El Último Don (65 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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Juntos pasaban noches de alegre camaradería organizadas por Dante. Cuando no contaba historias de negros, Losey se dedicaba a definir las distintas variedades de putas.

Primero estaban las prostitutas totales, que alargaban una mano para recibir el dinero y con la otra te agarraban la polla. Después estaba la prostituta a ratos perdidos, que se sentía atraída por ti y follaba amistosamente contigo, pero que antes de que te marcharas te pedía un cheque para que de este modo la ayudaras a pagar el alquiler.

Después estaba la prostituta a ratos perdidos que te quería, pero también quería a otros y establecía relaciones a largo plazo, cuajadas de regalos de joyas para celebrar todas las fiestas, incluido el Primero de Mayo.

Después estaban las que trabajaban por libre, las secretarias de nueve a cinco, las azafatas de líneas aéreas y las dependientas de elegantes establecimientos, que te invitaban a su apartamento a tomar un café, tras haber cenado contigo en un restaurante de lujo, y después pretendían echarte a la puta calle con una patada en el culo sin hacerte tan siquiera una paja. Ésas eran sus preferidas. Follar con ellas resultaba emocionante y era una experiencia llena de dramatismo, lágrimas y ahogadas peticiones de paciencia y tolerancia, todo lo cual daba lugar a un acto sexual mucho más satisfactorio que el amor.

Una noche, después de cenar en Le Chiois, un restaurante de Venice, Dante propuso a su amigo dar una vuelta por el paseo marítimo. Se sentaron en un banco para contemplar el tráfico humano, guapas chicas con patines, rufianes de todos los colores que las perseguían con sus requiebro y prostitutas a ratos perdidos que vendían camisetas con frases incomprensibles para ellos; Hare Krishnas con sus cuencos de pedir limosna, conjuntos de barbudos cantantes con guitarras, grupos familiares con cámaras fotográficas y, reflejándolos a todos cual si fuera un espejo, el negro océano en cuyas arenosas playas numerosas parejas aisladas permanecían tendidas bajo unas mantas en la creencia de que éstas disimulaban su fornicación.

—Yo podría detenerlos a todos por presuntos delincuentes —dijo Losey, riéndose. Menudo zoo.

—¿Incluso a las niñas de los patines? —preguntó Dante.

—Las detendría por andar por ahí con unos coños más peligrosos que un arma de fuego —contestó Losey.

—No se ven muchos negros por aquí —dijo Dante. Losey se acercó a la playa.

—Creo que he sido demasiado duro con mis pobres hermanos negros —dijo imitando el acento sureño. Es lo que dicen siempre los liberales, todo se debe a su antigua condición de esclavos. Dante esperó el final del chiste.

Losey entrelazó los dedos de las manos en la nuca y se abrió la chaqueta para dejar al descubierto la funda de la pistola y pegarle un susto a cualquier imbécil que se atreviera a acercarse. Nadie le prestó atención. Se habían dado cuenta de que era un policía nada más verle aparecer en el paseo marítimo.

—La esclavitud —dijo Losey. Era algo desmoralizador. Era una vida tan cómoda para ellos que los convirtió en unos seres demasiado dependientes. La libertad era muy dura. En las plantaciones tenían quien cuidaba de ellos, tres comidas al día, vivienda gratuita, vestido y excelente atención médica dada su condición de objetos de valor. Ni siquiera tenían que responsabilizarse de sus hijos. Imagínate. Los dueños de las plantaciones follaban con sus hijas y después daban trabajo a los niños para el resto de sus vidas. Es cierto que trabajaban, pero se pasaban el día cantando, lo cual quiere decir que no lo pasaban muy mal. Apuesto a que cinco blancos hubieran podido hacer el trabajo de cien negros.

Dante lo miró con curiosidad. ¿Hablaba Losey en serio? No importaba. En cualquier caso estaba expresando un punto de vista que no era racional sino emocional. Lo que estaba diciendo expresaba lo que efectivamente sentía.

Estaban disfrutando de la cálida noche, y el mundo que los rodeaba les producía una reconfortante sensación de seguridad. Toda aquella gente jamás constituía un peligro para ellos.

De pronto Dante —le dijo a Losey:

—Tengo que hacerte una importante propuesta. ¿Qué te interesa conocer primero, las recompensas o el riesgo?

—Primero las recompensas, como siempre.

—Doscientos mil en efectivo —dijo Dante, y dentro de un año un trabajo como jefe de seguridad del hotel Xanadú, con un sueldo cinco veces superior al que ganas ahora. Con cuenta de gastos, un coche impresionante, habitación en el hotel, mantención y todas las tías que te puedas follar. Examinarás los antecedendes de todas las coristas del hotel, percibirás gratificaciones extraordinarias como ahora y no tendrás que correr el riesgo de pegar directamente el tiro.

Me parece demasiado —dijo Losey, pero habrá que pegarle un tiro a alguien. Ése es el riesgo, ¿verdad?

—Para mí —dijo Dante. Yo seré el que dispare.

—¿Y por qué no yo? —preguntó Losey. Dispongo de una placa que me permite hacerlo legalmente.

—Porque después no vivirías ni seis meses —contestó Dante.

—Entonces, ¿qué tengo que hacer yo? —preguntó Losey. ¿Hacerte cosquillas en el culo con una pluma?

Dante le explicó toda la operación. Losey soltó un silbido para expresar la admiración que había suscitado en él la audacia y el ingenio de la idea.

—¿Y por qué Pippi de Lena? —preguntó Losey.

—Porque está a punto de convertirse en traidor —contestó Dante.

Losey tenía sus dudas. Sería la primera vez que cometiera un delito de asesinato a sangre fría.

Dante decidió añadir algo más:

—¿Recuerdas el suicidio de Boz Skannet? le preguntó. Cross dio el golpe, aunque no personalmente sino con la ayuda de un tal Lia Vazzi.

—¿Qué pinta tiene? —preguntó Losey.

Cuando Dante se lo describió, cayó en la cuenta de que era el hombre que acompañaba a Skannet cuando él le había cerrado el paso en el vestíbulo del hotel.

—¿Y dónde puedo encontrar a ese Vazzi?

Dante se pasó un buen rato dudando. Estaba a punto de hacer algo que quebrantaba la única regla sagrada de la familia, una regla del Don, aunque quizá con ello consiguiera quitar de en medio a Cross, que se convertiría en un peligro a la muerte de Pippi.

—Nunca revelaré a nadie cómo lo he averiguado —dijo Losey. Dante vaciló un instante antes de contestar.

—Vazzi vive en un pabellón de caza que tiene mi familia en la Sierra, pero no hagas nada hasta que terminemos con Pippi.

—De acuerdo —dijo Losey, pensando que haría lo que le diera la gana, pero supongo que los doscientos mil los cobraré enseguida, ¿no?

—Sí, —contestó Dante.

—Me parece muy bien —dijo Losey. Una cosa, como los Clericuzio vayan por mí te delato...

—No te preocupes —dijo Dante jovialmente. Como me entere, primero te liquido yo a ti. Ahora sólo tenemos que elaborar los detalles.

Todo se desarrolló según lo previsto.

Cuando descerrajó los seis tiros contra el cuerpo de Pippi de Lena y éste —le dijo en un susurro “Maldito Santadio”, Dante sintió un alborozo que jamás en su vida había sentido.

Lia Vazzi desobedeció deliberadamente las órdenes de su jefe Cross de Lena por primera vez en su vida.

Fue inevitable. El investigador Jim Losey había efectuado otra visita al pabellón de caza y le había vuelto a hacer preguntas sobre la muerte de Skannet. Él negó conocer a Skannet y afirmó que se encontraba casualmente en el vestíbulo del hotel en aquel momento. Losey le dio una palmada en el hombro y un ligero cachete.

—Pues muy bien, conejíto, pronto vendré por ti.

Entonces Lia firmó mentalmente una sentencia de muerte contra Losey. Ocurriera lo que ocurriese, y a pesar de que su futuro corría peligro, él se encargaría de Losey, aunque tendría que andarse con mucho cuidado. La familia Clericuzio tenía unas normas muy estrictas.

Lia recordó haber acompañado a Cross a su reunión con Phil Sharkey, el compañero retirado de Losey. Jamás había esperado que Sharkey guardara silencio a camhio de los futuros cincuenta mil dólares que le había prometido Cross. Estaba seguro de que Sharkey había informado a Losey sobre aquella reunión y que probablemente lo había visto a él esperando en el coche. En caso de que hubiera sido así, tanto él como Cross correrían un gran peligro. Discrepaba esenciálmente de la opinión de Cross. Los oficiales de la policía se mantenían tan unidos como los mafiosos, y tenían su propia omertá.

Lia utilizó a dos de sus soldados para bajar desde el pabellón de caza a Sánta Mónica, el hogar de Phil Sharkey. Pensaba que le bastaría hablar con Sharkey para saber si el hombre había informado a Losey sobre la visita de Cross.

La parte exterior de la casa de Sharkey estaba desierta. Sobre el césped del jardín sólo se veía un cortacésped abandonado, pero la puerta del garaje estaba abierta y dentro había un coche. Lia subió por la calzada de cemento hasta la puerta y llamó al timbre. No hubo respuesta. Siguió llamando. Examinó el tirador y vio que la puerta no estaba cerrada bajo llave. Tenía que tomar una decisión, entrar o retirarse inmediatamente. Con el extremo de la corbata limpió las huellas digitales del tirador y del timbre. Después cruzó la puerta, entró en el pequeño recibidor y llamó a gritos a Sharkey. No hubo respuesta.

Lia recorrió la vivienda. Los dos dormitorios estaban vacíos. Miró en el interior de los armarios y debajo de las camas. Después se dirigió a la sala de estar y miró debajo del sofá y de los almohadones. Entró en la cocina y vio sobre la mesa del patio un envase de cartón de leche y un plato de papel con un bocadillo de queso a medio comer, pan blanco con mayonesa deshidratada en los bordes. En la cocina había una puerta de listones de color marrón. La abrió y vio un pequeño sótano situado sólo dos peldaños más abajo, una especie de segundo nivel sin ventanas.

Bajó los dos peldaños y miró detrás de un montón de bicicletas usadas. Abrió un armario de grandes puertas. Dentro había un uniforme de policía colgado, unos sólidos zapatos negros en el suelo, y encima de ellos una gorra de policía con trencilla. Nada más.

Se acercó a un baúl y abrió la tapa. Era sorprendentemente ligera. El baúl estaba lleno de mantas de color gris cuidadosamente dobladas. Volvió a subir, salió al patio y contempló el océano. Enterrar un cuerpo en la arena hubiera sido una temeridad, e inmediatamente descartó la idea. A lo mejor alguien había liquidado a Sharkey y se había llevado el cadáver, pero el asesino hubiera corrido el riesgo de que lo vieran. Además no hubiera sido fácil matar a Sharkey. Si el hombre estaba muerto, tenía que encontrarse en la casa. Volvió a bajar al sótano y sacó todas las mantas del baúl. Y allí, en el fondo, encontró primero la gran cabeza y después el delgado cuerpo. En el ojo derecho de Sharkey había un agujero cubierto por una fina costra de sangre reseca parecida a una moneda de color rojo. La amarillenta piel del cadavérico rostro estaba constelada de puntitos negros. Lia, que era un hombre
cualificado
, comprendió exactamente su significado. Alguien de confianza se había acercado a él lo bastante como para pegarle un tiro a bocajarro en el ojo, y aquellos puntitos eran marcas de pólvora.

Dobló cuidadosamente las mantas, las volvió a colocar sobre el cadáver y salió de la casa. No había dejado huellas digitales, pero sabía que algún minúsculo fragmento de las mantas habría quedado adherido a su ropa. Tendría que destruirla por completo, y los zapatos también. Ordenó a los soldados que lo llevaran al aeropuerto, y mientras esperaba el avión que lo conduciría a Las Vegas se compró ropa y zapatos nuevos en una de las tiendas del aeropuerto. Después compró una bolsa grande y guardó la ropa vieja en su interior.

Al llegar a Las Vegas, se instaló en una habitación del Xanadú y dejó un mensaje para Cross. Se tomó una ducha y se volvió a poner la ropa nueva. Después esperó el mensaje de Cross.

Cuando recibió la llamada le dijo a Cross que tenía que verle enseguida. Subió con la bolsa de la ropa vieja.

—Te acabas de ahorrar cincuenta mil dólares fue lo primero que le dijo.

Cross lo miró sonriendo. Lia, que normalmente vestía muy bien, lucía una camisa floreada, unos pantalones azules de tejido grueso y una chaqueta ligera también de color azul. Tenía toda la pinta de un vulgar buscavidas de casino.

Lia le contó a Cross lo de Sharkey. Trató de justificar su comportamiento, pero Cross rechazó sus excusas con un gesto de la mano.

—Estás metido en eso conmigo, tienes que protegerte, pero ¿qué es lo que significa?

—Muy sencillo —contestó Lia. Sharkey era el único que podía establecer una conexión entre Losey y Dante. Con su desaparición, cualquier cosa que se diga será una afirmación sin fundamento. Dante ordenó a Losey matar a su compañero.

—¿Y cómo es posible que Sharkey fuera tan tonto? —preguntó Cross, Lia se encogió de hombros.

—Debió de pensar que primero cobraría dinero de Losey y después los cincuenta mil que tú le habías prometido. El dinero que tú le habías entregado le hizo darse cuenta de que Losey estaba apostando muy fuerte. Al fin y al cabo llevaba veinte años trabajando como investigador y no le era difícil imaginarse este tipo de cosas. Jamás pensó que su viejo compañero Losey pudiera matarlo. No contaba con Dante.

—Se han pasado —dijo Cross.

—En esta situación no te puedes permitir el lujo de que haya un jugador de más —comentó Lia. Me sorprende que Dante haya visto ese peligro. Debió de convencer a Losey, que probablemente no querría matar a su viejo compañero. Todos tenemos nuestras debilidades.

—O sea que ahora Dante controla a Losey —dijo Cross. Pensé que Losey era más duro.

—Estamos en presencia de dos clases distintas de animales —dijo Lia. Lo se y es extraordinario, y Dante está loco.

—O sea que Dante sabe que yo sé —dijo Cross.

—Lo cual significa que tenemos que actuar con la máxima rapidez —dijo Lia.

Cross asintió con la cabeza.

—Tendrá que ser una
comunión
—dijo. Tendrán que desaparecer.

Lia soltó una carcajada.

—¿Tú crees que eso engañará a Don Clericuzio? —preguntó.

—Si lo planificamos bien, nadie nos podrá echar la culpa de nada —contestó Cross.

Lia se pasó los tres días siguientes revisando los planes con Cross. Durante ese tiempo, él mismo quemó con sus propias manos su ropa vieja en la incineradora del hotel. Cross hacía ejercicio jugando en solitario dieciocho hoyos de golf, y Lia lo acompañaba con el carrito. Lia no comprendía la popularidad del golf en todas las familias. Aquel juego era para él una pintoresca aberración.

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