El trono de diamante (42 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El trono de diamante
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—Según parece, todo funcionaba según vuestro plan, dom Cluff —dijo Sorgi—. ¿En qué estriba pues vuestro problema?

—Ahora llegaremos a ese punto, capitán. La dama es de mediana edad y muy rica. Imaginé que si su aspecto hubiera sido medianamente presentable, alguien la habría conquistado hace años; por ello, no me había hecho grandes esperanzas a este respecto. Asumí que debía de ser poco atractiva, incluso feúcha, mas nunca llegué a pensar en una apariencia horrorosa. —Fingió un estremecimiento—. Caballeros, me resulta completamente imposible describírosla. Pese a su cuantiosa fortuna, no tendría que haberme levantado aquella mañana. Conversamos unos instantes, no recuerdo si acerca del tiempo, y luego me marché tras presentar mis excusas. Como no tiene hermanos, no me preocupaba la posibilidad de que alguien viniera a importunarme por mis malos modales. No obstante, no conté con sus primos, un batallón entero, que se han dedicado a seguirme los pasos durante las últimas semanas.

—¿No querrán mataros? —inquirió Sorgi.

—No —repuso Sparhawk con tono angustiado—. Quieren obligarme a casarme con ella.

Los capitanes prorrumpieron en carcajadas al unísono, al tiempo que golpeaban la mesa con regocijo.

—Me parece que habéis querido pasaros de listo, dom Cluff —apuntó uno de ellos mientras se enjugaba las lágrimas vertidas en su hilaridad.

—Ahora soy consciente de ello —admitió Sparhawk—. En todo caso, creo que ha llegado el momento de abandonar el país hasta que sus parientes dejen de buscarme. Tengo un sobrino que vive en Cippria, en Rendor, y la fortuna no le ha sido adversa. Estoy seguro de que me dará cobijo hasta que pueda circular de nuevo con libertad. ¿Alguno de vosotros zarpa pronto con ese destino? Querría reservar pasaje para mí y para un par de criados de la familia. Si no fuera por el temor a que me descubran los primos, acudiría a los muelles de Madel.

—¿Qué opináis, caballeros? —preguntó expansivamente el capitán Sorgi—. ¿Vamos a sacar del atolladero a este buen hombre?

—Yo no podré hacerlo —tronó la áspera voz de uno de los marinos—. Están raspando el casco de mi barco. Sin embargo, puedo daros un consejo. Si esos primos vigilan el puerto de Madel, probablemente también controlarán estos embarcaderos. Los muelles de Lycien son sobradamente conocidos en la ciudad. —Se acarició el lóbulo de la oreja—. En otro tiempo, cuando los precios eran más elevados, había ayudado a escabullirse a algunos pasajeros. —Dirigió una mirada al capitán que debía partir hacia Jiroch—. ¿Cuándo zarpáis, capitán Mabin?

—Con la pleamar del mediodía.

—¿Y vos? —preguntó el voluntarioso capitán a Sorgi.

—Igual que él.

—Bien. Si esos parientes acechan estos muelles, intentarán contratar un barco para seguir a este galán. Embarcadlo abiertamente en vuestro buque, Mabin. Luego, cuando os hayáis alejado lo bastante como para que no se os pueda divisar desde la orilla, transportadlo al barco de Sorgi. Si los familiares de la dama decidieran zarpar tras él, Mabin los conduciría en dirección a Jiroch y dom Cluff llegaría a buen recaudo a Cippria. A mi juicio, es lo más conveniente.

—Sois muy ingenioso, amigo —lo felicitó Sorgi entre risas—. ¿Estáis seguro de que sólo habéis embarcado pasajeros a hurtadillas en otro tiempo?

—Todos hemos burlado a los aduaneros en algunas ocasiones, ¿no es cierto, Sorgi? —respondió el capitán de voz ronca—. Nosotros vivimos en el mar. ¿Por qué tenemos que financiar los impuestos de los que viven en tierra? Pagaría gustosamente la tasa al rey de los océanos, pero no he logrado encontrar su palacio.

—¡Cuánta razón tenéis, amigo! —aplaudió Sorgi.

—Caballeros —dijo Sparhawk—, estaré eternamente en deuda con vosotros.

—No por demasiado tiempo, dom Cluff —adujo Sorgi—. Un hombre que confiesa padecer dificultades monetarias paga el pasaje antes de embarcar. Al menos, en mi barco.

—¿Aceptaríais la mitad ahora y el resto al llegar a Cippria? —propuso Sparhawk.

—Siento rechazar vuestra oferta, amigo mío. Os encuentro simpático, pero debéis comprender mi posición.

—Llevamos caballos —advirtió Sparhawk con un suspiro—. Supongo que me cobraréis un suplemento por ellos.

—Naturalmente.

—Me lo temía.

La carga de
Faran
, del palafrén de Sephrenia y del robusto mulo de Kurik se ejecutó al amparo de una vela que remendaban ostensiblemente los marineros de Sorgi. Poco antes de mediodía, Sparhawk y Kurik, al subir al barco con destino a Jiroch, recorrieron tranquilamente la pasarela, seguidos de Sephrenia, que llevaba a Flauta en brazos.

El capitán Mabin los recibió en el alcázar.

—Ah —saludó con una sonrisa—, aquí está nuestro remilgado pretendiente. ¿Por qué no paseáis con vuestros amigos por cubierta antes de zarpar? Así daréis oportunidad a esos primos para que os descubran.

—He reflexionado sobre la situación, capitán Mabin —respondió Sparhawk—. Si mis perseguidores alquilan un barco y dan alcance al vuestro, advertirán que he dejado vuestra compañía.

—Nadie podrá ni siquiera acercarse, dom Cluff —replicó riendo el capitán—. Poseo el bajel más veloz del Mar Interior. Además, observo que, evidentemente, no conocéis el código de los navegantes. Nadie aborda el barco de otro hombre en alta mar a menos que esté dispuesto a iniciar una batalla, lo cual resulta extremadamente infrecuente.

—Oh —exclamó Sparhawk—. No lo sabía. De acuerdo, nos dejaremos ver en cubierta.

—¿Pretendiente? —murmuró Sephrenia mientras se alejaban del capitán.

—Es una larga historia —repuso Sparhawk.

—Al parecer, últimamente sois aficionado a las largas historias. Un día deberemos sentarnos un buen rato y me las contaréis todas.

—Tal vez en otra ocasión.

—Flauta —llamó con firmeza Sephrenia—, baja de ahí.

Sparhawk levantó la vista. La pequeña se hallaba encaramada a una escalera de cuerda que se extendía de la barandilla al peñol. Hizo pucheros unos instantes, pero acabó por obedecer la orden.

—Siempre sabéis dónde se encuentra exactamente, ¿no es cierto?

—Siempre —afirmó la mujer.

El traspaso de pasajeros de uno a otro barco se efectuó en pleno río, a algunas millas de distancia de los embarcaderos de Lycien, y fue encubierto por una febril actividad en ambas embarcaciones. El capitán Sorgi los condujo inmediatamente bajo cubierta para ocultarlos y luego ambos buques prosiguieron parsimoniosamente río abajo; su rumbo paralelo recordaba a dos matronas que regresaran de la iglesia.

—Pasamos ante los muelles de Madel —les informó el capitán Sorgi desde la escalera de toldilla poco después—. No se os ocurra asomaros, dom Cluff, o pronto tendríamos la cubierta invadida por futuros primos políticos.

—Este asunto comienza a intrigarme de veras, Sparhawk —declaró Sephrenia—. ¿No podríais darme una pequeña pista?

—Me inventé una historia —respondió con un encogimiento de hombros—. Su atractivo consiguió cautivar la atención de un grupo de marinos.

—Sparhawk siempre ha alardeado de facilidad para imaginar relatos —observó Kurik—. Cuando era un novicio, ese hábito solía causarle contratiempos, de los que se deshacía por medio de otro embuste. —El escudero se hallaba sentado en un banco, con Flauta dormida en su regazo—. Nunca tuve una hija —dijo con voz pausada—. Huelen mejor que los niños, ¿verdad?

—No se lo comentéis a Aslade —lo previno Sephrenia con una carcajada—. Quizá decidiera probar suerte.

—Otra vez no —rehusó Kurik, a la vez que giraba los ojos hacia arriba, consternado—. No me importa que los niños correteen por la casa, pero no soportaría de nuevo sus mareos matinales.

Alrededor de una hora después, Sorgi descendió la escalera.

—Estamos saliendo de la boca del estuario —explicó—, y no se divisa un solo barco a nuestras espaldas. Conjeturo que habéis escapado airosamente, dom Cluff.

—Gracias a Dios —replicó fervientemente Sparhawk.

—Decidme, amigo —inquirió pensativo Sorgi—, ¿es tan horrible esa dama como la pintáis?

—No os lo podéis ni imaginar.

—Tal vez seáis demasiado exigente, dom Cluff. Cada vez noto más el frío en alta mar. Mi barco se vuelve viejo y cansado, y las tormentas de invierno me despiertan el reuma. Podría soportar un elevado grado de fealdad si la heredad de esa señora se elevara tan respetablemente como afirmáis. Incluso podría considerar la posibilidad de devolveros parte de vuestro pasaje a cambio de una carta de presentación. Posiblemente no percibisteis sus cualidades y virtudes.

—Supongo que podríamos tratar ese asunto —concedió Sparhawk.

—Debo volver arriba —anunció Sorgi—. Ya nos hemos alejado lo bastante de la ciudad como para que podáis salir a cubierta.

Tras estas palabras, se volvió y subió nuevamente la escalera de toldilla.

—Me parece que puedo ahorraros el trabajo de relatarme esa larga historia que habéis mencionado antes —sugirió Sephrenia—. ¿No habréis echado mano de aquella vieja y manida fábula de la rica heredera, verdad?

—Como asegura Vanion, las más antiguas son las mejores —respondió Sparhawk con indiferencia.

—Oh, Sparhawk, me decepcionáis. ¿Cómo vais a escabulliros de confesar al pobre capitán el nombre de esa imaginaria dama?

—Ya pensaré algo. ¿Por qué no salimos al aire libre antes de que el sol se oculte?

—Creo que la niña está dormida —susurró Kurik—. No quiero despertarla. Id vosotros dos.

Sparhawk asintió con la cabeza y escapó con Sephrenia de la exigua cabina.

—Es el hombre más amable y de mejor corazón que conozco —le comentó a Sephrenia—. Si no existieran las diferencias de clases, constituiría un caballero casi perfecto.

—¿Tiene tanta importancia la cuestión del linaje?

—Para mí no, pero yo no he establecido las normas.

La cubierta se hallaba bañada por los oblicuos rayos del sol de la tarde. El fresco viento que soplaba de la costa mordía las crestas de las olas, y las convertía en resplandeciente espuma. El buque del capitán Mabin se inclinaba bajo la brisa en dirección oeste a través del ancho canal del estrecho de Arcium. Sus velas, con una tonalidad blanca como la nieve, se hinchaban a la luz del atardecer y evocaban las alas de un ave que volara a ras de la superficie marina.

—¿Qué distancia calculáis que debemos recorrer hasta Cippria, capitán? —preguntó Sparhawk cuando subían al puente de mando.

—Unas setecientas cincuenta millas, dom Cluff —repuso Sorgi—. Si continúa la fuerza del viento, tres días.

—Es una buena marcha.

—Podríamos navegar más rápidamente si este viejo cascarón no hiciera tanta agua —gruñó Sorgi.

—¡Sparhawk! —gritó Sephrenia, al tiempo que lo agarraba con apremio por el brazo.

—¿Qué ocurre? —preguntó mientras observaba preocupado la palidez mortal que había inundado el rostro de la mujer.

—¡Mirad! —señaló.

A alguna distancia del lugar donde el gracioso bajel del capitán Mabin surcaba las aguas del estrecho de Arcium, se había formado una solitaria y densa nube que destacaba en el despejado cielo. Sorprendentemente, parecía avanzar contra el viento. Por momentos su tamaño aumentaba y se tornaba más ominosamente negra. Luego comenzó a agitarse en remolino, pesadamente al principio y después a una velocidad progresivamente mayor. Mientras giraba, un largo y oscuro dedo negro surgió debajo de su punto central y se estiró hasta tocar la ondulada superficie del estrecho. Las turbulentas fauces aspiraron de pronto toneladas de agua, al tiempo que el vasto embudo se desplazaba erráticamente sobre el ondulado mar.

—¡Una tromba marina! —gritó desde el mástil el vigía.

Los marineros corrieron hacia la barandilla para contemplar horrorizados el fenómeno.

Inexorablemente, la enorme masa de agua alcanzó el indefenso barco de Mabin, que se transformó de súbito en un bote infinitamente pequeño, y lo englutió en su agitado conducto. Los tarugos y pedazos de su cuaderna salieron despedidos de la descomunal tromba y, tras alcanzar una altura de cientos de metros, volvieron a la superficie con desmayada lentitud. Un desnudo retazo de vela se posó sobre el agua como una blanca ave abatida.

A continuación, tan repentinamente como había aparecido, la negra nube y la tromba marina se desvanecieron.

También se había esfumado la embarcación de Mabin.

La superficie del mar se hallaba cubierta de despojos. Al punto una bandada de blancas gaviotas se abalanzó sobre los restos del naufragio, como si acudieran al funeral del navío.

Capítulo 18

El capitán Sorgi inspeccionó las aguas donde flotaban los restos del barco de Mabin hasta después de anochecer, pero no encontró ningún superviviente. Después, desvió tristemente su bajel rumbo sudoeste, hacia Cippria.

—Vayamos abajo —pidió con un suspiro Sephrenia mientras se apartaba de la barandilla.

Sparhawk la siguió hasta las escaleras.

Kurik había encendido una lámpara de aceite que colgaba de una viga del techo; su resplandor llenaba de sombras danzantes el pequeño y oscuro compartimiento. Flauta se había despertado y permanecía sentada junto a la mesa en el centro de la cabina. Miraba con suspicacia el bol situado frente a ella.

—Sólo es estofado, pequeña —le explicaba Kurik—. No va a hacerte ningún daño.

Introdujo delicadamente los dedos en la espesa salsa y levantó un rezumante pedazo. Lo olisqueó y dirigió una mirada inquisitiva al escudero.

—Cerdo en salazón —señaló éste.

Con un estremecimiento, la niña volvió a depositar la carne en la salsa y luego empujó resueltamente la escudilla.

—Los estirios no comen cerdo, Kurik —le informó Sephrenia.

—El cocinero del barco ha indicado que es la comida de los marineros —contestó Kurik, a la defensiva. Entonces miró a Sparhawk—. ¿Se ha encontrado algún superviviente del otro barco?

—Aquella tromba lo ha despedazado por completo —respondió Sparhawk mientras sacudía la cabeza—. Lo mismo debe de haberle ocurrido a la tripulación.

—Por fortuna, cambiamos de embarcación.

—En efecto —acordó Sephrenia—. Las trombas marinas son como tornados. No aparecen en cielos completamente despejados, ni se mueven en dirección contraria al viento, y mucho menos cambian de rumbo como lo hacía ésta. Estaba dirigida conscientemente.

—¿Magia? —inquirió Kurik—. ¿De veras es posible invocar un fenómeno meteorológico de tal envergadura?

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