El último judío (38 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El último judío
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—Es acerca de los dos muchachos —le dijo.

El caso ya era famoso en la comarca. Una mañana de pleno invierno, dos muchachos de catorce años que se conocían desde su más tierna infancia habían discutido a propósito de un caballito de madera. Los muchachos, Oliverio Pita y Guillermo de Roda, llevaban años jugando con él; unas veces lo guardaba uno de ellos en su casa y otras lo guardaba el otro. El juguete estaba cubierto de arañazos y se encontraba muy maltrecho, pero un día los muchachos discutieron por su posesión.

Cada uno lo consideraba una propiedad que había compartido de buen grado con el otro.

Tal como suele ocurrir en tales casos, de las palabras se pasó a las manos. Si hubieran tenido más años, la disputa se hubiera podido convertir en un desafío y un duelo, pero ellos se limitaron a los puñetazos y los insultos. La situación se agravó cuando los progenitores de cada uno de los muchachos alegaron recordar que el caballito era propiedad de su familia.

Cuando se volvieron a ver, los muchachos se arrojaron mutuamente piedras. Oliverio tenía mucho mejor puntería que su amigo y no sufrió el menor daño, mientras que muchas de las piedras que le arrojó a Guillermo dieron en el blanco y una de ellas le hirió la sien derecha. Cuando éste se presentó en su casa con el rostro ensangrentado, su atemorizada madre mandó llamar al médico sin pérdida de tiempo; Yonah acudió a casa de los Roda y atendió al muchacho. El incidente hubiera podido olvidarse con el tiempo de no haber sido porque, algo más tarde, Guillermo contrajo unas fiebres y murió.

Yonah les explicó a los afligidos padres que Guillermo había muerto de una enfermedad contagiosa y no de la leve herida que había sufrido semanas atrás. En su dolor, Carmen de Roda acudió al alguacil y presentó una denuncia contra Oliverio Pita, afirmando que la dolencia se había declarado poco después de la lesión en la cabeza, por cuyo motivo Oliverio era el causante de la muerte de Guillermo. El alguacil había decretado la celebración de un juicio para averiguar si el muchacho podía ser acusado de homicidio.

—Es una tragedia —dijo Reyna, comprendiendo lo preocupado que debía de estar Yonah— y ahora el médico de Zaragoza se verá envuelto en ella. Pero ¿qué tenéis que temer vos en esta historia de los dos muchachos?

—Me ganaré la inquina de una poderosa familia de Zaragoza. Tal como ambos sabemos, los médicos pueden ser denunciados con carácter anónimo a la Inquisición. Yo no puedo enemistarme con los Roda.

Reyna asintió con la cabeza.

—Pero no os atreveréis a desobedecer la orden del alguacil.

—No. Y, por otra parte, es preciso hacer justicia. Sólo me queda una alternativa.

—¿Cuál? —preguntó Reyna mientras se enjabonaba un brazo.

—Presentarme y decir la verdad —suspiró Yonah.

El juicio se celebró en la pequeña sala de reuniones del piso superior del ayuntamiento, que ya estaba atestada cuando Yonah llegó.

José Pita y su mujer Rosa Menéndez miraron fijamente a Yonah cuando éste entró en la sala. Habían acudido a verlo poco después de que su hijo fuera acusado de la muerte de su amigo, y él les había dicho la verdad, tal y como la veía.

Oliverio Pita permanecía sentado solo, contemplando con sus grandes ojos al severo y temible magistrado que dio comienzo el juicio sin tardanza, golpeando la superficie de la mesa con el gran anillo de su cargo.

Alberto Porreño, el fiscal de la Corona a quien Yonah apenas conocía, era un hombre de baja estatura cuya cabeza parecía más grande de lo que era debido a su abundante mata de cabello negro. Su primer testigo fue Ramiro de Roda.

—Señor Roda, ¿vuestro hijo Guillermo de Roda, de catorce años, expiró el día 14 de febrero del año de Nuestro Señor de 1508?

—Sí, señor.

—¿De qué murió, señor Roda?

—De una piedra que le arrojaron con furia y que fue a darle en la cabeza; la herida le produjo una terrible enfermedad que lo llevó a la muerte. —José de Roda miró hacia el lugar donde estaba sentado Yonah—. El médico no pudo salvar a mi único hijo.

—¿Quién le arrojó la piedra?

—Él. —José de Roda extendió el brazo y señaló con el dedo—. Oliverio Pita.

El muchacho, con el rostro muy pálido, clavó los ojos en la mesa que tenía delante.

—Y vos, ¿cómo lo sabéis?

—Lo vio nuestro común vecino el señor Rodrigo Zurita.

—¿Está presente el señor Zurita? —preguntó el fiscal. Al ver que un hombre delgado de blanca barba levantaba la mano, el fiscal se acercó a él—. ¿ Cómo visteis a los dos muchachos arrojándose mutuamente piedras?

—Estaba sentado delante de mi casa, calentándome los huesos al sol. Lo vi todo.

—¿Qué visteis?

—Vi al hijo de José Pita, el mozo de allí, arrojar la piedra que golpeó al pobre Guillermo, con lo bueno que era el pobrecillo.

—¿Visteis dónde lo alcanzó?

—Sí. Le alcanzó en la cabeza —contestó el hombre, tocándose el entrecejo—. Lo vi con toda claridad. Fue un golpe tan fuerte que vi salir sangre y pus de la herida.

—Gracias, señor.

Después el fiscal Porreño se acercó a Yonah.

—Señor Callicó, ¿vos atendisteis al muchacho después del incidente?

—En efecto.

—¿Y qué observasteis?

—No era posible que la piedra lo hubiera alcanzado de lleno —contestó Yonah con visible inquietud—. Más bien le rozó la sien derecha, justo por encima y delante de la oreja derecha.

—¿No… aquí? —le preguntó el fiscal, tocando el entrecejo de Yonah.

—No, señor. Aquí —contestó Yonah, tocándose la sien.

—¿Dedujisteis algo más del aspecto de la herida?

—Era una herida leve, casi un rasguño. Yo limpié la sangre reseca del rostro y del arañazo. Este tipo de heridas superficiales suelen sanar sin dificultad cuando se lavan con vino, por lo que yo empape un lienzo con vino y le lavé la herida sin añadir ninguna otra cura.

—En aquel momento —añadió Yonah—, no pude por menos que pensar que Guillermo había tenido suerte, pues, si la piedra le hubiera dado un poco más a la izquierda, la lesión hubiera podido ser mucho más grave.

—¿No os parece grave una herida de la que mana sangre y pus?

Yonah lanzó un suspiro en su fuero interno, pero no tuvo más remedio que decir la verdad.

—No había pus —contestó, reparando en la mirada de furia del señor Zurita—. El pus no es algo que hay dentro del cuerpo y que brota cuando se rasga la piel. El pus suele aparecer después de la lesión, y se produce cuando la herida abierta sufre los efectos de los efluvios pútridos del aire procedentes de cosas tales como el estiércol o la carne podrida. No había pus en la herida cuando yo la vi, y tampoco vi ningún tipo de secreción cuando examiné a Guillermo tres semanas después. Para entonces, la herida ya tenía costra, estaba fría al tacto y no ofrecía mal aspecto. Le consideré casi curado.

—Sin embargo, dos semanas más tarde, el muchacho murió —dijo el fiscal.

—Sí, pero no a causa de la leve herida de la cabeza.

—¿De qué entonces, señor?

—De una áspera tos y unas mucosidades pulmonares que le provocaron una fiebre mortal.

—¿Y cuál fue la causa de la enfermedad?

—Lo ignoro, señor. Ojalá lo supiera. Un médico suele observar este tipo de enfermedad con lamentable frecuencia y algunos de los pacientes se mueren.

—¿Estáis seguro de que la piedra arrojada por Oliverio Pita no fue la causante de la muerte de Guillermo de Roda?

—Sin la menor duda.

—¿Queréis prestar juramento, señor médico?

—Sí.

Cuando le presentaron la Biblia del municipio, Yonah apoyó la mano en ella y juró que su declaración obedecía a la verdad.

El fiscal asintió con un gesto y pidió al acusado que se levantara. El magistrado advirtió al muchacho de que se enfrentaría con un rápido y severo castigo en caso de que sus acciones lo obligaran a comparecer de nuevo ante la justicia. Golpeando por última vez la mesa con su pesado anillo, el magistrado decretó la libertad de Oliverio Pita.

—Señor —dijo José Pita, abrazado todavía a su lloroso hijo—. Siempre estaremos en deuda con vos.

—Me he limitado a declarar la verdad —contestó Yonah.

Salió de inmediato y se alejó a lomos de su caballo del centro de la ciudad, tratando de no pensar en la mirada de cólera que había visto en los ojos de Ramiro de Roda. Sabía que la familia Roda y sus amigos morirían creyendo que el joven Guillermo había muerto de una pedrada, pero él era consciente de haber declarado la verdad y se alegraba de haberlo hecho.

Desde el otro extremo de la calle, vio que se aproximaba una figura. Cuando la tuvo más cerca, empezó a distinguir los detalles.

Era un clérigo con hábito negro.

Un fraile muy alto.

«
Dios bendito
», pensó, al reparar en la inconfundible joroba. No había nadie más en las inmediaciones, nada que pudiera distraer la atención de ambos mientras el jinete y el viandante se acercaban. ¿Y si se limitara a pasar por el lado de fray Lorenzo de Bonestruca como sí no lo conociera? No podía correr el riesgo de hacerlo, pues cabía la posibilidad de que Bonestruca lo recordara, pensó. Bonestruca era consciente de su aspecto y sabía que, cuando alguien lo había visto, no lo podía olvidar fácilmente.

—Buenos días os dé Dios —dijo cortésmente Yonah cuando ambos se cruzaron.

Bonestruca inclinó levemente la cabeza.

Antes de que el caballo de Yonah se hubiera alejado doce pasos, se oyó una voz.

—¡Señor!

Yonah dio media vuelta con su tordo árabe y regresó junto al fraile.

—Creo que os conozco, señor.

—Es cierto, fray Bonestruca. Nos conocimos hace unos años en Toledo.

Bonestruca hizo un gesto con la mano.

—Sí, en Toledo. Pero… ¿vuestro nombre…?

—Ramón Callicó. Fui a Toledo para entregar una armadura al conde de Tembleque.

—¡Sí, a fe mía, el aprendiz del armero de Gibraltar! He tenido ocasión de admirar la armadura del conde Vasca, de la cual él tan justamente se enorgullece.

—¿Estáis en Zaragoza cumpliendo un encargo parecido?

—No, vivo aquí. Mi tío y maestro, el armero Manuel Fierro, murió. Yo vine a Zaragoza para trabajar como aprendiz de su hermano Nuño, que era médico.

—Por lo visto, tenéis muchos tíos —comentó Bonestruca, asintiendo con interés.

—Es cierto. Por desgracia, Nuño también ha muerto y ahora yo soy el médico de este lugar.

—El médico… Bien, en tal caso nos veremos de vez en cuando, pues yo he venido para quedarme.

—Confío en que os encontréis a gusto en Zaragoza, pues aquí en la ciudad abundan las buenas personas.

—¿De veras? Las buenas personas son un tesoro que no tiene precio. Pero yo he descubierto que, bajo una apariencia de rectitud, a menudo se oculta algo más oscuro y mucho menos halagüeño que la bondad.

—No me cabe la menor duda.

—Es agradable encontrar a un conocido cuando a uno lo arrancan de un lugar y lo envían a otro. Tenemos que volvernos a ver, señor Callicó.

—Por supuesto que sí.

—Por ahora, que Cristo sea con vos.

—Que Él os guarde, fray Bonestruca.

CAPÍTULO 34

La casa del fraile

Fray Lorenzo de Bonestruca no había sido enviado a Zaragoza como recompensa o promoción, sino más bien como reprimenda y castigo. La fuente de sus males habían sido la difunta reina Isabel de España y el arzobispo Francisco Jiménez de Cisneros. Al ser nombrado arzobispo de Toledo en 1495, Cisneros había recabado la ayuda de la Reina para que ésta respaldara su campaña de reforma del clero español, que estaba hundido en el vicio y la corrupción. Los clérigos se habían acostumbrado a una vida de molicie y opulencia; eran dueños de vastas extensiones de tierra, tenían criados y amantes, y vivían rodeados de lujos.

Cisneros e Isabel se repartieron la tarea. Ella visitaba los conventos y utilizaba su rango y su poder para convencer y amenazar a las monjas, hasta que conseguía que regresaran al sencillo estilo de vida de la primitiva Iglesia cristiana. El arzobispo, vestido con un sencillo hábito pardo y montado en una mula, visitaba los monasterios, hacía inventario de sus riquezas, e instaba a los monjes a entregar a los pobres todo lo que no fuera esencial para su existencia cotidiana.

Fray Bonestruca había sido atrapado en la red de las reformas.

Bonestruca sólo había vivido cuatro años de celibato. En cuanto su cuerpo hubo experimentado la dulzura de la fusión con la carne femenina, sucumbió fácilmente y a menudo a la pasión sexual. A lo largo de los últimos diez años, su barragana había sido una mujer llamada María Juana Salazar, que le había dado tres hijos. Ésta era su mujer en todos los sentidos salvo en el nombre, y él no había tratado de mantener en secreto su presencia en su vida, pues se limitaba a imitar lo que hacían otros. Por esta razón, cuando la reforma empezó a dejar sentir su efecto, muchas personas conocían la situación de fray Bonestruca y María Juana Salazar. Primero le enviaron al anciano cura que había sido su confesor durante muchos años para que lo advirtiera de que los días de laxitud habían tocado a su fin y de que sólo podría sobrevivir por medio de la contrición y de un verdadero cambio de vida. Al ver que Bonestruca no prestaba atención a la advertencia, lo mandaron llamar a la Cancillería, donde Cisneros no se anduvo con rodeos.

—Tenéis que libraros de ella de inmediato, de lo contrario os haré sentir el peso de mi cólera.

Entonces Bonestruca decidió recurrir al sigilo y a los subterfugios. Envió a María y a sus hijos a un pueblo situado a medio camino entre Toledo y Tembleque, y no se lo comentó a nadie. Allí visitaba discretamente a su amante y a veces se pasaba varias semanas lejos de ella.

Pero un día la Cancillería lo volvió a llamar. En esta ocasión, cuando se presentó allí, lo recibió un fraile dominico, quien le comunicó que, por su desobediencia, lo iban a trasladar al oficio de la Inquisición de la ciudad de Zaragoza. Le ordenaban que partiera de inmediato hacia su nuevo destino.

—Y solo —le advirtió el clérigo con sorna.

Obedeció, pero, al finalizar su largo viaje, comprendió que lo que otros consideraban un castigo sería, en realidad, un medio para alcanzar la intimidad que necesitaba.

Casi un mes después de haberse tropezado con el inquisidor por la calle, un novicio vestido con un hábito pardo se presentó en casa de Yonah, diciéndole que fray Bonestruca deseaba que acudiera de inmediato a la plaza Mayor.

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