—Ahora mi esposo no comprará la casa de tu padre, claro. La casa está en ruinas. —Teresa estudió el papel con el ceño fruncido. Era analfabeta, pero identificó los caracteres judíos de la parte superior de la página—. Vas a traer la desgracia a esta casa.
La idea aterró a Yonah y le hizo recordar que Benito no tardaría en llegar con el cura que llevaría el agua bendita para el bautismo.
Trastornado, tomó el papel y salió al exterior.
El sol se estaba poniendo y la temperatura había bajado. Se alejó de allí sin que nadie se lo impidiera.
Los pies lo condujeron de nuevo a las ruinas de la casa que antaño fuera su hogar. Detrás del edificio vio el lugar donde se había removido la tierra para dar sepultura a su padre. Con los ojos extrañamente secos, rezó la oración de difuntos del
kaddish
y tomó buena nota del lugar de la sepultura, prometiéndose a sí mismo que, si lograba salir de todo aquello con vida, un día trasladaría los restos de su padre a tierra consagrada.
Recordó el sueño que había tenido en la cueva y en ese momento le pareció que en el sueño su padre había intentado decirle que conservara su identidad: él era Yonah ben Helkias Toledano, descendiente de Leví.
Recorrió el interior de la casa a pesar de la creciente oscuridad. Todas las
mezuzah
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de plata, las cajitas que contenían fragmentos del Deuteronomio, habían sido arrancadas de las jambas de la puerta. Había desaparecido hasta el último objeto de valor y el suelo estaba levantado. Los intrusos habían encontrado el dinero que Helkias había conseguido reunir para el viaje que había de alejarlo de España. Pero no habían encontrado un escondrijo de moneditas detrás de una piedra suelta en la pared norte de la casa, los dieciocho sueldos que Yonah y Eleazar habían ahorrado y eran su fortuna personal. Con ellos no podría comprar gran cosa, pero menos era nada. Hizo una bolsita con un trapo sucio y guardó en ella las monedas.
En el suelo había un trozo de pergamino arrancado del interior de una
mezuzah
y posteriormente desechado.
Leyó el fragmento:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que hoy te ordeno, estarán en tu corazón.».
Estuvo a punto de guardar el pergamino en la bolsa junto con las monedas, pero al pensarlo con frialdad, comprendió que el descubrimiento de aquel fragmento en su poder lo llevaría a la muerte. Dobló el trozo de pergamino y lo colocó, junto con la carta a su hermano, detrás de la piedra suelta, donde Eleazar guardaba las monedas. Después salió de la casa.
Más tarde cruzó el campo de Marcelo Troca. Su tío Arón se había llevado los caballos, pero los dos asnos que su padre había comprado aún estaban atados allí, comiendo desperdicios. Cuando intentó acercarse al más grande, éste pegó un respingo y soltó una coz. El otro, un animal más pequeño y de aspecto más tímido, le miró plácidamente y se mostró más tratable. Cuando Yonah soltó la cuerda y montó, la bestia obedeció a la presión de sus talones y se fue al trote.
Quedaba luz suficiente como para que el asno pudiera bajar por el empinado sendero del peñasco. Cuando vadearon el río, vio las formaciones rocosas de pizarra morada que se alzaban como amenazadores dientes negros en medio de los últimos vestigios de luz.
La digestión del asno era muy mala, debido tal vez al repugnante régimen que se había visto obligado a seguir. Yonah no había pensado en ningún destino concreto. Su padre decía que el Todopoderoso guiaría siempre sus caminos. El camino que estaba siguiendo en aquel momento no era muy prometedor, pero, en cuanto se apartó del río, soltó las riendas y dejó que el asno y el Señor lo llevaran adonde quisieran. No se sentía ni un audaz mercader ni tampoco un caballero. El hecho de cabalgar sin ningún amigo hacia lo desconocido a lomos de una bestia que no paraba de soltar ventosidades no era la clase de aventura con que había soñado.
Detuvo por un instante su montura y se volvió para contemplar la ciudad de Toledo allá arriba. La luz de las lámparas de aceite brillaba en muchas ventanas y alguien caminaba con una tea encendida por la angosta y conocida calle que bordeaba el peñasco. Pero era alguien que no lo amaba, por lo que Yonah se apresuró a espolear al asno con las rodillas y no volvió a mirar hacia atrás.
EL PEÓN
Castilla
30 de agosto de 1492
El hombre de la azada
El Inefable y el pequeño asno guiaron toda la noche a Yonah hacia el sur bajo una redonda luna que les hizo compañía e iluminó el camino del asno. Yonah no se atrevió a detenerse. El sacerdote que había acudido a la casa con Benito habría informado inmediatamente a las autoridades de que un mozo judío no bautizado andaba suelto, amenazando a toda la cristiandad. Para salvar su vida, tenía que alejarse todo lo que pudiera de Toledo.
Había cabalgado a través de la campiña desde que dejara Toledo a su espalda.
De vez en cuando, distinguía a cierta distancia del sendero la borrosa silueta de una finca. Cada vez que ladraba un perro, lanzaba su montura al trote y pasaba por delante de las pocas casas con que se tropezaba cual si fuera un alma llevada por un asno.
Bajo las primeras y grisáceas nubes del alba, vio que se encontraba en un paisaje distinto, menos escarpado que el territorio de su casa y con alquerías más grandes.
La tierra debía de ser muy fértil, pues pasó por delante de una viña, de un gran olivar y de un campo de verdes cebollas. Se dio cuenta de que tenía el estómago vacío; desmontó, arrancó unas cuantas cebollas y se las comió con avidez. Al llegar a otra viña, tomó un racimo que aún no estaba maduro y tenía un zumo muy ácido. Con las monedas hubiera podido comprar pan, pero no se atrevía a hacerlo por temor a que le hicieran preguntas.
Se detuvo junto a una acequia que contenía un hilillo de agua para que el asno hozara un poco de hierba de la orilla y, cuando salió el sol, se sentó y pensó en su apurada situación. La prudencia le aconsejaba que eligiera un destino. Si tenía que marcharse, quizá fuera mejor que se dirigiera a Portugal, adonde se habían trasladado algunos judíos de Toledo.
Ya estaban saliendo los mozos del campo con azadas y cuchillos. Vio sus viviendas al fondo del campo y observó que unos hombres estaban cortando y amontonando maleza. Casi ninguno de ellos prestó atención al muchacho y al asno, por lo que Yonah dejó que el animal hozara a su antojo. Asombrado ante el buen carácter y la docilidad de la bestia, Yonah experimentó una oleada de gratitud. Llegó a la conclusión de que el asno se merecía un nombre y estudió la cuestión mientras volvía a montar y se alejaba de aquel lugar.
Cuando ya casi había perdido de vista el campo que tenía a su espalda, oyó el estremecedor retumbo de unos cascos al galope. Inmediatamente guió al asno hacia el borde del camino para poder mirar con tranquilidad. Para su gran consternación, los ocho soldados a caballo se acercaron a él con sus monturas en lugar de pasar de largo.
Eran una patrulla de siete soldados y un oficial, unos hombres de aspecto fiero, armados con picas y espadas cortas. Uno de los soldados desmontó y empezó a orinar ruidosamente en la acequia.
El oficial miró a Yonah.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
Yonah procuró no temblar. En su temor, echó mano de la identidad que le habían ofrecido y él había rechazado en Toledo.
—Soy Tomás Martín, señor.
—¿Dónde vives?
Estaba claro que los mozos del campo les habían informado de que habían visto a un forastero.
—Vengo de Cuenca —contestó.
—¿Has visto a algún judío por el camino?
—No, mi señor. No he visto a ninguno —contestó, disimulando su terror.
El oficial sonrío.
—Nosotros tampoco, a pesar de lo mucho que hemos buscado. Al final nos hemos librado de ellos. O se han largado para siempre, o se han convertido o están en prisión.
—Que otros se queden con ellos —dijo el soldado que había desmontado para orinar—. Que los malditos portugueses disfruten de ellos. Tienen tantos que ya los matan como sabandijas —añadió entre risas.
—¿Adónde te diriges? —preguntó con indiferencia el oficial.
—Voy a Guadalupe —contestó Yonah.
—Pues aún tienes un largo camino por delante. ¿Qué hay en Guadalupe?
—Voy allí…, para reunirme con el hermano de mi padre, Enrique Martín.
Comprobó que mentir no era difícil. Ya que estaba, añadió que abandonaba Cuenca porque su padre Benito había muerto el año anterior, combatiendo como soldado contra los moros.
El rostro del oficial se ablandó.
—El destino del soldado… Pareces muy fuerte. ¿Quieres trabajar para poder comprarte comida durante el viaje a Guadalupe?
—La comida no me vendría mal, mi señor.
—Necesitan espaldas jóvenes y fuertes en la hacienda de don Luis Carnero de Palma. Es la próxima hacienda. Di a José Galindo que te envía el capitán Astruells.
—¡Os doy las gracias, capitán!
El soldado que había desmontado para orinar montó de nuevo en su cabalgadura, la patrulla se alejó y Yonah se alegró de asfixiarse con la polvareda que ésta había levantado.
La hacienda de la que le había hablado el capitán era muy grande y, desde el camino, Yonah alcanzó a ver que tenía muchos braceros. Pensó que sería mejor no seguir adelante tal como tenía intención de hacer, pues los soldados de aquel lugar ya se habían dado por satisfechos con su historia mientras que otros que pudiera encontrar en otras regiones quizá no se convencieran tan fácilmente, por desgracia.
Enfiló con el asno el camino de la entrada.
José Galindo no le hizo ninguna pregunta en cuanto Yonah le mencionó al capitán Astruells y Yonah fue enviado de inmediato a un reseco rincón de un campo de cebollas para cortar la resistente maleza con una azada.
A media mañana, un anciano de delgados y fibrosos brazos situado entre las limoneras de un carretón del que tiraba cual si fuera un caballo, recorrió el campo y fue deteniéndose junto a los grupos de hombres para ofrecer a cada uno de ellos un cuenco de madera lleno de gachas de avena y un mendrugo.
Yonah comió tan rápido que apenas notó el sabor. La comida le alivió el hambre, pero le entraron ganas de orinar. De vez en cuando, alguien se acercaba a la acequia que bordeaba el campo para orinar o defecar, pero Yonah sabía muy bien que el hecho de estar circuncidado delataría su condición de judío. Se aguantó todo lo que pudo hasta que, temblando de dolor y temor, se acercó a la acequia y orinó, lanzando un suspiro de alivio. Mientras lo hacía, trató de cubrirse el extremo del miembro. De todos modos, nadie miraba y, en cuanto terminó, regresó junto a su azada.
El sol calentaba.
¿Dónde estaban todos los que él conocía?
¿Qué le estaba ocurriendo?
Trabajó con frenesí, procurando no pensar mientras blandía la azada como si ésta fuera la espada de David y las malas hierbas fueran los filisteos, los enemigos tradicionales de los judíos. O, mejor, como si las malas hierbas fueran los inquisidores que seguramente estaban muy ocupados buscándolo por toda España.
Cuando ya llevaba tres días trabajando en aquel lugar y estaba sucio y cansado del esfuerzo, reparó en que era el 2 de agosto. El día de la destrucción del Templo en Jerusalén, el último día de la partida de los judíos de España. El noveno día de ab. Se pasó el resto de la jornada rezando en silencio mientras trabajaba, suplicándole una y otra vez a Dios que Eleazar, Arón y Juana estuvieran a salvo en el mar, cada vez más lejos de allí.
El prisionero
Yonah era un muchacho criado en la ciudad. Estaba familiarizado con las granjas de Toledo y algunas veces había ordeñado las cabras de su tío Arón, había alimentado y pastoreado el rebaño, había cortado heno y había ayudado en la matanza o en la elaboración del queso. Era fuerte y muy alto para su edad, y casi parecía un adulto. Sin embargo, jamás había conocido los duros ciclos cotidianos del esfuerzo incesante que constituyen la principal característica de la vida en el campo, por lo que, durante sus primeras semanas de trabajo en la hacienda de Carnero de Palma, notó que sus entumecidos miembros se quejaban. Los hombres más jóvenes trabajaban como bueyes y se encargaban de las tareas que eran demasiado duras para los que ya tenían el cuerpo debilitado por los muchos años de agotador esfuerzo. Sus músculos no tardaron en endurecerse y desarrollarse y, con el rostro bronceado por el sol, su aspecto ya no se distinguía del de cualquier otro.
Recelaba de todo el mundo, cualquier detalle nimio lo asustaba, sabía que era muy vulnerable y temía que alguien le robara el asno. Durante el día lo ataba en algún lugar en el que pudiera verlo mientras trabajaba. Por la noche, dormía con el asno en un rincón del espacioso establo y experimentaba la extraña sensación de que el animal lo protegía como si fuera un perro guardián.
Los peones parecían aceptar sin más el duro esfuerzo de sus jornadas. Había muchachos de su edad, fornidos hombres de mediana edad y ancianos que gastaban las pocas fuerzas que les quedaban. Yonah era un extraño. No hablaba con nadie y nadie hablaba con él, como no fuera para indicarle dónde tenía que trabajar. En los campos se acostumbró a los extraños sonidos de las azadas que mordían la tierra, las hojas que golpeaban las piedras y los gruñidos de los hombres. Si le llamaban a otra parte del campo, acudía de inmediato; si necesitaba algún apero, lo pedía amablemente, pero sin gastar más palabras de las imprescindibles. Sabía que algunos de sus compañeros lo miraban con inquisitiva animadversión y sabía que tarde o temprano alguien se enzarzaría en una pelea con él. Dejó que lo observaran mientras afilaba una azada desechada hasta conseguir que tuviera un filo cortante. El mango se había roto y él la conservaba a su lado por la noche como si fuera su hacha de guerra.
La hacienda no era un refugio muy cómodo. El duro esfuerzo sólo reportaba unos miserables sueldos y ocupaba todas las horas del día. Pero les daban pan y cebollas y, de vez en cuando, unas aguadas gachas de avena o un caldo muy flojo. Por la noche soñaba a veces con Lucía Martín, pero más a menudo con las carnes que solía comer en casa de su padre: cordero y cabrito asado, además de pollo aderezado y cocido a fuego lento todas las vísperas del sábado judío. Su cuerpo pedía a gritos un poco de grasa.