—Sí —dijo Tom.
—Bien, será un lector del que me sienta orgulloso.
Cuando acabó de recoger sus cosas, Dickens entró en las habitaciones de Dolby y cerró la puerta tras de sí. Tom esperó con el corazón al galope. Con cada crujido, roce o murmullo de las paredes del hotel, Tom se imaginaba la entrada de la intrusa en la habitación y la consiguiente captura. Tampoco podía evitar imaginar la furia de Dolby si el representante llegara a regresar antes de tiempo a Boston por casualidad. Se imaginó a Dolby contándoselo todo al extremadamente correcto señor Osgood y éste, de manera predecible, a su socio el señor Fields, y a un furioso Fields haciendo venir a la policía una vez más, pero en esta ocasión para encerrar a Tom.
La noche pasaba sin novedades y Tom empezó a pensar que se había equivocado y que Louisa Barton no iba a hacer acto de presencia. Ya había asustado bastante al agotado novelista por aquella noche. Golpeó suavemente en la puerta que comunicaba con las habitaciones de Dolby, donde Dickens estaba durmiendo.
—Jefe —dijo Tom en un susurro. Abrió la puerta ligeramente—. Jefe, creo que ya hemos hecho la prueba bastante rato. ¿Quiere volver a su cama?
Dentro no había nadie. Alguien había dormido en la cama, pero las sábanas apenas estaban revueltas. No era improbable que hubiera salido a dar otro paseo. A no ser que Louisa Barton se hubiera presentado, como Tom sospechaba.
Tom salió al pasillo para preguntarle al camarero que estaba haciendo guardia en la puerta de Dickens, pero tampoco se veía al camarero por ninguna parte. Bajó las escaleras, buscó a un vigilante de noche y le pidió que localizara al camarero, que salió del bar con una copa de brandy en la mano.
—¿Qué está usted haciendo en el bar? —le dijo Tom.
El camarero observó a Tom con gesto ofendido.
—¿Ahora es usted de la liga antialcohólica?
—Son las tres de la mañana. ¿Por qué no está haciendo guardia en la habitación del señor Dickens?
—Porque no hay nada que guardar, por eso. El señor Dickens ha salido.
—¿Cuándo? —preguntó Tom.
—Hace menos de media hora. Dijo que quería salir a hacer un poco de ejercicio. Bajó por las escaleras de atrás.
Tom se dio cuenta en ese instante de lo tonto que había sido. ¡En ningún momento había logrado persuadir a Dickens del peligro que suponía la intrusa! Ahora, la voz airada de Dolby resonaba a gritos en la cabeza de Tom repitiendo una sola cosa:
¡Has perdido al jefe, has perdido a Dickens!
Fuera Tom encontró a un conserje del hotel que había visto a Dickens salir por la puerta de atrás, parar un coche de alquiler y alejarse de allí. El conserje decía que el vehículo había partido en dirección norte con Dickens dentro. Tom empezó a caminar hacia el río buscando cualquier señal del novelista o del coche de alquiler. Las calles estaban prácticamente desiertas a tan temprana hora. Una carreta destartalada pasó a su lado cargada de pan. Tom se subió en el carro abierto del panadero, donde se acurrucó de manera que las pilas de barras le ocultaran de la visión del conductor. Tras volver al suelo de un salto e inspeccionar los alrededores, Tom dio por inútil su búsqueda.
Entonces oyó un sonido inesperado en la calma de la madrugada… Un gemido. Los ruidos salían a unos pasos de la ribera. Tom siguió los sonidos y encontró a un hombre pelirrojo tirado boca abajo en la orilla pedregosa y helada. Probablemente un borracho del barrio que había perdido el equilibrio. Tom arrastró al hombre a terreno mas seguro y comprobó que le habían dado una paliza, que le habían rasgado la ropa, posiblemente al asaltarle. Tenía la cabeza descubierta y no se veía ningún sombrero cerca.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Tom aflojándole el cuello de la camisa.
El hombre gimió otra vez, intentando decir una palabra.
—¡Coche!
—Voy a buscar ayuda.
Antes de que Tom pudiera moverse, el hombre le agarró por el cuello, decidido a hacerse entender. Entre respiraciones entrecortadas y mareos, consiguió comunicar que iba conduciendo su coche cuando vio a una mujer que pedía auxilio con gestos. Se agarraba el tobillo como si le doliera terriblemente. Cuando el hombre se bajó del pescante del conductor y fue hacia ella, la mujer salió corriendo, le quitó el sombrero y saltó al asiento del conductor, haciéndose con las riendas. Él volvió hacia el carruaje, pero la mujer fustigó a los caballos violentamente y le arrolló. Luego, ella descendió y empujó al aturdido hombre hasta la orilla.
Entre el hielo y el barro negro Tom pudo ver que el hombre llevaba el uniforme de los cocheros de alquiler.
—¿Llevaba a algún pasajero en el coche? —preguntó.
El conductor asintió.
—¿Quién? ¿Era Charles Dickens?
El conductor tuvo un acceso de tos y escupió sangre.
—¿Puede levantarse? —al ver que el intento era inútil, Tom puso un brazo alrededor del cuello del hombre, que estaba medio congelado, y el otro debajo de las piernas y lo levantó con un fuerte impulso. Le llevó a la calle.
En ese momento, una berlina pasaba zumbando en dirección al hotel. Tom intentó detenerla con gestos de auxilio, pero el vehículo se inclinó peligrosamente y pasó a velocidad de vértigo, muy por encima del límite permitido de trote lento. Pasó demasiado deprisa para que Tom viera nada más que el sombrero del conductor y observara que no llevaba pasajero alguno. Pero el cochero que Tom sostenía en sus brazos estiró una mano al ver el vehículo.
—Quédese tranquilo, amigo —dijo Tom. Tensando las piernas para llevar su carga un trecho mas por la carretera, Tom encontró al conductor de un carromato que daba de beber a sus dos caballos cubiertos con mantas en un poste de amarre.
—Este hombre necesita ayuda inmediatamente. Llévele a un hospital —ordenó Tom dejando su carga con cuidado. Luego empezó a desatar uno de los caballos del cochero diciendo—: Necesito que me lo preste.
El sorprendido cochero estaba demasiado boquiabierto para oponerse y Tom se subió en el caballo desensillado y lo espoleó para lanzarlo al galope.
No tardó mucho en estar tras los pasos del veloz carruaje que había pasado por su lado. Cuando se puso a la altura de la trasera del vehículo respiró profundamente y saltó del caballo, aferrándose a la capota del vehículo. Descolgando una mano desde el techo del carruaje, Tom dio un volatín, abrió el pestillo y saltó al interior. El carruaje no estaba vacío. Dickens se encontraba en el suelo.
El Jefe estaba tirado, fuera del campo de visión de la ventana. Su cabeza descansaba en una almohada. ¡La almohada robada en el hotel Parker!
Este momento ha sido cuidadosamente planeado
.
Allí estaba el bolso de tela de tapicería de Louisa Barton lleno de manojos de páginas manuscritas. Tom sacó la página del título.
Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens
, se leía en una apretada caligrafía. Además, dentro de la bolsa había zapatillas, rulos, un espejo, brillantina y una cuerda.
—Jefe, soy Tom Branagan. ¿Está usted herido? —susurró Tom sacudiéndole.
—Despacio, despacio, por favor —murmuró Dickens en respuesta.
Tom se dio cuenta de que Dickens no estaba atado ni físicamente inmovilizado. Pero el letargo excesivo que sufría el escritor era el mismo que le asaltaba cada vez que se encontraba en cualquier transporte.
En ese momento, los caballos frenaron bruscamente haciendo que el carruaje se levantara por el aire. Dickens intentó decir algo, pero Tom le indicó con gestos que permaneciera en silencio. El novelista estaba semiinconsciente y confuso; además, Tom no estaba armado pero sabía que Louisa Barton podía estarlo. Si la secuestradora le veía allí podía volverse loca.
El carruaje tenía dos filas de asientos enfrentados y espacio debajo de cada una de ellas para poner el equipaje. Al oír que el conductor se bajaba del pescante, Tom se echó en el suelo y rodó hasta colocarse debajo de uno de los asientos, en el espacio del equipaje. Agarró el bastón de Dickens y lo pegó a su cuerpo donde no podía verse.
—Vamos allá —dijo Louisa teatralmente mientras abría la puerta. Su abundante melena estaba medio embutida en el sombrero que le había robado al conductor, que se quitó y tiró a un lado.
—Jefe, ahora va a tener que despertarse. Necesitará estar animado,
animado y lleno de energía
como está siempre, para demostrar de lo que es capaz. ¡Esta lectura superará a todas las que ha dado para esos espectadores necios, necios, necios!
Con considerable fuerza, la mujer levantó a Dickens por debajo de los brazos y lo sacó por la puerta lateral. Mientras, Tom rodó hasta el otro lado del carruaje y abrió aquella puerta para poder observarles. Se hallaban bajo la impresionante sombra del Tremont Temple.
La asaltante conducía a Dickens dulcemente hacia el teatro con una mano y sujetaba la navaja de cachas de nácar en la otra. Llevaba puesto un fajín rosa sobre un deslumbrante vestido rojo fuego, con geranios muertos cayendo de la revuelta cabellera.
Tom esperó hasta que hubieron entrado en el teatro y entonces subió las escaleras que llevaban al vestíbulo principal. Conocía el teatro de arriba abajo por las lecturas y sabía que dentro tendría mejores oportunidades de separar a Dickens de la mujer el tiempo suficiente para liberarle. Se planteó la idea de ir a buscar a un policía, pero seguramente se resistirían a creer su historia; en particular que la agresora fuera una mujer de clase alta de la ciudad de Boston llamada Louisa Parr Barton.
Tom entró por la puerta lateral que en otras ocasiones había vigilado para evitar que la gente intentara colarse a las lecturas. Ahora era él quien se colaba. Subió en silencio las escaleras del anfiteatro y se asomó por encima de la barandilla para contemplar la escena. Louisa había colocado a Dickens, que había despertado pero seguía sumido en un estado de confusión, en el estrado, delante del atril. Ella estaba sentada a sus pies en el estrado con su ampuloso vestido ahuecado alrededor, como la imagen fantasmagórica de una niña de colegio. La navaja colgaba en su mano.
Sus intenciones eran tan claras como peregrinas: Dickens iba a tener que hacer una lectura del manuscrito de la mujer. Pobre Jefe. Las arrugas de su cara parecían haberse profundizado desde su llegada a América; sin la iluminación de George y el sombrero de moda elegido por Henry, su cabello desgreñado le caía sobre las mejillas de la cabeza medio calva. Era la sombra de sí mismo.
Dickens hurgó entre los papeles del manuscrito y empezó a leer:
—Mataron a los criados con los filos de sus espadas, yo sólo he escapado para contar a la gente sencilla que Dios ha descendido sobre nuestra ciudad —Louisa parecía en trance escuchando las palabras que salían de la boca de su ídolo.
Tom se asomó ligeramente por encima de la barandilla de hierro. Dejó que Dickens le viera y éste, sin revelar la presencia de Tom, hizo un gesto de asentimiento. Dickens levantó la voz y empezó a leer el extraño y discordante texto de la mujer más alto, permitiendo que Tom bajara las escaleras y recorriera el pasillo lateral del auditorio sin que se le oyera.
Pero llegó un momento en que no podía seguir avanzando sin arriesgarse a ser descubierto. Dickens, que se había dado cuenta del dilema de Tom, dejó de lado las páginas de la mujer y empezó a declamar en un tono ampuloso:
—¡Déjalo! Hay luz suficiente para lo que tengo que hacer…
¡Era Bill Sikes en la escena del asesinato de Oliver Twist! Dickens apretaba los dientes con furia, transformándose por completo en un asesino salvaje, y miraba directamente a Louisa Barton. Alargaba la mano hacia ella como si fuera a agarrarla de la muñeca.
Ella temblaba con un estremecimiento de temor. Su rostro estaba teñido de un rojo intenso.
—Esta noche te han vigilado, mujer diabólica. ¡Cada palabra que has pronunciado ha sido escuchada!
La dramática interpretación tenía hipnotizada a Louisa y Tom logró desplazarse hasta el costado del estrado sin ser visto. Pudo ver que la mujer apretaba la navaja con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Tom podría atacarla por sorpresa entrando en el escenario por el camerino, pero, si tenía que luchar con ella, le preocupaba la proximidad de Dickens al arma que ella empuñaba.
Mientras decidía cuál era su mejor posibilidad, Louisa pareció presentir que algo iba mal. Volvió de golpe la cabeza hacia atrás.
—¡Vaya, tú! —gritó con violencia, como contagiada del veneno de Bill Sikes. Le atrapó con su hipnótica mirada de odio y cortó el aire con la navaja—. ¡No puedes estar aquí!
Antes de que Tom pudiera moverse, la mujer se levantó de un salto y puso la navaja contra la carne suave del cuello de Dickens.
—¡Siga leyendo! —le ordenó.
—
Cada palabra que has pronunciado…
—Dickens repitió tembloroso la amenaza de Sikes.
—Sí, eso es, siga adelante… —le dijo a Dickens y luego se volvió a Tom—. ¡Y tú vete!
Tom, con los ojos clavados en la hoja de la navaja, retrocedió por el pasillo central.
—Ya me voy, señora Barton —dijo Tom—. Mire, me voy.
Entonces se le ocurrió otra idea y se dejó caer en una de las butacas con un sonoro golpe. Tom se acomodó en el asiento y se recostó.
La mujer volvió a desviar la mirada de Dickens a Tom, pero luego, como si decidiera que no quería volver a separarse del escritor, dijo:
—Usted me guarda rencor porque nunca nos hemos llevado bien. ¡De acuerdo, quédese! ¡No entendería lo que está a punto de presenciar!
Tom puso las botas encima del respaldo de la butaca que tenía delante.
—Yo creo que sí.
Entonces se hizo la luz y la mujer abrió la boca de par en par.
—Por eso se ha sentado… ¡Ese asiento es
mío
!
Tom se hundía más y más en el asiento desde el que ella había presenciado la lectura de Nochebuena, en el que había grabado una serie de palabras sobre Dickens. Espoleada por la ira, la mujer corrió por el pasillo en dirección a él, navaja en ristre.
—¡Corra, Jefe! ¡Rápido! —gritó Tom a Dickens.
—¡No! —exclamó Dickens.
—¡Jefe, corra! —repitió Tom, pero, para su asombro, Dickens no se movió—. ¡Busque a la policía!
Ante su apremio, Dickens afortunadamente pareció reaccionar. Primero lanzó las páginas del manuscrito de Louisa por el aire y luego salió a toda velocidad del teatro.
—¡No! —gritó ella al ver las hojas de su libro volando en todas direcciones. Tom aprovechó ese momento de distracción para golpearle en la mano con la empuñadura del bastón de Dickens, acertando con el tornillo saliente justamente en los nudillos, donde le produjo un profundo corte. La navaja salió despedida por el aire. Tom retrocedió tambaleándose cuando la mujer sacó una pistola de su bolsillo, pero acto seguido se abalanzó sobre ella y se la arrancó de las manos. Los dos se lanzaron a donde había caído y lucharon por hacerse con ella. Tom tomó impulso con el puño, pero, incluso en la exaltación de la pelea, supo que no era capaz de pegar a una mujer. Ella liberó una de sus manos y estrelló el puño contra su mandíbula una y otra vez con una fuerza sorprendente.