—Trece torres se elevan en el muro de esta muralla. Ésta es la puerta de la Justicia —explicó, al tiempo que señalaba la mano y la llave labradas en los dos arcos de la puerta—. Los cinco dedos representan la obligación de rezar a Alá cinco veces al día: al amanecer, al mediodía, por la tarde, al anochecer y por la noche.
—Sabéis muchas cosas sobre la religión musulmana —dijo Yonah.
Mingo sonrió sin decir nada.
En el momento en que cruzaban la puerta, alguien reconoció a Mingo y lo saludó, pero nadie más les prestó atención. La fortaleza era un hervidero de actividad en el que varios miles de personas se hallaban ocupadas en conservar la belleza y las defensas de sus catorce hectáreas. Dejaron el asno y el caballo en las cuadras y cruzaron a pie el vasto recinto real, bajando por un largo camino bordeado de glicinas.
Yonah estaba impresionado. La Alhambra era más deslumbrante por dentro que vista desde lejos, una fantasía aparentemente interminable de torres, arcos y bóvedas de vistosos colores, con tracerías que parecían de encaje, bóvedas como panales de abejas, brillantes mosaicos y delicados arabescos. En los patios y las salas interiores, unas molduras de yeso pintadas de rojo, azul y oro, simulando un follaje, cubrían las paredes y los techos. Los suelos eran de mármol y la parte inferior de las paredes estaba cubierta por arrimaderos de azulejos verdes y amarillos. En los patios y jardines interiores había flores, surtidores y ruiseñores que cantaban en los árboles.
Mingo le mostró a Yonah las preciosas vistas del Sacromonte y de las cuevas de los
romanís
de que se disfrutaba desde algunas ventanas. Otras ventanas daban a un boscoso desfiladero por el que discurría el agua.
—Los moros entienden el agua —dijo Mingo—. Canalizaron el Darro en lo alto de las colinas y lo encauzaron hacia este palacio por medio de unas prodigiosas obras hidráulicas que llenan los estanques y las fuentes y la trasladan a todos los dormitorios. —Tradujo una sentencia árabe de una de las paredes:
El que viene a mí torturado por la sed, encontrará agua fresca y pura, dulce y sin mezcla.
Sus pisadas resonaron cuando cruzaron la sala de Embajadores, en la que el rey Boabdil había firmado la rendición a Isabel y Fernando y en la que todavía se encontraba su trono. Mingo le mostró a Yonah los Baños Reales.
—Aquí se desnudaban las mujeres del harén y hacían sus abluciones mientras el rey las contemplaba desde un balcón de arriba y elegía a su compañera de lecho. Si reinara todavía Boabdil, nos matarían por haber entrado aquí. Su padre ejecutó a dieciséis miembros de la familia de los Abencerrajes y amontonó sus cabezas en la fuente del harén porque su jefe se atrevió a galantear a una de sus esposas. Yonah se sentó en un banco a escuchar el rumor de las fuentes mientras Mingo acudía a su cita con el mayordomo. El enano no tardó en regresar. Mientras ambos se dirigían a las cuadras, Mingo comentó que la reina Isabel y el rey Fernando pensaban trasladarse a la Alhambra junto con su corte.
—Últimamente se quejaban mucho de la tristeza de la corte. El jefe de los mayordomos ha averiguado que soy cristiano y por eso me llaman a la Alhambra para servir a los reyes conquistadores como bufón.
—¿Y os complace que os hayan llamado?
—Me complace que unos miembros de los
romanís
regresen a la Alhambra como criados, jardineros y peones. En cuanto a lo de ser bufón… Es muy difícil distraer la mente de los monarcas. Hay que caminar sobre una línea tan delgada como el filo de una espada. El bufón tiene que ser audaz y atrevido, y tiene que soltar insultos que provoquen la risa. Pero los insultos han de ser suaves e inteligentes. Si permaneces a un lado de la línea, te miman y te quieren. Si cruzas la línea e incurres en la ira real, te apalean e incluso pueden llegar a matarte. —Dio un ejemplo—. Al Rey le remordía la conciencia porque, cuando murió su padre Muley Hacén, ambos eran encarnizados enemigos. Un día Boabdil me oyó hablar de un hijo ingrato y dio por sentado que me refería a él. Dominado por la furia, tomó su espada y me acercó la punta a la ingle.
—Caí al suelo, pero la espada me siguió.
—¡
No me pinchéis, sire
! —le supliqué—, ¡
pues el pequeño pincho que tengo es el único que necesito, mientras que el pincho más grande que vos me daríais sería en verdad un pincho muy malo
!
—Boabdil me dijo que todo mi cuerpo era, en efecto, un miserable pincho y, cuando le vi estremecerse de risa, comprendí que me había salvado. —Al ver la inquietud del rostro de Yonah, Mingo sonrió—. No te preocupes por mí, amigo —le tranquilizó—. Hace falta mucho esfuerzo y una gran sabiduría para ser bufón, pero yo soy el rey de los bufones.
Montaron de nuevo en sus cabalgaduras y pasaron por delante de unos capataces moros que estaban dirigiendo la construcción de un ala del palacio.
—Los moros no creen que algún día se les pueda expulsar de España, tal como los judíos no lo creían hasta el momento en que ocurrió —dijo Mingo—. Pero llegará la hora en que a los moros también les ordenarán que se vayan. Los cristianos no olvidan a los muchos católicos que murieron luchando contra los musulmanes. Los moros cometieron el error de blandir la espada contra los cristianos tal como los judíos cometieron el error de aceptar el poder sobre los cristianos y se comportaron como unos pájaros que volaban cada vez más alto hasta que el sol los quemó. —Al ver que Yonah guardaba silencio, Mingo añadió—: Hay judíos en Granada.
—Judíos que se han convertido en cristianos.
—Conversos como tú, naturalmente —asintió Mingo en tono hastiado—. Si quieres establecer contacto con ellos, los encontrarás en los puestos de los mercaderes de seda.
Inés Denia
Yonah había evitado a los conversos, porque no creía que el hecho de tratar con ellos pudiera reportarle beneficio alguno. Pero ansiaba el contacto con los judíos y pensaba que no habría nada de malo en posar los ojos en aquellos que en otros tiempos habían cumplido el precepto del
Sabbath
, aunque ahora ya no lo cumplieran.
Una tranquila mañana se dirigió con
Moisés
al mercado. Mingo le había dicho que el mercado de Granada había renacido gracias a la fiebre de construcciones y reformas de la Alhambra. El mercado era un inmenso bazar, por el que Yonah paseó encantado con su asno, fascinado por el espectáculo, los aromas y los sonidos de los tenderetes que ofrecían hogazas de pan y dulces; grandes peces sin cabeza y pececitos frescos de brillantes ojos; lechones enteros y jamones, trozos de carne y cabezas de enormes cerdos; corderos y carneros cocidos y crudos; bolsas de vellones; y toda suerte de aves de corral colgadas boca abajo cuyas vistosas colas llamaban la atención de los compradores; albaricoques, ciruelas, rojas granadas, amarillos melones…
De pronto, Yonah descubrió a dos tratantes de seda.
En uno de los tenderetes un sujeto de rostro avinagrado estaba mostrando unos rollos de tela a dos hombres que acariciaban la seda con expresión dubitativa.
En el otro puesto un hombre con un turbante estaba atendiendo a una docena de clientes interesados, pero fue otro rostro el que atrajo la atención de Yonah. La mujer se encontraba de pie junto a una mesa, cortando retales de un tejido de seda que un muchacho estaba desenrollando. Yonah había visto sin duda rasgos mucho más agradables y atrayentes que aquéllos, pero no recordaba cuándo ni dónde. El hombre del turbante estaba explicando que la diferencia entre las sedas dependía del tipo de hojas que hubieran comido los gusanos.
—Las hojas que comen los gusanos de la región donde se teje esta nacarada seda dan un brillo muy particular al hilo. ¿No lo veis? La seda terminada tiene unos delicados reflejos dorados.
—Pero es muy cara, Isaac —objetó el cliente.
—Es verdad —reconoció el comerciante—. Pero eso se debe a que se trata de un tejido especial creado por unos miserables gusanos y unos tejedores bendecidos por la mano de Dios.
Yonah no prestaba atención. Trató de confundirse con los cuerpos que pasaban, pero se había quedado petrificado contemplando con deleite a la mujer. Era joven, pero ya adulta, de porte erguido y cuerpo esbelto, redondeado y firme. Tenía una larga y espesa mata de cabello color bronce. Sus ojos no eran oscuros; a Yonah le pareció que tampoco eran azules, pero no estaba lo bastante cerca como para distinguir su color exacto. Su rostro, concentrado en la tarea, estaba bronceado por el sol, pero, cuando la mujer midió la seda utilizando la distancia entre el codo y los nudillos de la mano cerrada en puño, la manga del vestido le subió un poco por el brazo y Yonah observó que allí donde había estado protegida del sol, la piel era más pálida que la seda.
La mujer levantó los ojos y lo sorprendió contemplándola. Por un breve instante, sus miradas se cruzaron en un involuntario contacto, pero ella la apartó de inmediato y entonces Yonah contempló con incredulidad el seductor oscurecimiento de su hermoso cuello.
Entre cacareos y cloqueos, entre el hedor de excrementos y el revuelo de plumas, Yonah se enteró a través de un vendedor de aves de corral que el mercader de seda se llamaba Isaac Saadi.
Permaneció un buen rato en las inmediaciones del tenderete del comerciante de sedas antes de que se fueran los clientes. Sólo unos cuantos compraron, pero a la gente le gustaba contemplar la seda y acariciarla. Al final, todos los posibles clientes se retiraron y Yonah se acercó al hombre. ¿Cómo se dirigiría a él? Yonah decidió combinar elementos de ambas culturas.
—La paz sea con vos, señor Saadi.
El hombre contestó amablemente a su respetuoso saludo:
—Y con vos también, señor.
Detrás del hombre —que seguramente era su padre—, la joven no los miró, pues estaba ocupada con los rollos de tejido. Yonah comprendió instintivamente que no era el momento de ocultar su identidad.
—Soy Yonah Toledano. Quería preguntaros si sabéis de alguien que pueda ofrecerme trabajo.
El señor Saadi frunció el ceño. Miró recelosamente a Yonah y reparó en su mísera ropa, su nariz rota, su poblado cabello y la barba sin recortar.
—No conozco a nadie que necesite a un obrero. ¿Cómo habéis averiguado mi nombre?
—Se lo pregunté al vendedor de aves de corral. Siento un gran respeto por los comerciantes de sedas —explicó Yonah, quien esbozó una sonrisa como para disculpar la necedad de su comentario—. En Toledo, el mercader de sedas Zadoq de Paternina era un íntimo amigo de mi padre Helkias Toledano, que en paz descanse.
—¿Conocéis a Zadoq de Paternina?
—No, pero conozco su fama. ¿Cómo está?
Yonah se encogió de hombros.
—Fue de los que abandonaron España.
—¿Acaso vuestro padre se dedicaba al comercio?
—Mi padre era un hábil platero. Por desgracia, lo mataron en el transcurso de una… desagradable situación.
—Ah, ya. Que Dios lo tenga en su gloria —dijo Saadi, lanzando un suspiro.
Uno de los principios más férreos del mundo en el que ambos habían crecido era el de que, cuando se conocía a un forastero judío, se le tenía que ofrecer hospitalidad. Pero Yonah sabía que aquel hombre pensaba que él también era converso y, en los tiempos que corrían, invitar a un forastero podía significar invitar a un confidente de la Inquisición.
—Os deseo buena suerte. Id con Dios —dijo Saadi un tanto inseguro.
—Lo mismo os deseo a vos.
Yonah dio media vuelta, pero, antes de que hubiera dado dos pasos, el anciano fue tras él.
—¿Tenéis cobijo?
—Sí, tengo un lugar donde dormir.
Isaac asintió con la cabeza.
—Me gustaría invitaros a comer a mi casa. —Yonah oyó las tácitas palabras: Al fin y al cabo, es alguien que conoce a Zadoq de Paternina—. El viernes, mucho antes de que se ponga el sol.
Ahora la muchacha levantó la vista de la seda y Yonah vio que estaba sonriendo.
Se remendó la ropa, fue a lavarla a un arroyo y después se lavó el cuerpo, el rostro y la barba con el mismo rigor. Mana le cortó el cabello y la barba mientras Mingo, que ya estaba viviendo de nuevo entre los esplendores de la Alhambra, contemplaba los preparativos con expresión divertida.
—Y todo eso para cenar con un mercader de trapos —se burló el enano—. ¡Yo no armo tanto revuelo cuando ceno con los reyes!
En otra vida, Yonah hubiera llevado una ofrenda de vino
kosher,
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elaborado según los preceptos judíos. El viernes por la tarde fue al mercado. La estación estaba demasiado avanzada como para encontrar uva, pero compró unos soberbios dátiles, endulzados con su propio jugo.
Pensó que tal vez la muchacha no estaría presente. A lo mejor era una moza del taller, y no la hija del comerciante, meditó Yonah mientras se dirigía a la casa, siguiendo las indicaciones que le había facilitado el señor Saadi. Resultó que era una casita del Albaicín, el antiguo barrio árabe abandonado por los que habían huido tras la derrota de los moros a manos de los soberanos católicos. Yonah fue amablemente acogido por el señor Saadi, el cual le agradeció el regalo de los dátiles.
La muchacha estaba presente. Era la hija y se llamaba Inés. Su madre, Zulaika Denia, era una delgada y taciturna mujer de ojos tímidos. La hermana mayor, bastante gruesa y dotada de un exuberante busto, se llamaba Felipa y tenía una preciosa hijita de seis años de nombre Adriana. Saadi explicó que Joaquín Chacón, el esposo de Felipa, se había ido a comprar seda a los puertos del sur.
Los cuatro adultos lo miraron con inquietud; sólo la niña sonreía.
Zulaika les sirvió a los hombres los dátiles y después se fue a preparar la comida junto con las demás mujeres.
—Vuestro padre, que en paz descanse… ¿Dijisteis que era platero? —preguntó Isaac Saadi, escupiendo los huesos de los dátiles en la palma de su mano.
—Si, señor.
—¿Dijisteis que en Toledo?
—Sí.
—Estáis buscando trabajo. ¿No quisisteis seguir con el taller de vuestro padre cuando él murió?
—No —contestó Yonah sin dar más explicaciones, pero Saadi no era tímido e insistió.
—¿Acaso no era un buen negocio?
—Mi padre era un platero extraordinario y muy apreciado. Su nombre es famoso en el gremio.
—Ah.
Zulaika Denia sopló sobre unos carbones que había en un recipiente de metal y prendió fuego con ellos a una astilla de leña que utilizó para encender tres lámparas de aceite antes de que cayera la oscuridad. ¿Velas del
Sabbath
tal vez? Cualquiera sabía, Zulaika Denia se encontraba de espaldas a Yonah y éste no oyó ninguna oración. Al principio, no supo decir si la mujer estaba renovando la alianza o mejorando la iluminación de la estancia, pero, de pronto, vio un balanceo casi imperceptible.