El trono de diamante (43 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El trono de diamante
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—No creo que yo lo consiguiera.

—¿Quién lo originó, pues?

—No lo sé a ciencia cierta. —Sus ojos, sin embargo, reflejaban alguna sospecha.

—No seáis tan recelosa, Sephrenia —propuso Sparhawk—. Tenéis vuestras suposiciones al respecto, ¿no es así?

—A lo largo de los últimos meses nos hemos encontrado en diversas ocasiones con un encapuchado estirio. Vos lo visteis en Cimmura e intentó tendernos una celada de camino a Borrata. Raramente los estirios se cubren el rostro. ¿No habíais reparado en esa costumbre?

—Sí, pero no percibo la conexión.

—Ese ser que oculta su faz no es humano, Sparhawk.

—¿Estáis segura? —preguntó éste, al tiempo que la observaba fijamente.

—Hasta que no le vea la cara, no; pero ¿no os parece que todo apunta a esa conclusión?

—¿Llegaría el poder de Annias a tales extremos?

—No es el primado. Aunque conozca determinados rudimentos mágicos, no lograría invocar un fenómeno semejante. Azash es el único que osa llamar a tales entes. Los dioses menores no lo harían, y los restantes dioses mayores han renunciado hace tiempo a esa práctica.

—¿Por qué querría matar Azash al capitán Mabin y a su tripulación?

—El barco ha sido destruido porque la criatura creía que nosotros viajábamos a bordo.

—Esa suposición resulta algo descabellada, Sephrenia —objetó escépticamente Kurik—. Si es tan poderosa, ¿cómo hundió el navío equivocado?

—Las criaturas del mundo de las sombras no se destacan por su inteligencia, Kurik —repuso la mujer—. Seguramente nuestra sencilla estratagema la ha engañado. El poder y la sabiduría no siempre están asociados. Muchos grandes magos de Estiria eran unos auténticos zoquetes.

—No acabo de comprenderos —admitió Sparhawk, frunciendo desconcertado el entrecejo—. Nuestra misión no tiene ninguna relación con Zemoch. ¿Por qué Azash habría de desviar su atención para acudir en ayuda de Annias?

—Tal vez no exista ninguna conexión. Azash siempre posee sus propios motivos. Probablemente sus actos no se relacionen en absoluto con Annias.

—Vuestras razones no encajan, Sephrenia. Si estáis en lo cierto respecto a ese ser, es él quien trabaja para Martel, y Martel está a las órdenes de Annias.

—¿Estáis seguro de que esa criatura sigue las instrucciones de Martel y no es al contrario? Azash puede penetrar el futuro. Uno de nosotros podría representar un peligro para su continuidad. Puede que la aparente alianza entre Martel y ese ente no pase de ser una cuestión de conveniencia.

—Sólo necesitaba otra cuestión de la que preocuparme —afirmó Sparhawk, que comenzó a morderse inquieto las uñas. Entonces se le ocurrió una idea—. Aguardad un minuto. ¿Recordáis que el espectro de Lakus anunció que la oscuridad se cernía sobre el mundo y que Ehlana constituía nuestra única esperanza de luz? ¿Podría aludir a Azash?

—Es posible —asintió Sephrenia.

—Por consiguiente, ¿no trataría de destruir a Ehlana? A ella la protege esa urna de cristal que la envuelve, pero si algo nos sucediera a nosotros antes de hallar la manera de curarla, también moriría. Quizás eso explique por qué Azash une sus fuerzas a las del primado.

—¿No van demasiado lejos vuestras conjeturas? —preguntó Kurik—. Basáis un buen número de especulaciones en un único incidente.

—Conviene prepararse ante las eventualidades, Kurik —respondió Sparhawk—. Odio las sorpresas.

—Debéis estar hambrientos —indicó el escudero mientras se levantaba—. Iré a la cocina a buscar la cena. Continuaremos la charla mientras coméis.

—Nada de cerdo —advirtió Sephrenia.

—¿Pan con queso y algo de fruta? —sugirió el escudero.

—De acuerdo, Kurik. Traed también algo para Flauta. Estoy convencida de que no probará el estofado.

—Conforme —acordó Kurik—. Me lo comeré yo. No tengo los mismos prejuicios que los estirios.

Tres días más tarde, cuando llegaron al puerto de Cippria, el cielo estaba encapotado. La capa de nubes era alta y delgada, sin trazas de humedad. La población se componía de achaparradas edificaciones blancas, arracimadas para proteger a sus moradores del calor del sol. Los muelles que rodeaban la bahía habían sido construidos con piedra, debido a la escasez de árboles característica del clima de Rendor.

Mientras los marineros atracaban el navío del capitán Sorgi en el embarcadero, Sparhawk y sus compañeros salieron a cubierta vestidos con oscuros atuendos con capucha y ascendieron los tres escalones que conducían al alcázar para visitar al marino de pelo rizado.

—¡Poned defensas al lado del barco! —gritaba Sorgi a la tripulación. Sacudió la cabeza disgustado—. Tengo que repetírselo cada vez que llegamos a puerto —murmuró—. En lo único que aciertan a pensar en tales casos es en salir cuanto antes hacia la cervecería más cercana. —Dirigió la mirada a Sparhawk—. Bien, dom Cluff —dijo—, ¿habéis cambiado de parecer?

—Me temo que no, capitán —repuso Sparhawk, tras depositar en el suelo el fardo donde llevaba la ropa de recambio—. Me gustaría haceros ese servicio, pero la dama de quien os hablé parece haber depositado todas sus expectativas en mí. En realidad, sólo trato de preservar mi libertad de acción. Si aparecierais en su casa con una carta de presentación mía, tal vez sus primos intentaran haceros revelar mi paradero, y posiblemente no repararían en los medios empleados. No quiero correr ningún riesgo.

Sorgi respondió con un gruñido y luego los observó con curiosidad.

—¿De dónde habéis sacado esos ropajes rendorianos?

—El otro día me dediqué a regatear un rato en vuestro castillo de proa —explicó Sparhawk con un encogimiento de hombros—. A algunos de vuestros hombres les gusta pasar inadvertidos en este país.

—Lo sé —aseguró Sorgi con ironía—. La última vez que estuvimos en Jiroch tardé tres días en encontrar al cocinero del barco. —Miró a Sephrenia, que también vestía de negro y, además, llevaba un pesado velo en la cara—. Ninguno de mis marineros posee una talla tan menuda.

—Es una hábil costurera —replicó Sparhawk, que no creyó necesario explicar con detalle cómo había modificado Sephrenia el color de su vestido blanco.

—Que me aspen si entiendo por qué los rendorianos se empeñan en vestir con ropajes oscuros —comentó Sorgi, al tiempo que se rascaba su enrulada cabeza—. ¿Acaso no saben que producen más calor?

—Tal vez no se han percatado todavía —repuso Sparhawk—. Para empezar, los rendorianos no se distinguen por su brillantez mental, y, por otra parte, hay que tener en cuenta que sólo llevan quinientos años aquí.

—Quizá tengáis razón —agregó Sorgi riendo—. Que la suerte os acompañe en Cippria, dom Cluff —le deseó—. Si por azar me encontrara con uno de esos primos, negaré haber oído nunca vuestro nombre.

—Gracias, capitán —dijo Sparhawk mientras le estrechaba la mano—. No podéis imaginaros cuánto os lo agradezco.

Hicieron bajar los caballos por la inclinada pasarela y, a instancias de Kurik, cubrieron las sillas con mantas para no delatar su hechura exótica. Luego ataron los bultos, montaron y se alejaron del puerto con paso reposado. Las calles rebosaban de gente. Algunos habitantes llevaban vestimentas de colores algo más vivos, pero los moradores del desierto vestían de riguroso negro y tocaban sus cabezas con capuchas. Encontraron escasas mujeres a su paso, y todas cubrían su rostro con un velo. Sephrenia cabalgaba servilmente detrás de Sparhawk y de Kurik, con la capucha levantada y el velo fuertemente atado para ocultar la nariz y la boca.

—Veo que conocéis bien las costumbres locales —indicó Sparhawk por encima del hombro.

—Estuve aquí hace muchos años —repuso la estiria; luego cubrió las rodillas de Flauta con su túnica.

—¿Cuántos años han pasado desde vuestra visita?

—¿Os gustaría que os contara que Cippria no era entonces más que un villorrio de pescadores compuesto por unas veinte cabañas de barro? —inquirió maliciosamente.

—Sephrenia, Cippria es una de las ciudades portuarias más importantes desde hace quinientos años —replicó Sparhawk tras girarse para mirarla.

—Vaya —exclamó la mujer—, ¿han transcurrido tantos decenios? Parece como si hubiera acontecido ayer mismo. ¡Qué rápido pasa el tiempo!

—¡Eso es imposible!

—Qué crédulo sois en ocasiones, Sparhawk —afirmó la estiria, riendo alegremente—. Sabéis sobradamente que no voy a contestar a ese tipo de preguntas. ¿Por qué os empeñáis entonces en formulármelas?

—Supongo que de nuevo me he puesto en evidencia, ¿no? —admitió Sparhawk, súbitamente abochornado.

—Sí, en efecto.

Kurik sonreía divertido.

—Vamos, dilo de una vez —le instó sarcásticamente Sparhawk.

—¿Decir qué, mi señor? —preguntó el escudero, con expresión inocente.

Se alejaron del puerto para pasar a confundirse con los nativos rendorianos en las angostas y tortuosas callejas. A pesar de las nubes que velaban el sol, Sparhawk podía sentir como antaño las radiaciones de calor que emanaban de las encaladas paredes blancas de las casas y los comercios. Asimismo, volvía a percibir los familiares aromas de aquel país. El aire, sofocante y polvoriento, estaba impregnado del persistente olor a carne de cordero frita con aceite de oliva y sazonada con potentes especias, al cual se imponía, entremezclado con la empalagosa fragancia de densos perfumes, el fuerte hedor del ganado.

Cerca del centro de la ciudad, pasaron ante la boca de un callejón. Sparhawk se estremeció y, de pronto, tan claramente como si sonaran realmente, pareció escuchar nuevamente la llamada de las campanas.

—¿Ocurre algo? —inquirió Kurik al advertir el semblante de su señor.

—En ese callejón vi por última vez a Martel.

—Es bien estrecho —observó el escudero.

—Su angostura me salvó la vida —respondió Sparhawk—. No podían atacarme al unísono.

—¿Adónde vamos, Sparhawk? —preguntó Sephrenia desde atrás.

—Al monasterio donde me refugié cuando me hirieron —repuso—. No estimo conveniente que nos vean en la calle. El abad y la mayor parte de los monjes son ancianos y saben guardar un secreto.

—¿Seré acogida de buen grado allí? —inquirió dubitativamente la mujer—. Los monjes árdanos son un tanto conservadores y sostienen ciertos prejuicios respecto a los estirios.

—Este abad en concreto posee una mentalidad más cosmopolita —le aseguró Sparhawk—. Por otra parte, abrigo algunas sospechas concernientes a ese monasterio.

—¿Sí?

—No creo que esos religiosos sean lo que aparentan, y no me sorprendería hallar un arsenal oculto dentro del convento, lleno de armaduras barnizadas, sobre vestes azules y una gran variedad de armas.

—¿Cirínicos? —preguntó Sephrenia algo asombrada.

—Los pandion no son los únicos a quienes interesa obtener información fidedigna sobre lo que acontece en Rendor —replicó.

—¿De dónde proviene ese olor? —inquirió Kurik cuando se aproximaban a los arrabales occidentales de la urbe.

—De los corrales —respondió Sparhawk—. Desde Cippria se exporta una importante cantidad de reses por mar.

—¿Tenemos que traspasar alguna puerta para salir?

Sparhawk hizo un gesto negativo.

—Las murallas de la ciudad fueron abatidas durante la represión de la herejía eshandista, y sus habitantes no se han molestado en reconstruirlas.

Tras salir de la angosta calle por donde cabalgaban, recorrieron una gran extensión de terreno ocupada por establos atestados de mugientes y achaparradas vacas. Al avanzar la tarde, los nubarrones habían adquirido un brillo plateado.

—¿Cuánto falta hasta la abadía? —quiso saber Kurik.

—Alrededor de media milla.

—Queda bastante alejado del callejón de la trifulca.

—Ya reparé en ello hará unos diez años.

—¿Por qué no os guarecisteis en otro lugar más cercano?

—No podía considerarme a salvo en ningún sitio. Oía las campanas del monasterio y me limité a seguir en dirección a ese sonido. Mi atención pareció quedar embotada.

—Podríais haber muerto desangrado.

—Esa noche el mismo pensamiento recorrió mi mente unas cuantas veces.

—Caballeros —los interrumpió Sephrenia—, ¿no podríamos aligerar un poco el paso? Anochece con rapidez aquí, en Rendor, y, después de la caída del sol, en el desierto hace mucho frío.

El monasterio se alzaba más allá de los almacenes de ganado, sobre una elevada y rocosa colina. Se encontraba rodeado por una gruesa muralla y tenía las puertas cerradas. Sparhawk desmontó junto a ellas y tiró de una recia cuerda que pendía a un lado. En el interior del recinto sonó una campanilla. Tras un momento, se abrió el postigo de una estrecha ventana que horadaba la piedra; por ella asomó el rostro indiferente de un monje con barba.

—Buenas tardes, hermano —saludó Sparhawk—. ¿Podría hablar con vuestro abad?

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Sparhawk. Seguramente me recordará. Hace unos años me alojé durante una temporada en este lugar.

—Aguardad —contestó bruscamente el hombre y volvió a cerrar el postigo.

—No es muy cordial, ¿eh? —apuntó Kurik.

—Los religiosos no gozan de grandes simpatías en Rendor —repuso Sparhawk—. Resulta natural que se comporten con cautela.

Esperaron en la penumbra del crepúsculo. Al cabo de unos instantes, la ventana se abrió de nuevo.

—¡Sir Sparhawk! —tronó una voz, más adecuada para actos de gala que para una humilde comunidad religiosa.

—Mi señor abad —respondió Sparhawk.

—Un momento, abriremos las puertas.

Siguió el rechinar de cadenas y el sonido de una pesada barra de metal al ser extraída de los anillos de soporte. A continuación, el abad salió a recibirlos. Era un hombre gallardo, de apariencia campechana y rostro rubicundo, encuadrado por una imponente barba negra. Su estatura era considerable, así como la anchura de sus espaldas.

—Me alegra volver a veros, amigo —saludó a Sparhawk mientras apretaba con fuerza su mano—. Tenéis buen aspecto. Parecíais un poco pálido y apagado cuando os marchasteis.

—Han transcurrido diez años desde entonces, mi señor —señaló Sparhawk—. Durante ese tiempo, un hombre se recupera o muere.

—En efecto, sir Sparhawk. Entrad y haced pasar a vuestros acompañantes.

Sparhawk guió a Varan a través de la puerta; de cerca lo seguían Kurik y Sephrenia. En el interior encontraron un patio circundado de muros tan recios como los que protegían el monasterio. A diferencia de la práctica habitual en los edificios rendorianos, la piedra se mostraba al desnudo, exenta de la típica argamasa blanca, y las ventanas que la traspasaban poseían una abertura algo más estrecha de lo que hubieran dictado los cánones de la arquitectura monástica. Sparhawk observó, con mentalidad de profesional, que podrían servir como excelentes y ventajosas posiciones para los arqueros.

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