seguridad que le consiguiera un reproductor de casetes para escuchar las cintas, o bien podía seguir leyendo el contenido de las carpetas. Las cintas resultaban tentadoras; cuando menos, sería interesante volver a escuchar la voz de Schidlof. Pero, por otra parte, no podía quedarse durante mucho tiempo en el Registro Especial, y se enteraría de más cosas repasando las carpetas que escuchando las grabaciones. Así pues, mejor sería leer.

La última carpeta contenía un paquete de cartas dobladas en tres partes y atadas con un cordel. Dunphy deshizo el nudo y desdobló la primera página. Vio que se trataba de una nota de felicitación dirigida a C. G. Jung, en Küsnacht, Suiza. La carta, fechada el 23 de febrero de 1931, estaba escrita a mano con tinta verde en papel con membrete de Sullivan & Cromwell, un bufete de abogados de Nueva York. Decía así:

Apreciado doctor Jung:

Por favor, acepte mi más profundo agradecimiento por sus valiosas gestiones encaminadas a mi elección para la Sociedad Magdalena. De ahora en adelante, eso se convertirá en el faro que ilumine mi vida. En nuestra común búsqueda de la Nueva Jerusalén, quiero que sepa que siempre seré su aliado. (Mi hermano John le escribe por su cuenta, pero he hablado con él y sus sentimientos son idénticos a los míos.)

Con profundo respeto y toda mi gratitud,

Allen

A continuación seguía una posdata:

P. D. Clove le envía su afecto (y, gracias a usted, se encuentra mucho mejor).

¿Allen? ¿Qué Allen?, se preguntó Dunphy. Y entonces recordó las referencias que había en el expediente de Schidlof; no en el que tenía delante en aquel momento, sino en el que había visto en Langley. Dulles… Dunphy… Jung. ¿Y luego qué? Dunphy se esforzó en recordar. Optical Magick… o el 143.°. Pero Dulles, en cualquier caso. El hermano de John: Allen.

Dunphy fue pasando las cartas que tenía en las manos. Aquello era lo que Schidlof le había comprado a la mujer llamada Vogelei. Tenía que serlo por fuerza. Pero ¿quién sería Vogelei? Inmediatamente se le ocurrió la respuesta: una anticuaría, un pariente… o alguien que había trabajado para Jung. En realidad eso daba igual. Lo importante era que se trataba de los documentos que Schidlof había intentado autentificar; aquéllos eran los documentos que le habían costado la vida.

Por primera vez Dunphy tuvo la sensación de que empezaba a encontrar algo. Abrió la segunda carta y siguió leyendo. Como la anterior, ésta también llevaba el membrete de Sullivan & Cromwell. Estaba escrita casi dos años después de la primera y pretendía ser una nota de agradecimiento por la hospitalidad que Jung les había demostrado a Dulles y a su esposa el verano anterior. Sin embargo, y tras haber expresado su agradecimiento de manera algo empalagosa, Dulles abordaba otro asunto bastante más delicado: expresar sus preocupaciones sobre lo que llamaba «nuestro nuevo Timonel».

Su genio queda, desde luego, indeleblemente grabado en los anales literarios. Pocos hombres han escrito tan bien, y muchos menos han tenido una influencia tan profunda sobre sus contemporáneos. Ciertamente, la visión y el arrojo que se hacen patentes en todos sus escritos le servirán de mucho en el ejercicio de las grandes responsabilidades que conlleva su nuevo cargo.

Y sin embargo, aunque nuestros Timoneles a menudo han sido artistas u hombres de letras (Bacon, Hugo, Debussy…, ninguna lista podría ser más ilustrativa), mucho me temo que nos hallamos al borde de lo que los chinos llaman «tiempos interesantes». Y en épocas así, a una orden como la nuestra le haría mejor servicio un diplomático tranquilo, callado, alguien capaz de navegar pasando sin peligro entre los barcos del estado. Tengo la impresión de que Ezra quizá resulte muy hablador y, desde luego, demasiado extravagante, para guiar a nuestro pequeño grupo a salvo hacia el milenio.

Allen

«Esto da bastante que pensar», se dijo Dunphy. ¿Bacon, Hugo y Debussy? ¿Ezra? ¿Acaso se referían al hombre que Dunphy creía que se referían? No cabía la menor duda. ¿Cuántos hombres llamados Ezra había en los años treinta que escribieran y que fuesen habladores y extravagantes…? ¿Y a cuántos de ellos se los citaba en las referencias de los expedientes Andrómeda? Sólo a uno: a Ezra Pound.

Eso quería decir que el Timonel era Pound. Pero ¿el timonel de qué? De la Sociedad Magdalena. ¿Y qué era aquello? Y eso de la Nueva Jerusalén…

Dunphy colocó las cartas en orden cronológico y vio que Dulles le escribía a Jung en cuatro o cinco ocasiones todos los años. En su mayor parte, aquellas cartas tenían un significado claro, transparente, como cuando Dulles le pedía consejo sobre «el estado de nervios» de su esposa. Pero también había algunas cosas que Dunphy no entendía, algunos misterios, y la identidad de alguien a quien Dulles se refería repetidamente como «nuestro joven» no era precisamente el menor de ellos. Pocos detalles se deducían de las cartas sobre esa persona, aparte de su juventud y de que se trataba de un varón. Pero uno de los detalles que se traslucían era el concerniente a una marca de nacimiento. En una carta enviada desde Biarritz con fecha de 9 de julio de 1936, Dulles escribía lo siguiente:

… el gran privilegio que ha sido para mí disfrutar una tarde con nuestro joven. Cuando vino de París a pasar el fin de semana, se reunió con nosotros en nuestra casita de la playa. Allí he visto la marca que tiene en el pecho, el «blasón» del que usted nos habló. La figura es tan precisa que al principio Clove la confundió con un tatuaje normal… para deleite de nuestro joven.

Otras cartas mostraban una clarividencia extraordinaria en temas geopolíticos, como ocurría en una misiva fechada el 12 de julio de 1937. Dulles escribía:

Sospecho que al final será más fácil restituir Jerusalén a los judíos que unificar el fraccionado continente del que tanto dependen nuestras esperanzas. Y, sin embargo, ambas cosas deben hacerse, y se harán… sino ahora, a mediados de este siglo, sí, al final. Pronto habrá un Estado de Israel (aunque a veces me pregunto si quedará algún judío para habitarlo), y también una Europa unida. Y no le quepa duda sobre lo que quiero decir con ello. Al decir «Europa unida» me refiero a una Europa que hable con una sola voz, que tenga una moneda única y que le rece a un solo rey. Un continente sin fronteras internas. Cómo llegarán a producirse estos hechos, eso ya es otro tema, y francamente me temo que nuestro Timonel tenga puesta su fe en algo inútil. (¿Qué ha salido de bueno de Roma o de Berlín, pongamos por caso?)

Tengo el presentimiento de que las fronteras de Europa algún día desaparecerán gracias a hombres que utilicen el diálogo, no gracias a soldados montados en tanques. Y lo mismo ocurrirá con Tierra Santa y la vuelta a ella del pueblo judío. Pero comoquiera que se logren estos fines, quede usted tranquilo, amigo mío, nosotros prevaleceremos.

«Tiene razón —pensó Dunphy—. Evidentemente su Timonel se había equivocado al depositar su fe donde lo hizo. Al ponerse de parte de Mussolini a costa de enfrentarse a Roosevelt, Pound marcó un gol contra sí mismo y contra la Sociedad Magdalena que encabezaba.»

O tal vez no. Si se miraban las cosas de otra forma, se podía pensar que, aunque de manera no intencionada, el genocidio de Hitler había allanado el camino tanto para la fundación de Israel como para la del Mercado Común, ya que ambos fueron, en cierto modo, una reacción a la carnicería que había tenido lugar ante­riormente.

Dunphy echó un segundo vistazo a la carta y se fijó en algo

que le había pasado por alto en la primera lectura: «Que le rece a un solo rey…» Frunció el ceño. «A los reyes no se les reza.» Estaba seguro de que valía la pena reflexionar sobre aquella frase, pero pronto se le fue de la cabeza al tropezarse con la más breve y críptica de las cartas del paquete. Tenía fecha del 22 de no­viembre de 1937 y decía:

Por el amor de Dios… ¿ahora qué?

Dunphy habría dado mucho por saber de qué se trataba, pero sin la respuesta de Jung no había manera de encontrarle sentido a aquello. La carta siguiente, sin embargo, sugería que se habían puesto en marcha poderosos acontecimientos.

Mi querido Cari:

Su carta me ha servido de consuelo. Yo no sabía nada del instituto de Küsnacht ni de la donación que éste había hecho. ¡Gracias a Dios que se ha conservado! Puede que algún día la ciencia encuentre el modo de conseguir lo que a él ya le es imposible.

Tal vez tenía que ser así. Después de enterarme del desastre de España acudí al Apocryphon en busca de solaz, y por primera vez comprendí estos fatídicos y místenosos versos:

Su reino viene y va, y volverá de nuevo cuando,

herido en lo más íntimo, él sea el último, aunque no sea el último,

el único con una marca. Todas estas tierras serán entonces una sola,y él su rey, hasta que, desaparecido, engendre hijos a través de los tiempos, aunque célibe y quieto en el sepulcro.

Que su reino «viene y va» es una circunstancia con la que hemos vivido durante siglos. Que de nuevo ha de venir, cuando él esté «herido en lo más íntimo», es motivo de regocijo. Porque, querido Cari, esto es precisamente lo que le ha ocurrido a nuestro joven, cuyas terribles heridas no se podrían describir con mayor acierto. Como todo lo demás. Herido así, y sin hermanos, es tan aparente como la marca que luce en el pecho que él debe ser «el último» de su linaje.

Pero ahí acaba mi capacidad para interpretar profecías. Que él haya de ser «el último, aunque no sea el último» es una adivinanza cuya solución tal vez no se encuentre hasta el día en que «todas estas tierras» sean una.

Y no es ése el único acertijo. ¿Qué hemos de entender por la promesa de que «él [será] su rey hasta que, ya desaparecido, engendre hijos a través de los tiempos, aunque [sea] célibe y [esté] quieto en el sepulcro»? Sólo me cabe esperar que el significado de este pasaje se explique algún día mediante el regalo que él le ha hecho al instituto de Küsnacht. Si es así, entonces la Ciencia resultará ser la salvadora de la Salvación… y nuestro joven verdadera­mente habrá sido «el último, aunque no sea el último».

Leer el Apocryphon de este modo, como una especie de cabala cristiana, es un ejercicio basado en la suposición, desde luego. Pero si la interpretación que hago de estos versos es correcta, entonces el joven que tenemos a nuestro cuidado es en sí la realización, el cumplimiento de una profecía y, como tal, el último portento. Por consiguiente, él es el sine qua non de todas nuestras esperanzas. Por ese motivo, pues, no deberíamos ahorrar esfuerzos ni gastos para mantenerlo a salvo hasta el momento en que todas las demás señales y predicciones se hayan manifestado y revelado.

Entonces, y sólo entonces, nuestro joven, aunque ya sea viejo, podrá ser rey. Y si su reino dura aunque tan sólo sea una pequeña parte de un minuto, eso no tendrá ninguna importancia. Pues él habrá desaparecido, como dice la profecía, y mediante la ciencia engendrará hijos por toda la eternidad.

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