—Todos mis hijos son de estatura normal.
Yonah se pasó todo el día saludando a los distintos miembros de la tribu de los
romanís
. Algunos de ellos subieron desde un prado donde tenían unos caballos. Yonah dedujo que eran criadores y tratantes de caballos.
Algunos más trabajaban en las inmediaciones y otros desempeñaban su oficio en el exterior de una de las cuevas, arreglando cacharros, utensilios de cocina y herramientas rotas de distintas casas y talleres artesanos de Granada. Yonah contempló con deleite su trabajo y los golpes de sus martillos le hicieron recordar el taller de Helkias Toledano.
Los
romanís
eran cordiales y acogedores, y aceptaron a Yonah de inmediato porque Mingo lo había llevado consigo. A lo largo del día los miembros de la tribu acudían al enano para que les resolviera los problemas. Cuando al mediodía Yonah se enteró de que Mingo era el jefe de los
romanís
, no se sorprendió.
—Y, cuando no os dedicáis a gobernar, ¿trabajáis con los caballos o bien arregláis cacharros rotos con los demás hombres?
—Aprendí muy pronto a hacer estas cosas, naturalmente, pero hasta hace muy poco tiempo trabajé allí abajo.
—¿En la ciudad? ¿Y a qué clase de trabajo os dedicabais?
—Trabajaba en la Alhambra. Era bufón.
—¿Erais bufón?
—Sí, en la corte del rey moro.
—¿De veras?
—Pues claro, he sido bufón del rey Boabdil, el último rey moro de Granada, que antes se llamaba Muhammad XII.
En cuanto uno se acostumbraba a su figura deforme, el jefe de los
romanís
resultaba un hombre de personalidad poderosa y semblante noble, a quien los hombres y las mujeres de la tribu respetaban y apreciaban. Yonah lamentó que un hombre tan gentil e inteligente hubiera tenido que ganarse el pan trabajando como bufón.
Mingo adivinó su desazón.
—Os aseguro que el trabajo me gustaba. Lo hacía muy bien. Mi cuerpo pequeño y deforme ayudó a mi gente a prosperar, pues en la corte me enteraba de los peligros que tenían que evitar los
romanís
y de las oportunidades de trabajo que podía haber para ellos.
—¿Qué clase de hombre es Boabdil? —preguntó Yonah.
—Muy cruel. Nadie lo apreciaba cuando era rey. Vive en un siglo equivocado, pues hoy en día el poder militar de los musulmanes ya no existe. Hace casi ochocientos años que los moros invadieron la península desde África y la convirtieron en territorio musulmán. Poco después los cristianos del norte lucharon con denuedo por recuperar su independencia y los francos detuvieron su avance al sur de su reino. Eso fue el principio. Después, a lo largo de varios siglos, los ejércitos cristianos han recuperado casi todo el territorio.
—El rey moro Muley Hacén se negó a pagar el tributo a los monarcas católicos y en 1481 inició una guerra contra los cristianos, apoderándose de la ciudad fortificada de Zahara. Boabdil, el hijo de Muley Hacén, se enfrentó a su padre. Durante algún tiempo, perseguido por las fuerzas de su progenitor, buscó refugio en la corte de los soberanos católicos. Pero, en 1485, Muley Hacén murió y, con la ayuda de los súbditos que le eran leales, Boabdil ocupó el trono.
—¡Pocos meses después —concluyó Mingo—, yo acudí a la Alhambra para ayudarlo a gobernar!
—¿Durante cuánto tiempo lo servisteis como bufón? —pregunto Yonah.
—Casi seis años. En 1491 sólo quedaba un lugar islámico en toda España. En los años anteriores Isabel y Fernando se habían apoderado de Ronda, Marbella, Loja y Málaga. No podían consentir que Boabdil, llamado el Chico, ocupara el trono mientras Mingo Babar permanecía sentado a sus pies, deleitándolos con sus ingeniosos consejos. Pusieron sitio a Granada y en la Alhambra empezamos a pasar hambre. Parte de la población combatió valerosamente con el estómago vacío, pero a finales del año comprendimos cuál iba a ser nuestro futuro.
—Recuerdo una fría noche de invierno en la que una gran luna plateada iluminaba el estanque de los peces. Sólo Boabdil y yo estábamos en el salón del trono.
—
Tú tienes que guiar mi vida, sabio Mingo. ¿Qué tengo que hacer ahora?
—me preguntó el rey.
—
Tenéis que deponer las armas e invitar a los Reyes Católicos a un gran banquete, sire, esperar en el patio de los Arrayanes, recibirlos gentilmente y acompañarlos al interior de la Alhambra
.
Boabdil me miró sonriendo.
—
Has hablado como un auténtico bufón
—me dijo—,
pues ahora que los días de mi reinado están a punto de tocar a su fin, la majestad de mi persona me es más preciada que los rubíes. Tienen que encontrarme sentado aquí en el salón del Trono como un monarca y, en aquellos últimos momentos, me comportaré con todo el orgullo de un auténtico rey moro
.
—Y eso fue lo que hizo cuando firmó las capitulaciones en el salón del Trono el 2 de enero de 1492. Cuando se fue a su exilio de África, de donde habían llegado sus antepasados bereberes tantos siglos atrás, yo y otros consideramos prudente abandonar también la Alhambra —explicó Mingo.
—¿Han cambiado mucho las cosas en Granada ahora que mandan los cristianos? —preguntó Yonah.
Mingo se encogió de hombros.
—Ahora las mezquitas se han convertido en iglesias. Los hombres de todas las religiones creen que Dios sólo los escucha a ellos. —El enano sonrió—. ¡Qué desconcertado debe de estar el Señor! —añadió.
Aquella noche Yonah vio que los
romanís
cenaban todos juntos, tanto los hombres como las mujeres, alrededor de las hogueras, cocinando y asando carne y aves aderezadas con sabrosas salsas cuyo aroma se esparcía por el aire. Comieron muy bien y se pasaron unos a otros unos odres llenos de unos exquisitos vinos almizcleños. Cuando terminaron de cenar, sacaron de las cuevas sus tambores, guitarras, dulcémeles, violas antiguas y laúdes, e interpretaron una briosa música que Yonah no conocía, de la misma manera que tampoco conocía la libre y sensual gracia con que danzaba aquel pueblo. El hecho de encontrarse de nuevo entre hombres y mujeres le hizo experimentar una repentina oleada de felicidad.
Los
romanís
eran muy bien parecidos, vestían prendas de vivos colores, tenían la tez aceitunada, unos bellos ojos oscuros y el cabello negro y ensortijado. Yonah se sintió atraído por los miembros de aquel extraño pueblo, capaz de saborear hasta el último de los placeres más simples.
Yonah le agradeció a Mingo su amabilidad y hospitalidad.
—Son buena gente y no temen a los
gadje
, que así llaman ellos a los forasteros —dijo Mingo—. Yo también era un
gadje
, pues no pertenecía a la tribu. ¿No habéis observado que mi aspecto es distinto del suyo?
Yonah asintió con un gesto. Sabía que Mingo se refería a su estatura. Tenía el cabello que le cubría la voluminosa cabeza parcialmente cano, pues no era joven, pero el resto era casi rubio, mucho más claro que el de los restantes
romanís
, y sus ojos eran del mismo color que el cielo.
—Fui entregado al Pueblo cuando éste acampó cerca de Reims. Un caballero les ofreció un niño que había nacido con los brazos muy largos y las piernas muy cortas. El forastero les entregó a los gitanos una bolsa repleta de monedas a cambio de que me aceptaran.
—Tuve suerte —añadió Mingo—. Tal como vos sabéis, es frecuente estrangular a los niños que nacen con defectos como el mío. Pero los
romanís
cumplieron el trato. Jamás me ocultaron los detalles de mi origen. Dicen que pertenezco sin lugar a dudas a un linaje muy alto y es posible que proceda incluso de la estirpe de los reyes de Francia. El hombre que me entregó a ellos iba muy bien vestido, con una armadura y unas armas espléndidas, y hablaba como los aristócratas.
Yonah pensó que el enano poseía en efecto unos rasgos muy nobles.
—¿Jamás habéis lamentado lo que pudo ser y no fue?
—Jamás —contestó Mingo—, pues, si bien es cierto que hubiera podido ser un barón o un duque, no lo es menos que me hubieran podido estrangular nada más nacer. —Sus bellos ojos azules se habían puesto muy serios—. No fui un
gadje
durante mucho tiempo. Bebí el alma de los
romanís
con la leche de la nodriza que se convirtió en mi madre. Aquí todos son parientes míos. Moriría para proteger a mis hermanos
romanís
de la misma manera que ellos morirían por mí.
Yonah se quedó muchos días con el Pueblo, envuelto por el calor de su amistad y durmiendo solo de noche en una cueva vacía.
Para corresponder a la hospitalidad de la tribu, se sentaba con los caldereros y colaboraba en su trabajo. Su padre le había enseñado los principios del trabajo de los metales cuando era pequeño y a los
romanís
les encantó aprender varios de los métodos utilizados por Helkias para soldar el metal con finas soldaduras. Yonah aprendió a su vez de los artesanos gitanos, estudiando las técnicas que éstos se habían transmitido de padres a hijos, de generación en generación, durante cientos de años.
Una noche, cuando terminaron las músicas y las danzas, Yonah tomó una guitarra por primera vez en más de tres años y se puso a tocar. Al principio, lo hizo con cierta vacilación, pero sus dedos no tardaron en adquirir seguridad. Tocó la música de
piyyutim,
[19]
los salmos cantados de la sinagoga: el
yotzer
[20]
de la primera bendición antes de la
shema
de la mañana; el
zulat
,
[21]
que se cantaba después de la
shema
; la
amidah
;
[22]
y después el inquietante
selilah
,
[23]
cantado como acto de contrición en el
Yom Kippur
, el día de la Expiación.
Cuando terminó de tocar, Mana le acarició el brazo mientras los miembros de la tribu regresaban a sus cuevas. Observó que los sabios ojos de Mingo lo estaban estudiando con atención.
—Creo que eso son cantos judíos —observó el enano—. Interpretados con gran tristeza, por cierto.
—Sí.
Sin revelar que él no se había convertido, Yonah le habló a Mingo de su familia y del terrible final de su padre Helkias y su hermano Meir.
—La vida es maravillosa, pero no cabe duda de que también es cruel —declaró Mingo finalmente.
Yonah asintió con la cabeza.
—Quisiera arrebatarles el relicario de mi padre a los ladrones que lo robaron.
—Eso no será fácil, amigo mío. Por lo que me dices, se trata de una obra singular. Una obra de arte. No pueden venderla en Castilla, donde la gente debe de tener conocimiento del robo. Si se ha vuelto a vender, lo más seguro es que ya no se encuentre en España.
—¿Y quién maneja estos objetos?
—Es una modalidad especial de robo. Yo he podido averiguar a lo largo de los años que en España hay dos grupos que compran y venden reliquias robadas y mercancías por el estilo. Uno está en el norte, y no conozco a nadie de allí. El otro está en el sur, y lo manda un hombre llamado Anselmo Lavera.
—Y dónde podría yo encontrar a este tal Lavera?
Mingo sacudió gravemente la cabeza.
—Lo ignoro. Pero, si lo supiera, me guardaría mucho de decírtelo, pues es un hombre muy malo. —Se inclinó hacia delante y miró a Yonah a los ojos—. Tú también tienes que dar gracias de que no te estrangularan al nacer. Tienes que olvidar el amargo pasado y procurar que el futuro sea dulce.
—Os deseo un buen descanso, amigo mío.
Mingo dio por sentado que Yonah era un converso.
—Los
romanís
también pertenecen a una religión precristiana —dijo—, una religión que venera a los apóstoles de la luz que luchan contra los apóstoles de las tinieblas. Pero nos resulta más cómodo rezar al dios del país donde vivimos; por eso nos convertimos al cristianismo cuando llegamos a Europa. A decir verdad, cuando llegamos al territorio de los moros, casi todos nosotros nos convertimos al islamismo.
Mingo temía que Yonah no estuviera capacitado para defenderse en caso de que lo atacaran.
—Tu azada rota… es una azada rota, nada más. Tienes que aprender a luchar con un arma de hombre. Te enseñaré a utilizar el cuchillo.
Así pues, se iniciaron las lecciones. Mingo se burló de la pobre daga que Fernando Ruiz le había dado a Yonah cuando éste se había convertido en pastor.
—Utiliza esto. —Y le entregó un cuchillo moro de acero.
Después le enseñó a sostener el cuchillo con la palma hacia arriba en lugar de hacerlo con los nudillos hacia arriba. De este modo, podría apuñalar con una cuchillada en sentido ascendente. También le enseñó a atacar con rapidez, antes de que el adversario adivinara de dónde le llegaría el siguiente golpe.
Le enseñó a estudiar los ojos y el cuerpo de su oponente para adelantarse a sus movimientos, convertirse en un gato montés, no ofrecer un blanco fácil y evitar que el contrincante se le escapara. Yonah pensó que Mingo le transmitía sus conocimientos con la insistencia y la porfía de un rabino que estuviera enseñando las Sagradas Escrituras a un
ilui
, un prodigio en la
Torá
y el
Talmud
. Aprendió rápidamente gracias a las enseñanzas de su pequeño y deforme maestro, y no tardó en pensar y comportarse como un luchador nato.
El mutuo aprecio floreció hasta convertirse en una amistad que parecía de años, y no de pocos meses.
A Mingo le habían mandado decir que bajara a la Alhambra para hablar con el nuevo mayordomo cristiano, un tal don Ramón Rodríguez.
—¿Te gustaría ver la Alhambra de cerca? —le preguntó Mingo a Yonah.
—¡Vaya si me gustaría, señor!
A la mañana siguiente bajaron del Sacromonte juntos, un alto y musculoso joven cuyas largas piernas y cuyo considerable peso eran excesivos para el pobre asno, y un menudo hombrecillo encaramado a la grupa de un soberbio caballo tordo cual si fuera una ranita sobre el lomo de un perro.
Por el camino Mingo le contó a Yonah la historia de la Alhambra.
—Muhammad I, llamado Al Ahmar bin Nasr por su cabello pelirrojo, construyó aquí la primera fortaleza en el siglo XIII. Un siglo más tarde, Yusuf I construyó el patio de los Arrayanes. Los soberanos que le sucedieron ampliaron la ciudadela y el palacio. El patio de los Leones lo construyó Muhammad V, y la torre de las Infantas fue añadida por Muhammad VII.
Mingo detuvo las cabalgaduras cuando llegaron a la alta muralla rosada.