Invadida por una peculiar sensación de vulnerabilidad y pudor, se encontró incapaz de pronunciar palabra.
—El señor Osgood me dijo que había estado casada —continuó Wakefield en tono amable—. Pero las leyes son diferentes en Inglaterra. Si usted quisiera, no tendría que volver a pensar en eso.
—¿El señor Osgood le dijo que estaba divorciada? —preguntó Rebecca sorprendida.
—Sí, cuando estábamos a bordo del
Samaria
—dijo. Al observar la confusión de la mujer, añadió—: Su intención no era otra que protegerla a usted, señorita Sand. Creo que advirtió mi inmediato y sincero afecto por usted y quiso prevenir cualquier equívoco. ¿Mi interés por su vida es tan sorprendente, querida amiga, como parece reflejar la expresión de su rostro?
Los cascabeles del carruaje que se disponía a trasladar al paciente a Falstaff repicaron.
—Tengo que ir a ayudarle, señor Wakefield —dijo Rebecca.
El editor despertaba cada día con un poco más de energía física y una inquietud mental más pronunciada. Las fracturas de las costillas, aunque le seguían doliendo, mejoraban poco a poco. El doctor Steele le había dado a Osgood instrucciones precisas para que no se quitara los vendajes del torso y limitara la respiración profunda y cualquier esfuerzo, a riesgo de causarse graves lesiones permanentes en los pulmones. Una mañana, mientras recogía el desayuno de Osgood, el dueño del hostal colocó un jarrón de flores frescas en un aguamanil.
—Es muy amable por su parte, señor Falstaff —dijo Rebecca, que estaba sentada al lado de Osgood y le refrescaba la frente.
—Mis sinceras disculpas si perturbo con asuntos triviales la salud del paciente —dijo el hospedero con aire vacilante—. Me temo que necesito su firma en algunos papeles, señor Osgood, para prolongar su estancia más allá de lo establecido en nuestro acuerdo original, dadas las circunstancias.
—Por supuesto —dijo Osgood.
Al comprobar la factura de recargos que había dejado sobre la almohada, Osgood se detuvo de golpe. Sobre el membrete del impreso constaba el nombre auténtico de Sir John Falstaff: William Stocker Trood.
Trood
; Osgood repitió el nombre sin emitir sonido.
—¿Hay algún problema, mi estimado señor Osgood? —preguntó el propietario.
—Me estaba fijando en el parecido de su apellido con el del título de la última obra del señor Dickens.
—¡Ah, pobre señor Dickens! ¡No puedo ni explicar lo mucho que le echamos de menos por aquí! Tengo que confesarle, señor Osgood, que esto es… —el hostelero se detuvo en este punto y tiró de su viejo chaleco deforme y su chalina—. Quiero decir, estos ropajes y mi intento de parecerme al corpulento caballero. Todo es por su causa.
—¿De Dickens?
Él asintió.
—Durante años y años la gente venía a Rochester desde todas partes del mundo para echar un vistazo a la casa del señor Dickens y ¡puede que también al hombre en cuestión! Los americanos venían aquí y dejaban su tarjeta de visita con la esperanza de que les invitaran a Gadshill, surtiéndose de pan y vino en nuestro hogar mientras lo hacían. En otras ocasiones, la familia Dickens tenía demasiados invitados y utilizaban nuestras instalaciones para contar con un alojamiento adicional. La situación de nuestro modesto negocio ha supuesto que podamos cargar unas tarifas decentes por nuestras camas y comidas. Ahora que ha desaparecido y que la familia se va, bueno, voy a tener que inventarme otros modos de atraer a los viajeros. Como dice mi hermana, ¡que Dios nos proteja si tenemos que fundar nuestros humildes ingresos en mi imitación de Falstaff «Lo más importante del valor es la discreción y esa parte me ha salvado la vida.» He procurado memorizar algunas frases, pero se dará cuenta de que en mí no hay nada de teatral.
Tras terminar con sus asuntos, el dueño del Falstaff Inn hizo una reverencia y salió de la habitación.
—¿Señor Osgood? ¿Qué tiene? ¿Qué le ocurre? —preguntó Rebecca al ver que el color abandonaba su rostro de repente.
—Su hijo, su hijo murió… —murmuró Osgood antes de que su voz se apagara.
—¿Qué? —preguntó Rebecca confusa y preocupada por el estado mental del hombre—. ¿El hijo de quién?
Destellos de las conexiones entre aquella pequeña ciudad de Rochester y los libros de Dickens desfilaban por la cabeza de Osgood. Dickens había tomado nombres, personajes y situaciones de la vida diaria que se veía desde la ventana de su estudio. Las novelas de Rudge y Dorrit contenían indicios de las vidas que transcurrían en los caminos de Rochester, ¿y la vida de Edwin Drood? Osgood habló más para sí que para Rebecca.
—Se puso triste al ver la amapola de opio en la mesa de abajo y dijo que el opio había sido el causante de la muerte de su hijo… Pero nunca pensé que…
De repente, el editor saltó de la cama, con las rodillas tambaleantes al esforzarse sus piernas por mantener el equilibrio. Con un brazo rodeando su torso, luchó por arrastrar su maltrecho cuerpo hasta el pasillo.
—¡Señor Trood! ¡Su hijo!
El rostro del hostelero se volvió de un blanco níveo, esfumado de nuevo su autodesignado personaje de alegre anfitrión.
—Tal vez ya hayamos hablado suficiente por hoy —dijo ásperamente. Notó que Osgood esperaba algo más. Deslizó la mirada escaleras arriba y abajo—. No puedo hablar de eso aquí. ¿Se encuentra usted lo bastante bien como para venir a la ciudad, señor Osgood? Si camina conmigo, prometo contarle una historia.
Osgood insistió:
—Su hijo, señor, ¿cómo se llamaba su hijo?
El hostelero aspiró una gran bocanada de aire para recuperar la voz.
—Se llamaba Edward. Edward Trood —dijo—. Tendría más o menos su edad, de no haber desaparecido.
La última desaparición de Edward Trood antes de su muerte no despertó una gran preocupación porque no era la primera vez.
Edward había tenido una juventud difícil. Siempre fue pequeño para su edad y nació con el pie derecho deforme. Los otros chicos del pueblo lo atormentaban sin ninguna piedad. Luego empezaron los robos. Al principio eran pequeñas cantidades, algo de comida de los armarios, prendas de ropa. En parte, según pudieron deducir sus padres, eran regalos para los compañeros bajo amenazas de un castigo violento. Pero de vez en cuando descubrían un objeto desaparecido (un candelabro de la familia, por ejemplo) enterrado en el jardín, como si en la febril imaginación del muchacho inválido fuera a germinar y crecer.
Era todavía peor que aquello. Peor porque el muchacho era por todas las señales externas un buen chico. En presencia de extraños, incluso la mayoría de las veces en presencia de la familia, Eddie era educado, acostumbrado a mostrar buenos modales y un aspecto decoroso. Era realmente cordial y amistoso cuando estaba de buenas.
Cuando William y su mujer le pedían consejo sobre su hijo al clérigo de la ciudad, siempre se encontraban con una carcajada como respuesta. ¿Eddie? ¿Qué problemas podía darles el pequeño, complaciente, educado y correcto Eddie Trood? Los padres intentaron obligarse a adoptar esa misma actitud. ¿Nuestro Eddie? Travesuras de chiquillos, eso era todo lo que le pasaba. Había largos períodos de calma en los que Edward, un buen estudiante según sus profesores (algunos decían que excepcional), se portaba bien en casa y en la escuela y conseguía evitar meterse en líos con sus torturadores.
Pero luego volvió a robar, esta vez en el pequeño hotel donde William y su mujer trabajaban ocupándose de la cocina y el mantenimiento. Edward forzó el cajón cerrado del viejo dueño y se llevó una bolsa que contenía varias libras. ¡Y el verdadero horror fue que cometió el robo ante los ojos de su madre! Pasó a su lado como si no la distinguiera de una criada.
Aquella noche Eddie volvió a presentarse en casa con una actitud huraña, pero sin remordimientos.
—A mi pobre esposa apenas le salían las palabras —contó William Trood hablando en un suspiro grave y débil como el de un moribundo obligado a repetir la historia. Osgood y Rebecca estaban sentados a su lado en un banco de la vacía pero sublime catedral de Rochester, llena de una luz y de una atmósfera antigua, donde el hostelero había insistido en ir a hablar. Se había negado a decir una sola palabra más en el Falstaff, como si allí hubiera demasiados fantasmas escuchando. En la catedral se podía contar la historia bajo la protección de Dios.
»Yo le dije: «Edward, hijo mío. Eddie. No habrás hecho lo que tu madre cree que has hecho; tú no lo harías, ¿verdad?». Y él me miró de frente, me miró a los ojos, señor Osgood, así…
Pasó otro minuto antes de que Trood pudiera seguir la línea de sus pensamientos, para contar que Edward admitió haber cometido aquella acción.
—No vi nada malo en ello —añadió Edward. Acto seguido los ojos del chico se humedecieron y cayó al suelo llorando y pataleando. Las lágrimas paralizaron a William por un momento.
Pero William Trood sabía que no tenía elección. Desterró al muchacho de quince años de su casa y de su familia.
Las depresiones debilitaron por completo a la mujer de William y no tardaron en conducirla a la tumba. Llevaba años enferma, pero William culpó del desenlace final a la perniciosa influencia de su hijo. La hermana soltera de William, Elizabeth, se mudó a la casa para ayudarle a llevar el Falstaff. Al enterarse de las andanzas de su sobrino, lo primero que dijo Elizabeth fue: «¡Como Nathan!».
Eso fue lo último que dijo del asunto. Elizabeth prohibió que se mencionara a Nathan Trood bajo el techo del Falstaff Inn.
Nathan Trood era el hermano mayor de William. Durante sus años de juventud, Nathan había hecho gala de todos los desmanes de su futuro sobrino Eddie, sin ninguno de sus aspectos tristes y compasivos, sin la excusa de ser un lisiado. Huraño, perezoso, burlón, desagradable, así era Nathan Trood desde el momento en que tuvo edad para hablar, y edad para hablar significaba en su caso edad para mentir. El padre de William, que había llevado a su familia de Escocia a Kent, solía decir que Nathan no era más que una sombra desagradable de un chico de verdad, una criatura desabrida con la nariz roja encendida de llorar demasiado que no podía parar ni cuando se le daba una dosis de los polvos más fuertes. Edward sólo había visto una vez de niño a su tío Nathan. Nathan, que vivía en Londres desde que huyera de joven, se presentó sin ser invitado en la celebración del sexto cumpleaños de Edward, una sencilla reunión con algunos amigos del pueblo y dos pasteles hechos para la ocasión.
Aquél fue el momento: Nathan mostrando los dientes amarillos y podridos mientras pellizcaba las mejillas al chaval y le revolvía el pelo. En lo más profundo de su alma William culpaba a aquel preciso momento de haber transformado a Eddie para siempre, como si una especie de polvos mágicos mezclados con la muerte hubieran pasado del aliento del hombre al corazón del muchacho. Nathan, que tanto tiempo llevaba desaparecido a todos los efectos, se había transformado en un hombre aún más maligno de lo que había sido de joven. Se decía que frecuentemente visitaba en Londres establecimientos mal iluminados llenos de fumadores de opio llegados de China y otras tierras idólatras. Se codeaba con granujas, prostitutas, contrabandistas, ladrones y pordioseros y entre ellos encontraba sus ingresos y sus formas de placer.
Tras guardar luto por la muerte de su mujer y las traiciones de su hijo, William hizo todo lo que pudo por olvidar al proscrito Edward. Pero ¿cómo olvida un hombre a su único hijo? Es una tarea imposible; sólo intentarlo era ya demasiado doloroso y dejaba a William inmerso en una nube de sentimientos y recriminaciones contra sí mismo. Todo Rochester murmuraba sobre la desaparición del lisiado. William lo sabía. Los habitantes del condado de Kent se transmitían las historias de los fracasos ajenos como se cantan los villancicos de casa en casa en Navidades. Entonces William escuchó algo nuevo entre los murmullos: Edward, después de ser expulsado de su casa, había buscado refugio con Nathan, que había acogido de buen grado a su sobrino errante, a quien llevaba sin ver por lo menos diez años. La venganza que Nathan ansiaba tomarse contra una familia que nunca le había aceptado se había hecho realidad.
Con el tiempo empezó a decirse que había tratado a Edward como si fuera su propio hijo. Le llevaba a conocer a sus amigos y compinches. El sufrimiento físico que le provocaba el pie deforme se veía aliviado por el consumo habitual de opio en el que Nathan le introdujo.
No se puede decir que la relación entre tío y sobrino fuera totalmente armoniosa. Lo cierto es que Edward (William lo supo mucho después, cuando todo había acabado) se portaba en general bastante bien con su tío, renunciando a todas sus tendencias a la rebeldía que había cultivado en Rochester, tal vez porque sabía que las consecuencias con Nathan serían más rigurosas. Pero los instintos generosos de Nathan hacia su sobrino sólo aparecían en ocasiones, siendo reemplazados regularmente por rapapolvos, amenazas e insultos degradantes. Corrían rumores persistentes de que existía una dama de Londres que había enardecido el corazón de Edward y que las perspectivas de felicidad del joven habían provocado la ira de Nathan. Fuera lo que fuese lo que causara el distanciamiento entre ambos, Edward no tardó mucho en desaparecer. Tras múltiples pesquisas por parte de algunos de sus nuevos amigos, se descubrió que había huido al extranjero sin decírselo absolutamente a nadie. Se decía que en el curso de aquellas aventuras, como muchos chicos ingleses de su edad, navegó por Hong Kong y otros puertos exóticos. Cuando, ocho meses después, regresó a Londres, su tío le dio una calurosa bienvenida al hogar.
No obstante, el joven marinero y su tío cayeron en una peligrosa rutina de permanente desidia y consumo de opio. Nathan parecía, por su aspecto demacrado y los cambios de estado de ánimo entre la apatía y los arrebatos violentos, haberse vuelto definitivamente más insatisfecho en el último año. Ni siquiera sus miserables vecinos querían tener nada que ver con él. Entonces, Edward volvió a desaparecer.
—¿A quién le podría sorprender cuando hacía menos de un año que se había ido voluntariamente para hacerse al mar? —preguntó William—. Más tarde me contaron que nadie de su entorno se preocupó lo más mínimo. Ni siquiera su tío Nathan. Su tío Nathan
el que menos
.
De hecho, habían empezado a propagarse nuevos chismes (porque éstos también se dan en Londres, sólo que con un tono más cruel que en Rochester). Se decía que Nathan y Edward habían tenido una pelea brutal por un negocio de opio que afectaba a los amigos de Nathan. Los rumores contaban que Nathan había asesinado a Edward, o había pagado a alguien para que lo matara, y que con la ayuda de sus viles secuaces se habían desembarazado del cuerpo del joven donde nunca pudiera ser encontrado. Fuera lo que fuera lo que hubiese pasado en esta ocasión, lo cierto es que Edward nunca volvió a aparecer.