Osgood levantó la copa sin hacer comentarios.
—Los hombres de nuestra cuerda saben bien que soy muy directo —dijo Harper después de tomar su bebida de un solo trago y dejar la copa—, y soy demasiado viejo para cambiar. De manera que esto es lo que he venido a decir: Ticknor y Fields (y, por supuesto, con eso me refiero a Fields y Osgood), esta casa, no puede sobrevivir a las actuales circunstancias.
Osgood esperó a que Harper continuara.
—Su revista, el
Atlantic Monthly
, con todo su mérito, apenas da un penique, ¿no es cierto? Ahora fíjese en la ciudad de Nueva York.
—¿Que me fije en qué, Mayor?
—¡Vamos! Me gusta Boston, de verdad. Bueno, salvo sus enclaves de irlandeses infestados de curas, que son peores que los que tenemos en Nueva York. Aunque hoy en día no se puede evitar, abrimos las costas y no tardamos en estar corrompidos. Pero me estoy dejando llevar al terreno de la política. Hablemos del mundo literario. Los escritores como especie son, cada día más, criaturas de ambiente neoyorquino. Tenemos las imprentas más baratas, los encuadernadores más baratos y las ideas más baratas a nuestro alcance. La fama de un autor no seguirá perdurando treinta años como la de su querido señor Longfellow; no, el nombre de un autor sobrevivirá a un libro, puede que a dos, y luego será reemplazado por algo nuevo, más atrevido, más importante. Hay que poner por delante la
cantidad
señor Osgood.
Osgood sabía cómo trataba la familia Harper a sus autores en el edificio neoyorquino de Franklin Square, donde un busto de hierro de Benjamin Franklin escrutaba, con aire sentencioso a través de sus finas gafas y un estrabismo pertinaz, todos los rincones de su reino como si pensara que él era el último autor por el que merecía la pena tomarse alguna molestia. Una anécdota que conocía toda la profesión sobre Fitz-James O'Brien contaba que el escritor se manifestó delante del imponente edificio de Harper con un cartel que decía «Soy uno de los autores de Harper y me muero de hambre», hasta que los editores aceptaran pagarle lo que le debían. También se contaban cuentos de la gran satisfacción que se vivió en las oficinas de los Harper cuando recuperaron los miserables 145 dólares con 83 centavos que dieron de anticipo al señor Melville por su extraño relato marino
Moby Dick, o La ballena
.
Para los hermanos Harper la edición era poder. Un poder que había vivido un
crescendo
en la década de 1840, cuando el mayor de los cuatro, James Harper, se convirtió en el alcalde de Nueva York en representación del anticatólico Partido Nativo. James instituyó lo que se conocía como la policía de Harper antes de morir en un cruento accidente al romperse su carruaje y ser arrastrado por los caballos en volandas por Central Park. Fletcher, que había sido el director financiero, ascendió entonces a la cumbre de la empresa editorial y se ganó el sobrenombre de Mayor.
Osgood sintió que le subía por el pecho la necesidad de gritar, una sensación extraña y molesta. Osgood era el mayor de cinco hermanos y se le había exigido ser el fuerte y el sensato, el que debía mantener el orden, aun a costa de sus sentimientos personales. A los otros se les permitía dar rienda suelta a sus emociones, pero no a él. Así fue como se le conoció en su juventud en Maine, y ésa era la huella que había dejado en su empresa y en la profesión en general. Esos mismos rasgos, su capacidad de trabajo y su madurez, le habían facilitado el ingreso en la universidad a los doce años, aunque su familia prefirió esperar a que cumpliera los catorce a petición del consejo de administración de Bowdoin.
—Nos gustan mucho nuestros autores locales —aseguró Osgood con toda la calma que pudo—. Podría decirse que creemos que nuestra casa trabaja para los autores y no al contrario.
—Si habla en plan metafísico, no puedo seguirle, señor Osgood.
—Será un placer intentar hablarle con mayor sencillez.
—Entonces podrá decirme por qué el señor Fields ha preferido que me reúna con usted en vez de con él. Porque —continuó sin darle a Osgood la oportunidad de contestar— Fields sabe que está en la sobremesa de su vida. Usted es el joven entusiasta, usted es el
enfant terrible
con buen ojo e ideas brillantes que puede romper con las tradiciones anquilosadas.
Harper siguió tras una breve pausa para respirar:
—En el futuro los libros no serán más que trastos viejos. ¡Artículos de consumo, señor Osgood! Las librerías ya están llenas de espacios vacíos, cajas de puros, grabados indios, juguetes… ¡Juguetes! Dentro de poco habrá más juguetes que libros en este país y quién sea el autor del último libro no importará más que quién es el fabricante de la nueva muñeca recortable. El nombre del editor será mucho más importante que el del autor y nuestro trabajo consistirá en mezclar la tinta de un libro como los productos químicos de un farmacéutico.
»Pues bien, yo vengo a hacerle una proposición: que Fields, Osgood & Co. cierre sus puertas aquí en Boston, abandone este local agonizante y se traslade a Nueva York para unirse a nosotros, bajo el nombre de Harper, naturalmente. Oh, les daríamos libertad de acción total para sus peculiares gustos literarios. Y ustedes evitarían la muerte lenta de esta antigua y gran empresa para pasar a formar parte de nuestra familia editorial. Serán para nosotros como sus propios hijos son para ustedes; ¿no tiene hijos, señor Osgood? ¡Ah!, creo recordar que es soltero. Puesto que Fields sin hijos ha sido su modelo de conducta.
Osgood descartó esa observación con un parpadeo.
—Su idea no favorece el interés de nuestros autores, Mayor. Nosotros siempre veremos los libros como algo mejor y más sabio que simples objetos, y creo que hablo por el señor Fields si digo que preferimos continuar en esa línea aunque eso suponga que no vayamos a durar. Me temo que le será imposible «desbostonizar» esta casa.
Osgood decidió dar por terminada precipitadamente la reunión utilizando una de las técnicas de Fields. Apretó con el pie un pedal escondido debajo del escritorio y Daniel Sand entró para advertirle de una «emergencia» que obligaba a interrumpir la conversación. Pero Harper se levantó y suspiró para dar a entender que estaba al tanto de todo.
—No hace falta que se moleste en hacer la representación —exclamó antes de que el empleado tuviera ocasión de hablar.
Daniel, tras representar su precipitada entrada, miró a Osgood con ojos tristes. Éste le dio permiso para salir con un gesto de cabeza.
Harper continuó mientras una sombra oscura le cruzaba la cara.
—Conozco todos los trucos, todos los planes, todas las intenciones de este oficio, señor Osgood, y los conozco diez veces mejor que mi hermano el alcalde, Dios bendiga a ese orgulloso hombre. ¡Vamos! Los viejos métodos no le protegerán de la verdad que hoy he venido a comunicarle.
Ambos se miraron, recapitulando.
Harper soltó una carcajada de repente, pero una carcajada que decía que él, y sólo él, sabía el chiste.
—Bueno, supongo que es verdad lo que dicen. La cortesía es la cortesía y los negocios son los negocios.
—¿Quién dice eso, Mayor?
—Yo. Y no debería creer que usted y el señor Fields son muy diferentes al resto de nosotros, señor Osgood, protegidos del mundo que les rodea por su brillante charla y sus elevados objetivos. Les hemos observado. Recuerde que puede que sea el ángel el que escribe, pero necesita al diablo para que lo imprima. No debería haber tomado los hábitos si quería seguir siendo creyente.
—Mayor, le deseo que tenga una buena tarde —Osgood esperó en silencio hasta que Harper no tuvo más alternativa que recoger sus pertenencias.
—¡Ah!, por cierto, tengo entendido que la nueva novela de misterio que está escribiendo Dickens va a ser irresistible —dijo Harper a Osgood como sin darle importancia mientras sacudía el sombrero—. Dicen que Chapman, de Londres, va a pagar una fortuna por publicarla.
¿El asesinato de Edward Drory?
—Creo que ha decidido llamarla
El misterio de Edwin Drood
.
—¡Sí, sí, eso es! Me tiene en ascuas la curiosidad por saber adónde nos llevará esta vez Dickens, el Gran Hechicero.
¡Dickens!
Esa extraña palabra, ese nombre de nombres, el hombre que lo significaba todo para la empresa Fields, Osgood & Co. El Mayor lo sabía; por eso, que mencionara la nueva novela era también una amenaza.
Unos años antes Fields le había hecho dos importantes proposiciones al novelista más popular del mundo, Charles Dickens: la primera, que viniera a América a hacer una gran gira de conferencias; la segunda, que su editorial publicara al autor en exclusiva para América. Desde su finca en la campiña inglesa, Dickens aceptó ambas propuestas, lo que provocó las quejas airadas de todos los demás editores americanos, en particular de los hermanos Harper.
Entre Inglaterra y América no existía un acuerdo internacional de derechos de autor. Esto significaba que cualquier editor americano podía publicar cualquier libro británico sin permiso del autor. Sí existía en cambio lo que se conocía como cortesía gremial: cuando un editor americano alcanzaba un acuerdo para publicar un libro extranjero, los demás lo respetaban. Sin embargo, los hermanos Harper eran conocidos por imprimir ediciones baratas y sin autorizar (y haciendo cambios en el texto, a veces sin el menor cuidado y a veces para adaptar mejor un tema inglés a los lectores americanos). No ponían la antorcha de Harper en la portadilla y vendían las ediciones espurias en vagones de tren, en la calle o por suscripción.
Por eso, que el Mayor Harper hubiera hecho mención de
El misterio de Edwin Drood
era para recordarle que podía minar la enorme inversión que había hecho Fields, Osgood & Co. en el libro inundando el mercado con sus copias baratas. La demanda del nuevo libro de Dickens iba a ser alta y ¿qué elegiría el lector americano de la clase media trabajadora? ¿Gastar dos dólares en el libro de Fields, Osgood & Co. o setenta y cinco centavos en uno de los vendedores ambulantes de Harper?
La editorial de Boston no tendría capacidad para detenerles.
La gira de cinco meses organizada por Fields y Osgood que Charles Dickens había hecho ofreciendo lecturas por América en el invierno de 1867-1868 había tenido un gran éxito. Se consideraba un hecho histórico incluso mientras estaba teniendo lugar. Miles de personas le fueron a escuchar. Osgood trabajó laboriosamente durante toda la gira, encargado de las labores de tesorero y de cumplir las exigencias, a veces caprichosas, de Dickens, además de resolver problemas y conflictos. Al acabar la gira, el «Jefe», como le llamaba el representante de Dickens, Dolby, se había embolsado cientos de miles de dólares en beneficios.
Fields, Osgood & Co. también ganó dinero con las lecturas (cinco por ciento de los beneficios brutos), pero su auténtica recompensa por la fe que había demostrado tener en Dickens aún estaba por llegar. Sería la publicación de
El misterio de Edwin Drood
.
Todo el mundo la esperaba, como había sucedido con cada novela de Dickens desde que
Los papeles póstumos del Club Pickwick
y
Oliver Twist
dieran a conocer al público el nombre del antiguo reportero político treinta y cinco años antes. Sólo Dickens, entre todos los escritores de narrativa popular del momento, podía utilizar el ingenio y el discernimiento, la emoción y la simpatía, a partes iguales en todos y cada uno de sus libros. Los personajes no eran meros recortables de papel, ni eran veladas prolongaciones de la personalidad de Charles Dickens. No, los personajes eran ellos mismos. En los relatos de Dickens no se pedía a los lectores que aspiraran a una clase superior o que odiaran a otras clases diferentes de la suya, sino que encontraran la humanidad y lo humano en todas ellas. Eso era lo que le había convertido en el escritor más famoso del mundo.
En esta ocasión, el libro nuevo se había hecho esperar casi cinco años, un intervalo mayor que cualquier otro correspondiente a sus libros anteriores. «¡El público lo está esperando!», había exclamado Fields.
Drood
contaría la historia de un joven caballero, Edwin Drood, un personaje honesto aunque despreocupado que desaparece tras despertar los celos de un tío retorcido llamado John Jasper, un ciudadano respetable con una doble vida como adicto a las drogas. Dickens prometía en sus cartas a Fields que el libro iba a ser «muy peculiar y novedoso» para sus lectores.
Ralph Waldo Emerson estaba sentado en el despacho de Fields cuando éste y Osgood leyeron la carta de Dickens sobre la novela.
—Me temo que Dickens tiene demasiado talento para su genio —proclamó Emerson con sus modos de viejo oráculo aburrido de sus propias predicciones.
—¿Qué quiere decir, mi querido Waldo? —preguntó Fields. A un editor con tantos años en la profesión como él no le pillaban por sorpresa las críticas de un escritor a otro.
—¡Su cara me intimida! —exclamó Emerson señalando a la pared en la que una fotografía de Dickens mostraba su perfil fuerte pero baqueteado y la mirada perdida en sus ojos de estricto militar—. Usted y el señor Osgood intentarán convencerme de que es una criatura genial. Intentarán convencerme de que es un hombre compasivo, superior a sus talentos, pero yo creo que está condicionado por ellos. Es un artista demasiado perfecto para que le quede un ápice de naturalidad.
Emerson no comprendía lo mucho que su editor necesitaba a Dickens y que no podía depender por más tiempo de los Longfellow, Lowell, Holmes (ni siquiera de su «Sabio de Concord», señor Emerson) para mantenerse a flote. Años antes, la autocomplaciente sociedad bostoniana atraía a multitudes de lectores a la editorial en busca de sus novelas y poemas. ¡La sensación de Longfellow,
La canción de Hiawatha
, había salido volando de las imprentas y por las puertas de las librerías plácidamente, sin esfuerzo, en los primeros meses que Osgood había trabajado en la empresa! Ahora, lo mejor que Osgood se consideraba capaz de hacer era intentar convencer al doctor Holmes para que escribiera una pálida continuación de
El autócrata en la mesa del desayuno
, sonreír a la señora Stowe tras leer una novela moral con la mitad de valor que
La cabaña del tío Tom
o animar a Longfellow en el lento trabajo de su lóbrego poema sobre Jesucristo,
La divina tragedia
, a pesar de que reeditar una vez más la polémica traducción de Longfellow de la
Divina Comedia
sería más lucrativo.