En su opinión, era mejor entrar y salir de Zug sin entretenerse demasiado, y Dunphy sabía exactamente adonde tenía que ir: directamente a Einsiedeln, a ver a la Virgen del holograma, a la protectrice.
Había trenes cada treinta minutos, que era más o menos lo que se tardaba en llegar al pueblo. Las vías del tren corrían paralelas a la orilla del lago de Zurich y serpenteaban por los barrios de las afueras. Aquel trayecto parecía una nueva versión del viaje de salida hacia Bridgeport, aunque a mayor altura. Un montaje de estampas a lo largo del recorrido mostraba a los suizos en
su faceta más corriente: en el jardín trasero de sus casas, inmersos en su vida cotidiana, que no se diferenciaba gran cosa de la vida cotidiana de las personas de otros lugares. Los hombres y las mujeres que alcanzó a ver estaban asomados a las ventanas, fumando, tendían la colada, montaban en bicicleta, barrían las escaleras y charlaban con los vecinos.
Tras tomar una curva, el tren empezó a subir adentrándose en las montañas, y los barrios suburbanos (Thalwil, Horgen y Wádenswil) dieron paso a una serie de pueblecitos bastante agradables, cada uno de los cuales se veía un poco más nevado que el anterior.
Biberbrugg.
Bennau.
Y Einsiedeln.
Al salir de la estación, Dunphy cogió un folleto turístico y, siguiendo el mapa que había en la cubierta, echó a andar cuesta arriba por la diminuta calle principal, pasó por delante de varias tiendas de artículos de esquí y de algunos restaurantes, y se dirigió hacia la abadía benedictina consagrada a Nuestra Señora de Einsiedeln. Según vio Dunphy, aquella palabra significaba «ermitaños», lo que —por lo menos en términos posmodernos— la convertía en Nuestra Señora de los Desamparados. En cualquier caso, era la Madonna negra.
El pueblo en sí era una estación de esquí o, si no una estación propiamente dicha, sí un lugar al que la gente iba a esquiar. Dunphy pasó por delante de dos o tres hotelitos de camino a la abadía. Sólo había unos cuantos coches en la calle y apenas se veían peatones, por lo que tuvo la impresión de que era una aldea apaciblemente próspera cuyo único rasgo sobresaliente era la peculiar imagen que se alzaba en medio del pueblo.
A unas seis manzanas de la estación de ferrocarril aquella impresión dejó paso al asombro cuando abandonó la calle principal y fue a dar a una plaza de grandes proporciones. En el centro, a unos cincuenta metros de donde él se encontraba, había una fuente cuyas aguas estaban congeladas. Más allá, como agazapada en lo alto de una amplia escalinata, se encontraba la abadía propiamente dicha. Flanqueado por una hilera de tiendas de souvenirs que vendían baratijas y postales, el edificio era tan grácil como monumental, y Dunphy quedó asombrado tanto por su tamaño como por su simplicidad y falta de ornamentación. Era a la vez hermoso e inmensamente sencillo, y lo hizo pensar en la Monna Lisa, aunque esculpida en piedra.
Subió los peldaños uno a uno y al llegar a lo alto se volvió para contemplar la plaza, el pueblo y las montañas circundantes. Una suave brisa le llenó los pulmones del aroma húmedo a nieve derritiéndose… y también a heno y a estiércol. Echó un vistazo al folleto que llevaba en la mano y leyó que la abadía había sido una granja durante más de quinientos años. Los monjes tenían fama de ser grandes criadores de caballos y ganado.
Se dio la vuelta y entró en la iglesia por una puerta grande; se detuvo y abrió los ojos de par en par en aquel enorme espacio en penumbra. La iglesia, mayor incluso que algunas catedrales, era un avispero de velas encendidas, olía a cera de abejas y en el aire flotaba asimismo la persistente fragancia del incienso. Cuando los ojos se le acostumbraron a la semioscuridad del edificio, Dunphy se dio cuenta de que el espectacular interior de la iglesia contrastaba con la simplicidad de los muros que la contenían. Dicho de otra forma, el interior de la iglesia era un cúmulo de flores y ornamentos, tapices, pinturas, frescos y oro. Por todos los rincones asomaban querubines. Los candelabros ardían resplandecientes. Los ángeles saltaban y extendían las alas sobre columnas y muros. Era como si un Walt Disney medieval hubiera dado rienda suelta a su imaginación y a una paleta de tres colores: ébano, marfil y oro.
«La iglesia a la que yo iba de pequeño no era así», se dijo Dunphy.
Se adentró en el edificio, que parecía iluminarse a medida que los ojos se le iban acostumbrando a la penumbra; la iglesia lo atraía hacia el interior, hacia el centro, hasta que se encontró de pie a la entrada de la capilla de Nuestra Señora. Era una especie de santuario interior independiente en medio del recinto construido por entero de mármol negro, con santos de alabastro en lo alto de la cubierta y bajorrelieves grabados en oro. La capilla, del tamaño de una glorieta grande, estaba bordeada de grandes ramos de flores, de modo que el aire quedaba impregnado con el aroma de heléchos y rosas. Cerca de allí había una extraña mezcla de gente, supuso que peregrinos de todos los países, arrodillados en el suelo, rezando con un fervor que Dunphy no alcanzaba a comprender.
El centro de aquella veneración era una estatua de un metro veinte de altura, de lo que parecía ser (tenía que ser) la Virgen María. Iba ataviada con una túnica de oro bordada con dibujos de frutas y grano, y una corona le ceñía la cabeza; sostenía a un niño en el brazo izquierdo.
Lo más curioso de todo era que la imagen era negra, y el niño, también. No eran de color marrón, sino negros. Negros como el azabache, negros como la antracita, como el espacio.
Era una imagen tan increíble y asombrosa que a Dunphy lo dejó sin aliento y lo obligó a cometer un sacrilegio al pensar: «¿Qué cono… hace esto… en Suiza?» —E inmediatamente se dijo—: ¿Qué hace esto… en cualquier parte?»
Retrocedió unos pasos para apartarse de la capilla, sacó el folleto turístico del bolsillo del abrigo y, de pie detrás de los fieles que oraban, empezó a leer:
Durante siete años, un hombre llamado Meinrad, que ostentaba el título de conde de Hohenzollem, vivió en una ermita en el bosque Oscuro, justo encima del lugar donde ahora se alza la abadía. En el invierno del año 861 a Meinrad lo asesinaron a palos unos ladrones a los que después del crimen siguieron hasta Zurich los únicos amigos con que contaba Meinrad, unos cuervos mágicos con los que el ermitaño había trabado amistad durante todos aquellos largos años de soledad. En Zurich, los cuervos atacaron a los asesinos del viejo ermitaño, y causaron tal revuelo que los bandidos fueron conducidos rápidamente ante la justicia.
La abadía y la iglesia se construyeron en este lugar, debajo de la cueva de Meinrad, en el año 934. En los siglos posteriores, la abadía sufrió una serie de desafortunados incendios y quedó convertida en ruinas hasta que en el siglo XVIII se reconstruyó.
En 1799, Napoleón envió varios agentes a Einsiedeln para apoderarse de la Madonna negra, pero los monjes se enteraron con antelación de que pretendían saquear la abadía y se llevaron clandestinamente la imagen de Nuestra Señora a través de las montañas hasta Austria. Una vez allí, la pintaron de blanco en un intento de ocultar la identidad de la imagen. Después de tres años en el exilio, a la estatua se le restituyó el color original y volvió a ocupar su lugar en Einsiedeln.
Hoy en día, el cráneo de san Meinrad se conserva metido en un cofre de oro que se halla a los pies de la Madonna. Todos los años se saca de su interior y se bendice en una misa especial.
—Sie ist verblüfft, nicht ist sie?
La pregunta le llegó a Dunphy en un susurro; había sido formulada tan cerca de él que lo hizo girar sobre sus talones sin poder reprimir un pequeño sobresalto. Dunphy se volvió en dirección a la voz temiéndose lo peor, pues pensó que lo habría seguido hasta allí. Sin embargo, al darse la vuelta vio a un hombre pálido que llevaba una gabardina negra y barba.
—¿Cómo dice? —le preguntó Dunphy.
—¡Oh! —exclamó el hombre, sorprendido—. ¡Es usted estadounidense! Bueno, he dicho… —Volvió a hablar en voz baja—: Sólo comentaba que es realmente impresionante, ¿no cree?
Dunphy asintió.
—Sí, en efecto.
El hombre parecía algo avergonzado.
—Creí que era usted alemán —confesó—. Y es raro, no suelo equivocarme. —Dunphy frunció el ceño, pensativo, y después inclinó la cabeza a un lado como queriendo decir que esas cosas ocurren a veces—. En general me fijo principalmente en los zapatos —añadió el hombre, al tiempo que señalaba hacia el suelo con un gesto de la cabeza—. Los zapatos son siempre los que me dan la pista.
Dunphy volvió a ladear la cabeza igual que antes mientras pensaba: «Y una mierda.» Miró por encima del hombro de aquel individuo y vio que un grupo de personas que no tenían aspecto de turistas se aproximaban en su dirección. Se trataba de ocho o nueve hombres de cara pálida, todos ellos de aproximadamente cuarenta años, que llevaban idénticas gabardinas negras.
—Es mi club de fans —explicó el hombre que se encontraba a su lado.
Por un momento, Dunphy pensó que aquellos hombres estaban allí por él. Sin embargo, no lo creía probable, por lo que se dijo que en realidad se trataba simplemente de un grupo de turistas, aunque parecía estar formado en su totalidad por vampiros de mediana edad. Pero, de pronto, se percató con un escalofrío de que dos de aquellos individuos llevaban chalinas con bolas de metal en los extremos.
Uno de ellos giró sobre sus talones y, situándose de espaldas a la capilla, se dirigió al grupo con un acento que parecía sacado directamente de la película Deliverance.
—¿Alguien sabe la respuesta a la pregunta que les he formulado hace un rato sobre la vida de Meinrad antes de que viniera a vivir aquí? —Nadie se movió y eso hizo sonreír al hombre, muy satisfecho de sí mismo—. Es una pregunta difícil, lo reconozco. Bueno, la respuesta es Paracelso. —Miró los rostros asombrados de aquellos hombres y asintió con la cabeza—. Así es. Paracelso, probablemente el mayor alquimista de todos los tiempos, nació allí arriba, en la cumbre de Etzel, precisamente en el mismo lugar donde vivía Meinrad. ¡Y ahora, díganme! ¿Qué saben ustedes de las manzanas azules?
Los integrantes del grupo se miraron unos a otros entre risitas y expresiones de asombro y perplejidad. A Dunphy le resultó evidente que aquellos hombres compartían un secreto, o al menos eso creían ellos.
—Bueno, tengo que irme —se excusó Dunphy—. Encantado de hablar con usted.
Y con un leve saludo se alejó de la capilla caminando de espaldas; después dio media vuelta y se dirigió a la puerta de salida.
En el exterior eran tan pocos los copos de nieve que revoloteaban en el aire que a Dunphy le pareció que sería posible contarlos. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y bajó los escalones hasta la plaza a paso ligero. Mientras caminaba, pensaba en el hombre de la gabardina y en los que lo acompañaban, preguntándose si debían de ser quienes él imaginaba… cuando sus sospechas se vieron confirmadas. En un extremo de la plaza se hallaba aparcada una furgoneta negra; tenía el motor en marcha y del tubo de escape salían volutas de humo a causa del frío. En un lateral del vehículo se veía un peculiar dibujo semejante a una cresta: una corona con un halo flanqueada por ángeles y las siguientes palabras:
Seguros El Monarca Zug
Se encontró con Clementine (o Veroushka, como ella prefería que la llamase ahora) en el parking de la estación de cercanías de Zug. La muchacha conducía un Volkswagen Golf alquilado y le anunció con entusiasmo que había reservado una habitación en el hotel Ochsen, que era súper, y que ya había dado un paseo por la ciudad.
—¡En Zug hay más empresas que habitantes! —comentó, muy excitada—. ¿Lo sabías?
—Aja —contestó Dunphy, que volvió la cabeza y echó un vistazo por encima del hombro—. ¿Dónde está el hotel?
—Aquí mismo, en la Baarstrasse; quiere decir la «calle del Oso», y es donde estamos ahora. Los muelles se encuentran a un paso.
Dunphy ajustó el espejo retrovisor para ver si habían seguido a Clementine, pero no vio nada raro. La Baarstrasse era una calle muy transitada y había muchos coches detrás de ellos.
—Ya. ¿Y para qué queremos estar cerca de los muelles?
—Porque es una zona preciosa y porque tengo mucha hambre. Y ahí precisamente es donde se encuentran los mejores restaurantes.
«Es preferible ir ahora —pensó Dunphy—. Por la mañana tendremos mucho que hacer.»
La ciudad lo sorprendió. Era moderna, aunque construida con buen gusto y sentido de la proporción; una atractiva colección de edificios nuevos de oficinas que se alzaban junto a edificaciones más tradicionales, algunas de las cuales eran realmente antiguas. No había rascacielos, al menos que Dunphy pudiera ver, y sí muchos árboles.
En el centro, a sólo cinco minutos de la estación de ferrocarril, se encontraba el barrio medieval, un sinfín de callejuelas de adoquines; las antiguas murallas de la ciudad albergaban un conjunto de tiendas pequeñas donde se vendían joyas, arte, mapas antiguos y buen vino. Tras dejar el coche en el aparcamiento del hotel Ochsen, Dunphy permitió que Clem lo guiara y se adentraron en la parte vieja de la ciudad.
Se internaron por un pasadizo que había en la muralla en la parte exterior del Rathaus y deambularon por una calleja iluminada con farolas de gas hasta que llegaron a un pequeño parque al borde del Zuger See. El crepúsculo tocaba a su fin y la luna llena salía por encima de los Alpes. Dunphy cogió a Clem por la cintura y la atrajo hacia sí.
—¿En qué piensas? —le preguntó en voz baja.
—En comer —respondió ella.
Se instalaron en un bistrot desde cuyas ventanas, divididas por parteluces y con cortinas de encaje, se veía el agua. Como todavía era pronto, estaban prácticamente solos en el restaurante. Sentados a una mesa de madera de espaldas a una chimenea que siseaba suavemente, pidieron pescado del lago y longeole con un plato de rostí y una botella de Cháteau Carbonnieux bien frío.
—Mañana tenemos que levantarnos temprano —dijo Dunphy—. Es de vital importancia.
—¿A qué hora? —quiso saber Clem.
—No sé. A las cinco y media o a las seis. Sólo dispongo de unas horas, de siete a una como mucho. Aunque de siete a doce sería más seguro.
La muchacha bebió un sorbo de vino, chasqueó la lengua y sonrió.
—Agrio —señaló.
—Igual que Clem.
—Deberías llamarme Veroushka —sonrió ella.
—Clem…