El Último Don (53 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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Empezó con una nota a su primera mujer, a la que consideraba su único y verdadero amor. Procuró que la primera frase fuera objetiva y práctica.

“Ponte en contacto con mi abogada Molly Flanders en cuanto recibas esta nota. Te dará una noticia muy importante. Os agradezco a ti y a los chicos los muchos años de felicidad que me habéis dado. No quiero en modo alguno que pienses que lo que he hecho constituye un reproche para ti. Ya estábamos hartos el uno del otro antes de separarnos. Por favor, no pienses que mi acción es fruto de una enfermedad merital o de la infelicidad. Es algo completamente racional, como te explicará mi abogada. Diles a mis hijos que los quiero”.

Ernest apartó la nota a un lado. Necesitaría muchos retoques. Después escribió notas a su segunda y tercera esposas, informándolas de que les dejaba una pequeña parte de su herencia. Les daba las gracias por la felicidad que le habían dado y les aseguraba que no eran en modo alguno responsables de su acción. Le pareció que no estaba de muy buen humor, así que le escribió una breve nota a Bobby Bantz, un simple “Jódete”.

Después le escribió una nota a Molly Flanders en la que le decía “Dales caña a los muy hijos de puta”. Eso lo puso de mejor humor.

A Cross de Lena le escribió: “Finalmente he hecho lo más acertado”. Había intuido el desprecio que De Lena sentía por sus absurdas chácharas.

Al final puso todo su corazón en la nota que le escribió a Claudia. “Me diste los momentos más felices de mi vida, y eso que ni siquiera estábamos enamorados el uno del otro. ¿Cómo lo entiendes tú? y ¿cómo es posible que todo lo que tú has hecho en la vida esté bien y lo que yo he hecho esté mal? Hasta ahora. Por favor, no tengas en cuenta nada de lo que te dije sobre tu manera de escribir ni mi menosprecio por tu trabajo. Era la simple envidia de un escritor tan anticuado como un herrero. Y gracias por luchar por mi porcentaje, aunque en último extremo fracasaras en tu empeño. Te quiero por haberlo intentado”.

Amontonó las notas que había escrito en amarillas hojas de copia. Eran horribles, pero ya las volvería a redactar. La clave estába siempre en las revisiones.

Sin embargo, el hecho de haber escrito las notas había agitado su subconsciente. Al final se le había ocurrído un método perfecto para suicidarse.

Kenneth Kaldone era el mejor dentista de Hollywood, tan famoso en su reducido círculo como cualquiera de las estrellas más cotizadas de la pantalla. Era extremadamente hábil en el ejercicio de su profesión y muy pintoresco y audaz en su vida privada. Detestaba la imagen burguesa que se ofrecía de los dentistas en la literatura y el cine y hacía todo lo posible por refutarla. Sus modales y su forma de vestir eran encantadores y en su lujoso consultorio tenía un revistero con cien de las mejores revistas publicadas en Estados Unidos e Inglaterra y otro revistero más pequeño con publicaciones alemanas, italianas, francesas e incluso rusas.

En las paredes de la sala de espera colgaban costosos lienzos de arte moderno, y cuando uno entraba en el laberinto de las salas de tratamiento podía ver que los pasillos estában adornados con fotografías autografiadas de los nombres más grandes de Hollywood; Sus pacientes.

Siempre estaba de buen humor y tenía un aire vagamente afeminado y extrañamente ambiguo. Le gustaban las mujeres, pero no acertaba a comprender que alguien pudiera establecer con ellas el menor compromiso. Para él el sexo no era más importante que una buena cena, un excelente vino o una música maravillosa.

En lo único en lo que creía Kenneth era en el arte de la odontología. En eso era un artista y se mantenía al tanto de todos los más recientes avances técnicos y cosméticos. Se negaba a colocarles a sus clientes puentes postizos e insistía en hacerles implantes de acero, a los que posteriormente se fijaban unos dientes artificiales permanentes. Pronunciaba conferencias en las convenciones de odontología y era tal su prestigio que una vez incluso había sido llamado para tratar la dentadura de un miembro de la principesca familia de Mónaco.

Ningún paciente de Kenneth Kaldone se veía obligado a meter su dentadura en un vaso de agua por la noche. Ningún paciente sufría jamás el menor dolor en su sillón de dentista, dotado de toda suerte de comodidades. Era generoso en el uso de los anestésicos y especialmente en el del llamado aire dulce, una combinación de óxido nitroso y oxígeno que los pacientes inhalaban a través de una máscara de goma y que eliminaba prodigiosamente el dolor de los nervios y los sumía en una semiinconsciencia casi tan placentera como la del opio.

Ernest y Kenneth se habían hecho amigos durante la primera visita de Ernest a Hollywood, veinte años atrás. Ernest había sufrido repentinamente un insoportable dolor de muelas en el transcurso de una cena con un productor que lo estaba cortejando para que le cediera los derechos de una de sus novelas. El productor llamó a Kenneth a las doce de la noche, y el dentista acudió rápidamente al lugar donde se celebraba la fiesta para trasladar a Ernest en su coche a su consultorio y tratarle el diente infectado. Después lo acompañó al hotel y le dijo que acudiera a su consultorio al día siguiente.

Ernest le comentó más tarde al productor que debía de tener mucha influencia para que un dentista efectuara una visita domiciliaria a medianoche. El productor le dijo que no, que Kenneth Kaldone era así. Para el dentista, un hombre con dolor de muelas era un hombre que se estaba ahogando y al que se tenía que salvar, pero además Kenneth Kaldone había leído todos los libros de Ernest y le encantaba su obra.

Al día siguiente, cuando visitó al dentista en su consultorio, Ernest le dio efusivamente las gracias, pero Kenneth levantó la mano para interrumpirle.

—Todavía estoy en deuda con usted por el placer que me han deparado sus libros —le dijo. Y ahora permítame que le hable de los implantes de acero.

A continuación pronunció una larga conferencia, señalando que nunca era demasiado temprano para cuidar la boca, que Ernest no tardaría en perder algunos dientes y que los implantes de acero le evitarían tener que colocar la dentadura en un vaso de agua por la noche.

—Lo pensaré —dijo Ernest.

—No —dijo Kenneth. No puedo tratar a un paciente que no está de acuerdo con mi trabajo.

Ernest se echó a reír.

—Menos mal que no es usted un novelista —le dijo, pero de acuerdo.

Se hicieron amigos. Vail lo llamaba para salir a cenar cada vez que visitaba Hollywood, y a veces viajaba a Los Ángeles simplemente para que lo tratara con su aire dulce. Kenneth comentaba con inteligencia los libros de Ernest y era casi tan entendido en literatura como en odontología.

A Ernest le encantaba el aire dulce. Jamás sentía dolor, y algunas de sus mejores ideas se le ocurrían cuando se encontraba en aquel estado de seminconsciencia artificial. En los años sucesivos se hicieron tan amigos que al final Ernest acabó llenándose la boca con toda una serie de dientes con raices de acero que lo acompañarían hasta la tumba.

No obstante, lo que a Ernest más le interesaba de Kenneth era su valor como personaje de novela. Ernest siempre creía que en todos los seres humanos se encerraba una sorprendente perversidad. Kenneth le había revelado la suya, de carácter sexual; aunque no tipo propiamente pornográfico en el sentido que habitualmente daba al término.

Siempre charlaban un poco antes de que el dentista le administrara a Ernest la consabida dosis de aire dulce que precedía al tratamiento. Kenneth le comentó un día que su principal nóvia, su segunda mujer más significativa, follaba también con su perro, enorme pastor alemán.

Ernest, que estaba a punto de sucumbir al aire dulce, se quitó la máscara de goma de la cara y dijo sin pensar:

—¿Follas con una mujer que también folla con su perro? ¿y eso no te preocupa?

Se refería a las complicaciones médicas y psicológicas. Kenneth no comprendió sus insinuaciones.

—¿Y por qué tendría que preocuparme? replicó. Un perro no es un rival.

Al principio Ernest pensó que estaba bromeando, pero después comprendió que Kenneth hablaba en serio. Ernest se volvió a colocar la máscara y se sumergió en el adormecimiento provocado por el óxido nitróso y el oxígeno mientras su mente, estimulada como de costumbre, llevaba a cabo un análisis completo de su dentista

Kenneth no concebía el amor como un ejercicio espiritual. El placer era lo principal; algo muy parecido a su capacidad para eliminar el dolor. Uno se tenía que entregar a los placeres de la carne sin dejar por ello de controlarlos.

Aquella noche los dos amigos cenaron juntos y Kenneth le confirmó más o menos a Ernest su análisis.

—El sexo es mejor que el ácido nitroso —dijo, pero al igual que ocurre con el ácido nitroso tienes que mezclarlo por lo menos con un treinta por ciento de oxígeno. El dentista miró con astucia a Ernest. —Ernest, sé que te encanta el aire dulce. Te administro la dosis máxima el setenta por ciento y la toleras muy bien.

—¿Es peligroso? —preguntó Ernest.

—Pues más bien —No, —contestó Kenneth. A menos que tardes un par de días en quitarte la máscara, y quizá ni siquiera entonces. Pero el óxido nitroso puro acabaría contigo de quince a treinta minutos. Es más, aproximadamente una vez al mes, organizo una pequeña fiesta de medianoche en mi consultorio. Es tremendamente divertido. Al ver que Ernest lo miraba escandalizado, añadió: el óxido nitroso no es como la cocaína. La cocaína deja a las mujeres sumidas en un estado de impotencia, en cambio el óxido nitroso simplemente las suelta. Ven a mi fiesta como si acudieras a un cóctel. No estás obligado a hacer nada.

Ernest pensó con malicia si estaría permitida la entrada de perros. Después dijo que iría. Se jusgó a sí mismo diciendo que aquello sólo sería una investigación para una novela.

No se divirtió para nada en la fiesta, y en realidad no participó. De hecho, el óxidó nitroso no despertó sus instintos sexuales sino que más bien le hizo sentirse más espiritual, como si fuera una droga sagrada que sólo se tuviera que usar para adorar a un dios misericordioso. La cópula entre los invitados fue tan bestial que Ernest comprendió por primera vez la indiferencia con que Kenneth se había referido a las actividades de su segunda mujer más significativa con el pastor alemán. Era algo tan vacío de contenido humano que resultaba de un aburrimiento mortal. El propio Kenneth no participó pues estaba demasiado ocupado manipulando los mandos del óxido nitroso.

Pero ahora, años después, Ernest cayó en la cuenta de que tenía un medio para suicidarse. Sería como una indolora intervención odontológica. No sufriría, no quedaría desfigurado y no tendría miedo. Flotaría desde este mundo al otro envuelto en una nube de benévolas reflexiones. Moriría feliz, tal como solía decirse.

El problema sería entrar de noche en el despacho de Kenneth y saber cómo se accionaban los mandos.

Concertó una cita con Kenneth para que le hiciera una revisión; Mientras Kenneth estudiaba las radiografías, Ernest le dijo que uno de los personajes de su nueva novela era un dentista y le pidió que le mostrara cómo funcionaban los mandos del aire dulce.

Kenneth era un pedagogo nato y le mostró el funcionamiento de los mandos de los depósitos de óxido nitroso y oxígeno, haciendo especial hincapié en los porcentajes de seguridad mientras le explicaba todos los detalles del sistema.

—¿Pero no podría ser peligroso? —preguntó Ernest. ¿Qué pasaría si te emborracharas y te equivocaras? Me podrías matar.

—No, eso se regula de una forma automática para que siempre recibas por lo menos un treinta por ciento de oxígeno le explicaba Kenneth.

Ernest vaciló un instante, como si estuviera un poco turbado. Ya sabes lo bien que me lo pasé en aquella fiesta de hace unos cuantos años. Ahora tengo una amiga guapísima, pero un poco estrecha. Necesito que me eches una mano. Me podrías dejar la llave de tu consultorio para que una noche pueda venir aquí con ella. El óxido nitroso podría inclinar la balanza.

Kenneth examinó cuidosamente las radiografías.

—Tienes la boca en perfecto estado —dijo. Soy un dentista fabuloso.

—¿La llave? —dijo Ernest.

—¿Es guapa la chica? —preguntó Keneth. Dime qué noche y yo vendré y prepararé los mandos.

—Mejor no —dijo Ernest. Es una chica muy restringida; el óxido nitroso no serviría para nada. pausa. La verdad es que es una chica muy anticuada.

—No me vengas con historias —dijo Kenneth, mirándole directamente a los ojos. Vuelvo enseguida —añadió abandonando la sala de tratamiento.

Regresó con una llave en la mano.

—Llévala a una ferretería y que te hagan un duplicado —dijo. No olvides dejar tu nombre. Después regresa aquí y devuélveme mi llave.

Ernest lo miró con asombro

—No es para ahora mismo —dijo.

Kenneth guardó las radiografías y se volvió a mirarle. Por primera vez desde que Ernest lo conocía, había desaparecido de su rostro su carácterística expresión jovial.

—Cuando la policía te encuentre muerto en mi sillón —dijo Kenneth, no quiero verme mezclado para nada en este asunto. No quiero poner en peligro mi situación profesional y tampoco quiero que mis pacientes me abandonen. La policía encontrará el duplicado y localizará el establecimiento. Pensarán que hubo una trampa por tu parte. Supongo que dejarás una nota, ¿verdad?

Ernest se quedó sorprendido y avergonzado. No se le había ocurrido pensar que podría perjudicar a Kenneth. Kenneth lo estaba mirando con una sonrisa de reproche teñida de tristeza. Ernest cogió la llave que le ofrecía, y en una insólita muestra de emoción le dio un torpe abrazo.

—O sea que lo has comprendido —dijo. Mi actitud es completamente racional.

—La mía también —dijo Kenneth. Yo también lo he pensado a menudo para cuando sea viejo o en caso de que las cosas me vayan mal. Esbozó una alegre sonrisa y añadió: Nadie puede competir con la muerte.

Se echaron a reír.

—¿Sabes realmente por qué? —preguntó Ernest.

—En Hollywood lo sabe todo el mundo —contestó Kenneth. En una fiesta, alguien le preguntó a Skippy Deere si de veras iba a hacer la película, y él contestó:

—Lo intentaré hasta que se congele el infierno o Ernest Vail se suicide.

—¿Y tú no crees que estoy loco —preguntó Ernest— por hacerlo por un dinero que no podré gastar?

—¿Y por qué no? —contestó Kenneth. Es mucho más inteligente que matarte por amor. Pero la mecánica no es tan sencilla. Tienes que desconectar de la pared ese tubo que suministra oxígeno para que no funcione el regulador y puedas hacer una mezcla que supere el setenta por ciento. Hazlo el viernes por la noche cuando se vayan los del servicio de limpieza, para que no te encuentren hasta el lunes. Siempre cabría la posibilidad de que te reanimaran. Pero, como es natural, si utilizas óxido nitroso puro te irás en cuestión de media hora. —Otra triste sonrisa— Todo trabajo que te hice en la dentadura desperdiciado. Lástima.

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