El Último Don (56 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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Las dos hubieran tenido dificultades para instalarse en Las Vegas. Eran mujeres acostumbradas a vivir en una gran ciudad, y Pippi sabía en su hueco interno que en realidad Las Vegas era una rústica ciudad ganadera en la cual los casinos ocupaban el lugar del ganado, aunque él no hubiera podido vivir en otro sitio pues en Las Vegas no existía la noche. Las luces de neón desterraban todos los fantasmas, la ciudad resplandecía como un diamante rosado en medio de la noche del desierto y, al amanecer, el ardiente sol quemaba todos los espejos que no hubieran sucumbido a la acción y a las luces de neón.

Su mejor apuesta era su amante de Los Ángeles. Pippi se alegró de haber sabido situarse tan bien desde un punto de vista geográfico. No podría haber enfrentamientos fortuitos y no tendría que hacer el menor esfuerzo mental para hacer una elección entre ellas. Las tres le servían para unas finalidades determinadas y no supondrían ningún obstáculo para cualquier otra relación amorosa transitoria.

Atrevido pero prudente, valiente pero no temerario; leal a la familia y recompensado por élla. Su único error había sido casarse con una mujer como Nalene, aunque bien mirado, ¿qué mujer hubiera podido ofrecerle más felicidad durante once años? ¿Qué otro hombre hubiera podido presumir de haber cometido un solo error en toda su vida? ¿Qué era lo que siempre decía el Don? Bien estaba cometer errores en la vida, siempre y cuando no se cometiera un error fatal.

Decidió viajar directamente a Los Ángeles sin pasar por Las Vegas. Llamó a Michelle para comunicarle que estaba en camino y rechazó su oferta de ir a recogerlo al aeropuerto.

—Tú procura estar preparada cuando yo llegue —le dijo. Te he echado mucho de menos y tengo una cosa importante que decirte.

Michelle era muy joven. Sólo tenía treinta y dos años y era más tierna, más generosa y tranquila que las otras; quizá porque había nacido y se había criado en California. Además era estupenda en la cama, lo cual no quería decir que las otras dos no lo fueran pues ése era un requisito indispensable para Pippi. No tenía aristas y no le causaría ningún problema. Cierto que era algo rarilla, creía en las idioteces de la New Age y la comunicación con los espíritus, y hablaba de sus vidas anteriores. Pese a todo, a veces era muy divertida. Había soñado con convertirse en actriz, como muchas bellezas californianas, pero ya se había quitado la idea de la cabeza Ahora estaba entregada por entero a la práctica del yoga, la comunicación con los espíritus, el cultivo de la salud física, el jogging y los ejercicios gimnásticos. Por si fuera poco, siempre felicitaba a Pippi por su karma. Como es natural, ninguna de sus mujeres estaba al corriente de sus actividades. Para ellas era simplement el director administrativo de una asociación hotelera de Las Vegas.

Sí, con Michélle podría vivir en Las Vegas y mantener un apartamento en Los Ángeles. Cuando se cansaran, podrian tomar un vuelo de cuarenta y cinco minutos a Los Ángeles y quedarse allí un par de semanas. Para tenerla ocupada en algo, quizás le compraría una tienda de regalos del hotel Sanadu. Estaba seguro de que podría dar resultado. Pero ¿y si ella le dijera que no?

De pronto le vino a la mente un recuerdo de Nalene leyendo
Ricitos de oro y los tres ositos
cuando los niños eran pequeños. Michelle era como
Ricitos
. Su amante de Nueva York era demasiado dura, y la de Chicago demasiado blanda. La de Los Ángeles era justo lo que necesitaba. La idea lo llenó de placer. Claro que en la vida real nada era justo lo que uno necesitaba.

En cuanto el aparato tomó tierra en Los Ángeles, Pippi aspiró el tibio aire de California y ni siquiera reparó en el smog. Alquiló un coche y se dirigió primero a Rodeo Drive. Le encantaba sorprender a las mujeres con pequeños regalos y disfrutaba paseando por las calles de las tiendas elegantes, que vendían las cosa más lujosas de todo el mundo. En la tienda de Gucci compró un llamativo reloj de pulsera, un bolso en Fendi, que a él le pareció horrible por cierto, un pañuelo de seda en Hermés y un perfume cuyo frasco parecía una valiosa escultura. Cuando finalmente entró en una tienda de lencería muy cara, estaba de tan buen humor que le explicó a la joven dependiente rubia que todo aquello era para él.

—Ah, pues muy bien... —le dijo la chica.

Regresó al coche con tres mil dólares menos y se dirigió a Santa Mónica después de haber dejado los regalos en el asiento del pasajero, metidos en una multicolor bolsa de compra de Guci. Al pasar por Brentwood se detuvo en el Brentwood Mart, uno de sus establecimientos preferidos. Le encantaban los comercios de alimentación que tenían terrazas con mesitas donde uno podía comer algo y tomarse una bebida fría. La comida del avión había sido malísima y estaba muerto de hambre. Michelle nunca guardaba comida en el frigorífico porque siempre estaba haciendo régimen.

En una tienda compró dos pollos asados, una docena de chuletas de cerdo a laparrilla y cuatro perritos calientes con todos los acompañamientos imaginables. En otra compró pan de centeno recién hecho, y en un tenderete callejero una enorme botella de coca cola, y se sentó a una mesita para disfrutar de un último momento de soledad. Se comió dos perritos calientes, medio pollo asado y unas cuantas patatas fritas. Le pareció que nunca había saboreado nada mejor mientras gozaba de la soleada luz del sol vespertino de California y del suave y perfumado aire que le acariciaba el rostro. Hubiera deseado quedarse un poco más allí pero Michelle lo estaba esperando. Se habría bañado y perfumado y se lo llevaría inmediatamente a la cama, un poco achispada, sin darle tiempo tan siquiera a lavarse los dientes. Quería proponerle el matrimonio ante de empezar.

La bolsa de compra de la comida estaba decorada con unas letras de imprenta que contaban una especie de fábula sobre los alimentos. Era una bolsa intelectual muy apropiada para la intelectual clientela del Mart. Cuando la colocó en el coche, sólo leyó el principio de una frase “
La fruta es el producto más antiguo de consumo humano. En el Jardín del Edén..
.”

Al llegar a Santa Mónica se detuvo delante de la unidad residencial de Michelle, integrado por varios buagalows de estilo español.

Salió del coche, sosteniendo automáticamente las dos bolsas en la mano izquierda para dejar libre la derecha. Por costumbre miró arriba y abajo de la calle. Era una calle encantadora, no había coches aparcados y las casas de estilo español disponían de unas amplias calzadas particulares y estaban envueltas en una apacible atmósfera levemente religiosa. Las flores y la hierba ocultaban los bordillos de las aceras, y los frondosos árboles formaban un dosel contra el sol poniente.

Pippi tenía que bajar por un largo camino cuyas vallas de madera pintadas de verde estaban cubiertas de rosas. El apartamento de Michelle se encontraba en la parte de atrás y era una reliquia ligeramente bucólica de la vieja Santa Mónica. Los edificios propiamente dichos eran de madera aparentemente antigua, y cada piscina particular estaba rodeada por unos bancos de color blanco.

Fuera del camino y hacia el fondo, Pippi oyó el rugido del motor de un vehículo parado. Se puso en estado de alerta, como hacía siempre en situaciones similares. Justo en aquel momento vio a un hombre que se levantaba de uno de los bancos. Se llevó una sorpresa tremenda.

—¿Qué coño está usted haciendo aquí? —le preguntó.

El hombre no alargó la mano para saludarle, y en aquel instante todo estuvo claro para Pippi. Sabía qué iba a ocurrir. Su cerebro procesó tanta información que no pudo reaccionar. Vio aparecer el arma, muy pequeña e inofensiva, y vio la tensión del rostro del asesino. Entonces comprendió por primera vez el significado de la expresión de los rostros de los hombres a los que él había eliminado, una expresión de supremo asombro ante el hecho de que sus vidas hubieran tocado a su fin. Y comprendió también que al final tendría que pagar el precio de la existencia que había llevado. Incluso pensó brevemente que el asesino lo había organizado muy mal, que él no lo hubiera hecho de aquella manera.

Hizo todo lo, que pudo, sabiendo que no habría compasión. Arrojó las bolsas al suelo y corrió hacia delante mientras sacaba el arma. El hombre se adelantó para recibirle y Pippi alargó exultante los brazos. Seis balas arrojaron su cuerpo al aire y lo dejaron caer sobre un lecho de flores, al pie de la valla verde. Aspiró el perfume de las flores. Levantó los ojos hacia el hombre que se encontraba de pie a su lado.

—Maldito Santadio —dijo.

Una última bala le estalló en el cráneo. Pippi de Lena ya no existía.

A primera hora del día en que Pippi de Lena iba a morir, Cross recogió a Athena en su casa de Malibú y se dirigieron a San Diego para visitar a Bethany, la hija de Athena.

Las enfermeras habían preparado a la niña, y Bethany ya estaba vestida para salir. Cross observó que la chiquilla era una borrosa imagen de su madre y que era muy alta para su edad. Su rostro y sus ojos carecían de expresión, y su cuerpo estaba demasiado laxo Sus facciones no poseían perfiles definidos y parecía que estuvieran parcialmente disueltas, como una pastilla de jabón usada. Aún llevaba puesto el delantal de plástico rojo que utilizaba para protegerse la ropa cuando pintaba. No reconoció su presencia y recibió los abrazos y el beso de su madre apartando el cuerpo y el rostro.

Athena no hizo caso y la estrechó con renovada fuerza entre sus brazos.

Pensaban ir a comer a la orilla de un lago cercano rodeado de árboles. Athena había preparado una cesta de comida.

En el transcurso del breve trayecto en automovil, Bethany permaneció sentada entre ellos dos. Athena sentada al volante, le acariciaba constantemente el cabello y el rostro, pero la niña miraba fijamente hacia delante.

Cross pensó que al final de aquella jornada él y Athena regresarían a Malibú y harían el amor. Imaginó su cuerpo desnudo en la cama y a sí mismo de pie a su lado.

De repente Bethany se dirigió a él. Jamás había reconocido su presencia. Lo miró con sus grandes e inexpresivos ojos verdes y le preguntó:

—¿Tú quién eres?

Athena contestó con toda serenidad, como si la pregunta de Bethany fuera lo más natural del mundo:

—Se llama Cross y es mi mejor amigo.

Bethany pareció no escucharla y volvió a encerrarse en su mundo.

Athena aparcó el vehículo a pocos metros de un lago de aguas deslumbrantes rodeado del bosque, una diminuta joya azul sobre un inmenso lienzo verde. Cross cogió la cesta de la comida y Athena depositó su contenido sobre un mantel de color rojo que previamente había extendido sobre la hierba. Sacó también unas servilletas de color verde y cucharas y tenedores.

El mantel estaba bordado con instrumentos musicales que llamaron mucho la atención de Bethany. Después Athena distribuyó sobre el mantel varios bocadillos de distintas clases envueltos en papel de aluminio y unos cuencos de ensalada de patatas y macedonia de frutas. Sacó también una bandeja de pastelillos de crema y otra de pollo frito. Lo había preparado todo con la habilidad de una profesional pues a Bethany le encantaba la comida.

Cross regresó al coche y sacó del maletero una caja de botellas de soda, con la que llenó los vasos que había en la cesta. Athena le ofreció un vaso a Bethany, pero la niña lo apartó con la mano.

Cross la miró a los ojos. Su rostro estaba tan rígido que no parecía de carne sino una máscara, pero sus ojos miraban con mucha viveza. Era como si estuviera atrapada en una caverna secreta, como si se estuviera asfixiando y no pudiera pedir ayuda, como si tuviera la piel cubierta de ampollas y no soportara que la tocaran.

Empezaron a comer y Athena asumió el papel de charlatana insoportable, tratando de provocar la risa de Bethany. Cross se asombró de su habilidad para resultar pesada y aburrida, como si el comportamiento autista de su hija fuera algo completamente natural. Trataba a Bethany como si fuera una compañera de chismorreos, pese a que la niña no le contestaba jamás. Era un inspirado monólogo que ella misma creaba para aliviar su propio dolor.

Al final llegó el momento del postre. Athena desenvolvió uno de los pastelillos de crema y se lo dio a Bethany, pero ésta lo rechazó. Entonces le ofreció uno a Cross, y éste sacudió la cabeza. Estaba nervioso y preocupado porque la niña había comido mucho y parecía furiosa con su madre, y sabía que Athena también se había dado cuenta.

Athena se comió el pastelillo y ensalzó con entusiasmo sus excelencias. Después desenvolvió otros dos y los dejó delante de Bethany. A la niña solían gustarle los dulces. Bethany los cogió y los puso sobre la hierba. En pocos minutos se llenaron de insectos.

Entonces Bethany se metió uno de ellos en la boca. Después le ofreció el otro a Cross. Cross se lo introdujo en la boca y enseguida notó un hormigueo en las encías y el paladar. Rápidamente tomó un sorbo de soda para tragarselo. Bethany miró a Athena.

Athena, mantenía el ceño fruncido como una actriz que se estuviera preparando para interpretar una difícil escena. De repente estalló en una contagiosa carcajada y empezó a batir palmas.

—Ya os he dicho que eran buenísimos —dijo.

Desenvolvió otro pastelillo, pero Bethany lo rechazó y Cross también. Athena arrojó el pastelillo sobre la hierba, cogió su servilleta, le secó la boca a Bethany y después hizo lo mismo con Cross. A juzgar por la expresión de su rostro, cualquiera hubiera dicho que se lo estaba pasando muy bien.

Durante el camino de vuelta al hospital se dirigió a Cross con el mismo tono de voz que utilizaba con Bethany, como si él también fuera autista. Bethany la estudió con cuidado y después se volvió para mirar a Cross.

Cuando la dejaron en el hospital, Bethany cogió la mano de Cross.

—Eres guapo —le dijo, pero cuando Cross intentó darle un beso de despedida, apartó la cabeza y se alejó corriendo.

Mientras regresaban en su automovil a Malibú, Athena comentó emocionada:

—Ha reaccionado a tu presencia, eso es muy buena señal.

—Porque soy guapo —contestó secamente Cross.

—No —dijo Athena, porque te has comido los bichos. Yo soy tan guapa como tú, por lo menos, y sin embargo me odia...

Mientras Athena lo miraba sonriendo alegremente, Cross se sintió tan aturdido por su belleza que la intensidad de su sentimiento lo alarmó.

—Cree que eres como ella añadió Athena. Cree que eres autista.

Cross se echó a reír. La idea le hacía gracia.

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