El último argumento de los reyes (29 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Oh, he matado legiones de hombres, Isern —el retumbar de la profunda voz de Crummock alcanzó a Logen al acercarse—. Más de los que puedo recordar. Es posible que tu padre a veces no tenga la cabeza muy en su sitio, pero a nadie le gusta tenerle de enemigo. Ya lo verás cuando Bethod y sus lameculos vengan a visitarnos —alzó la cabeza y vio a Logen andando en medio de la oscuridad—. Pero te juro, y no tengo ninguna duda de que Bethod se uniría a mi juramento, que en todo el Norte sólo hay un bastardo más cruel, más sanguinario y más duro que tu padre.

—¿Y quién es ese? —preguntó el niño del escudo. Logen sintió que se le caía el alma a los pies al ver a Crummock levantar un dedo y señalarle.

—Ahí mismo lo tienes. El Sanguinario.

La niña miró con mala cara a Logen.

—Ese no vale nada. ¡Tú podrías ganarle, papá!

—¡Por los muertos!, ¡qué voy a poder! Ni se te ocurra decirlo, no vaya a ser que me ponga a orinar y forme un charco tan grande que te ahogues en él.

—No parece gran cosa.

—Ahí tenéis una buena lección para los tres. No parecer gran cosa y no decir gran cosa, ese es un buen primer paso para ser peligroso de verdad, ¿no es así, Nuevededos? De ese modo, cuando sueltas el demonio que llevas dentro, el pobre desgraciado al que le has tocado en suerte se lleva un susto el doble de grande. Susto y sorpresa, preciosos míos, y también rapidez al asestar el golpe y total ausencia de piedad. Eso es lo que define a un verdadero matador. El tamaño, la fuerza y la voz retumbante no están de más, a su debido tiempo, pero no valen nada en comparación con esa velocidad asesina, brutal y despiadada, ¿eh, Sanguinario?

Era una lección muy dura para unos niños, pero a Logen se la había contado su propio padre cuando él era muy joven y, a pesar de todos los años que habían pasado, jamás la había olvidado.

—Es la triste realidad. El primero en golpear suele ser también el que asesta el último golpe.

—¡Así es! —exclamó Crummock palmeándose uno de sus gruesos muslos—. ¡Bien dicho! Sólo que es una realizad gozosa, no triste. Os acordáis del viejo Wilum, ¿verdad niños?

—¡Ese al que alcanzó un rayo durante una tormenta en las Altiplanicies! —exclamó el niño del escudo.

—¡En efecto! ¡Ahí estaba tan tranquilo de pie cuando de pronto se oye un ruido como si el mundo entero se hubiera desplomado, se ve un resplandor brillante como el sol y al instante Wilum estaba más muerto que mis botas!

—¡Tenía los pies en llamas! —se rió la niña.

—Claro que sí, Isern, claro que sí. Ya visteis lo deprisa que murió, el susto que produjo el rayo y la poca compasión que mostró. Pues bien —y los ojos de Crummock se desviaron hacia Logen—, eso mismo es lo que le pasa a cualquiera que se cruce con ese hombre. Estás soltándole tus palabrotas, y un instante después... —chocó con fuerza las palmas de las manos y los niños pegaron un respingo—... te ha mandado de vuelta al barro. Más deprisa de lo que el rayo mandó a Wilum y con la misma indiferencia. Tu vida pende de un hilo cada instante que pases a menos de dos zancadas de ese cabrón que no parece gran cosa, ¿no es así, Sanguinario?

—Bueno... —Logen no estaba disfrutando en absoluto de aquello.

—Pues dinos cuántos hombres has matado —le gritó la niña alzando la barbilla.

Crummock soltó una carcajada y acarició con una mano el cabello de su hija.

—¡No existen números para unas cantidades tan grandes, Isern! ¡Es el rey de los asesinos! No hay un hombre más letal, nadie que se le pueda comparar bajo la luna.

—¿Y qué hay del tipo ese, el Temible? —preguntó el niño de la lanza.

—Uuuuuuuuuhhh —soltó Crummock con voz arrulladora mientras una sonrisa surcaba su rostro de lado a lado—. Ese no es un hombre, Scoffen. Es otra cosa. ¿Una lucha a muerte entre Fenris el Terrible y el Sanguinario? —se frotó las manos—. Eso

que me gustaría verlo. Eso

que es algo que a la luna le encantaría iluminar —sus ojos se volvieron hacia el cielo y Logen los siguió. En medio de la negrura del firmamento una luna grande y blanca refulgía como un fuego recién encendido.

Viejos insufribles

Los altos ventanales estaban abiertos para permitir el paso de una misericordiosa brisa que se colaba en el amplio salón para dar de vez en cuando un refrescante beso al sudoroso rostro de Jezal y hacer que los descomunales y venerables tapices se ondularan emitiendo un leve susurro. Todo en aquella sala era desproporcionadamente grande: las puertas, enormes y tenebrosas, tenían tres veces la altura de un hombre, y los frescos del techo representaban a las distintas naciones del orbe inclinándose ante un gigantesco sol dorado. En los inmensos lienzos de las paredes aparecían retratados a tamaño natural una serie de personajes, en gran variedad de poses mayestáticas, cuyas belicosas expresiones provocaban a Jezal un sobresalto cada vez que se volvía.

Parecía un espacio destinado a grandes hombres, a hombres sabios, a héroes de epopeya o a poderosos villanos. Un espacio para gigantes. En un lugar como aquel Jezal se sentía un patán estúpido, enano e insignificante.

—Vuestro brazo, si os place, Majestad —susurró uno de los sastres arreglándoselas para dar una orden a Jezal sin dejar por ello de mostrarse abrumadoramente servil.

—Sí, claro... disculpe —Jezal alzó el brazo un poco más mientras se maldecía para sus adentros por haber vuelto a pedir disculpas. Ahora era el rey, como Bayaz no se cansaba de decirle. Aunque hubiera tirado a uno de los sastres de un empujón, no habría sido necesario ningún tipo de disculpas. Lo más probable es que el hombre le hubiera dado efusivamente las gracias por su consideración mientras se precipitaba hacia el suelo. En este caso se limitó a dirigirle una sonrisa acartonada, antes de desenrollar su cinta métrica. Un colega suyo se arrastraba por el suelo haciendo algo similar alrededor de las rodillas de Jezal, y un tercero anotaba con meticulosidad las observaciones de los otros en un gran cuaderno veteado.

Jezal respiró hondo y, con el ceño fruncido, se contempló en el espejo. Le devolvió la mirada un joven imbécil de expresión vacilante que tenía una cicatriz en el mentón y estaba envuelto en unas muestras de un tejido relumbrante como si fuera el maniquí de una sastrería. Más que un rey, lo que parecía, y lo que desde luego él se sentía, era un simple payaso. Aquello era de chiste, y a buen seguro se habría reído, de no haber sido él su protagonista.

—¿Algo a la moda de Ospria, quizá? —el joyero real colocó otro cachivache de madera en la cabeza de Jezal y examinó el resultado. No podía decirse que supusiera una mejora. A lo que más se parecía aquel maldito trasto era a un candelabro invertido.

—¡No, no!— le espetó Bayaz con cierta irritación—. Demasiado ostentosa, demasiado aparatosa, demasiado grande. ¡Apenas podrá mantenerse en pie con ese maldito trasto encima! Tiene que ser sencilla, honesta, ligera. ¡Algo que se pueda llevar puesto en pleno combate!

El joyero real parpadeó.

—¿Va a combatir con la corona puesta?

—¡No, maldito asno! ¡Pero tiene que dar la impresión de que podría hacerlo! —Bayaz se acercó por detrás a Jezal, le arrancó el artefacto de madera de la cabeza y lo arrojó al pulido suelo. Luego agarró a Jezal de los brazos y contempló con gesto severo el reflejo del espejo por encima de su hombro—. ¡Este es un rey guerrero a la vieja usanza de la Unión! ¡El heredero natural del reino de Harod el Grande! ¡Un espadachín sin par, que ha infligido y recibido heridas, que ha conducido a los ejércitos a la victoria, que ha matado gran cantidad de hombres!

—¿Gran cantidad? —musitó Jezal dubitativo.

Bayaz no le hizo caso.

—¡Un hombre que se siente tan a gusto con una silla de montar y una espada como con el trono y el cetro! Su corona debe tener blindaje. Llevar armas. Llevar acero. ¿Me entiende ahora?

El joyero asintió moviendo pausadamente la cabeza.

—Creo que sí, milord.

—Bien. Y una cosa más.

—Lo que diga, milord.

—Póngale un diamante lo más grande posible.

El joyero inclinó humildemente la cabeza.

—Por descontado, milord.

—Y ahora fuera. ¡Fuera todos! Su Majestad tiene que ocuparse de los asuntos de Estado.

El cuaderno se cerró de golpe, las cintas métricas se enrollaron a toda prisa y las muestras de tejido se recogieron en un santiamén. Los sastres y el joyero real se retiraron caminando hacia atrás, haciendo reverencias y profiriendo serviles murmullos, y salieron de la sala cerrando silenciosamente las enormes puertas revestidas de oro. Jezal tuvo que hacer un esfuerzo para no irse con ellos. Siempre se le estaba olvidando que ahora era Su Majestad.

—¿Qué asuntos son esos? —preguntó dándole la espalda al espejo y procurando conferir a su voz un tono seco e imperioso.

Bayaz le condujo al vestíbulo, una enorme sala forrada con mapas de la Unión de exquisita factura.

—Asuntos que debéis tratar con vuestro Consejo Cerrado.

Jezal tragó saliva. La simple mención de aquel nombre le sobrecogía. Estar en cámaras revestidas de mármol, que le tomaran medidas para hacerle ropa nueva o que le llamaran Majestad eran cosas que le desconcertaban un poco, pero que no exigían un esfuerzo excesivo de su parte. Ahora, sin embargo, se esperaba de él que ocupara un puesto en el mismo corazón del gobierno de la nación. Jezal dan Luthar, festejado en tiempos por su supina ignorancia, iba a compartir sala con los doce hombres más poderosos de la Unión. De él se esperaría que adoptara decisiones que afectarían a las vidas de miles de personas. Que se desenvolviera con soltura en el campo de la política, el derecho, la diplomacia, cuando los únicos campos en los que era verdaderamente un experto eran el esgrima, el alcohol y las mujeres, y eso que no le quedaba más remedio que reconocer que en lo que hacía al tercero últimamente no parecía tan experto cómo él se había pensado.

—¿El Consejo Cerrado? —su voz se alzó hasta alcanzar un tono más propio de una niña que de un monarca, y tuvo que aclararse la garganta—. ¿Es algún asunto importante? —rezongó con un tono de bajo bastante poco convincente.

—Han llegado del Norte noticias muy alarmantes.

—¿Ah, sí?

—Me temo que el Lord Mariscal Burr ha fallecido. El ejército necesita un nuevo comandante en jefe. La discusión de un asunto como ese probablemente llevará varias horas. Por aquí, Majestad.

—¿Horas? —rezongó Jezal en medio del repiqueteo que producían los tacones de sus botas al bajar un tramo de escalones de mármol.

Bayaz pareció adivinar sus pensamientos.

—No tenéis nada que temer de esos viejos lobos. Sois su señor. Da igual lo que puedan haber llegado a creerse. Podéis sustituirlos cuando queráis e incluso hacer que se los lleven aherrojados, si lo preferís. Como tal vez lo hayan olvidado, a su debido tiempo quizá convenga volver a recordárselo.

Cruzaron un elevado portalón flanqueado por dos Caballeros de la Escolta Regia que tenían el casco sujeto bajo el brazo y una expresión tan vacua que lo mismo hubiera dado que lo tuvieran puesto y con el visor bajado. Al otro lado se abría un espacioso jardín, rodeado de una sombreada columnata, cuyos pilares de mármol habían sido tallados a semejanza de árboles rebosantes de hojas. El agua de las fuentes burbujeaba y centelleaba al sol. Dos enormes aves de color naranja, con unas patas tan finas como pedúnculos, se pavoneaban sobre un césped primorosamente recortado. Cuando pasó a su lado, dirigieron a Jezal una mirada altiva desde detrás de sus picos curvos que indicaba muy a las claras que estaban tan convencidos como él de que no era más que un redomado impostor.

Contempló admirado las coloridas flores, el reverberante verdor del follaje y las magníficas estatuas. Luego alzó la vista hacia los muros revestidos de enredaderas rojas, blancas y verdes. ¿Era posible que todo aquello le perteneciera? ¿Todo aquello, y el Agriont entero además? ¿Estaba siguiendo los pasos de los grandes reyes de la antigüedad? ¿De Harod, de Casamir, de Arnault? Resultaba mareante. Jezal tuvo que parpadear y sacudir la cabeza, como ya había hecho no menos de cien veces aquel día, simplemente para no caerse al suelo. ¿No era acaso el mismo hombre de hace sólo una semana? Se acarició la barba, como intentando comprobarlo, y sintió el tacto de la cicatriz que había debajo. ¿El mismo hombre que se había calado hasta los huesos en la vasta llanura, que había sido herido entre las piedras, que había comido carne de caballo medio cocinada y se había sentido muy contento de poder hacerlo?

Jezal carraspeó.

—Me gustaría mucho... en fin, no sé si será posible... hablar con mi padre.

—Vuestro padre está muerto.

Jezal se maldijo para sus adentros.

—Sí, claro. Me refiero... al hombre que yo creía que era mi padre.

—¿Qué esperáis que os diga? ¿Que tomó algunas decisiones equivocadas? ¿Que tenía deudas? ¿Que aceptó el dinero que le ofrecí a cambio de que se ocupara de criaros?

—¿Aceptó dinero? —dijo entre dientes Jezal, sintiéndose más desamparado que nunca.

—Las familias rara vez acogen de buena gana a los huérfanos, por más encantadores que sean. Las deudas han quedado saldadas, sobradamente saldadas. Di órdenes de que se os impartieran clases de esgrima tan pronto como fuerais capaz de sujetar un acero. De que se os consiguiera un cargo de oficial en la Guardia Real y se os animara a tomar parte en el Certamen. De que se cuidara de que estuvierais bien preparado por si llegaba un día como éste. Cumplió mis órdenes a rajatabla. Pero, como comprenderéis, un encuentro entre los dos resultaría extremadamente incómodo para ambos. Mejor evitarlo.

Jezal dejó escapar un suspiro entrecortado.

—Por supuesto. Mejor evitarlo —una idea inquietante se abrió paso en su mente—. ¿Mi nombre... es... es verdaderamente Jezal?

—Lo es, ahora que habéis sido coronado —Bayaz alzó una ceja—. ¿Qué pasa, es que preferiríais llamaros de otra manera?

—No, no, claro que no —giró la cabeza y parpadeó con energía para que no se le saltaran las lágrimas. Toda su vida anterior había sido una mentira. Y la nueva se lo parecía aún más. Hasta su nombre era inventado. Durante un rato caminaron en silencio por los jardines, arrancando crujidos a la grava, que estaba tan limpia y tan cuidada que por un momento Jezal se preguntó si no limpiarían a mano cada piedra todos los días.

—Lord Isher elevará numerosas quejas a Su Majestad a lo largo de las próximas semanas y meses.

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